Cuando empujo la puerta de la tienda de periódicos, el enamorado de Juliette Binoche no está detrás del mostrador. En su lugar hay un chico, sentado sobre una pila de periódicos, que juega con una videoconsola. Tiene los cabellos negros, brillantes, y la raya a un lado parece trazada con tiralíneas; sus pulgares morenos saltan como pulgas inquietas sobre los mandos de su Game boy, y apenas se interrumpe para devolver el cambio a los clientes. Camino a lo largo de la pared tapizada de periódicos, y echo un vistazo a la trastienda en busca de mi amigo, pero solo distingo a tres hombres en pleno conciliábulo que se callan en cuanto me ven.

No quiero confesarlo, pero tengo miedo. Un miedo indefinido que se aferra a mi garganta y dificulta mi respiración, aunque no termino de entender por qué.

Cojo un ejemplar del Vanity Fair con Nicole Kidman en la portada. Hay un gran artículo sobre ella. ¿Tendrá continuidad la carrera de Nicole Kidman después de su ruptura con Tom Cruise?, se pregunta la revista, que promete ofrecer en su interior las declaraciones de Nicole al respecto. ¿Hay vida en Hollywood después de un divorcio cuando se es actriz? La abro al azar bajo el pálido neón de la tienda y mis ojos se fijan en el último párrafo del artículo. «She was finally getting recognition for who she was, not for who she was with...». En las fotos, Nicole Kidman tiene aspecto agotado. Ha perdido su brillo. Ha perdido a su hombre, su razón social. Ahora debe empezar de cero. Luchar totalmente sola.

La condición de actriz es una esclavitud, solía decir Louise. Hay que estar protegida por un hombre poderoso. O convertirse una misma en un hombre poderoso. Solo la Garbo lo consiguió.

–Dime, Louise, ¿cuando saltabas a lo desconocido tenías miedo?

Fue un día en que le hacía un masaje de manos. Le masajeaba los dedos, pasaba y repasaba suavemente sobre sus falanges doloridas. Al principio ponía gesto de estar molesta, pero luego suspiraba de alivio. Le hablaba para que olvidara el dolor que la atenazaba cuando le estiraba sus largos dedos, tan finos que tenía miedo de romperlos. A veces se quedaba dormida y yo contemplaba su perfil perfecto en la almohada, su largo cuello altanero y grácil, los párpados translúcidos, la cola de caballo canosa que descansaba sobre sus hombros. Pensaba en todos los hombres que la habían amado, en todos los hombres que ella había devorado, como una ogresa insaciable.

Cuando no se dormía, nos hacíamos confidencias de chicas. En esos momentos era como si tuviéramos la misma edad.

–Me gustaba tener miedo –me había confesado–. Me sentía electrizada por el peligro. ¿Y tú?

–Tengo miedo a menudo. Cada vez que he cambiado mi vida, he tenido mucho miedo...

–¡Yo no! Yo me lanzaba con la cabeza gacha. No reflexionaba nunca. Me encantaba sucumbir con desconocidos precisamente a causa del peligro...

–¿Y no te daba miedo?

–No..., al contrario.

–¿Ni siquiera cuando desembarcaste en Nueva York con dieciséis años?

Ella había sacudido la cabeza negativamente. Y, con una media sonrisa de connivencia consigo misma, había añadido:

–Desde que era pequeña el miedo me ha atraído. Siento miedo, pero me gusta el barullo amenazador que provoca la amenaza, el peligro.

–Yo, al principio, cuando vivía sola en París, sentí miedo a menudo.

–¿Vivías sola con dieciséis años?

–Mi madre se había marchado a vivir al extranjero y mi padre..., mi padre se había vuelto a casar y ni siquiera sabía muy bien dónde vivía...

–¡Ah! Entonces sabes bien cómo defenderte.

Me había contemplado como si me diera un abrazo, acogiéndome en un club muy exclusivo, el de las chicas que viven solas a los dieciséis años.

–Aprendí a hacerlo. ¡Aunque fue bastante extraño! Un día me dejé seducir en la calle por un actor. Era guapo, moreno, la viva imagen de un seductor...

–¿Alain Delon?

–No. No le conoces. No es muy conocido aquí, pero en Francia sí. El primer día me llevó al rodaje de una película en las afueras de París. ¿Y sabes lo que hice? Me metí un tenedor en el bolso por si se acercaba demasiado a mí.

–Pero al menos te atreviste a ir.

–Sí... Y cuando estando en el coche se acercó demasiado, saqué el tenedor y lo mantuve a raya. Él se echó a reír. Rio y rio, sin poder parar.

También Louise había estallado en carcajadas. «What a girl!», repetía...

–Podía haber tenido un cuchillo. Podrías haberte topado con un loco armado con un cuchillo.

–¡Como Lulú!

–Pabst siempre me decía que acabaría como Lulú. Es verdad que he acabado en la miseria como ella, pero no apuñalada. Pero continúa, ¿qué pasó con ese hombre, terminaste acostándote con él?

–Sí.

–¿Era un buen amante?

–Muy bueno.

–¿Y estabas enamorada?

–No.

–¿Lo ves? ¿Ves como los mejores amantes son aquellos de los que no se está enamorada?

–¡Yo no he dicho eso!

–Pero yo sí. La mejor actuación sexual de toda mi carrera la tuve con Pabst, del que no estaba en absoluto enamorada. Tenía que rodar Premio de belleza con René Clair. Cuando llegué a París y me reuní con René, va y me dice que no piensa rodar la película. Que más me valdría regresar porque la película no se haría nunca..., pero me quedé. ¿Qué había mejor en Hollywood? Vivía en el hotel Royal Monceau. No tenía nada que hacer. No hablaba francés. Bebía mucho, salía todas las noches a una discoteca, Chez Florence, creo que se llamaba. Una noche, Pabst me telefoneó y me invitó a cenar. Le propuse ir a Chez Florence y, una vez dentro, me encontré con un amante al que acababa de dejar. Pasó junto a nuestra mesa y me ignoró. ¡La sangre me empezó a hervir! Al cabo de un momento, volvió sobre sus pasos y puso cara de acordarse de mí. Se acercó a nuestra mesa y entonces... agarré el magnífico ramo de rosas que me había regalado Pabst y se lo planté en la cara, con tanta fuerza que empezó a sangrar. Pabst me contempló ultrajado. ¡Creo que esa noche le impacté de verdad!

–¿Estabas celosa porque estaba con otra mujer?

–¡En absoluto! Estaba furiosa porque había fingido no reconocerme, cuando habíamos pasado seis noches juntos en el barco que nos trajo a París. ¡Aquello me parecía una grosería! Y me vengué, eso es todo. Pabst se quedó abrumado por mi violencia. Creía sinceramente que uno no debía conducirse así en público. Es extraño, ¿sabes?, podía ser muy rígido, muy puritano. Furioso, sin admitir excusas, me acompañó a mi hotel, abrió la puerta de mi habitación, y me aconsejó que me acostara y durmiera... Y yo me lancé en sus brazos y decidí ofrecerle la más bella noche de amor que hubiera conocido nunca. ¡Y eso es lo que hice! ¡Estuve absolutamente perfecta, deslumbrante! Aún lo recuerdo. Al día siguiente, cuando se marchó, parecía que flotaba en una nube. Tenía que irse a Londres y yo me marché a la Riviera con unos amigos americanos muy ricos. Adoraba a la gente que tenía mucho dinero. Fue allí, en el Midi, donde conocí a Scott y Zelda Fitzgerald. Tenían un aspecto tan desamparado, tan frágil... ¡Completamente perdidos! Él estaba deprimido porque solo se hablaba de Hemingway y de su libro Adiós a las armas. El astro de Hemingway se elevaba haciendo que el del pobre Fitzgerald se difuminara. Cuatro años después de la publicación de El gran Gatsby, y ya le consideraban acabado. ¿Te das cuenta? ¡Lo injusta e ignorante que puede ser la gente! Ya no estaba «de moda». Era ese gran cabrón de Hemingway quien iba a reinar en el mundo de las letras americano. A mí no me gusta Hemingway, no me gusta su machismo. ¿Quieres saber mi opinión? ¡Ese hombre era un homosexual que no se atrevía a confesarlo!

No la contradigo. Conozco a Louise. Va a revolverse sobre la cama hasta que diga que sí, por supuesto, que Hemingway era un infame marica avergonzado. ¡Y además, me da igual! No me gusta especialmente Hemingway, a excepción de su extraordinario cuento «La breve vida feliz de Francis Macomber», que no dejo de leer y releer. O cuando habla de las mujeres americanas que «realmente son las más implacables, las más crueles, las más rapaces, en tanto que sus hombres se han reblandecido, o bien han enfermado de los nervios mientras ellas se endurecían. Esas mujeres son las más infernales. Verdaderamente las más infernales».

Así que lo dejo pasar.

Había aprendido a actuar así con Louise... A dejarlo pasar cuando la causa no valía la pena de ser defendida. Porque, de lo contrario, acabábamos discutiendo durante horas, me hacía traer pesadas enciclopedias a la cama, hojeaba montañas de libretas que había rellenado, exhibía viejos artículos de periódicos hasta que asentía y le decía: sí, Louise, tenías razón.

–Pero Louise, cuando me refería a lo desconocido, no estaba hablando solamente de hombres.

Había terminado de masajearle las manos. Ella las examinaba haciéndolas girar ante sus ojos, sus manos tan viejas, tan viejas, tan estropeadas, tan frágiles, tan pequeñas, «mis manos que no sirven para nada porque ya no puedo escribir...», y luego las había posado sobre la colcha amarilla y me había preguntado:

–¿Entonces de qué hablabas?

–De esos momentos en los que la vida bascula, en los que tienes la sensación de no poder controlar nada, en los que desciendes a toda velocidad por un tobogán que puede hacerte o bien salir volando hacia el cielo, o bien morder el polvo... ¿Has sentido eso alguna vez?

–A menudo, querida, muy a menudo...

Tenía una forma de decir my dear que la transformaba en pitonisa de la vida. Parecía elevarse y lanzar un oráculo como un viejo sabio de las montañas; luego sonreía con esa media sonrisa y caía de golpe de la montaña.

–Mi vida a partir de los veinte años ha sido un largo descenso por un tobogán. Hasta que encontré a ese hombre, Bill Paley. No me gusta utilizar frases grandilocuentes, pero Paley realmente me salvó de la miseria. De modo que sí, lo desconocido hizo irrupción en mi vida. Pero un desconocido bienhechor, generoso... Qué extraña es la vida. Cuando piensas que todo se ha acabado, que ya no eres más que una marioneta descuajeringada que muy pronto va a acostarse en su caja y dormir, aparece un mago, desenreda tus hilos, te endereza, te recompone y te vuelve a lanzar a la pista.

Agita sus manos blancas y brillantes de crema como pequeñas muñecas manipuladas.

–Yo vivía en mi agujero de ratas, pedía dinero a todo el mundo, salía con hombres que me mantenían. Había dos que deseaban casarse conmigo, pero yo no quería casarme. Así que me convertí al catolicismo. En aquella época, una no podía volverse a casar cuando estaba divorciada y era católica. Iba a misa, estudiaba la Biblia, bebía un poco menos. Me sentía muy impresionada con la vida de santa Teresita de Lisieux e, incluso, había hecho un retrato de ella al carboncillo... Entonces el cura se enamoró de mí. Yo era la única mujer que le veía como un hombre y no como un cura. Le enviaron a California. Fui bautizada en 1953 y, después, no volví a la iglesia. Había escapado al matrimonio... pero no a la miseria. Un día escribí a Bill Paley. Era uno de los jefazos de la prensa, muy poderoso, estaba al frente de la CBS. Le conocía desde hacía mucho tiempo. Habíamos tenido una relación y fue él quien me ayudó, allá por 1943. Gracias a él pude participar en esos folletines radiofónicos tan estúpidos. Parecía consternado porque no me tomaba mi carrera en serio. Yo me había negado a ver Lulú con él en 1929. La proyectaban enfrente de mi casa y me había negado a acompañarle... ¡Qué idiota fui, Dios mío, qué estúpida he sido durante tanto tiempo! Le escribí para decirle que había tocado fondo. Tenía cuarenta y ocho años y ninguna esperanza de que la vida mejorara. Un lento y programado descenso a los infiernos. Pensé que me mandaría un cheque y eso sería todo. O bien que no me contestaría. Esperaba cualquier cosa menos lo que sucedió. Cualquier cosa menos eso... Me citó en el despacho de su fundación, me dio un cheque de mil dólares para que saldara mis deudas y me concedió una pensión vitalicia... para que escribiera.

Repite varias veces «para que escribiera», como si no terminara de creerlo. Sus ojos vagan por el vacío, asombrados, nostálgicos ante la alegría que sintió en el enorme despacho de la fundación. Lo cuenta una y otra vez para convencerse de que eso fue lo que pasó.

–Pero más importante que el dinero que me dio fue la confianza que me otorgó. Me consideraba una escritora, esperaba seriamente que escribiera, me concedió todo el tiempo que hiciera falta para que escribiera. Fue la primera vez en mi vida, ¿lo oyes?, la primera vez en toda mi vida que un hombre creía en mí. Ya no era una fracasada, una inadaptada, un objeto por el que se paga... No hacía una obra de caridad conmigo, creía en mí, creía en la escritora que había en mí. A partir de ese día, mi vida cambió. Sentí cómo me iba convirtiendo en escritora. Y, de golpe, esa se convirtió en mi sagrada ocupación. Me pregunté si no habría sido Dios quien me había enviado a Bill Paley... para concederme una nueva vida.

Mi mirada cae sobre el joven sentado que machaca su Game boy. ¿Quién le mira a él? No tiene aspecto de ser consciente de que le miren, sino más bien el de alguien a quien no le importa que le miren. Solo piensa en mover rápidamente sus pulgares para marcar puntos y así obtener una partida ganadora. WINNER! ¡BINGO! ¡Ha ganado una vida, dos vidas, tres vidas!

Bill Paley había concedido una nueva vida a Louise.

Simon me había concedido una nueva vida.

Virgile me concede una vida nueva cada día.

Mathias me ha quitado una vida.

O más bien, yo me he cortado un trozo de vida al desgajarme de Mathias.

Es extraño considerar la vida como una sucesión de partidas ganadoras, una suma de vidas. Hay personas que te cortan un trozo de vida, otras que te añaden un trozo. Debería hacer una lista. Y no ver más que a las personas que me dan vidas.

Eso también es vivir: pasar el tiempo añadiendo trozos, poco a poco, o viéndolos caer. Pero un día, uno se harta y decide no recogerlos más, no mantenerse en pie.

Los tres hombres salen de la trastienda, camuflados bajo sus largos chales de algodón. Apenas se distingue su rostro. ¿Acaso no saben que ahí afuera les espera la canícula? Llevan bajo el brazo paquetes alargados envueltos en papel de estraza de embalar. Cualquiera pensaría que se trata de metralletas, tal vez fusiles. Tienen cara de conspiradores. Hacen un signo con la cabeza al pasar junto al joven que se levanta, se asoma a echar un vistazo a la calle, les hace una señal de que todo está bien, ya podéis salir. Entonces los tres salen en fila india. Sin decir nada.

Él se vuelve a sentar sobre la pila de periódicos y retoma su Game boy.

Dejo el Vanity Fair cerca de la caja. Eso me ayudará a disimular cuando salga a la calle. Así tendré una revista entre las manos, algo que hojear mientras espero el autobús o me siento en el metro. Compro una tarjeta telefónica y una tarjeta de metro. Saco la cartera y pago. El chico se levanta, me devuelve el cambio y luego se sienta sin mirarme.

Un hombre entra y coge el New York Times. Y, de pronto, la tienda se llena de hombres y mujeres apresurados que hacen cola delante de la caja mientras hablan por sus móviles. Un joven se para ante la pared de periódicos. Tiende la mano hacia la revista Rolling Stone. Lleva una camiseta blanca con una inscripción, EXERCISE YOUR FAITH WITH JESUS. Coge la publicación, un paquete de chicles Dentyne y ahueca el torso ante el vendedor. Una mujer entra con un turbante estampado de leopardo sobre sus cabellos color platino. Parece una vieja baby doll. Su caniche lleva un collar estampado en leopardo idéntico a su turbante. Sostiene la correa del perro entre los dedos como si fuera una vela y camina sobre altos tacones dorados, ceñida en unos pantalones pirata rojos. También son rojas las uñas de las manos y los pies, y sus pómulos brillantes por el sudor. Tiene dos manchas de sudor bajo los brazos. Habla muy fuerte y reclama la revista People Magazine. Habla con su perro al que llama Querido y le promete un buen plato cuando regresen a casa. Los cascabeles enganchados en el collar de leopardo tintinean. Tiene la impresión de que el perro le responde y adopta un aire satisfecho mientras mira a su alrededor. Le gustaría que todo el mundo se fijara en ella y en Querido. Tira de la correa con un golpe seco y sale contoneándose.

En ese momento aparece mi amigo, el vendedor de periódicos. Su rostro se ilumina al verme. En el Paris-Match de esta semana hay un artículo sobre Juliette Binoche, ¿lo has leído? Sacudo la cabeza. Voy a buscártelo...

Se alza sobre la punta de los pies y atrapa la revista.

La deja en el mostrador con cuidado, pasa y repasa sus palmas doradas sobre la cubierta brillante con la ternura de un enamorado acariciando el rostro de su amada. ¡Vas a ver cómo resplandece! Hojea las páginas en busca de la sonrisa de Juliette y veo pasar a toda velocidad textos, fotos y, de pronto, una fotografía de Simon. Espere un segundo, le digo. Le detengo y apoyo mi mano sobre la página. ¿Qué hace Simon en el Paris-Match? Tan sonriente y ocupando una doble página cuya leyenda dice: «Y ahora, América. Nada se le resiste...». Me demoro un instante, sonrío a Simon quien, a su vez, sonríe a todo el mundo.

Un día, Mathias me había preguntado: ¿qué harías si Simon regresara y te pidiera que te marcharas con él? Yo no había dudado un solo segundo. Me marcharía con él, le había contestado.

¿Por qué había dicho eso?

El vendedor de periódicos posa su dedo moreno sobre el rostro sonriente de la actriz y alza hacia mí una mirada feliz.

–Se la he enseñado a tu amigo hace un rato, él también aprecia...

–¿Mi amigo? ¿Qué amigo?

–Ya sabes, el joven que te acompaña siempre. Ha venido esta mañana y se ha olvidado una bolsa de plástico con sus documentos. Los he dejado apartados. ¿Quieres dárselos tú o los guardo?

–Enséñemelos –le pido, intrigada.

Entra detrás de la caja, pide al chico que se aparte en una lengua que no reconozco, se agacha detrás del mostrador, continúa hablando, pero no entiendo nada de lo que dice.

De modo que Virgile no se ha ido. No ha cogido el avión. Aún sigue en Nueva York. ¿Dónde vivirá? ¿En un hotel? ¿Habrá tenido algún encuentro? ¿Habrá regresado para citarse con «larguísimo beso» en la esquina de Houston y la calle Spring?

–¿A qué hora se ha pasado?

–Esta mañana, cuando estaba abriendo la tienda..., se llevó el Libération y compró una tarjeta telefónica. Dejó su bolsa para pagar, quería darme cambio, moneda, ¿se dice así? Él es quien me enseñó esa palabra esta mañana, y se olvidó la bolsa... ¡Ah, aquí está!

Extrae de debajo del mostrador una bolsa de plástico azul marino con las letras blancas de Gap impresas y me la tiende con una gran sonrisa. La abro y distingo el New Yorker, siempre el mismo, enroscado como un cucurucho de patatas, una guía verde de Nueva York, un peine, un libro de bolsillo francés, su billete de avión y su pasaporte. Saco el billete metido dentro del pasaporte. Quiero saber si ha cambiado la fecha de su vuelta a París. Una foto se cae del pasaporte. Me agacho para recogerla y me quedo estupefacta al verla.

Es una vieja foto en blanco y negro. Ha amarilleado un poco y las esquinas están dobladas. Una señora mayor, tal vez una abuela, está sentada sobre un talud de hierba alta al lado de un chico. En segundo plano, distingo un edificio enorme, un parapeto, montañas, la pierna de otro niño, un cazamariposas. Acerco la foto a mis ojos. La mujer lleva un vestido estampado de manga corta, tiene las piernas discretamente cruzadas, la espalda muy recta, el brazo derecho apoyado sobre su bolso y el izquierdo sobre el hombro del niño. Mira fijamente al objetivo, orgullosa y protectora. Siento en ella la fuerza de un bastión, la fuerza incondicional de un centinela leal y seguro. El niño debe de tener ocho años. Tal vez nueve. No lo sé. Parece frágil, un poco encorvado. Lleva pantalón corto, sandalias, la camisa metida por dentro. Si ella no lo estuviera agarrando podría deslizarse por el talud y caer. Un gran mechón castaño oculta su rostro, pero levanta la cabeza y..., aunque no lo haya advertido en un primer momento, he sentido desde el principio que había algo monstruoso en esa foto. Una anomalía hecha de violencia, de desesperación y, también, de brutalidad. La forma en que el chico disimula y, a la vez, se exhibe, las piernas delgadas doblemente cruzadas como si quisiera hacer un nudo, su torso de refilón, su mechón como camuflaje, pero también el mentón que se alza y se afirma en una vehemente provocación. El ojo castaño, el que no cubre el mechón, se escurre, escapa hacia un lado, escapa a esa tortura que es la toma de una foto. Ser visto, ser fotografiado, pero nunca ver su reflejo en la mirada del otro. Huir de su reflejo en la mirada del otro... Y, en medio de la foto, en medio del rostro del chico, un agujero que hace de boca y nariz, un agujero que se retuerce, una llaga abotagada en forma de trébol turgente, una grieta de tres brazos abierta, hinchada como una cicatriz fresca, sangrante, una boca deformada en un monstruoso labio leporino.

¿Será un hermano de Virgile? ¿Algún secreto de familia que Virgile oculta porque se avergüenza de él?

Creía que era hijo único. Pero también es cierto que ignoro casi todo de él... Puede haberme ocultado la existencia de ese hermano desfigurado. O, tal vez, se muriera poco después. Suicidándose al no poder soportar vivir con una boca en forma de trébol.

El lápiz galopa en mi cabeza e imagina toda una historia. Es Virgile quien le mató porque no soportaba vivir con «esa cosa» a su lado... Lo ahogó mientras dormía, aplastando la almohada sobre la boca de gárgola de su hermano, observando el cuerpo que se retorcía, que aullaba que quería vivir... ¡No! El lápiz escribe otra historia. Él se lo ha pedido a Virgile, le ha suplicado que le mate, que le conceda esa gracia, Virgile le ha hecho caso y, desde entonces, no puede mirarse a la cara, ni atarse a ninguna persona. Deja escapar sus remordimientos en un largo lamento bajo la ducha. Sus remordimientos y su soledad. Ya no puede decir «te quiero», no puede besar dos veces seguidas la misma boca, no puede ni siquiera acariciar la piel tersa de un ser vivo y cálido.

El secreto de Virgile. Ese secreto que presiento, desde hace mucho tiempo, detrás de la actitud huidiza e inquietante de mi amigo. Y en la manera que tiene de hacerse el retrasado, de sacar la lengua de su boca, de dejarla colgando, inerte y lacia. Ha debido de adoptar esa costumbre desde niño para acercarse a su hermano, para hacerse perdonar por tener una boca normal. Una boca que sonríe sin hacer que todo el mundo salga corriendo...

–¿Quieres quedarte con la bolsa o la dejo apartada? –pregunta el vendedor de periódicos.

–Guárdela... ¡Pero espere! ¡Un minuto!

Antes de devolverle la bolsa azul marino de Gap, abro el pasaporte y apunto el apellido de Virgile, Massart, la dirección escrita en el pasaporte, una dirección antigua, su dirección de Marsella, y luego le tiendo la bolsa a mi amigo que la vuelve a guardar con cuidado debajo del mostrador.

–¿Hay algún sitio por aquí donde pueda consultar internet, y que no esté lejos?

Me ha venido una idea a la cabeza y tengo prisa por verificarla.

Señala con la mano en dirección a la trastienda con una gran sonrisa.

–Puedes entrar ahí. No molestarás.

Le doy las gracias, y me instalo delante del ordenador, tecleo en la página de información internacional, elijo «Francia», y luego «Marsella», «Massart»... Una lista de nombres surge. Una larga lista. No creía que Massart fuera un apellido tan extendido. Repaso la lista para ver si alguno de los nombres se corresponde con la dirección que aparece en el pasaporte de Virgile, pero ningún Massart vive en el número 14 del callejón Ferran. Pulso la tecla IMPRIMIR, cuento los Massart que figuran a lo largo de la hoja..., treinta y nueve. Llamo al vendedor de periódicos. ¿Puedo telefonear desde aquí? Él vacila, su cabeza cae sobre su hombro izquierdo y después sobre el derecho. ¡Tengo una tarjeta telefónica, acabo de comprarla! Entonces asiente, aliviado, entiéndeme, no soy el propietario de esto, solo soy un asalariado, el padre del chico que está fuera es el propietario... Le hago una señal para indicar que me hago cargo y añado que nunca me habría permitido telefonear al extranjero sin advertirle. Luego marco el número del primer Massart de la lista.

Al llegar al número diecisiete de la lista me encuentro con un primo de Virgile que me cuenta que este vivía en casa de su abuela, que la abuela se ha mudado y que ahora vive en Pennes-Mirabeau, y que su nombre es Suzanne Bonetta. Me da su número de teléfono y me recomienda hablar bien alto porque es un poco dura de oído. Así que esa sólida mujer, fuerte como un baluarte, se llama Suzanne Bonetta. ¿Es italiana?, le pregunto al primo. Sí, esa es la razón por la que Virgile se llama así... Virgilio... Le doy las gracias y marco el número de Suzanne. La voz grabada de mi tarjeta telefónica me advierte de que me queda una hora y treinta y cinco minutos de comunicación. Tengo todo el tiempo que necesito. Dejo que el teléfono suene un buen rato y Suzanne Bonetta descuelga.

La voz es joven, alerta. Tiene un ligero acento cantarín, el mismo que Virgile. Alarga las «es» como toallas tendidas sobre una cuerda para que se sequen al sol. En un primer momento se inquieta. ¿Leee ha sucedido alguna cosa a Virgile? ¿Seee ha puesto enfermo? La tranquilizo y contesto que no, que está perfectamente, que todo va bien, «la vida es bella», le digo para tranquilizarla. La llamo desde Nueva York donde me encuentro con Virgile, ha extraviado su pasaporte y se preguntaba si no tendría usted, por casualidad, una fotocopia para recordarle el número. Está en el consulado y me ha encargado que la llamara. No, no tiene nada, no, no, está segura de que no lo tiene. Siempre está perdiendo todo, ¿sabe usted? ¡Un día perderá la cabeza! Va a encontrarlo. Eso seguro. No parece inquietarse demasiado. Dice que está muy contenta por tener la oportunidad de hablar conmigo. Sabía que él estaba en Nueva York, ya se lo había anunciado. Suele llamarla casi todos los días, por la mañana, antes de ir a trabajar. ¡Pareceee un sueño poder estar en Nueva York! ¿verdad? ¡Qué contento debe de sentirse! ¡Y además en su compañía! Yo la conozco, ¿sabeee? Él me ha hablado mucho de usted. Mucho... La quiereee. La quiereee por encima de todo. ¡Y además he leído sus libros!

Aún no sé cómo voy a hacerle hablar del chico de la foto, de modo que la dejo parlotear a placer. Espero que surja una grieta para lanzarme, para evocar como si nada al hermano, pequeño o grande, al hermano desfigurado. Pienso en el cazamariposas, en la hierba alta, en las montañas. Pienso en mi abuela materna, no en la bohemia, sino en la otra. También ella era originaria del Midi, de Aix-en-Provence, y tenía el mismo acento cantarín. La misma alegría. La misma simplicidad, la misma confianza en la gente, la misma generosidad. Son de esa clase de mujeres que salen a la calle con un sombrerito en la cabeza y el bolso bien apretado bajo el brazo. Dan los buenos días a todo el mundo, se preocupan por la salud de unos y otros, del último bebé que ha nacido, de la depresión de la panadera, de los berrinches del carnicero, de la apertura de un centro comercial al final de la avenida de la República. Caminan graciosas, sonrientes. Se escuchan inclinando la cabeza y sus ojos se pliegan de bienhechora atención. No se imaginan, ni por un instante, que alguien pueda desearles algún mal. Mi abuela, por ejemplo, cada vez que la acompañaba al banco para sacar dinero de su cuenta, daba las gracias al cajero por haberle servido. Tenía como algo ineludible estrecharle la mano. Daba la vuelta al mostrador y él se levantaba, apurado. Es muy bueno, ¿sabes?, es muy bueno por perder su tiempo para darme el dinero. ¡Pero si es tu dinero, abuela! ¡Es lo normal! ¡Eres tú quien le permite vivir al colocar un dinero en el banco donde trabaja! Pero no me creía. Pensaba que el cajero vigilaba sus ahorros armado hasta los dientes, noche y día, y que nunca ocurriría nada porque era muy valiente.

La abuela de Virgile se parece a mi abuela.

–Él ya conocía Nueva York, quiero decir, por las películas. Yo solía llevarle todos los domingos al cineee. ¡Al pobreee! Era su alegría. Esperaba ansioso toda la semana la película del domingo...

–¿Y fue usted quien le inculcó su afición a la lectura?

Adopta un tono modesto y se ríe suavemente.

–¡Eh! ¡Sí, fui yo! Leo mucho, estoy inscrita en la biblioteca del barrio y le inscribí también a él. Devoraba los libros. Los leíamos juntos. Todo lo hacíamos juntos. El pequeño hombrecito y la vieja abuelita. Él no era como los otros niños, eso desde luego. No nació en el lado bueno del sol.

–¿Fue usted quien crio a Virgile?

–¡Pobrecito mío! Fui yo quien le recogí siendo un bebé. Nadie lo quería, ¿sabe usted? Sus padres no estaban casados y eran tan jóvenes..., no sabían qué hacer con el pequeño. Además..., como es lógico, no lo habrían querido de todas formas. Yo se lo he enseñado todo, ¿se lo ha contado? La gramática, las matemáticas, la historia, la geografía. Era institutriz así que fue fácil. El primer libro importante que leyó fue la Eneida. Porque tenía su nombre escrito en él. Virgile. En letras muy grandes. Tenía diez años. Encendíamos la lámpara por la tarde, abríamos el libro y era como si estuviéramos en el cine. Leíamos a dos voces. Posábamos nuestras manos sobre las palabras del libro y las sentíamos vibrar... Él era muy listo. «Reprime ya tu odio», decía agitando una espada imaginaria a un enemigo imaginario. Interpretaba todos los papeles, moría y daba muerte con gran sentido de la puesta en escena. Yo disfrutaba contemplándolo... Retrasé todo lo que pude el momento de llevarle al colegio...

–¿Quería conservarlo para usted sola?

–¡Oh, qué amable es usted! Se podría decir así. Incluso es un poco verdad. Cuando nació, mi marido ya había fallecido y no tenía a nadie de quien ocuparme salvo de él. Aún trabajaba, pero le dejaba en casa, no estaba lejos, me hospedaba en el colegio. Le podía vigilar desde la ventana de mi clase. Cuando hacía bueno, colocaba su cuna justo debajo de la ventana. Le colocaba una gasa por encima, para que no le molestaran, para que no fueran a contemplarle como si se tratara de un bicho raro. Al principio me vi obligada a atarle las manos a la cuna...

–¿Para que no se rascara?

–Aquello sangraba y sangraba, pero sobre todo no debía rascarse. Así que le ataba con cintas, con cintas color azul cielo, con cintas de terciopelo... Parecía el mástil de un barco por encima de la cuna. Pero seguro que ya le ha contado todo eso. Chocheo, estoy chocha. Aquello fue terrible, ¿sabe...?, para él, porque yo enseguida lo miré con los ojos del amor. A mí Virgile me parecía guapo, muy guapo...

Y, de pronto, lo entiendo todo. Ese chico de la foto no es el hermano de Virgile. ¡Es Virgile! Siento que se me corta el aliento. Pero ¿cómo ha podido recuperar el aspecto humano? Uno nunca sospecharía al ver los labios delgados, lisos y perfectos de Virgile que en otro tiempo fue ese chiquillo con el trébol sangrante de la fotografía.

–¿Qué edad tenía cuando le operaron? –pregunto con el corazón palpitante y las manos húmedas.

–Fue muy valiente, ¿sabe? ¿No se lo ha contado?

–Sí, sí...

–Le operaron una primera vez siendo bebé, pero aquello no funcionó... Después de eso los médicos decidieron que había que esperar a que tuviera dieciséis o diecisiete años, a que el crecimiento hubiera terminado para que pudieran reconstruir la carne y que el tejido no cediera. Virgile decidió esperar. Hablaba con una voz muy extraña, ¿sabe?, era casi como un ulular... La víspera de la operación estaba tan nervioso que apenas podía quedarse quieto. Yo tenía miedo, él no. Era él quien me tranquilizaba, quien me decía: ya verás, abuela, ya verás qué felices vamos a ser después. Asistí a la operación. Vi cómo le abrían completamente los labios y el tabique nasal, cómo liberaban sus músculos y reconstruían los labios y la nariz. Lo cortaron todo, lo reconstruyeron todo, una capa tras otra... Había leído varios libros de cirugía y casi hubiera podido operarlo yo. Ya sé que suena presuntuoso, pero era como si renaciese por segunda vez ante mis ojos. ¡Como si fuera yo quien le diera la vida!

–¡Es una bonita historia! –le digo tragando con esfuerzo.

–¡Y ahora no se le nota nada! ¡Es increíble el progreso de la medicina! Para que luego digan los viejos cascarrabias que antes se estaba mejor, que aquellos eran los buenos tiempos, siempre que les oigo tengo que cerrar el pico porque pienso en mi Virgile y me digo que antes..., antes, no podría haberse integrado como lo ha hecho. ¡Habría sido la bestia, el piojoso, el monstruo al que se señala con el dedo durante toda su vida!

Añade que, obviamente, aún es un poco salvaje. Habrá podido notar cómo se escabulle, no hay forma de atraparlo, pero eso no es nada comparado con cuando era pequeño. ¡Tenía verdaderos accesos de rabia! Un día, estuvo a punto de clavar unas tijeras a un amigo que se burló de su voz de búho. Se lanzó sobre él y le hizo un buen tajo en la mejilla...

Hace una pausa y no sé qué decir. Virgile camina dando rodeos como el niño pequeño de la foto, huye de la mano que quiere atraparle, de la mirada que le atrae, por miedo a que la mano o la mirada se apoderen de él y le inmovilicen como a una mariposa clavada en una caja. Virgile no supera la primera cita. Con cada nueva ocasión busca asegurarse de que su boca se desliza por una boca desconocida, no sea que una boca acostumbrada pudiera descubrir la fina cicatriz bajo la nariz, bajo el labio.

–¡Usted le hace mucho bien! Mucho bien. Estoy muy tranquila sabiendo que vive con usted. Verá, es como si hubiera tomado mi relevo..., pero, bueno, no paro de hablar y le estoy haciendo gastar su dinero. Debe de ser muy caro llamar desde Estados Unidos. Dígale que no se olvide de enviarme una postal. La última vez, cuando viajaron a Tahití, se olvidó de mandármela. Ni tampoco la de Cuba. Lo sentí mucho porque hago colección de sellos... Dígale también que no me ponga un sello cualquiera, que busque alguno bonito y un poco raro...

Se lo prometo, la tranquilizo, y le digo que me tomo la libertad de mandarle un fuerte abrazo. Ella se ríe suavemente. Dice que está feliz. Virgile le había prometido que un día yo la llamaría. Bueno, hasta pronto, señorita.

Cuelga y una vez más me quedo estupefacta. ¡Nunca hemos viajado a Tahití ni tampoco a Cuba! ¡Nunca le he prometido a Virgile que llamaría a su abuela! ¡Virgile no vive en mi casa!

Se lo ha inventado todo para tranquilizar a su abuela. Se lo ha inventado para recuperar el retraso que tiene de la vida. Repite como una letanía «la vida es bella, la vida es bella» por miedo a que ese trébol vuelva a imprimir sobre su rostro ese repugnante abotargamiento. Quizá sueñe por las noches... que se levanta por la mañana, posa una mano sobre la boca, tantea el pliegue de sus labios para saber si el agujero ha vuelto durante su sueño.

«Reprime ya tu odio...».

¿Y cómo termina el combate de Eneas en la Eneida? Mis recuerdos de la versión latina son difusos. Tecleo en internet, pulso sobre Virgile, la Eneida, sobre Extractos, sobre Final del poema. Las últimas líneas aparecen:

«Y así diciendo, le hunde furiosamente la espada en mitad del pecho. Al instante el frío de la muerte se extiende por los miembros de Turno: la vida del héroe ausonio se escapa en un suspiro y su alma huye indignada a la mansión de las sombras...».

«La vida se escapa en un suspiro y su alma huye indignada a la mansión de las sombras». Eneas acaba de matar a su rival, Turno, pretendiente de la princesa Lavinia. El mismo que le había suplicado: «Reprime ya tu odio...», derribado a sus pies, conmovido. La violencia es más fuerte que el amor. La venganza y la sed de sangre son superiores al perdón.

El primer gran relato que leyó Virgile siendo niño ignoraba el perdón. Jugaba alternativamente a ser Eneas o Turno. A matar y a ser muerto. A suplicar y a negarse a perdonar.

¿Habrá perdonado a aquellos que se burlaron, que le señalaron con el dedo, que apartaron la vista atemorizados por el trébol sangrante que hacía las veces de boca?

Louise, Virgile y yo. Los tres poseemos un trébol infame que, un día, se grabó en nosotros como un hierro al rojo y cuya marca llevaremos para siempre.

Virgile llevaba su trébol en el rostro y el bisturí de un hábil cirujano se lo quitó. Al menos en apariencia. Louise y yo lo llevamos oculto en el secreto y, si bien presentamos un rostro aterciopelado, el trébol palpita en cada contracción de nuestro corazón.

Ella lo llamaba Mister Feathers. Señor Pluma, para nosotros. ¡Qué nombre tan liviano para un profanador! Él era granjero y ella tenía nueve años. La engatusaba con suaves palabras, con una mano que acariciaba, con bombones. Ella le temía y le deseaba. Conocía el peligro oculto en ese hombre, el peligro, el dolor, pero aun así acudía. Atraída por lo desconocido, por el juego que comenzaba como una caricia..., una fuerza brutal que precipita la espera en el dolor, el placer en el lamento.

Y ella cruzaba la frontera.

Cada vez.

Nunca gimoteaba cuando hablaba del señor Pluma. Solo decía: yo iba... Me mandaban a visitarle con mi bidón de leche. Yo iba y dejaba que se arrimara. Iba, y él se dejaba caer contra mí, me aplastaba contra su cuerpo. Tenía unas gruesas manos rudas, manos de hombre que trabaja la tierra, que trabaja con el ganado, que lo cepilla, que lo estriega, que comercia con él. A veces ella sonaba aún más cruda... cuando el dolor regresaba como un destello no dejando nada más. Entonces olvidaba el otro fulgor: el placer engendrado por la brutalidad del otro. El placer de sentirse dominada, manipulada, ensuciada, explorada hasta lo más profundo de la tormenta que se convierte en un espantoso placer.

–Es complicado –suspiraba–, ¿sabes?

–Sí, lo sé...

–Siempre he sabido que tú lo entendías, desde la primera vez que te vi..., la primera vez que hablamos... ¿Lo recuerdas?

–Lo recuerdo.

Aquello era doloroso y sin embargo...

Era yo quien la paraba.

–No digas las palabras, Louise, por favor. Por favor... Déjalas enterradas, enmudecidas en el silencio.

Y ella, no obstante, continuaba. Empeñada en extraer la verdad.

–Y luego, sentimos vergüenza... No comprendemos nada. Contemplamos su reflejo en el espejo, pálido y asustado. Sentimos vergüenza por haber conocido ese dolor, por haberlo diluido en el placer. Y lo buscamos todo el tiempo, con el espinazo doblado, confusos como el perro apaleado que vuelve a recostarse al lado de su amo. No nos atrevemos a decir nada, pero ponemos al otro sobre la pista, le damos indicios para convertirlo en cómplice.

Ese gusto por el cómplice cruel del que uno no puede deshacerse...

–¿Eso era George Marshall, Louise?

Asiente con la cabeza, seria y recogida.

–¿Lo ves?, no se trataba de amor... Era el recuerdo de ese delicioso sufrimiento lo que él había reconocido en mí y se ingeniaba para reavivar cuando estaba en sus brazos. ¡Y cómo lo dejaba todo para abandonarme en sus brazos...! ¡Oh, ese placer...! No tenía necesidad de abrirme la frente cada vez. Le bastaba con adoptar el tono de señor Pluma, con darme una orden: acércate, ven aquí, pon los brazos detrás de la espalda, no grites..., y yo encontraba, bajo esa voz seca e imperiosa, el turbio y pesado secreto que había desfigurado e inflamado mi infancia. Cada hombre que me amenazaba se convertía en el amo del que no podía deshacerme.

Pero no todos los hombres tenían la talla para convertirse en amos.

–¡Yo no podía hacer que se decidiera! No podía ordenarle. Eso habría sido demasiado fácil. No podía decir nada. Tenía que adivinarlo. Tenía que leer en mi mirada ese consentimiento aterrorizado y silencioso, ese estímulo mudo... Reparar en el temblor de la curva de mis labios, en el estremecimiento inquieto y voluptuoso que hacía nacer en mí su voz irritada y áspera. Y para eso..., para eso, sí, hacía falta amor..., una atención generosa, puntillosa, porque yo no la reclamaba. ¡Nunca! Incluso debía resistirme, debatirme hasta que él me impusiera su infame ley y me arrastrara a un placer que yo no expresaba pero que él leía, ávido, en mi rostro. ¿Y sabes qué? Era el único momento en el que me complacía obedecer... De pie era siempre, siempre rebelde. No me sometía nunca, me picaba a la más mínima entonación autoritaria, pero en sus brazos obedecía siempre.

Ella nunca decía nada malo del señor Pluma. Él le había enseñado ese placer. El vértigo de la caída en un abismo desconocido.

El salto a lo desconocido...

Lo que la había herido era la indiferencia. La indiferencia de esa madre a la que contó la primera vez que el señor Pluma la había forzado. Su madre declaró que era culpa suya. Culpa suya, de una niña de nueve años. Se lo había buscado. Era ella quien le había provocado.

Prefería la brutalidad del señor Pluma a la indiferencia de esa mujer que se decía su madre y no la protegía.

–Déjame, Louise, déjame. Ya ves que estoy ocupada...

–¡Pero es que siempre estás ocupada!

–No se me puede molestar cuando estoy al piano. Escucha a Debussy, su fraseo sincopado, escucha a Bach...

Louise temblaba de rabia. Contemplaba los largos dedos de su madre corretear sobre el teclado. Daba golpecitos con el pie, reclamaba, gritaba.

Déjame, Louise, ya ves que estoy ocupada...

Había terminado por perdonar.

O peor aún, por olvidar.

Después de todo, su madre tenía sus razones. No amaba a sus hijos. No amaba a su marido. No amaba la vida que llevaba en Cherryvale o en Wichita. Amaba a Bach y a Debussy. A sus libros. Nunca había sitio suficiente para Bach y Debussy en la vida que se había resignado a vivir, en la vida que detestaba llevar entre su marido, sus hijos, sus vecinos, su pequeño salón victoriano, la misa del domingo y las recetas para hacer mermeladas.

–¿Cómo podía quererme si no se quería a sí misma? –decía Louise–. Era imposible. No nos engañó. Decía lo que pensaba. Arréglatelas, es tu problema, es culpa tuya. No me mintió. Fue duro, pero era la verdad, su verdad.

De modo que olvidó.

Pero lo que nunca, nunca pudo olvidar...

Fue la pupila negra del padre pegada contra el ojo de la cerradura del cuarto de baño por donde la observaba cuando se desnudaba y se deslizaba en la bañera.

Eso no lo olvidó nunca, nunca le perdonó.

Ella nunca me hablaba de él.

Salvo ese día...

El día de nuestro último encuentro.

Leonard Brooks era un hombre de leyes, tieso y estirado. Un hombre pragmático sin imaginación ni cultura. No entendía nada de música, ni de cine, ni de libros. Si alguna vez quería destacar, su mujer y su hija le miraban por encima del hombro. «Ese hombrecillo patético», decía Louise en su lecho de enferma. Deseaba más que nada convertirse en juez y no lo consiguió nunca. Parecía sobrepasado por la vida que llevaban su mujer y su hija mayor. Las contemplaba marcharse, regresar, volver a irse con el mismo estado de ánimo. Cuando hablaba de cine con Louise, cuando trataba de hablar de sus películas, resultaba tan torpe, tan forzado, tan ridículo, que ella se marchaba dando un portazo, humillada y herida. No tenía ninguna indulgencia con él. Podía advertirse por el tono de su voz que le despreciaba.

–Estaba detrás de la puerta y me miraba. Yo sabía que me miraba. Y no podía hacer nada. Era mi padre. Y se escondía. Ni siquiera podía pillarle mientras lo hacía. No estábamos en igualdad de condiciones. Al señor Pluma podía mirarle directamente a los ojos, pero a mi padre no.

Y tuvo que soportar esa mirada.

Ella en la bañera, avergonzada por estar desnuda, avergonzada por ser el objeto de un sucio deseo, y él detrás de la puerta, escondido. Inocente. Intachable.

Con el código penal en su bolsillo.

Fue esa mirada la que la precipitó hasta lo peor de sí misma.

El día en que me lo contó, me pidió que esperara veinte años antes de escribir eso, que esperara a que todos sus familiares estuvieran muertos.

–Después podrás contarlo. Lo escribirás. Dentro de veinte años...

Yo también he conocido al señor Pluma.

Es la suerte de muchas niñas, aunque la mayoría prefiere no hablar de ello. Sienten vergüenza por lo que les han hecho. Yo había hablado. A mi madre. Igual que Louise. Y también había conocido la indiferencia de una madre que se encogía de hombros. La rabia de la madre del chico que repetía machacona: «La culpa es de ella, la culpa es de ella, mi hijo no lo habría hecho por sí solo, ella le ha animado a hacerlo». Y golpeaba con sus altos tacones de aguja el brillante parqué del vestíbulo donde nos había recibido, a mi madre y a mí, como a dos sirvientas que vienen a reclamar sus sueldos y a las que no se les permite sentarse sobre los bonitos sillones del salón.

Los altos tacones puntiagudos resonaban arrogantes, sin piedad.

Y el hijo de veinticuatro años me observaba con sonrisa burlona.

El hijo de los vecinos.

Yo sabía que no era «culpa mía». Lo sabía.

Entonces me dije que eso era lo que había. Que la vida era así, que no valía la pena hacer un drama de aquello. Hay que ser fuerte en la vida, decía mi madre, si no te hundes... ¡Sé fuerte! ¡Aprieta los dientes! Aprende.

Y había aprendido.

No había hecho ningún drama. Me había vuelto incolora, transparente, oculta tras la apariencia de una niña buena que es aplicada en el colegio, que no se hace notar, que se lava los dientes, se lava detrás de las orejas, sonríe todo el tiempo y observa la comedia de la vida a su alrededor. La vida, ¿podía ser eso? Esa enorme injusticia que me aplastaba con un golpe de sus tacones de aguja: es culpa suya, es culpa suya...

No era culpa mía y lo sabía.

Eso me permitía resistir. En silencio. No me sucedería una segunda vez. Me cruzaba en la escalera con mi torturador exculpado que continuaba viviendo en el mismo rellano y adoptaba un aire libidinoso y burlón cada vez que me encontraba. Pero yo no me plegaba..., no me dejaba hacer. Sacaba mis dientes, mis puños, mis garras cuando se acercaba demasiado. Le amenazaba con ir a buscar al otro, al fornido, a aquel que le tumbaría si volvía a empezar. Él no te hará ningún regalo, te espachurrará como a un gusano infame y no te quedarán dientes para explicarte... ¿No lo conoces? ¿Sabes de quién te hablo? Lo has tenido que ver a pesar de que ya no vive aquí. ¡Ya has visto lo grande y fuerte que es!

Mi padre...

A diferencia de Louise, yo tenía un padre para protegerme.

Un padre al que protegía.

Si le hubiera hablado, si le hubiera contado, valiente y confiada como la primera vez que me confié a mi madre, él habría matado a mi señor Pluma, le habría masacrado, echando espumarajos de rabia. Me bastaba con escuchar su voz inquieta cuando tenía alguna pena y él me preguntaba: ¿alguien te ha hecho daño, mi niña preciosa? Porque si es así me lo dices y ¡zas!...

Y apretaba, con mano segura y firme, la garganta de un enemigo imaginario, poniendo un horrible rictus de asesino sanguinario. Me hacía temblar de miedo y yo le creía. A veces podía ser muy violento. Encararse con el conductor de un taxi que le había hablado mal, provocándole desde la acera, y yo tenía que tirar de su manga y rogarle: no, papá, no, no lo hagas, no lo hagas...

Un día..., estando en el patio del colegio durante el recreo, una niña me llamó «sanguijuela, hija de pobres», porque no llevaba zapatos buenos y me empeñaba en ser su amiga. Volví a casa llorando a mares, él me sentó sobre sus grandes piernas y escuchó sin decir nada. Luego se levantó, me cogió de la mano y nos fuimos a buscar a la autora del insulto. Y mientras caminábamos por la calle, el uno al lado del otro, yo dando saltos para poder seguir sus grandes zancadas, remolcada por una mano cuyos nudillos estaban blancos de rabia, y viendo sus ojos llenarse de lágrimas furiosas y las venas de su cuello hincharse enfurecidas, tuve un fulgurante presentimiento: si la encontraba, se iba a derramar sangre. Va a matarla, me decía, va a matarla y le meterán en la cárcel... Seguro que le meterán en la cárcel. ¡Había tanta violencia en él y tan poco dominio de sí mismo! Sobre todo cuando se trataba de su hija...

Por eso no le dije nada respecto al señor Pluma.

Pero me servía de él como un arma para protegerme.

Y eso me bastaba. Tenía su mirada llena de amor, atenta e inquieta, que me hacía sentir como una reina. Que me salvaba del fango y me consagraba como la más fuerte, la más bella. Mi niña preciosa, mi amor...

Él redimía a todos los demás. Me reconciliaba por adelantado con los demás. Me devolvía el apetito por los demás.

Louise no había estado protegida. Ni por su padre ni por su madre. Ni por ningún tardío remordimiento del señor Pluma.

Había necesitado mucho tiempo antes de hacerme esa confesión...

Esa confesión imposible.

Tal vez, esa fue la razón por la que no quiso someterse nunca al psicoanálisis. Habría tenido que hablar.

Y no podía.

De modo que no hablaba nunca de su padre.

De su madre sí, pero jamás, jamás, de su padre.

Ese hombre que fue el primero, y el que, de forma más irremediable, la hizo caer.

Su padre que le creó la certidumbre de ser siempre un objeto de deseo, la certidumbre de ser siempre sucia y culpable. No había felicidad posible desde el momento en que el enemigo detrás de la puerta llevaba el nombre de su padre y hacía el papel de bueno. Tendría que ser una perdedora toda su vida. Una magnífica perdedora.

Eso era todo lo que podía hacer. Transformar su caída en una caída magnífica.

Hasta el día en que la mirada de Bill Paley la rescató y la libró de esa otra mirada que la había conducido al infierno.

Por primera vez en su vida, tuvo una historia de amor en clima templado, y aunque, en ocasiones, era más fuerte que ella, consiguió introducir borrascas y tempestades, golpes y rotura de cristales.

«Creemos poder cambiar el curso de las cosas según nuestra voluntad porque es la única solución feliz que conseguimos vislumbrar. No pensamos en lo que normalmente sucede y que también es una solución feliz: las cosas no cambian, son nuestros deseos los que terminan por cambiar». Esa frase de Proust la tenía subrayada y anotada en el grueso volumen de En busca del tiempo perdido. Y, al margen, había escrito, Jimmy...

Jimmy Card.

Un hombre diez años más joven que ella, cinéfilo apasionado, director del Museo Internacional de Fotografía de la George Eastman House en Rochester, que en 1953, de paso por París, fue a buscar a Henri Langlois, director de la filmoteca francesa, y le pidió que proyectara las dos películas de Pabst en las que salía Louise Brooks. Las había visto, siendo niño, en un cine de Cleveland. Entonces tenía catorce años y, aunque no recordaba bien las películas, conservaba intacto el recuerdo del deslumbrante rostro de Louise. Ese rostro de mujer que, desde aquel día, le perseguía como un motivo oculto en la tapicería de su deseo.

Henri Langlois y James Card se hicieron proyectar La caja de Pandora (Lulú) y Tres páginas de un diario en la sala de la filmoteca parisina y, cuando las luces volvieron a encenderse, los dos hombres, hundidos en sus sillones, permanecieron mudos durante un instante para, después, rezongar de placer extasiado. Una estrella había nacido. Veinticinco años después del tijeretazo que la apartó de la pantalla. Henri Langlois, estupefacto, quiso saberlo todo de ella. «No existe ni Garbo ni Dietrich, solo existe Louise Brooks», declaró y transformó su frase en un lema que colgó en el frontón de la filmoteca francesa.

James Card se prometió encontrarla.

El 5 de julio de 1955, James Card, que por fin había obtenido la dirección de Louise, le escribió para anunciar «que después de veinticinco años de olvido, París la había restablecido en toda su gloria».[14] Louise respondió rápidamente: «Que haya sido usted quien, después de casi treinta años, me proporcione la primera alegría que me ha traído mi carrera cinematográfica, forma parte del misterio de la vida. Es como si me hubieran despojado de una máscara. Cuando pienso en todos esos años en los que me he burlado de mí misma y todo el mundo estaba encantado de pensar que tenía razón... Ese tiempo de la falsa humildad, hoy en día, ha pasado a la historia. No sé si sabe que, al principio, me tenían que arrastrar a la fuerza para obligarme a hacer cine... No sabían qué hacer conmigo, no encajaba con ningún tipo de actriz definido y por eso decidieron que era una mala actriz».

Pero esos tiempos habían acabado.

Ahora empezaban los del reconocimiento.

James Card y Louise se escribieron. Louise le envió extractos de lo que ya tenía escrito y él se quedó asombrado. Cuando se lo dijo, ella no podía creerlo. Se sentía como si tuviera alas. Era demasiado bueno para ser verdad.

–Tú ahora me conoces... ¡Pero entonces no podía creerlo! Leía y releía la carta. Me miraba al espejo y no veía más que grasa, grasa y más grasa. Eres gorda, le decía al reflejo del espejo, eres blanda, apestas. Apestas a ginebra. Me decía: vas a despertar y va a ser horriblemente cruel. No sueñes, mi pobre niña, no sueñes. A la vida no le gustan los milagros, va a atraparte, a alcanzarte por detrás...

Pero, en lugar de atraparla, la vida le trajo el amor de James Card. Una noche se presentó en Nueva York, en su agujero de ratas, para conocerla. Pasó allí la noche y se marchó, locamente enamorado, dejando tras él a una Louise igual de enloquecida. ¡Libre, era libre! Libre de amar, libre de escribir, libre de pintar. Liberada de esa mirada negra que la inmovilizaba en el fondo de la bañera. Iba a poner orden en su vida.

En 1956 se marchó a vivir a Rochester para estar cerca de James Card.

Y fue en Rochester donde vio por primera vez sus películas.

En Rochester donde se enteró de que uno de sus artículos iba a ser publicado.

Era reconocida como actriz. Era reconocida como escritora. Amaba a un hombre que la amaba, aunque él no fuera libre y, algunas veces, eso la volviera loca. Rehabilitada, pero no anestesiada ni, por tanto, impotente. Dejó su ratonera y emergió a la luz del día, viajó, recibió el homenaje de filmotecas y cinéfilos del mundo entero, pero no pudo evitar seguir mandando a paseo a los aduladores, a los tibios o a los imitadores, a los que vilipendiaba con el mismo vigor de siempre.

El mito de Louise Brooks se construía, pero sin su ayuda. Era demasiado tarde. Había adoptado la costumbre de burlarse, de poner todo patas arriba y rechazar los homenajes, y aquello no le facilitaba la vida en sociedad.

«Reprime ya tu odio».

No lo conseguía. Había sobrevivido conservando su rabia tan viva como el primer día. Era necesario que continuara así. No hacía falta pedirle que se dejara llevar por el placer de saborear o de perder la cabeza. Ese abandono no era para ella, esa mirada perdida que habría lanzado dándose la vuelta sobre su sombra, concediéndose muy poco crédito.

–Era más fuerte que yo, ¿entiendes? No sabía comportarme como una «buena persona». Rechazaba los convencionalismos, rechazaba fingir, rechazaba engañar, vivía cultivando mis rechazos. Creo que el éxito llegó demasiado tarde. Al principio me divirtió, me dio confianza, pero poco después vi la vanidad de todo aquello y me rebelé. Creo que, por encima de todo, me gustaba la guerra. Pero si te meten en una jaula dorada dejas de hacer la guerra...

La marca del trébol no había desaparecido. Simplemente se había atenuado durante algunos años, el tiempo en que Louise preparó su retirada y su encierro.

Esa fue mi última visita a Rochester. Regresaba a París, al gran apartamento abandonado por Simon en el que tuve que afrontar la soledad. Su partida me dejaba frente a mí misma y ante un sólido examen de conciencia.

Sin embargo no nos separamos enseguida. Durante varias semanas estuvo yendo y viniendo, avergonzado y silencioso, sin saber qué decir, qué hacer, mirándome desolado.

Silencioso y avergonzado ante los regalos que enviaba Magnífica para vencer las últimas reticencias de ese hombre que se le resistía. Ella no lo entendía y multiplicaba las ofensivas. Le hacía la corte al estilo militar, ordenando bajo el redoble del tambor desfiles de lujosos pajes que venían a depositar sobre nuestro felpudo las prendas de su pasión. Prendas de cachemira a montones. Ramos de flores y relojes de pulsera. Objetos cada vez más voluminosos como si quisiera marcar su territorio y subrayar mi derrota.

Habíamos entrado en guerra, Magnífica y yo.

Simon se mantenía aparte y contemplaba el enfrentamiento de nuestros ejércitos.

Avergonzado y silencioso.

Voy a perder, le decía yo, enroscada a su alrededor por la noche, sintiendo que, aunque los soldados del ejército de Magnífica dormían, su aterradora sombra invadía nuestra habitación. Voy a perder, ella es tan... magnífica, tan fuerte... Sabe cómo subir, imperial y rubia, los escalones del palacio en los que yo tropiezo enredada en mi vestido largo. Sabe lucir los ligueros, los camisones, los sujetadores escotados, la seda con la que cubre su cuerpo deseado por miles de hombres... Yo no sé hacerlo. Voy a perder.

Él me estrechaba contra su cuerpo y decía: no es cierto, estáis igualadas.

Lo decía para convencerse. Pero yo no le creía.

El día en que una suntuosa barra de bar estilo art déco fue entregada por dos forzudos con mono que no consiguieron traspasar la entrada, comprendí que había llegado la hora de marcharme. Era como un ariete que arrasaba las murallas del apartamento. El enemigo no tardaría en poner sus pies en la moqueta gris pálido, en derribar un tabique, con tal de que «su mueble» ocupara un lugar en el salón y ella pudiera colgar, desenvuelta y felina, su camisón de la percha de nuestro cuarto de baño.

Ella había ganado. Ya no me quedaba más que doblar mis pantalones, ponerme las playeras y entregar las llaves.

Había que pasar por debajo de la barra, doblarse en dos, avanzar a cuatro patas para alcanzar el trono... del cuarto de baño o lavarse los dientes.

Simon se rascaba su larga nariz...

Silencioso y avergonzado.

Era el botín del que ella iba a apoderarse.

La contemplaba acercarse con el delicioso placer de ser la presa que se disputan dos mujeres, dos guerreras encarnizadas.

Yo iba a perder, y lo sabía.

Estaba escrito en los planes de batalla que trazaba Magnífica, habituada a capturar hombres como si fueran soldaditos de plomo.

No albergaba ningún resentimiento hacia Magnífica. Por el contrario, la observaba guerrear y me llenaba de admiración. Perseguía a Simon con la sabiduría de una astuta estratega. Jamás cesaba en su ofensiva. Atacaba por todos los frentes, pasando de una estrategia de guerra al respiro de un momento de paz. Una noche, que le había arrastrado a una discoteca, se fijó en que el pie de Simon seguía el ritmo bajo la mesa mientras escuchaban «Angie» de los Rolling Stones. Hasta entonces él se había negado a bailar, manteniéndose pulcramente a distancia, encerrado en su silencio y en su vacilación. Ella se deslizó de su asiento para susurrar algo al oído del pinchadiscos y ordenarle que volviera a poner de nuevo esa canción, y luego se plantó frente a él y, delante de todos, le invitó a bailar.

Delante de todos apoyó su frente contra la de él y le invitó a besarla... Delante de todos, él se escabulló.

Huyó al sótano, a una cabina telefónica desde donde me llamó. Me ha invitado a bailar, me ha pedido que la bese... ¿Y bien?, le pregunté mirando la hora en la esfera del despertador que indicaba las cuatro de la mañana. Y bien...

No la había besado.

Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Regreso a casa y te lo cuento todo, me había dicho antes de colgar. ¡Espérame, no te duermas!

Se resistió durante mucho tiempo.

Pero ella no se dio por vencida. Yo sabía que tenía razón. Que acabaría por triunfar. Su misma audacia se convertía en un defecto a los ojos de Simon, que reclamaba algún fallo en esa mujer para poder huir de ella, que no se resignaba a meterse en su armadura de mujer magnífica.

Lo sabía. Y sin embargo le alentaba... Hubiera querido que su fuerza triunfara y que aquello terminara. Que pusiéramos fin con un abrazo a ese largo asedio que padecíamos Simon y yo, ese estado que nos mantenía despiertos y febriles a las puertas de la ciudad, acechando el próximo movimiento de tropas que, tal vez, provocaría nuestra rendición. Nuestra vida transcurría al ritmo de las campañas de Magnífica.

Yo admiraba su fuerza, su determinación, la variedad de sus ataques. Admiraba incluso su desprecio ante el obstáculo que yo representaba. Para ella no era más que un matorral que desplazar, un riachuelo que saltar, un accidente en su mapa topográfico que suprimiría de un manotazo el día en que él cediera...

Solía telefonear a Louise para contárselo. Eso la hacía reír. ¡Más detalles, más! ¡Qué descaro!, se extasiaba. Debe de tener mucho dinero... ¿Qué hace para tener tanto dinero...? Las actrices nunca son ricas. Debe de ser una mujer de negocios famosa. Será mejor no cruzarse en su camino.

Esa era la única cosa que le interesaba.

Su voz flaqueaba al teléfono. Su salud declinaba. Sus frases terminaban en largos accesos de tos seca y, desde el otro lado de la línea, podía oír cómo daba un trago a su vaso de agua. La imaginaba echando la cabeza hacia atrás, atrapando el aire en pequeñas bocanadas...

Ya no la llamaba todos los días a las dos y media en punto.

–Me tienes olvidada, olvidada...

Yo protestaba y Louise replicaba: no me mientas, por favor. Conserva ese último vestigio de valor, dime la verdad. Y colgaba.

Me mudé de casa. Me encerré en un apartamento poblado por ratones grises y traté de comprender el alcance de la desgracia que me golpeaba y me partía en dos. Sola. Con mis libros y mi viejo perro que observaba, con los párpados caídos, el ballet de roedores envalentonados ante su pachorra. Sin ginebra, sin píldoras, sin un hombre para distraerme. Cuando la tenía al teléfono, Louise se maravillaba por que pudiera sobrevivir sin el dinero de ningún hombre. El dinero y el culo son las dos verdades incuestionables de la vida, añadía con voz jadeante... Yo no conseguí triunfar ni en una cosa ni en la otra. No he querido a nadie. Soy una inválida, un verdadero fracaso... La próxima vez que vengas a verme, tráeme un revólver para poner fin a mi vida de una vez.

La pupila negra de su padre la había vuelto a atrapar y la clavaba de nuevo al fondo de la bañera.

Permanezco silenciosa durante un buen rato, mirando el ordenador del vendedor de periódicos. La sirena de un coche de bomberos me recuerda que estoy en Nueva York.

Contemplo la luna azul del icono de internet que parpadea y parpadea.

Pulso con dedo distraído mi dirección de correo para verificar si tengo mails. Tecleo mi nombre, mi código secreto...

¿Puedo?, le pregunto a mi amigo que asoma la cabeza por la puerta entreabierta. Ningún problema, me responde haciendo un largo signo con la mano como un policía encargado de la circulación. ¿Quieres un té a la menta? Es bueno para cuando hace calor y se suda.

Acepto agitando la cabeza. «Tiene correo», me anuncia el ordenador. Pulso el pequeño sobre rojo y una larga lista de mensajes aparece. No los he abierto desde que dejé París. Lanzo una mirada distraída... Leo un correo, luego otro...

–Te dejo el té aquí, si no te molesta –dice mi amigo empujando a un lado un juego de cartas para hacer sitio a la bandeja.

Es un grueso juego de cartas violetas cuyo revés está decorado con flores amarillas en forma de trébol. Parece un juego de tarot. Debe de tener más de sesenta cartas. ¿Qué es esto?, le pregunto intrigada. Es el tarot de Rajneesh, responde mi amigo. ¿Y quién es Rajneesh? Un viejo sabio o un estafador, dependiendo de la gente. Yo únicamente me quedo con los cuentos que relata y la enseñanza que extraigo. El resto no me importa... ¿Predice el futuro? En cierto sentido... ¡Aunque no a vuestra manera occidental y apresurada!, sino a nuestra manera, más interior y reflexiva! ¿Sabe echar las cartas? Sé leerlas e interpretarlas, pero eres tú quien debe meditar después de haber leído la enseñanza de la carta...

–¿Tiene tiempo para hacérmelo?

Se dirige con voz ronca al joven de la Game boy y vuelve a mi lado sentándose a la turca.

–Para empezar hay que respirar varias veces profundamente..., largas inhalaciones desde los pulmones hasta el vientre... y luego llenar de amor el corazón. La pregunta debe hacerse con mucha benevolencia...

Respiro, le sonrío, no es difícil sentirse benevolente con él, cierro los ojos y me concentro.

–Ahora debes sacar una carta entre todas las del juego, mientras piensas con fuerza en tu pregunta...

¿Volveré a ver a Mathias?

¿Tendrá Mathias ganas de volver a verme?

¿Es aún posible que haya algo entre nosotros?

Tiendo la mano hacia el abanico de cartas violetas con flores amarillas. El juego es viejo, algunas cartas están pegadas con papel celo amarillento, otras están tan desgastadas que ya no se deslizan, descoloridas, blandas, con las puntas dobladas, esas deben de ser las que salen con más frecuencia, las ignoro y continúo sobrevolando el abanico en busca de una carta casi nueva.

–No debes dejarte impresionar por el aspecto de las cartas, debes escuchar la pregunta que resuena en tu corazón.

Me muestra el lugar de su corazón, toma mi mano y la posa sobre el mío.

Pienso en Mathias con fuerza, con todas mis fuerzas. Vuelvo a ver su cabeza de hombre testarudo, sus cejas negras, sus ojos de un azul duro, su boca grande de labios finos, su paso decidido, sus hombros encorvados... Vuelvo a recordarlo como le vi la última vez, delante del Café Cosmic, mordiendo su donut con dientes voraces, la boca llena de azúcar. Escucho su voz: soy yo, estoy aquí, cierro los ojos hasta que unos círculos luminosos invaden mis párpados, me deslumbran y se centran sobre la imagen de Mathias por las calles de Nueva York. Extiendo una mano ciega, tanteo, vacilo, mi destino se decide en esa elección. Avanzo la mano, la retiro, tomo, por fin, una carta, la extraigo del abanico y se la tiendo al vendedor de periódicos, llena de curiosidad y esperanza.

Está blanda, descolorida, los tréboles amarillos han perdido su reflejo dorado y el plástico se despega como un sello a medio levantar. Hago una mueca decepcionada.

Él me mira sonriendo, lee atentamente la carta con las cejas arqueadas en respetuoso asombro. Pequeñas gotas de sudor perlan su frente. Cierra los ojos, descansa sus manos abiertas sobre sus rodillas, vuelve a abrirlos y posa sobre mí la mirada de un viejo sabio.

–Conozco muy bien esta carta –dice–. Es la carta del deseo...

He cerrado los ojos y he sacado la carta del deseo. La carta emblemática de toda mi vida. «La vida es el deseo...». «Por eso no se puede construir nada sobre el deseo...». Chaplin y Virgile, Simon y Mathias... Una ronda de deseos, un resumen de mi vida entera en una sola carta.

–¿Puedo verla?

Me tiende la carta y contemplo atentamente el dibujo que la ilustra. Una mano sostiene una escudilla hacia una bolsa con monedas de oro que se derraman como gotas de lluvia. ¡Buen presagio, me digo, mi deseo va a ser próspero!

–Parece una buena carta... –le digo al vendedor de periódicos que hojea el libro de Rajneesh[15] en busca de las enseñanzas del maestro.

–Mejor escucha... Voy a traducirla a medida que vaya leyendo... En inglés, claro, mi francés aún es muy flojo...

Le disculpo con una mano impaciente, rápido, rápido, quiero saber. Quiero escuchar la confirmación de la inmensa felicidad que siento ascender en mi interior. Todo es demasiado lento en este hombre. Me hace languidecer. Él nota mi impaciencia, sonríe y comienza a traducir.

«Un día, un rey advirtió a un mendigo apostado en mitad del trayecto de su paseo matinal.

–¿Qué quieres? –le preguntó.

–Me haces esa pregunta como si estuvieras en disposición de satisfacerme –respondió el mendigo.

Herido en su vanidad, el rey replicó:

–¡Por supuesto que puedo colmar tus deseos! ¿Qué quieres? ¡Habla!

El mendigo le advirtió:

–Piénsalo dos veces antes de prometer alguna cosa.

–Soy rico y poderoso. ¿Qué podrías pedirme que fuera incapaz de darte?

–Es muy sencillo –dijo el mendigo–, llena mi cuenco.

El rey hizo llamar a los visires y les ordenó que llenaran el cuenco de monedas de oro. Cuál fue su sorpresa cuando constataron que las monedas desaparecían en cuanto caían en el recipiente. La noticia de que el rey no conseguía llenar el cuenco de un mendigo se extendió como un reguero de pólvora. El rey se inquietó y dijo a sus visires:

–Aunque me cueste mi reino, no puedo aceptar ser ridiculizado por ese pordiosero.

De modo que vertieron perlas en el cuenco, esmeraldas y todas las piedras preciosas que pudieron encontrar en el tesoro real. Pero el recipiente permanecía vacío. Al llegar la noche, una multitud silenciosa se había congregado delante del palacio para conocer el desenlace del asunto. El rey sintió de pronto que toda tentativa de supremacía le abandonaba. Se postró delante del mendigo y le dijo:

–Has ganado, lo admito. Pero dime, ¿de qué está hecho ese cuenco mágico?

–Es un cráneo humano –respondió el mendigo–. Está hecho de pensamientos, de deseos, ese es su secreto».

El vendedor de periódicos alza la cabeza.

–¿Lo has entendido? Porque si no puedo continuar..., siempre hay un cuento al principio, y luego una enseñanza y una explicación.

–Continúe, por favor...

–Esta es la enseñanza: ha llegado el momento de no buscar más en el exterior aquello que puede hacerle feliz. Busque en sí mismo.

Hago una mueca. No sé qué hacer con esas frases sibilinas que me hablan de retirada, cuando todo en mí reclama la chispa, la alegría, el salto hacia delante.

–¿Y luego?

–Luego Rajneesh dice: comprender, eso transforma su vida. Observe atentamente un deseo, cuál es su mecanismo. Al principio sobreviene la excitación, la exaltación, la sensación de que algo nuevo va a sobrevenir en su vida. Luego el acontecimiento tiene lugar: se compra el coche o el barco, se instala en una casa que codiciaba, acude a esa cita amorosa tan esperada...

Su mirada castaña y cálida se posa sobre mí.

–¿Es esa su pregunta, tiene una cita con un enamorado?

Asiento con la cabeza. Él prosigue:

–Algún tiempo después, la euforia ha desaparecido. ¿Qué ha sucedido? Su mente pierde rápidamente el interés por lo que ha conquistado. La excitación provenía de la persecución, la ebriedad del deseo le ha hecho olvidar la sensación de vacío que le corroe por dentro. Cuando el objeto de sus sueños se encuentra en su poder: el coche delante de su puerta, el dinero en el banco, la nueva conquista en su cama, aquello le deja de estimular. El vértigo secreto reaparece y necesita otro deseo para escapar de la angustia. Esa es la razón por la que el hombre corre de un espejismo a otro y acaba convirtiéndose en un mendigo. La vida le ha enseñado mil veces que los deseos no traen más que decepción. Una vez alcanzada la meta, despierta su estado de carencia y la frustración le lanza a la persecución de una nueva ilusión. El día en que comprenda que el deseo lleva siempre al fracaso, marcará el principio del cambio en su vida. La verdadera aventura habrá comenzado, y será interior. Sumérjase en sí mismo, regrese a su casa...

Se calla. Vierte el té en nuestras tazas, bebe un sorbo y vuelve a posar su taza. El ordenador parpadea y me recuerda que tengo mensajes que leer. Me olvido de él mientras escruto el rostro del vendedor de periódicos. Se le ve serio, concentrado, abstraído de los ruidos de la ciudad. No escucha ni a los clientes que reclaman la edición especial de un periódico ni a los coches pitando en la calle. Está encerrado en su silencio, sereno, desprendido de todo. Medita sobre mi carta.

–¿Podría encontrar su libro en Nueva York o, mejor aún, en París?

–Rajneesh es muy conocido. Se puede encontrar en cualquier lado...

–Me gustaría mucho releer la carta...

–Puedo escribirte la traducción en un papel. Pero en inglés...

–¿Haría eso por mí?

–Tú has gastado tu tiempo en enseñarme que el pez no nada nada o el pasado compuesto, y no me conocías...

–Muchas gracias.

–Gracias a ti...

Junta las palmas de las manos y se inclina. Yo le imito, ligera, vagamente eufórica. Ya no tengo miedo. El cuento me ha hecho bien. Pero aún tengo que pensar en ello.

–¿Podrías enseñarme la diferencia entre el «tú» y el «usted» en francés? Eso también es complicado...

–De acuerdo, pero solo cuando haya dominado el pasado compuesto...

–¿Cuando haya dominado? –repite con ojos desorbitados–. ¿Es ese otro tiempo verbal? ¡Otro nuevo tiempo que aprender!

Bebo un sorbo de té a la menta hirviendo. Él se levanta, se frota los muslos y me señala el ordenador encendido antes de salir.

–No olvides apagarlo antes de marcharte...

Me siento bien en esta habitación estrecha y sombría. Las paredes están pintadas en amarillo, el marco de la puerta decorado con flores de papel y pequeñas guirnaldas luminosas como las que se ven sobre los camiones en Pakistán. Una linterna baña la habitación de una luz roja y los vapores de la menta se escapan de la tetera mal cerrada, toda abollada. En una esquina distingo unos colchones apilados unos encima de otros, recubiertos por una tela de madrás color azafrán, un pequeño lavabo, cepillos de dientes, crema de afeitar...

–Hace un momento había tres hombres extraños aquí –le digo cuando se dispone a franquear el umbral de la habitación para regresar a la tienda, iluminada por la cruda luz del neón del techo.

Su mirada pierde súbitamente su serena luminosidad y resopla.

–Lo sé, a mí no me gustan, son unos conocidos del propietario, se aprovechan siempre de mis ausencias para deslizarse por aquí... Una vez me enfrenté a ellos y el propietario me amenazó con despedirme. Desde entonces nos evitamos... Necesito este trabajo. Necesito a este jefe para conseguir mis papeles y vivir con total legitimidad...

–¿Y los colchones son para ellos?

Sacude la cabeza sin hablar.

–Parecían peligrosos traficantes... Yo misma he imaginado toda una novela en mi cabeza.

Digo todo eso con un tono desenfadado para disipar el miedo que puedo leer en sus ojos. Pero no sonríe.

–Prefiero no hablar de ello –añade–. Cuanto menos sepa, mejor para mí... ¡y también para ti!

–¿En serio? –pregunto, incrédula.

–En serio...

Y regresa a la tienda sin decir nada más.

El ordenador, los colchones, el lavabo y, como coartada, el negocio de periódicos. Un escondite ideal en pleno Manhattan.

El ordenador continúa parpadeando y mi mano hace desfilar los mensajes. Mensajes de París donde hace frío. Las terrazas de los cafés han vuelto a meter sus sillas y sus mesas dentro. Ya no sabemos cómo vestirnos, aquí en París estamos todos resfriados. Sonrío y me seco el sudor de la frente. Un mensaje, con fecha de ayer, del Morgan Stanley, un banco americano. ¿Será para abrir una cuenta? ¿Para hacer fructificar mis escasos ahorros? Deben de estar faltos de clientela para reclutarla en internet. Pulso sobre él y lo abro...

«Soy yo. Estoy aquí. Quiero volver a verte, pero quiero que me esperes. To je moja podminka. Mathias».

Levanto bruscamente la cabeza como si fuera a aparecer en el umbral. Pero no hay nadie...

«Soy yo. Estoy aquí...».

De modo que no estaba soñando: se encuentra en Nueva York. Trabaja en Morgan Stanley. Ha leído mi carta. Me ha respondido y, desde el primer momento, quiere imponer su ley.

«Quiero volver a verte, pero quiero que me esperes...».

Es una orden lo que me da. Saltándose el condicional, las palabras cariñosas, las palabras que traicionan la alegría de tenerme de nuevo contra él. Impone la espera, aboliendo el tiempo, las obligaciones, la hora del avión en el billete de vuelta. Retoma su papel de hombre. Él, hombre; yo, mujer. Norte y sur. Trayectoria bien trazada, bien recta.

«To je moja podminka».

Me habla en su lengua. Soy yo la que tengo que hacer el esfuerzo y comprender. Es ahí donde ha dejado caer su abandono. Cuatro palabras indescifrables para mí, que no he querido aprender nunca la lengua de su infancia. Un día, por astucia o por un deseo loco de arrancarle las tres palabras en francés que se negaba a pronunciar, le pregunté cómo se decía «te quiero» en checo. Las había repetido torpemente para que él me las dijera una y otra vez...

Cuando hablaba en checo se convertía en otra persona. Le había mirado como si no lo conociera y me había abalanzado sobre él. Háblame un poco más en checo, le supliqué mientras se tumbaba sobre mí...

¿Cómo sonaban esas palabras? ¿Esas pequeñas palabras de nada que se negaba a pronunciar en francés?

To je moja podminka?

Las palabras bailan ante mis ojos y las visto como me da la gana. Las despeino, les hago la raya a un lado, las trenzo en largas coletas de rasta. Yo querer tú hasta la locura. Yo querer tú con locura. ¡Eso es! Sin duda es eso... Él puede dar órdenes en francés, que yo guardo en mi memoria las palabras desconocidas como un objeto precioso.

To je moja podminka. To je moja podminka. To je moja podminka.

Se parecen extrañamente a una confesión enmascarada.

Pulso el botón IMPRIMIR para grabarlas sobre el papel. Doblo cuidadosamente el folio, lo deslizo en mi bolsillo. Cambio de opinión. Hago una copia, luego otra y otra más. Las guardo en mis bolsillos, en mi bolso, en mi sujetador, como talismanes sagrados que me harían dar la vuelta al mundo a la pata coja si él me lo pidiera.

–¿No hablará checo por casualidad? –le pregunto al vendedor de periódicos haciendo irrupción en la tienda.

–No, ¿por qué?

–¿Y no conoce a nadie que lo hable?

Me mira desolado por no poder ayudarme.

–No importa, gracias.

Y me precipito hacia la salida.

–Espera, espera –grita el vendedor que me tiende un papel–. Te he copiado la carta de Rajneesh... La enseñanza, claro está, no la fábula... De la fábula te acuerdas...

–¡Oh, gracias!, es muy amable...

Hago una pausa. Me gustaría preguntarle su nombre. Titubeo, no querría que me tomara por una entrometida. Alguien que se permite ser familiar. Él adivina mi pregunta, su piel se torna escarlata bajo su tono dorado, baja los ojos tímidamente y articula: Khourram.

–Gracias, Khourram.

Meto su hoja en mi bolso y salgo dando brincos. Me ha escrito, me quiere, vamos a vernos, esperaré el tiempo que sea necesario. Tengo todo mi tiempo para él, una eternidad a su disposición. Seré Penélope y aprenderé a tejer.

¡Me ha escrito! ¡Vamos a volver a vernos! Voy a besar su boca, a fundirme contra él, posar mi cabeza en su vientre, contar los latidos de su corazón por todo su cuerpo. Vamos a soñar juntos. Está aquí, no muy lejos. Me acecha. Tal vez me espíe... Siento sus ojos posarse sobre mis caderas. Me giro bruscamente.

Nadie.

Nadie, pero él está ahí... Respira el mismo aire que yo, levanta la cabeza al mismo cielo azul, cruza por los mismos pasos de cebra, se enjuga el mismo sudor que cubre su frente, se duerme apretando una almohada contra él cuando cae la misma noche y, por fin, corre aire fresco.

En el cruce de la calle Lexington con la 57, un veterano de la guerra del Vietnam (o al menos eso es lo que dice el letrero colgado de su cuello) está encadenado en su silla de ruedas al poste de la parada del autobús. No es la primera vez que le veo. Normalmente paso a su lado molesta y mi mirada se desvía para ignorar las sólidas cadenas que le inmovilizan en la acera. Siempre está ahí. Gritando, increpando a los transeúntes que dan un rodeo para evitarlo. Deben de dejarlo ahí por la mañana y recogerlo por la noche. A veces se queda hasta pasadas las doce o la una de la mañana. A veces se olvidan de él. Y permanece encadenado toda la noche. A su lado hay una gran bombona de la que salen dos tubos que le entran por la nariz. Tiene las dos piernas amputadas y lleva unos shorts mugrientos de los que asoman dos muñones sobre los cuales apoya un transistor. Una camiseta roja con el emblema FUCK THE WAR cubre su prominente torso. Una bandana, también roja, tapa su ojo izquierdo. Me tiende una taza y me detengo, echando un dólar. Es muy amable, dice, ¿no tendría un cigarrillo? Ya nadie fuma por aquí... Saco mi paquete de cigarrillos y lo deslizo en su mano. Eso es aún más amable. ¿Y fuego? ¿No tendría por casualidad? Le doy mi mechero. Es mi día de suerte, dice. ¿Ha estado en la guerra?, le pregunto. ¡Sí! Pero no estaré en la siguiente, eso seguro, se ríe. En esa que preparan en este momento... ¡Todas esas banderas por todas partes!, me dan ganas de vomitar. ¿No le importaría comprarme una cerveza? Por supuesto, le digo... No importa cuál con tal de que no sea una sin alcohol...

Entro en el establecimiento coreano delante de la parada del autobús, me apodero de un paquete de cervezas frías del compartimento de bebidas y se las llevo. ¡Es usted una chica muy amable! Coge el paquete de cervezas, saca una y guarda las otras debajo de su silla de ruedas. El transistor está emitiendo una vieja canción de los Rolling Stones. Aprieta el botón del aparato a fondo. Entorna sus ojos y sus manos martillean, sobre los reposabrazos de la silla, las palabras metálicas que escupe Mick Jagger. «I want you back, again... I... want your love, again. I know you find it hard to reason with me but this time is different, darling you’ll see... Tell me you are coming back to me...». ¡Se está bien con la cerveza helada!, dice enviándome un beso, cuando tenía mis piernas solía bailar con esta canción... Le devuelvo su beso. Vuelva cuando quiera, dice, estoy siempre abierto. Y suelta una gran carcajada. You’ve made my day!

El autobús llega y se detiene pegado a él, que recula rápidamente en su silla de ruedas con un golpe de riñones mientras le insulta. ¡Cabrón! ¿Ha visto? ¡Casi me atropella! Levanto la vista hacia el chófer del autobús que nos domina desde su asiento en lo alto. Apuesto a que ni siquiera le ha visto... Saco un billete de diez dólares y lo deslizo en su mano. Volveré, le digo, volveré.

Me alejo bailando, y me vuelvo para saludarle con la mano.

To je moja podminka. To je moja podminka.

Un coche me roza y toca la bocina. Sin darme cuenta estaba caminando por la calzada. Me vuelvo a la acera, lanzándole una gran sonrisa. La vida es bella, la vida es bella, no sabe usted hasta qué punto la vida es bella. Iré a ver a Candy y se lo contaré todo. Dejaré un mensaje en la bolsa de Virgile y se lo confesaré todo; le pediré perdón, perdón, perdón. Regresaré a casa de Bonnie y vaciaré la caja. ¡Lo tiraré todo!

Nueva y bella para él.

Me prepararé como esas novias marroquíes a las que presentan aseadas, depiladas, masajeadas, maquilladas, perfumadas, adornadas de joyas en una gran bandeja dorada. Quiero ser una novia.

La novia de un hombre.

To je moja podminka. No debo de pronunciarlo bien. Tendré que entrenarme. En alguna parte de esta ciudad debe de haber un consulado checo, con un guardia checo a la entrada. Le mostraré mi pergamino sagrado y él me enseñará la música de esas cuatro palabras. Dónde poner el acento tónico, cómo suavizar las consonantes para que se fundan en una alegre canción. Él me ama, él me ama. Me ama con locura, si eso es posible..., o me ama como a su vida. O me ama hasta rodar por el suelo... Es una confesión la que susurra en su idioma, el idioma de las emociones. Le pediré también al vigilante que me enseñe algunas palabras en checo para demostrarle a Mathias que me rindo sin condiciones. Y justo antes de que me bese, justo antes de que pose lentamente el primer beso en mis labios anhelantes le diré: «Espera..., espera...» y alehop, articularé mi frase en checo. To je moja podminka... La tendré escrita fonéticamente en un pequeño papel para no olvidarla ni cometer faltas. Eso sería demasiado torpe.

Viviremos juntos en Nueva York. Se marchará a trabajar por la mañana, el rey del mundo, y yo le esperaré escribiendo. Se marchará a trabajar por la mañana y yo me quedaré esperando a que regrese. No me dirá nunca cuándo... para que le espere siempre. Aprenderé a no exigir nada, a leer en sus silencios, en la caverna de sus ojos, en el dibujo inflexible de su boca. Bastará con que me repita de vez en cuando to je moja podminka para tamizar el miedo que oprime a todos los enamorados, el miedo de perderle. Y luego, poco a poco, ya no tendré miedo.

Es imposible bailar por Lexington. Hay baches por todas partes, demasiada gente en las aceras, demasiado ruido, demasiados camiones que al arrancar escupen una nube de gotas grasientas y negras que me asfixia. Cruzo con el semáforo en rojo, en diagonal hacia Park Avenue. ¡Ah! Se me olvidaba. ¡Virgile! Doy media vuelta y regreso a la tienda de periódicos. El vendedor me mira asombrado. ¿Has olvidado alguna cosa?, me dice en francés. Bravo, le felicito, bravo, un pasado compuesto impecable. ¡Está haciendo progresos! Querría dejar una nota a mi amigo en su bolsa azul de Gap. ¿Podría prestarme un trozo de papel y un lápiz? Y escribo a Virgile, perdón por haberte ofendido, perdón por haber dudado de ti, te quiero tanto..., perdóname... He sido mala, mala. Mathias me ha dejado un mensaje, está en Nueva York y ¿a que no lo adivinas? ¡Voy a volver a verle! ¡Me siento feliz, Virgile, tan feliz! Encontrémonos en casa y celebrémoslo. Te quiero, te quiero, te quiero.

Giro la cabeza hacia la trastienda y advierto a los tres hombres siniestros inclinados sobre el ordenador. El vendedor de periódicos se encoge de hombros y yo le hago el regalo de una nueva palabra. Patibularios, pronuncio cuidadosamente indicando a los tres hombres que me dan la espalda. ¿Patibularios?, repite, asombrado. Sí, quiere decir algo que da miedo, de aspecto inquietante, amenazador. Es una bonita palabra, ¿no?

Patibularios, repite dejando caer su pesada cabeza hacia un lado.

No es patíbulo pero casi, decía Simon para divertirme. O bien: te cuento todo esto paquete rías... y yo reía, y reía. O esta otra, es mejor ser una bella que se rebella que un moco por poco.

Será mejor que deje de pensar en Simon, de hablar de él. Cubo de basura, caja, tirar, final.

¿Cómo se escribe patibulario?, pregunta Khourram.

Se lo escribo en letras mayúsculas. Él contempla la palabra con tanto recogimiento que siento ganas de besarlo. Tiendo la mano hacia él y la poso afectuosamente sobre su hombro, le quiero mucho, mucho. Yo también, dice. ¡Gracias por la nueva palabra!

Retomo mi ruta y giro por Madison. Madison es bonita. Tiene tiendas de lujo a ambos lados, restaurantes franceses, puestos de flores, galerías de pintura, hombres bronceados con polos Lacoste negros y mujeres escotadas de suntuosos cabellos rubios y labios llenos que se cuelgan de sus brazos.

Subo por Madison y contemplo los escaparates. Voy a comprarme algún traje solo para él. Un verdadero traje de novia. A él le gustaban mucho las faldas, y yo no las llevaba nunca. Compro una falda blanca, abierta por un lateral. Me la llevo puesta, le digo a la dependienta.

Camino por la calle, me miro en los escaparates de las tiendas: la falda sigue siendo bonita aunque yo la lleve puesta. Desconfío de las faldas: me guiñan el ojo para que las compre cuando estoy en la tienda y se transforman en harapos en cuanto me las pongo en casa.

¡Mierda! ¡Tengo que depilarme! Ese es el problema con las faldas, hay que tener las piernas impecables. Me miro las uñas, están cortas, llenas de pielecillas, no muy cuidadas. Ese es otro problema con las faldas, también hay que tener las uñas impecables.

Continúo subiendo por Madison en busca de un instituto de belleza.

Me paro delante del Iris Palace. Entro. Una docena de asiáticas con blusa rosa están inclinadas sobre sus mesas de manicura. ¿Puedo hacerme un tratamiento de manos, un tratamiento de pies, un tratamiento por todas partes?, pregunto sonriendo a la chica detrás de la caja. Verá usted, acabo de comprar una falda blanca abierta y...

Llama con mano autoritaria a una mujer bajita de tez apagada en su blusa rosa y me presenta a Nina. Sígala, me ordena con aire impenetrable. Ni siquiera se le ha movido un músculo de la cara.

¿Tratamiento de manos primero?, sugiere Nina. Tiendo las manos por encima de la mesa y me dejo hacer. Nina tiene pústulas por todo el rostro y sorbe sin parar mientras me lima las uñas. ¿Redondeadas o cuadradas? Redondeadas, digo. Parece estar decepcionada. ¿Es más fácil cuadradas?, le pregunto solícita. Se encoge de hombros. Tiene una gota en la nariz y se gira para sorber, una vez más. Puede usted sonarse, propongo. No sirve de nada, responde lúgubre, soy alérgica a los productos que utilizamos. Debería cambiar de empleo, sugiero sonriendo. A ella aquello no le hace ninguna gracia y me lanza una mirada asesina. Lo siento mucho, no quería molestarla... Sorbe de nuevo y no responde. Pero nada conseguirá enturbiar mi alegría. ¿De dónde es usted? De Nepal, dice. ¡Ah, es bonito Nepal! Nunca he estado allí, me disculpo, pero imagino las montañas nevadas, las flores que se mecen todo el año al sol, árboles baobabs al pie de los cuales los enamorados se tumban enlazados, pequeños carros tirados por asnos, el aire puro de las cumbres, la serenidad de un pueblo que se dedica, indolente, a la recogida del arroz y agita incensarios en los templos para dar gracias a los dioses por ser tan clementes con ellos... ¿Y dónde vivía en Nepal? ¿Al pie de las nieves eternas? En un barrio de chabolas rodeada de basura, me replica con aire siniestro, quitándose el moco que le cuelga de la nariz. Entonces debe de estar contenta aquí. No pienso permitir que me gane. Nadie me hará verlo todo negro hoy. To je moja podminka. Detesto vivir aquí, responde sumergiendo mi mano en un cuenco de agua tibia en el que flotan pálidas rodajas de limón.

Ahora entiendo por qué me han cogido tan rápido sin tener cita. Nina aguardaba, ociosa en su rincón, a que una clienta alegre se presentara. Al ver mi rostro feliz, la encargada ha debido de decirse: esa puedo encasquetársela a Nina, ella lo soportará. Tiene un aspecto tan dichoso que no saldrá rebotada ni por la gota en la nariz, ni por las pústulas, ni por las réplicas malhumoradas. ¿Será tal vez un mal presagio? Miro a Nina con ojos entrecerrados. Pone una mueca de asco, incluso de desprecio, ante mis uñas húmedas y blandas. Siento ganas de retirar mis manos, de plegar mis dedos bajo la mesa, pero no puedo. Una está sumergida en el cuenco con trozos de limón, la otra está siendo reformada por la contrariada Flor de Loto. Me callo y me dejo hacer, resignada. Contemplo la pálida cáscara de limón girar en redondo en el recipiente con la aplicada indolencia de un pez rojo, ¿y si fuera realmente un mal presagio?

No, no. Si no quisiera volver a verme, no habría respondido. Mientras que aquí, atrapada bajo mi sujetador, tengo la prueba de que todo es posible de nuevo. «Quiero volver a verte, pero quiero que me esperes». Lo ha escrito él.

La sonrisa me vuelve y me invade una gran compasión por la contrariada Flor de Loto. A mí tampoco me gustaría tener que abandonar mi país, mis montañas nevadas, mis vacas sagradas, para enfundarme en una blusa rosa de nailon y atender a rubias perfumadas. Flor de Loto se siente ofendida en su orgullo: aprendió a defenderse en su barrio de chabolas, tenía sus metas. No, a mí tampoco me gustaría ejercer un oficio tan poco estimulante, que te llena de alergias y muy pronto de picores, de placas purulentas. Ver desfilar todo el día a ricas ociosas a las que debo despeluchar, asear, masajear y mimar. Escuchar sus quejas de mujeres abrumadas: que si su doncella las ha dejado, que si su caniche tiene cistitis, que si su lujurioso cabello rubio se está tornando amarillo pálido. Debe de sentir unas ganas enormes de clavarles su lima en el corazón. Pero, en lugar de eso, se inclina ante sus manos, sus pies, sus carnes blandas desparramadas sobre la camilla de masaje... ¿Es Nina su verdadero nombre? Ella me fulmina con una mirada y me suelta un nombre que dura diez sílabas y que acaba en «ah». ¿Y qué quiere decir en inglés? Luz del sol naciente que roza la montaña en las mañanas de primavera... Ah, qué bien... ¡Es original! ¿Tiene hijos?

¿Tratamiento de pies?, pregunta retirando la gota que amenaza con caer sobre mis manos, ahora impecables. Y me traslado para tumbarme en un sillón de dentista que termina en un pediluvio en remojo. ¿Laca a juego con la de las manos? Asiento, enmudecida ante cada gruñido. No hablaré más.

Esta mujer debe de ser gafe.

Las otras blusas rosas parecen más alegres, más distendidas. Ríen con aire cómplice con sus clientas y las manipulan con afecto. Las cuento aplicada, debe de haber al menos una docena, además de la chica de la entrada. Calculo cuánto debe de ganar por hora cada puesto, lo multiplico por veinte –no creo que hagan treinta y cinco horas aquí, pero sí deben de cumplir diez horas de trabajo al día–, y añado las propinas. Sin duda la patrona puede permitirse marcharse del trabajo en Rolls, mientras que Nina se traga dos horas de metro para llegar hasta su barrio de la periferia, que no me atrevo a preguntar cuál es, por miedo a que me ladre una vez más.

El tratamiento de pies me adormece y dejo de calcular.

El tratamiento de piernas lisas apenas me despierta.

El tratamiento completo que me pasan con la cuenta me despierta de golpe. Y el servicio no está incluido, murmura Flor de Loto contrariada. ¿Y cuánto es el servicio? Un veinte por ciento, cuando la clienta está satisfecha, murmura Flor de Loto siempre contrariada.

Dejo un fajo de billetes verdes en la caja. Anoto el nombre y la dirección del Iris Palace para no volver jamás. Estamos en la avenida Madison, eso es cierto. Todo es más caro en esta calle de ricos. Habría debido quedarme en Lexington.

Hago un rápido balance: tengo la falda con la abertura, uñas de muñeca, piernas lisas y perfumadas, solo me faltan unos zapatos y estaré perfecta. Un poco de tacón resaltaría aún más la falda.

Empujo la puerta de una zapatería y vuelvo a salir calzada con unos pequeños mules[16] exquisitos, frágiles, dos burbujas de cristal trefilado adornadas con arabescos multicolores que hacen clic-clac cuando camino. Floto, etérea, como el hada Campanilla. Me gustan tanto que he tenido que ponérmelos. Clic-clac, clic-clac... Tengo pies de bailarina, me invento una cola de lentejuelas que se desliza por el asfalto levantando pequeñas chispas. I... want you back... Again... I... want your love... Again... Paso cerca de un hombre que lee el periódico mientras espera el autobús, hago clic-clac, clic-clac a su lado; me lanza una mirada que dice: es usted muy bella con sus pequeños mules que resuenan al sol. Vuelvo a hacer clic-clac, clic-clac, agarro mi cola entre mis dedos ligeros y me inclino con gracia. Sonríe y su sonrisa tiene el calor de un homenaje. Es una bonita sonrisa que me alza hacia la suprema feminidad. La vida es bella si el hombre de la calle levanta la vista de su periódico y me mira. He vencido a los maleficios de la contrariada Flor de Loto. Me siento reafirmada y lo agradezco, a mi vez, con una gran sonrisa de vestal perfumada. El autobús llega, él dobla su periódico y se sube diciéndome: «Take care...».

Cuidaré de mí, lo prometo. Un hombre me ha mirado en Manhattan. Todas las esperanzas están abiertas. ¡La vida es bella! ¡La vida es bella! To je moja podminka. To je moja podminka.

¿Cuánto tiempo hace desde que miré la hora por última vez?

Es mi estómago el que me llama al orden. Ordena que eche un vistazo a la esfera de mi reloj. Las dos y media. No he tomado nada desde la taza de café que me ofreció Bonnie para sacarme de la cama. ¿Qué tal si me voy a devorar un combinado con aros de cebolla y patatas fritas al Café Cosmic? Esperaré a que Candy termine su servicio leyendo el Vanity Fair que se destiñe en mis manos.

Me dispongo a llamar a un taxi cuando mi mirada es atraída por una placa dorada en un edificio de Madison, una placa que brilla al sol y proclama, pomposa, Misión Permanente de la República Checa ante Naciones Unidas.

Por fin voy a saber...

Avanzo hacia el edificio blanco, señorial; mis mules ya no hacen el mismo sonido alegre. Resuenan, vacilantes, torpes, claudicando en el asfalto negro, ploc-ploc. To je moja podminka. ¿Y si eso significara vete a tomar viento fresco? No hay ningún guardia en la entrada, solo una planta verde de grandes hojas recortadas, como dedos gigantes de un guante de cocina de goma. Una planta amenazante, que se extiende por el suelo y trepa como una gruesa culebra. En libertad bien podría ser caníbal y devorarme de un solo bocado con su lengua de pistilo. Detrás de una garita acristalada, un guardia en uniforme lleva una placa de SECURITY... Yes, ma’am?, me pregunta arrogante, con los labios en forma de pito. Espero a alguien, le contesto con sonrisa temblorosa. Me dejo caer en un banco y contemplo mis talones que sobresalen de los pequeños mules a media asta.

Varios hombres pasan delante de mí. Aguzo el oído. Hablan inglés. Después, un grupo de tres chicas que se gritan mientras se cogen del brazo. También en inglés. Tienen aire apresurado y se separan en el umbral del edificio guiñando los ojos por el sol. Mi estómago aúlla de hambre y le digo que se calme. Estoy en una misión, espera un poco, acabaré por encontrar una compasiva alma checa.

Espero y espero. La mirada del guardia se hace cada vez más severa. Coge su teléfono y habla mientras me mira. Vuelvo la cabeza, observo los espejos que agrandan el vestíbulo de entrada, reflejando el sol y calentando el suelo. Siento la mirada del guardia sobre mi nuca. Asaltaré al próximo que pase. ¡Hombre o mujer! ¡Americano o checo!

Es un hombre, pequeño, encorvado. Vestido de negro y blanco. Lleva una cartera y un grueso expediente amarillo que le deforma el hombro. Camino hacia él como si le conociera. Hello! Me presento, relato mi historia y saco mi papel. Él sonríe respondiendo en francés. Es checo, pero ha pasado cinco años destinado en París. Vivía en la avenida Suffren, cerca de la Unesco. Un apartamento con terraza. Pero se aprovechan muy poco las terrazas en París. ¡Llueve todo el tiempo! Y aquí estamos, hablando de meteorología, de chaparrones, de los caprichos del tiempo, del recalentamiento del planeta, de los glaciares que se derriten, de las erupciones volcánicas, de los temblores de tierra. Parece ser un erudito en la materia. Muy interesado. Incluso, si se le observa de cerca, recuerda a un pingüino un poco frágil y encorvado, que bate las alas bajo el calor de la ciudad. Una vez en la calle, el cambio de temperatura es tan brutal que las gafas se le han empañado. Intenta limpiárselas pero entre la cartera y el grueso expediente amarillo le resulta casi imposible. Me ofrezco para ayudarle, le descargo de la cartera, del expediente, me lo agradece con aire avergonzado y, con mucho cuidado, seca sus gafas en la corbata, las tiende hacia la luz para verificar que están bien limpias y nos ponemos en marcha, yo cargada, él aligerado, con los hombros más rectos.

Le tiendo mi papel, húmedo entre mis palmas sudorosas. ¿Es una carta de amor?, pregunta antes de leerla. ¡Eso espero!, respondo, con un nudo en el estómago. Mis mules se funden en el asfalto y se niegan a avanzar. Frunce las cejas, se concentra, se humedece los labios y titubea. ¿Cómo podría decírselo? Es una frase extraña. Sobre todo si se tiene en cuenta las palabras que la preceden...

¡Qué suerte he tenido! He dado con un hombre puntilloso. Un entendido en la materia que sopesa cada palabra y busca el término preciso. Repite varias veces: «Soy yo. Estoy aquí. Quiero volver a verte, pero quiero que me esperes. To je moja podminka». Aguarde un momento, cómo traducir eso... ¿Sin ofenderme?, pregunto con tono falsamente desenvuelto, apretando los puños sobre la cartera y el expediente amarillo. La temida amenaza, esa que me anuda el estómago y lo llena de golpe con una angustia familiar, se concreta. El cielo se oscurece con un fulgor amenazante y me quedo ahí, jadeante, acechando las palabras que van a caer como una cuchillada sobre la alegría que, hasta hace un momento, me hacía dar brincos. Mis ojos se estrechan para alentar el esfuerzo del hombre que trata de descifrar, se posan sobre sus labios finos, se apoderan de ellos, los retuercen, les dan forma para que dejen escapar las ansiadas palabras y confirmen la felicidad apenas entrevista durante unas horas, en la alegría de una ciudad que recorría como una romana triunfante. Él transpira, se quita el calor insoportable con una mano lánguida y la deja caer, agotado. Se podría traducir como «esa es mi condición...». ¡La condición que pongo para volver a verte! Sí, creo que es eso...

¡Esa es mi condición! Esas cuatro palabras que me han embriagado desde esta mañana resuenan igual de frías y definitivas que los términos de un contrato firmado entre un propietario arrogante y su tembloroso inquilino. ¡Esa es mi condición! Quiero que me esperes, es mi condición... ¿Nada más?, inquiero, con una mirada grave en la que se refleja un injusto reproche. No hay nada más en esas cuatro palabras caídas del papel que, hasta hace un instante, contenía tantas esperanzas, tantas promesas. ¿Ni siquiera un matiz de amor o de ternura? ¿Un anuncio sutil que se le hubiera escapado a usted, señor delegado administrativo para las Naciones Unidas? ¿Está seguro?

Sí. Eso es todo. No son más que cuatro palabras, fíjese. ¡No cabe gran cosa en ellas! Trata de animarme en vano, intentando devolver la desaparecida sonrisa a mis labios, borrar el rictus de mi boca que tiembla y reclama palabras bien distintas.

Pero ¿dónde está el amor ahí?, digo casi rugiendo. El pingüino me mira fijamente, desamparado, dispuesto a saltoinicio, a cambiar esas palabras crueles por perlas irisadas de maravillosa felicidad. ¿Dónde está el amor?, repito, arrastrada en mi caída por el peso de la cartera y del grueso expediente amarillo. Lo siento mucho, dice, y extiende la mano para coger sus cosas antes de acabar derretido sobre el asfalto a punto de ebullición. Lo siento muchísimo, pero es lo que pone, no quiero engañarla... Observo que esperaba más sentimiento, ya lo veo. ¿Se siente decepcionada? ¿Decepcionada? Esa palabra no es exacta, pienso, perdida en mi desconsuelo, yo más bien diría apuñalada, mutilada, amputada de las dos piernas, los dos brazos, de un corazón hinchado como un globo aerostático que volaba tan alto que había que contemplarlo levantando la cabeza para seguirlo, llena de esperanza. Si no fuera por su traje bien planchado, su corbata tan recta, la mirada inquieta que acecha detrás de las gafas empañadas, le arrancaría los ojos a ese mensajero de malos augurios. Pero recupero mi carta y, súbitamente serena, murmuro unas palabras de agradecimiento. No es culpa suya, he soñado tanto, tanto... Sonríe con una risita avergonzada, se rehace, recupera su dignidad de funcionario destacado en un organismo prestigioso y se inclina. Lo siento, lo siento mucho, créame...

Le creo. Debe de dar pena verme, alcanzada en pleno vuelo por esa fórmula jurídica. ¿Necesita algo más de mí?, añade con la mala conciencia de un hombre dispuesto a huir delante del cuerpo mutilado por un accidente de carretera. No, balbuceo. Podría estallar en sollozos, desatar el nudo que me agarrota desde el plexo a la garganta y me hace, prácticamente, dar diente con diente bajo la canícula de esta tarde de junio. Pero después me sentiría acabada. Ya no tendría la fuerza del orgullo que me permite avanzar con la cabeza alta y las pupilas heladas. Conozco el peligro. Al principio uno llora para aliviarse, después se le coge gusto, nos lamentamos, nos recreamos, navegamos en un mar de lágrimas tibias de las que salimos hinchados, marcados y más tristes que antes. ¡Terminemos con esto! Dejemos a este hombrecillo con aspecto de pingüino desolado, en un último acto de valentía.

¡Ah, sí!, me desdigo, arrancando la flecha que acaba de atravesarme. ¿Podría traducirme otra frase? Una frase asesina que asestaré a Mathias en pleno corazón para cerrarle el pico. Cómo se dice en checo: el amor es no imponer nunca condiciones...

Es una bonita respuesta y la honra, asiente mi traductor, encantado de ver cómo le devuelvo la pelota a mi adversario. Desliza un dedo húmedo sobre su frente, se rasca y deja caer: Làska, nikdy neklade podminky. Normalmente haría falta poner acentos que no tienen sus máquinas occidentales, pero él lo entenderá...

Saco mi cuaderno, mi pluma, le pido que escriba esas palabras que copiaré y no aprenderé nunca. Làska, nikdy neklade podminky. Que me las escriba también fonéticamente para que pueda decirlas sin enrojecer.

Esa será, ya está decidido, mi única y última lección de checo.