Eso fue lo que me contó el policía en el hospital.

Cada vez que pienso en ello, cierro los ojos y es como si la vida me abandonara. Me quedo totalmente fría, mi corazón se comprime, mi boca se llena de lágrimas pesadas como guijarros.

Louise la Joven suspira llevándose las manos al corazón.

–Las peores heridas son las que tocan el corazón. Usted ha conocido el amor una noche con Mathias y ahora no le queda más que una cicatriz... ¡Puede mirarla con orgullo para el resto de su vida! ¡Ha amado!

–¡Me odio a mí misma! ¡Tendría que haber previsto lo que iba a suceder! No presté atención a los detalles. A la locura que velaba por momentos la mirada de Virgile, a sus mentiras, a sus trapicheos con Carmine... El relato de su abuela habría debido alertarme, Walter trató de prevenirme... ¡No quise ver nada!

–¿Por qué se siente culpable? –dice Louise–. Esa es una mala enfermedad... Gracias a su libro, Mathias no ha muerto ni morirá nunca... Yo misma me he enamorado de él... Me encantaría encontrar un hombre como Mathias...

–¿Por eso a veces tenía lágrimas en los ojos mientras se lo leía? ¡No me mienta! ¡La he visto!

No responde.

–Me ha hecho un precioso regalo al permitir que la acompañara a lo largo de la escritura... ¡He aprendido tantas cosas en seis meses! Ya no volveré a mirar los libros de la misma manera...

Y luego, cambiando de tono, mientras mira por la ventana que se abre hacia el jardín:

–¿Podríamos ir a caminar por el parque? Quitar las hojas muertas... Muy pronto hará frío y llegará el invierno...

No tengo ganas, contesto. Hace demasiado bueno. Demasiada luz, demasiada vida, demasiados seres vivos en las avenidas del jardín. Mi cabeza aún no ha soltado el libro. La última escena me obsesiona. Estaba de pie en el aeropuerto, colgada del hilo telefónico. Un frío glacial me paralizaba, mi corazón se retorcía, mis piernas no obedecían. Escuchaba el ulular de Virgile, sentado en su silla, escoltado por dos policías. Su lengua colgando hacia un lado, su pesada cabeza inclinada hacia el hombro... Le habían interrogado en inglés. Habían hecho venir a un intérprete. Luego a un psiquiatra. Virgile decía que me esperaba, que yo iría a buscarle, que yo sabría traducir, hablar en su lugar, que podría explicarlo todo.

–Tengo que hacerle una confesión –dice Louise irguiéndose al pie de la cama–. Un secreto que le he ocultado desde el principio...

–¿Un secreto que duele? –le pregunto sujetándome el corazón.

–No...

Gira la cabeza igual que Louise cuando se reía.

–Un secreto inocente... Verá, la primera vez que evocó a Louise Brooks en Rochester...

–Fue en ese momento cuando vi lágrimas en sus ojos, lo recuerdo...

–Ella le habló de una chica francesa que fue hasta allí y se quedó esperando en el felpudo durante tres días, sentada delante de su puerta... ¿Recuerda a esa francesita a la que amenazó con llamar a la policía si no se marchaba?

–Dijo eso para asustarme, para protegerse... ¡Estaba mintiendo!

–No mentía nunca. ¡Usted misma me lo ha dicho!

Louise la Joven estira sus piernas y posa su mirada en la punta redondeada de sus zapatos blancos.

–Era mi madre. Louise Brooks era su ídolo. Había atravesado el Atlántico para ir a verla. No pretendía gran cosa, simplemente pasar algunas horas con ella. Una hora o dos, no más. Había tenido que hacer una concienzuda investigación para conseguir sus señas. Igual que usted. También a ella le había llevado un año. Había ahorrado para pagarse el billete de avión, el taxi, el hotel de Rochester... Pero no tuvo su suerte. Se quedó en el felpudo.

La contemplo desolada.

–¿Fue ella quien decidió llamarla Louise? ¿La que le cortó el pelo como a Louise? ¿La que la inscribió en un curso de danza? ¿La que le enseñó inglés? ¿La que le mostró sus películas?

Sacude la cabeza, seria y recogida, y añade:

–Por eso, lo que de verdad me gustaría no es salir a pasear por el parque donde hace tan bueno..., sino que fuéramos a verla y que le hablara de Louise Brooks...

Louise la Joven me mira con la misma mirada fija y decidida de Louise la Anciana, esa mirada despiadada que me decía: ahora está a salvo, tiene un gran montón de cuartillas blancas para reposar, para poder liberarse, tiene esos miles de palabras que se posarán como vendas sobre su corazón... Pero, ahí fuera, hay una mujer que no tuvo su suerte, que se encontró la puerta cerrada, que regresó, decepcionada, dolorida, desposeída de un inmenso sueño... Usted ha tenido esa suerte. Compártala con otra.

Desde el fondo de mi cama, apoyada en las almohadas, contemplo el perfil perfecto de Louise la Joven, su brillante casco de cabellos negros, su flequillo de rebelde, su pequeña nariz respingona, y le digo: sí, voy a levantarme, voy a caminar, un-dos-tres, paso a paso, e iré con usted a conocer a su madre. Iré a hablarle de Louise Brooks, de sus risas y sus enfados, de mi amor por ella, de mi amor por la vida que el fantasma de Louise ha venido a devolverme gota a gota, como en una transfusión, sirviéndose del uniforme blanco de una joven enfermera francesa.

Louise se gira hacia mí, me sonríe y dice: ¿puedo abrazarla?