Detrás del mostrador del vestíbulo del edificio, Carmine ha sustituido a Walter.

Lleva el mismo uniforme azul marino pero, en vez de resplandecer de autoridad, el suyo queda deslucido sobre su desgarbado caparazón. Lleva la corbata mal anudada, el cuello de la camisa tiene un sospechoso color gris, las mangas le brillan de tanto rozarse contra el mostrador esperando a que las horas pasen, la gorra de plato ha perdido su galón dorado. Carmine se aburre y no lo oculta. Debe su empleo a la solidaridad bienhechora de Walter. Bosteza abiertamente, descubriendo tres sombríos empastes grises, se quita la gorra y se frota el cráneo, mira la hora y se reacomoda en ángulo recto detrás del mostrador, con la actitud del ocioso que mide el tiempo empujando cada minuto con el dedo.

Sacude la cabeza al vernos y predice, una vez que hemos atravesado el umbral del edificio, una explosión del mercurio del termómetro, una canícula de pesadilla. ¡Treinta y un grados! ¡Y noventa y dos por ciento de humedad!, anuncia, con una sonrisa satisfecha en los labios. ¡Van a pasarlas moradas en ese caldo de aire caliente...!

Carmine es demasiado vago para articular sus frases. Su voz resuena cavernosa y fuerte durante un instante y luego decae, agotada, sobre esa siniestra profecía.

Situado delante del aire acondicionado, tiende sus largas manos hacia la brisa glacial como los pobres hacia el brasero cuando el viento invernal sopla implacable. ¿Y no podría por casualidad ir a buscarnos un taxi?, le pregunto zalamera. Después de todo, es su trabajo, añado para mis adentros. No asomaría la nariz ahí fuera ni por todas las mesas de juego de Las Vegas, responde Carmine, gran aficionado a los casinos. Si sigue trabajando en el edificio no es por miedo al tedio conyugal como Walter, sino para pagar sus deudas de juego. Por tal motivo no intenta ser diligente, y solo asegura un servicio mínimo y sarcástico.

Carmine únicamente se mueve cuando la suma ofrecida compensa el esfuerzo inusual de desplazarse. Mientras que otros porteros te abren las puertas al pasar y cargan con tus maletas por un dólar, Carmine exige tres. Si no, prefiere quedarse detrás del mostrador leyendo y releyendo el New York Post, o meneando la cabeza ante las idas y venidas de los inquilinos del edificio. Apuesta enormes sumas imaginarias en las carreras de caballos y escucha los resultados con la oreja pegada al transistor de Walter. Es el único momento en el que sus ojos se animan, en el que sus cejas se toman el trabajo de alzar esos pesados párpados oscuros.

Mientras avanzo por el vestíbulo, con Virgile pisándome los talones, escucho a Carmine farfullar algo a Virgile a mis espaldas: «Tengo lo que me ha pedido... Habrá que pagar en efectivo». «Sí, sí...», murmura Virgile como si se sintiera incómodo. Me doy la vuelta justo a tiempo para atrapar la mirada esquiva de Virgile, que finge ignorar a Carmine, y se oculta detrás de su mechón de pelo.

–¿Qué te ha dicho? –le pregunto, asombrada.

–Nada, nada... ¿Nos vamos?

–Tú me ocultas algo...

–¡Claro que no...! ¡Vamos!

Al llegar a Lexington lanzo un brazo al aire, implorando al cielo que obre un milagro en esa hora punta en la que los neoyorquinos están dispuestos a sacrificar a su prójimo con tal de saltar dentro de cualquier vehículo. Un taxi amarillo para en seco delante de nosotros, haciendo chirriar los frenos de los tres coches que le siguen, y que derrapan hacia un lado tocando la bocina furiosos. Casi de inmediato, otros dos pretendientes se lanzan hacia nuestra puerta obligándonos a saltar sobre el asiento trasero con el mismo afán poseedor, y así apartar a ese par de piratas de la calzada.

Orgullosos de haber despojado a esos indígenas de su caza favorita, intercambiamos una mirada triunfal y cómplice. Una voz grabada levemente gangosa surge desde un altavoz y nos da la bienvenida a bordo recomendándonos abrocharnos los cinturones y no fumar. Hi! This is Luciano Pavarotti... Welcome to New York City...

You are French? –pregunta el conductor del taxi.

Yes, why?

The way you look, the way you dress... Only French women... Even your scarf is French![9]

Le doy un codazo a Virgile y me pavoneo. Soy un arquetipo de francesa y estoy encantada. Cada vez que llego a Nueva York, no sé por qué extraño fenómeno de nacionalismo caprichoso e irracional, me vuelvo muy francesa. Tan francesa que si, por casualidad, me encuentro con otros compatriotas que no responden al alto concepto de Francia que me he fabricado, me doy la vuelta furiosa, dispuesta a tratarlos como una excepción cultural. Esa fiebre nacionalista solo me da en América. En los demás sitios, la noción de patria me es totalmente indiferente. Pero en Estados Unidos soy francesa, hasta tal punto que, cuando leo en el periódico la palabra fresh, la transformo rápidamente en French.

Soy una francesa que va a ver una película francesa en un cine de arte y ensayo en Nueva York. Una película de François Truffaut.

El chófer del taxi no está interesado en François Truffaut. Qué importa. Me inclino sobre su tarjeta de identificación, «Comisión de taxi y limusinas de Nueva York», seguido de un número, un sobado recuadro en blanco y negro, lleno de cifras y números romanos, y descifro un nombre que parece árabe. ¿De dónde es usted? De Irak. ¡No debe de ser fácil ser iraquí en los tiempos que corren! Se echa a reír y responde que no. Después del 11 de septiembre, él y su familia tuvieron que esconderse durante dos semanas. Los niños no pudieron ir al colegio, el taxi se quedó en el garaje y no les quedó más remedio que alimentarse de latas de conservas detrás de las cortinas echadas. Pasaron mucho miedo. Sus primos, que viven en Texas, tuvieron que pedir protección policial. Los vecinos querían quemarles la casa. Ahora que han pasado nueve meses, todo se ha calmado, pero no es tan sencillo, prefiero decir que soy libanés o jordano, queda mejor... Aquí nunca han tenido una guerra, el 11 de septiembre fue un terrible choque para ellos... En cambio ustedes, en Europa, conocen la guerra. Pasé un año en Francia al abandonar Irak. Estudié en la Sorbona. Me gustaba mucho París pero aquí se gana más dinero.

Continuamos la conversación mientras Virgile, repantingado en diagonal en el asiento, mira por la ventanilla con la lengua asomando flácida. Parece un retrasado mental, mal vestido, al que trasladaran de una institución a otra. Consigue enternecerme y poso sobre él una mirada divertida. Si estuviera enamorada de él no soportaría verle así, desparramado, con la lengua colgando, los ojos perdidos en el vacío. Le echaría una bronca.

Un día, debía de ser nuestro primer fin de semana juntos, Mathias y yo fuimos invitados a casa de unos amigos. Ese día hacía mucho calor en París. Mathias llevaba unas toscas sandalias, una especie de chanclas de cuero trenzado que crujían a cada paso, una camiseta desteñida y unos pantaloncitos rojos de nailon muy cortos. Cuando apareció así en casa no dije nada, sino que adopté la actitud fría y hostil de la piadosa dueña del castillo obligada a poner buena cara ante un grupo de excursionistas que estuvieran ocupando su jardín secular. Durante todo el trayecto en el coche, lo mantuve a distancia, y cuando trataba de pasar su brazo alrededor de mis hombros y besarme, lo rechazaba murmurando cualquier pretexto. Presta atención, será mejor que mires a la carretera, estate quieto, hace demasiado calor... No tenía ganas de explicarle las razones de mi súbito desprecio y, si mi mirada caía sobre sus muslos peludos, volvía la cabeza, llena de una alegría malsana. ¡Uf! El encanto se había roto, ya no estaba enamorada, ya podía tirarlo por la borda. El hombre estaba muerto, el romance terminado. El excursionista de muslos peludos había aniquilado al bello desconocido en el que proyectaba mis sueños.

El proyector se había roto. La proyectista, declarada en huelga.

Me regocijaba y no podía esperar a liberarme de ese cuerpo en shorts rojos. Aliviada por dejar ese amor que, sospechaba, estaba ocupando demasiado espacio... Tan aliviada que, incluso, me permití el lujo de ser generosa y no montarle una escena.

Por la noche, cuando pasamos a cenar, una amiga le hizo un comentario sobre su descuidado atuendo. Si tú fueras mi hombre, no te dejaría tocarme esta noche...

Mathias había preguntado por qué, la había escuchado debatir sobre las apariencias, el deseo, el misterio, nociones sutiles y etéreas opuestas a su aspecto de excursionista musculado. Él se volvió hacia mí y me preguntó: ¿tú también piensas lo mismo? Yo había farfullado un sí, un poco avergonzada, sintiéndome súbitamente frívola, superficial, pero reivindicando, no obstante, esa superficialidad. ¿Por eso has estado de morros durante todo el trayecto? Me miró con una pena infinita, se levantó de la mesa y se fue a dormir a una habitación al otro lado de la casa.

Nos estuvimos evitando todo el fin de semana. No debía de ser tan grande nuestro amor cuando un detalle de mal gusto en su vestimenta podía echarlo abajo de un solo golpe. De pronto me sentía liberada, como si hubiera escapado de un gran peligro.

El domingo por la tarde, a la hora de marcharnos, mientras los otros se ocupaban de cerrar la casa y oía sus pasos y las consignas lanzadas a través de las grandes habitaciones, los muebles de jardín que recogían, las puertas que chasqueaban, el perro al que buscaban por todas partes, Mathias entró en mi habitación, correctamente vestido, me cogió en sus brazos, y me besó... lentamente, sabiamente.

Cuando se separó, me dijo: ¿ves en qué se basa tu amor? En tan poca cosa... ¡Solo unos pocos centímetros de tela roja!

–¿En qué piensas, mi amor? –pregunta Virgile enderezándose.

–En Mathias, en nuestro primer fin de semana, en sus shorts rojos y en sus sandalias. Nuestra historia podría haber terminado ahí... ¿A ti Mathias te parecía guapo?

–Sí –contesta Virgile–, no exactamente guapo como todo el mundo, pero guapo...

–¿Incluso con shorts rojos?

–Incluso con shorts rojos. Dañaba un poco la vista, pero era guapo...

–¿Cómo que dañaba la vista?

–Tal y como eres, nunca podrías soñar con un hombre con ese atuendo playero. La imagen del boy scout te bloquea la vista. Es como si te pusieran delante de un muro de hormigón gris que impidiera circular el deseo, cuando el deseo es algo fluido y muy frágil. Cualquier cosa lo destruye. Eso es lo que debió de suceder ese fin de semana... Tu deseo chocó con sus shorts rojos y se desvaneció.

–Es cierto. Cuando regresó para besarme, bien vestido, el deseo volvió a posarse en mi cabeza... ¿Cómo sabes todo eso, Virgile?

–El deseo necesita líneas de fuga, perspectiva. Si un detalle interrumpe su trayectoria, muere de inmediato. Por eso no se puede construir nada sobre el deseo...

–¡Pero tú continúas vivo! Estás en perpetuo movimiento...

–Sí, pero tú no construyes. Tú rebotas de muro en muro, te escapas. No quieres a nadie...

–Cuando vivía con Simon, escribí en la pared del salón una frase de Chaplin: «La vida es el deseo...». Y salía todo el tiempo en busca de ese deseo. Lo de Simon era amor estable, lo tenía controlado, sabía que estaba ahí.

–Y ya no lo deseabas...

–Lo amaba, pero deseaba a otros...

–Sobre los que te precipitabas...

–Partía hacia otras aventuras que siempre terminaban una vez que el deseo decaía. Entonces regresaba al lado de Simon. Me sentía tan feliz por volver a encontrarlo... Lo veía tan apuesto que el deseo resurgía, como al principio. Cuando, más tarde, después de nuestra separación, volvimos a vernos, los papeles se habían invertido, yo era la que se quedaba, la que esperaba mientras él huía hacia otras desconocidas. Me tenía bajo su mano, ya no me movía. Era él quien revoloteaba fuera. El rizo se había rizado. El deseo había cambiado de campo.

Entonces, las palabras de Mathias vuelven a mi mente, como una ilustración de las palabras de Virgile: «No lo entiendes... No entiendes que lo que amas en mí es, precisamente, lo que te niego...». Esa línea de fuga, ese pequeño espacio que me gustaría anexionar y que él me negaba con la intención de que el deseo perdurara entre nosotros y que siempre hubiera una nueva perspectiva para que pudiera resurgir.

De pronto me viene a la memoria una historia que Louise me contó y que había leído en el New Yorker.

Érase una vez... un hombre guapo, encantador, inteligente, generoso, en resumen, un hombre que tenía todas las cualidades. Se casó con una mujer hermosa, buena, inteligente, graciosa y todos sus amigos se alegraron ante una pareja tan enamorada, tan bien avenida. El hombre trabajaba todos los días hasta las cinco de la tarde y, todos los días, le pedía a su mujer que fuera a buscarle a la oficina, en Park Avenue, a las cinco. ¡A las cinco en punto! «Así volveremos andando a casa y dispondremos de tiempo juntos... Ese será mi descanso». Al principio de su matrimonio, la mujer subía alegremente en el ascensor, saludaba alegremente a los ayudantes y secretarias, empujaba alegremente la puerta del despacho de su marido y le besaba apasionadamente. Podían escucharse las risas y el silencio de un beso que se prolongaba y prolongaba... Todo el mundo en la oficina contenía el aliento y se decía que esos dos realmente tenían suerte por quererse tanto. Y cuando salían de la oficina, todas las secretarias y los ayudantes se volvían ante esa magnífica pareja que se marchaba, enlazada y despreocupada. Pasaron los días y los meses, el caminar de la mujer se hizo más lento. Siempre aparecía, puntual, a las cinco, pero su paso cada vez era más lento, sus saludos menos alegres y, cuando abría la puerta del despacho de su marido, era como si empujase la lápida de una tumba. Una tarde, una secretaria les sorprendió en plena discusión. La mujer pedía que, al menos, un día o dos por semana él regresara a casa solo o a otra hora. El marido se había reído diciendo que eso era una chiquillada, un capricho, que era impensable, absolutamente impensable. «Tú eres mi rayo de sol al final de mi jornada de trabajo –había asegurado levantándole la barbilla y dándole un beso–. ¡Y además... tienes todo el día para hacer lo que quieras!». Ella había hundido los hombros y suspirado «sí, desde luego». La mujer había continuado apareciendo cada día, pero el chico del ascensor se preguntaba si no estaría enferma. Cada vez se la veía más delgada, con la tez más amarilla, llevaba gafas negras y se dirigía como una sonámbula al despacho de su marido saliendo del ascensor sin saludar a nadie. Se lo comentó a Nancy, la secretaria del marido, que había insinuado que tal vez estuviera embarazada. «Al principio siempre se está muy cansada... ¡Además ya va siendo hora! Hace dos años que se casaron y aún no han tenido hijos». Y luego, un día, la mujer apareció alegre y decidida. Saludó al ascensorista con una gran sonrisa, lanzó sus: «¡Buenas tardes, Sam! ¡Buenas tardes, Nancy! ¡Buenas tardes, Elliot! ¿Va todo bien?», con voz muy animada, desbordante de entusiasmo y alegría de vivir. Nancy guiñó el ojo a Sam como queriendo decir: «¡Bingo. Está embarazada! ¡Brindaremos con champán!». Unos instantes después escucharon el ruido de una botella de champán al descorcharse, el ruido seco de un corcho que salta... Entonces la mujer salió y pidió muy serena a Nancy que llamara a la policía: acababa de disparar a su marido. Durante el proceso declaró, tranquila, serena y sonriente, que ya no podía soportar seguir yendo cada día a las cinco de la tarde, que cada día tenía la impresión de morir un poco, que había perdido el deseo y las ganas de vivir. Poco le importaba si el jurado la condenaba de por vida: ¡porque ahora era libre, libre, libre!

A Louise le encantaba contar esa historia. Le gustaba alargarla a placer detallando el progresivo abandono de la mujer, su vestuario cada vez más descuidado, sus cabellos peinados de cualquier manera. En ocasiones ella era alcohólica, en otras se ponía a llorar. Engordaba, adelgazaba, se desvanecía... Es curioso, cuando escribes una historia el reto supremo es hacerla corta y concisa, pero cuando la cuentas, cuanto más hagas durar el suspense, más te metes al auditorio en el bolsillo. A mí me encanta divagar cuando cuento algo, tratar de no relatar la misma historia a todo el mundo... ¡No tiene ninguna gracia contarla siempre igual!

Virgile ha retomado su contemplación de Nueva York, con la lengua colgando y los hombros caídos. A él le encantaría esta historia. Todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido en los libros.

–¿Por qué no me dijiste nada cuando estaba con Mathias?

–No me habrías escuchado...

–¡Te escucho siempre!

–No siempre, mi amor...

–¿Tú también lo echas de menos?

–Yo no diría tanto...

–Puedes decírmelo...

–No lo diré. Y además... Desde que se marchó, te tengo toda para mí.

Su mirada me acaricia levemente, líquida y turbia. También Virgile es el rey de la perspectiva. Siempre en fuga, es imposible ponerle la mano encima. Vive solo, no posee ni ordenador ni teléfono móvil. Si quieres hablar con él, hay que llamar a su oficina y pasar por su secretaria. Nadie conoce su dirección, nadie ha sido invitado nunca a su casa. Pero ¿dónde vives?, le pregunto a veces, intrigada. A dos calles de ti... Pero ¿en qué calle? Ya sabes..., la segunda a la izquierda. ¿En qué número? En el edificio con la gran puerta marrón... ¡Eso es todo lo que he podido sacarle! Nunca dice «mi padre», «mi madre», «mis hermanos y hermanas» ni «cuando yo era pequeño». Virgile no tiene pasado ni futuro. Vive el momento presente y nunca se compromete más allá de las veinticuatro horas siguientes. Asegura que no quiere a nadie. «No me gustan las personas, las utilizo, soy un gran manipulador». «¿Y qué pasa conmigo?». «A ti te quiero como debería quererse siempre. Sin pedir nada, dándolo todo. ¡Vaya!, un día te cansarás de ese amor incondicional, de ese amor adquirido..., y me abandonarás. Terminaré por decepcionarte... Te darás cuenta de que no valgo gran cosa, de que no se puede contar nunca conmigo...». Hace su predicción con la seguridad indiferente y melancólica del hombre que siempre ha desalentado los más sinceros afectos sin poderlo remediar. Virgile guarda un secreto que aún no he logrado desvelar.

El conductor del taxi toca la bocina y protesta por el tráfico, por los embotellamientos que atascan la Quinta Avenida, haciéndonos avanzar a paso de tortuga. Eso es malo para su negocio. El deseo, para él, es ganar muchos dólares. Más y más dólares, esos pequeños billetes verdes que circulan a toda prisa. Nunca se tienen demasiados. Aquí nunca se es demasiado rico, porque siempre hay alguien más rico que tú. Porque siempre hay alguna nueva forma de gastar todo el dinero... Un taxi, dos taxis, tres taxis. Una casa, otra casa más grande, una con jardín, otra con jardín y piscina. ¡No se acaba nunca!

Observo a Virgile. ¿De dónde le vendrá ese conocimiento del deseo? ¿Por qué no me dijo nada cuando habría podido aprenderlo todo? Y, una vez más, me siento atrapada por el eco de esa pequeña nota que sonaba tan falsa cuando salíamos de casa.

El malestar vuelve, inunda el taxi, zumba como un moscardón alrededor de Virgile.

Sí pero... ¿y si llama?

No llamará.

¿Cómo lo sabes?

Me he pasado por el Café Cosmic. Estaban cerrando y la carta aún seguía allí..., entre el mostrador y la caja...

¿Por qué me inquietan tanto las palabras de Virgile? La desconfianza en el ser humano forma parte de mi naturaleza, y tengo tendencia a ver el mal por todas partes. Solo últimamente he empezado a tener confianza en el prójimo. Aquello comenzó suavemente con Simon... Pero antes, durante todos mis años de formación, esos años en los que uno se forja sin saberlo, la desconfianza estaba a la orden del día. Todo el tiempo. La desconfianza y el ataque para defenderme.

Olfateo la mentira, el disimulo. ¿Por qué ha ido a la cafetería? ¿Por curiosidad? ¿Por celos? ¿Tendría una cita con Mathias? ¿Sabía que estaba en Nueva York? ¿Habrán continuado viéndose? ¡Después de todo eran amigos! Amigos al margen de mí. ¿Le habrá pedido Virgile que no me vuelva a ver? Virgile será responsable de nuestra ruptura o lo que es peor...

Una idea aterradora me viene a la cabeza... Una evidencia que me golpea y se impone como una verdad fulminante.

Agarro el brazo de Virgile y le interrogo:

–¿Me lo estás contando todo? ¿No me ocultas nada? ¡Júrame que no has visto a Mathias a escondidas! ¡Júramelo!

Virgile vuelve la cabeza y me mira, asustado, como si estuviera poseída por un demonio. Se suelta de mi mano y retira su brazo con un movimiento seco.

–¡Estás loca! ¡Estás completamente loca! ¡Dices tonterías! ¡Ese hombre te vuelve loca! ¡Te prometo que no lo he vuelto a ver, nunca!

–Entonces, ¿por qué has ido a la cafetería? ¿Qué querías comprobar?

–Tu historia me parecía muy romántica y quería ver la cafetería, ver el rostro de Candy, ver tu nota, leer el nombre de Mathias en el sobre, imaginar, tal vez, una continuación, imaginar una continuación que yo nunca podré vivir... ¡Es la verdad, pero en cuanto a lo demás no te oculto nada, sería incapaz! ¿Cómo has podido pensar por un segundo que sería capaz de traicionarte?

–No te creo. Ya no te creo. ¿Qué es lo que murmurabas a Carmine hace un momento? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¡Es de lo más sospechoso, muy sospechoso!

Parece estar indignado y su mirada se llena de reproches y de lágrimas. Farfulla, busca las palabras, sacude la cabeza y los brazos con tal desorden que, sofocado, sin encontrar nada que decir, se abalanza sobre el picaporte de la puerta y sale del taxi, que está detenido ante un semáforo en rojo.

Suena un portazo y me encuentro sola.

El conductor del taxi me interroga con la mirada a través del retrovisor. ¿Quiere que siga?, parece preguntar alzando los brazos por encima del volante. Le hago un signo negativo. Detiene el contador y se acerca al bordillo. El tique sale del contador chirriando y suena la voz alegre de Pavarotti dándome las gracias por haber viajado con él, rogándome que no olvide ningún objeto personal en el taxi, al tiempo que me sugiere que exija un recibo al conductor y salga por el lado correcto de la calzada. Pago, doy las gracias al conductor, deseándole un buen día, y me apeo, dejando que una joven pareja y un hombre mayor se disputen el derecho a apoderarse del taxi.

Estoy en la esquina de la calle 50 con la Quinta Avenida. Enfrente del Rockefeller Center. Delante de los grandes almacenes Saks. Son las siete y media de la tarde y las aceras están atiborradas de gente. Por más que miro entre la multitud en busca de los cabellos castaños de Virgile y su cazadora marrón, no le veo.

Acabo de herir a la única persona que me quiere de verdad.

Conozco esos súbitos cambios de opinión de mi corazón que surgen sin previo aviso, que me hacen dar un brusco bandazo en pleno idilio y derribar al ser amado. Me pasa cada vez que me abandono. Un veneno se instala en mis venas, primero dulcemente, luego violento, y soy presa de una locura mortal. Necesito aniquilar al otro. Es más fuerte que yo.

Soy perversa, perversa, perversa. Tan desgraciada por ser perversa. Tan impotente ante esa perversidad que surge siempre de improviso y salpica de barro la estatua que, momentos antes, cubría de flores.

Doy una patada a una papelera metálica de la Quinta Avenida, la golpeo una y otra vez, martilleando mi cantinela. Soy perversa, perversa, perversa.

¿Cómo puede quererme nadie siendo tan perversa?

Y golpeo de nuevo la papelera con todas mis fuerzas.

Me detengo súbitamente cuando veo que un policía me está observando. Se dirige hacia mí. Se abre paso entre la multitud de ese final de tarde, una multitud que me evita cautelosa. La gente no se detiene delante de los locos que insultan a las papeleras por la calle. Siguen su camino, pendientes de no llamar la atención, de no posar una mirada de más en ese energúmeno que delira. No vaya a resultar que sean ellos los que acaben siendo agredidos.

El policía se acerca con su caminar bamboleante, entorpecido por su arma, las esposas y el transmisor que lleva en el cinturón. Codos separados, manos posadas sobre las caderas, preparado para desenfundar. Me grita: Please, ma’am... Don’t move! Y saca la barbilla en mi dirección. Es de piel colorada y musculoso. Joven. Lleva el cabello rubio rapado y su nuca forma pliegues de grasa que asoman por encima del cuello de su camisa. Balbuceo unas torpes disculpas, él anota mi nombre, mi dirección en Nueva York, mi número de teléfono... y luego me deja marchar siguiéndome con una mirada grave llena de sospechas.

Ya no estoy enfadada.

Estoy triste, muy triste.

Empujo las grandes puertas de cristal de Saks que giran y giran, me tragan y me vomitan en el interior de un decorado beis y dorado, en medio de chicas jóvenes con sonrisa mecánica que me amenazan con vaporizadores de perfume. Pruebe Summer, el nuevo perfume de Estée Lauder... Capri, la nueva fragancia de Giorgio Armani... Las rechazo y avanzo por los pasillos donde centellean los mostradores, las decoraciones y los productos de belleza. El frescor del aire acondicionado me tranquiliza y me relajo. Me acerco a un mostrador y paso el dedo sobre unos polvos nacarados, por el extremo grasiento de una barra de labios, me pruebo un colorete rosa, vaporizo un tónico fresco sobre mi rostro, evito a la vendedora que acude presurosa a ofrecerme su mercancía. La magia de los productos de belleza. Todo ese mundo de hadas desplegado, como tantos otros sueños, al alcance de seres imperfectos que se detienen y se empeñan en creer que su vida va a cambiar. Cada marca tiene su propio mostrador, donde uno puede sentarse para que le maquillen. Dejar a un lado sus paquetes, su cansancio, sus preguntas, y entregarse a la ciencia cosmética de sirenas voluptuosas que te invitan a dejarte transformar, seguras de atraparte. ¡Pero no me tendrán! ¡Me conozco el paño! Hago un signo negativo con la cabeza sin dejar de sonreír y continúo deambulando a lo largo de los stands rosas, beis y dorados. Atrapo fugazmente mi reflejo en un espejo, me inclino para ver quién va a surgir. No tengo aspecto perverso. En absoluto. Más bien derrotado y desamparado.

Pero ¿por qué tengo que dudar todo el tiempo de todo? Nunca antes había herido a Virgile. Siempre se había librado de mi necesidad de destruir. Era incluso un superviviente. Contaba con él para curarme. Aprendía a querer con él y me sentía orgullosa del amor que, poco a poco, se construía entre nosotros. Me felicitaba, me decía: ya hace tres años que lo conoces y no le has hecho un solo rasguño. ¡Por el contrario! Te desvives por hacerle el bien, por tranquilizarle, por darle confianza en sí mismo, por quererle tal y como es. ¡Estás progresando, un evidente progreso!

Casi curada quizá, me atrevía a soñar.

Pero esta tarde todo se ha venido abajo a causa de unas pocas frases...

Sí pero... ¿y si llama?

No llamará.

¿Cómo lo sabes?

Me he pasado por el Café Cosmic. Estaban cerrando y la carta aún seguía allí..., entre el mostrador y la caja.

He creído ver un peligro. Un golpe de traición emboscado bajo los rasgos del amigo perfecto.

Un anuncio por la megafonía desgarra el acogedor universo de la planta baja: promoción excepcional en el primer piso en vestidos negros, rebajas del treinta por ciento en esos básicos, señoras, un vestido negro que nunca pasa de moda y del que no se puede prescindir, que puede llevarse en cualquier situación...

Ese era el uniforme de Louise, el vestido negro. El que llevaba por las noches cuando salía a bailar, a aturdirse con el champán, los besos y las pulseras que sus admiradores colocaban en sus muñecas bajo el mantel blanco. Se sentía protegida por el vestido negro que ocultaba todos los defectos que veía en su cuerpo. Con un vestido negro no se pueden apreciar los detalles lamentables, las imperfecciones que te hacen tambalear sobre tus altos tacones. Es un joyero que realza tu belleza. Y sobre todo, no lo olvides, cada vez que te pongas un vestido negro tienes que llevar algo blanco cerca del cuello. Eso hace resaltar tus ojos, tu boca, tu piel, transforma el negro en un color vibrante, vivo... Y, algún tiempo después, tras muchos bailes, acabó vendiendo esos trajes negros. Aquí mismo. En Saks. Una torpe pero aplicada vendedora que trataba de ganarse honestamente la vida. Cuarenta dólares a la semana. Un día de descanso. Todo el día de pie. En compañía de Eileen, una costurera negra que vivía en Harlem y trabajaba en un pequeño taller junto a la sección de vestidos negros.

Alzo el rostro y advierto en el primer piso las filas de vestidos negros que caen elegantemente sobre los maniquíes de largas piernas extendidas hacia delante y muñecas retorcidas como si estuvieran rotas. Dos chicas me adelantan y atrapo al vuelo su conversación: «¿Vamos? Yo tengo al menos diez, pero siempre se necesita un vestido negro», dice una columpiando las bolsas de sus compras hacia el alto techo como si fueran incensarios. «Así, al menos, no tienes que pasarte dos horas delante del armario pensando cómo vas a vestirte para ir a una cena. Se ahorra tiempo...», responde la otra empolvándose la nariz mientras camina. Y suben a la primera planta.

Las sigo.

Soy el fantasma de Louise que se desliza detrás de ellas por la gran escalera para ir a ocupar su sitio, con la placa de «vendedora» prendida en su blusa. La imagino impecable, erguida, esperando al cliente. Fuera hace frío y las mujeres elegantes se dejan absorber por las puertas giratorias. Se sacuden sus largos abrigos de visón para quitarse la nieve que cae en grandes copos sobre la Quinta Avenida. Vienen a hacer sus compras en grupos. Grupos de mujeres ociosas que gastan en pocas horas el salario mensual de Louise. Mujeres ricas que, tal vez, la reconozcan y exclamen: «Pero ¿qué haces aquí, mi pobre Louise?», con fingida compasión, mientras se lanzan miradas de soslayo preguntándose inquietas si también ellas podrían verse reducidas a esos extremos.

–¿Y sabes? Esas mujeres me miraban como si yo fuera un bicho raro y podía leer en sus miradas que les daba miedo. Fue una mala idea, una muy mala idea, ponerme a trabajar en Saks. Durante mis años negros, tuve a menudo ideas tan malas como esa. Mi último enfrentamiento con Harry Cohn, el regreso a casa de mis padres en Wichita y el empleo en Saks... Tres tentativas de volverme honesta que me hicieron más daño que todos mis años de lujuria y vagabundeo. Y que terminaron con la poca confianza que tenía en mí.

–¿Y por qué querías «volverte honesta», Louise?

Me arrastra hasta una banqueta beis y nos sentamos. Contemplamos a las dos chicas cargar sus brazos con vestidos negros y encaminarse a los probadores.

–Me gusta mucho observar a las mujeres cuando se prueban ropa –murmura Louise–. Pueden adivinarse todos sus problemas con solo escucharlas hablar, observarlas caminar, examinarse en los espejos... ¡Mira a esas dos! Una tan segura de sí misma y la otra tan torpe... Imita cada gesto de su amiga. ¡Esa no sabe ni quién es!

–Respóndeme...

–Tal vez fuera porque como no era ni actriz, ni intelectual, ni prostituta, ni mujer casada, necesitaba encontrar un empleo... Un resto de puritanismo y exigencia conmigo misma, no lo sé...

En 1946, Louise vende vestidos negros en Saks. Tiene cuarenta años. Ha engordado. Ya no lleva el cabello cortado en un casco brillante, sino que se lo recoge en una alta cola de caballo muy formal que cae sobre sus hombros. Su boca se ha endurecido, ha dejado de reír. Las pequeñas arrugas en la comisura de la boca le dan un aire forzado, un poco altanero. Su piel se ha vuelto grisácea de tanto fumar. Atiende a las clientas bajo los altos techos de cerchas doradas del gran almacén. Se niega a sonreír. Solo quiere ganarse la vida.

Su carrera hollywoodiense terminó hace mucho tiempo. Después de un último e infame western en 1938 con John Wayne, dijo adiós al cine y se refugió en casa de sus padres, en Wichita. Un auténtico infierno, un diálogo de sordos en el que cada uno continuó atrincherado en su soledad. Louise se debatía entre la sumisión masoquista y la rebelión incendiaria. Había vuelto para hacer las paces, pero la reconciliación, a sus ojos, pasaba primero por una inquisición en toda regla, una búsqueda implacable de la verdad que molestaba a cada miembro de la familia, a cada habitante de la ciudad. Abrió una academia de baile pero no podía soportar ver rebotar a las señoras gordas. Las insultaba, les hablaba de la gracia, de la ligereza. Iba a ligar a los bares y montaba una escena si el hombre la rechazaba, regresaba achispada a casa y, para despejarse, se ponía a pulir el suelo de parqué. Demasiada audacia, demasiada franqueza seguida, inmediatamente, por demasiada abnegación, demasiada culpabilidad. El diálogo entre madre e hija se había reducido a la nada. Era con Myra con la que Louise había querido reencontrarse para recuperarse de sus fracasos y volver a ponerse en pie, hasta que descubrió, horrorizada, que su madre no representaba ni el afecto ni la seguridad.

Al cabo de dos años y medio, Louise dejó Wichita y se marchó a Nueva York con diez dólares en el bolsillo. Son tiempos de guerra y los trenes están ocupados en su mayor parte por soldados que van a luchar a Europa. Los andenes están atestados de familias que lloran, de madres que anudan un pañuelo alrededor del cuello de su hijo soldado, de mujeres que abrazan por última vez el cuerpo de un amante, de niños atemorizados que observan a su padre vestido de militar. Ella está sola con su bolsa de viaje y sus diez dólares. No llora. Lo que ocurre a su alrededor la deja indiferente. Le es indiferente que se marchen a dejarse matar. Su vida es una batalla que debe librar cada día para seguir viviendo, pagar su alquiler, beber y comer.

Para sobrevivir en Nueva York comienza trabajando en la radio. Pone voz a folletines románticos. Unos folletines tan malos que no quiere que figure su nombre. Aquello dura seis meses, pasados los cuales, abandona los estudios radiofónicos.

–Estaba cansada de trabajar con esos mediocres, ¿entiendes? Intentaba mejorar sus estúpidos guiones, tenía muchas ideas de las que se apoderaban sin reconocerme nunca el mérito. Poco después, hice de «negra» en un periódico de chismes en el que tenía que reescribir unas historias estúpidas para un público de cretinos. También eso se me daba bien, y creo que fue ahí donde aprendí a escribir. Pero irritaba a mi jefe que me despidió tratándome de analfabeta porque me negaba a escuchar sus consejos. ¡Pobre idiota! ¡Y todo porque él tenía una titulación! Odio a esos engreídos que, con el pretexto de que han ido a la universidad, se permiten dar lecciones a todo el mundo. Odio a esos hombres que solo porque eres, o has sido, una mujer seductora, se niegan a concederte el más mínimo gramo de cerebro... Esos hombres que, cuando eres libre con tu cuerpo, y les miras sin ruborizarte, hacen cualquier cosa para destruirte. Estoy convencida de que, muy en el fondo, los hombres detestan a las mujeres. No pueden soportar que ellas sean, siquiera por un minuto, más inteligentes, más libres, más refinadas que ellos. De modo que es la guerra, siempre ha existido una guerra entre hombres y mujeres... Mientras disimules, mientras les dejes asumir el papel protagonista, mientras te portes como una perfecta cortesana, te toleran, pero si muestras una pizca ya sea de inteligencia, de independencia o lucidez, si te muestras ligeramente sarcástica hacia su todopoderosa actitud de macho, ya solo tienen una idea en la cabeza: hacerte papilla. Ya ves, ese es el motivo por el que me gustaban tanto los homosexuales. Me sentía muy cómoda con ellos, no tenía miedo a que me hicieran ningún daño y ninguno de mis amigos homosexuales me lo ha hecho jamás. ¡Por el contrario! Y lo mismo ocurre con las mujeres: mis mejores amigas eran lesbianas. Me llevaba muy bien con ellas. Homosexual o heterosexual, lo que importa es lo que sucede en el secreto de la cama, ¿no? ¿Y por qué es tan importante el sexo de la persona con la que te acuestas? Es el placer, la relación íntima que se crea con la otra persona lo que cuenta, ¿no? Cuando uno se quita la máscara y avanza totalmente desnudo... Ese enfrentamiento, esa verdad del enfrentamiento, es lo que siempre me ha gustado del sexo. Uno no puede fingir. Y si lo hace, se pierde todo. Todo el placer, todo el deslumbramiento, todo el peligro... Durante esa época negra de Nueva York, cuando no tenía dinero, a veces me iba con hombres para poder pagarme el alquiler, la ginebra, los cigarrillos, pero era una muy mala pareja. ¡No conseguía fingir! ¡Hasta esa profesión me estaba prohibida! Quise trabajar en una librería, pero no me quisieron. Les parecía que no estaba suficientemente preparada. ¡Habrían preferido a alguien recién salido de la universidad! Así que me puse a trabajar en Saks.

–¡Qué idea tan extraña!

–Había encontrado un mísero apartamento en la Primera Avenida, una auténtica ratonera, y quería pagar el alquiler por mí misma. Todos mis amigos ricos me habían dado la espalda. No les importaba relacionarse con una pobre actriz en paro, porque era algo noble, pero nunca con la dependienta de unos grandes almacenes.

–Una vez más una historia de apariencias...

–Terminé por no ver a nadie. En cierto modo les comprendía: a los ricos no les gusta frecuentar a los pobres, siempre han tenido miedo de que los pobres acaben por darles un sablazo. A los ricos les gusta estar entre gente de su misma clase. Solo soportan a los pobres si estos saben permanecer en su lugar... de pobres. ¡No fue en absoluto una buena idea trabajar en Saks! Y, sin embargo, continué ahí durante dos años, a pesar de que era bastante mala como vendedora. ¡Hacía huir a las clientas!

–¡No me sorprende nada si las mirabas como estás observando a esas dos!

–Me quedaba a su lado sin hablarles, sin decirles si el vestido negro les quedaba bien o mal, sin ayudarlas a subirse la cremallera. ¡Y claro, normalmente se marchaban sin comprar nada!

Se ríe ante ese recuerdo. No suele reír a menudo pero, cuando lo hace, parece una niña pequeña...

–Afortunadamente tenía a Eileen. Eileen me enseñaba cómo resistir. Me alentaba. Iba a verla a su casa, en Harlem. Vivía en un gran apartamento. Tomaba el metro y, a la salida, siempre había hombres negros aguardando. Golpeaban el suelo con los pies para calentarse, esperando a que las mujeres blancas y ricas vinieran a llevárselos. Durante algunas horas, por una noche... A que los arrastraran a hoteles miserables donde ellas se entregaban al placer por unos cuantos dólares. Una noche que estaba con una amiga, salimos a buscar un negro y pasamos la noche con él... Pero después, no sé por qué, aquello no me pareció bien y no volví a hacerlo. ¿Has leído ese libro de Chester Himes, El fin de un primitivo? Habla de la soledad del infeliz hombre negro, de la soledad de la mujer blanca y rica a la que su marido ya no toca, de la sed de la mujer blanca por la piel de un macho negro, de la repugnancia del hombre negro por esa concupiscencia de la mujer blanca desamparada, ignorada, enfurecida... Todo eso es lo que debí de sentir por la mañana, cuando se hizo de día en la habitación, en la que nos habíamos vuelto a poner nuestras máscaras de blancas...

Al cabo de dos años en Saks, había presentado su dimisión.

Había abandonado la sección de vestidos negros para encerrarse en su ratonera, en el 1075 de la Primera Avenida. En el primer piso de un edificio sucio, triste, de ladrillo amarillo ennegrecido por la lluvia, bajo el puente de Queensboro, entre la Primera Avenida y el nudo de carreteras que llevaba hasta los dos niveles del puente. Tres árboles raquíticos comidos por el alquitrán, ventanas estrechas oscurecidas por la mugre, escaleras de incendio oxidadas que parecían dibujar los barrotes de una prisión sobre las ventanas, y el suelo del apartamento que temblaba con el paso de los camiones que hacían sonar sus bocinas sin descanso.

Ahí es donde estaba encerrada Louise Brooks, la orgullosa.

Tiene la sensación de vivir una prórroga infinita. Ha perdido el contacto con la realidad. La ginebra espesa cada día más la niebla que enturbia su vida. Se encuentra codo a codo con Garbo en un quiosco de periódicos de la Primera Avenida y no se atreve a abordarla. Vacila, tiende la mano hacia la manga de su abrigo largo: Hi! Greta, remember me? Louise... Louise Brooks... Pero su mano cae y Garbo se aleja. Y sin embargo, en otro tiempo conoció a Garbo, la conoció bien. Una noche reveló a uno de sus confidentes que la Divina la «había cortejado» y que habían pasado una noche juntas, que la encontró cariñosa y encantadora.[10] Ella nunca me habló de esa noche, solo me hablaba de hombres, de hombres y más hombres.

Ahí era donde la vida la había llevado después de haber estado al mismo nivel de la Garbo, después de haber conocido la edad de oro de Hollywood.

En ocasiones le gustaría entender lo que le ha pasado.

Durante un día o dos deja de beber para poder verse sin la neblina del alcohol, para descubrir en el espejo a una mujer acabada. Petrificada. Inmóvil. Que de madrugada, en cualquier bar, acoge en sus brazos a algún marinero para no dormir sola. Se dice que ha perdido su motor, el pequeño motor que la hacía avanzar erguida y rebelde: el deseo. El deseo de vivir sin engañar, sin mentir, sin fingir, sin admitir lo que otros aceptan para lograr triunfar.

«Yo no he firmado, no he firmado nunca. Bogart firmó pero yo no».

Estampar tu nombre al final de un contrato y abandonar tu alma.

Obedecer a los productores que mandan y deciden por ti.

Ella no podía. Prefería seguir su deseo. Siempre.

El deseo que la arrojaba a la cama de un hombre mientras los responsables de los estudios le suplicaban que fuera a trabajar. Les colgaba el teléfono y retomaba su foxtrot endiablado con un bailarín cuyos hombros la hacían zozobrar. Se dejaba remolcar por ese hombre, le seguía por la pista de baile, le seguía hasta su cama, sentía el peso de su cuerpo sobre el suyo y esa fuerza que la transportaba cuando él la penetraba, cuando el sexo del hombre entraba en su cuerpo, imponía su ley, la arrasaba, la moldeaba como si fuera arcilla, la ablandaba, le provocaba gemidos de dolor, de éxtasis y de agradecimiento.

–¿Sabes de lo que hablo, eh, lo sabes?

Insistía mirándome con sus ojos negros implacables que ordenaban: no me mientas, te he reconocido, no trates de fingir... La negra fuerza del sexo, la furia de dos cuerpos que se lanzan el uno sobre el otro, la furia de buscar en lo más hondo de uno mismo el dolor, el dolor inicial, ese que hace vibrar de placer prohibido, peligroso, que hace renacer inquietudes primigenias, dolores primigenios.

Era la única guerra que conocía. Sus órdenes, las órdenes turbias y esquivas de su deseo. Que le proporcionaban todo su descaro. Durante un momento, creyó dominar el mundo con su deseo.

–Ese momento mágico de la vida en el que tienes la impresión de poder invertir el mundo solamente con ser exactamente como eres. En el que sientes una increíble fuerza en ti y sabes que esa fuerza te resume, te representa, te lleva constantemente hacia delante. Y entonces no puedes dejar de comprobar la fuerza todopoderosa de ese deseo. Multiplicas las proezas para demostrar a aquellos que se comprometen, que se envilecen, que las cosas se pueden hacer de otra forma. Que se puede llevar una vida siguiendo tu deseo...

Sin firmar. Sin obedecer.

Repasa las escenas de su vida, tratando de entender cómo y cuándo perdió la partida.

–Mi primer gran error fue Schulberg... ¡Sí, ese mismo! ¡El Schulberg de la Paramount! ¡La primera vez que creí ganar y que, en realidad, firmé mi derrota por un momento de estúpida bravuconería! Tenía veintitrés años...

Schulberg la perseguía para que doblara ¿Quién la mató? de Malcolm Saint-Clair. La película había sido rodada como muda y él quería reestrenar una versión hablada. Y para eso necesitaba a Louise, la voz de Louise, la presencia física de Louise para añadir algunas escenas. Louise estaba en Nueva York y se negaba a volver a Hollywood. Él subía la oferta, la amenazaba: «Vuelve o no trabajarás más en Hollywood». Ella respondía: «¿Quién quiere trabajar en Hollywood?», y colgaba el teléfono ebria de felicidad por haberlo rechazado. Ebria de una íntima alegría por coincidir con su verdad interior. Acababa de rodar el personaje de Lulú con Pabst, y aunque nunca quiso ver la cinta, sabía que había rodado una gran película.

–¡Cuando llegué a Berlín, todo se decidió con una sola mirada! Una sola mirada, ¿me entiendes? Pabst me contempló en el andén de la estación, y supo exactamente lo que quería hacer conmigo. Posó su mirada sobre mí, una larga y cálida mirada como un manto de reina, una mirada llena de benevolencia, de sabiduría, de deseo y supo quién era yo. Y supo lo que podía sacar de mí. Y yo sentí ganas de dárselo todo, de obedecerle en todo. Después de Pabst ya no podía respetar el pequeño mundo de Hollywood. ¡Y les envié a paseo! Me negué a doblar la película. Se vieron obligados a contratar a otra actriz. La gente de la Paramount reaccionó rompiendo mi contrato y ya no tuve más trabajo.

–Entonces empezó tu lucha con Harry Cohn...

–La guerra entre nosotros duró siete años y la perdí. Durante siete años trató de tenerme, tanto física como profesionalmente. Él dirigía la Columbia junto con su hermano Jack. Me recibía en su despacho, en calzoncillos y con el torso desnudo, un enorme cigarro en el pico, transpirando sobre los contratos que leía y retocaba como dueño todopoderoso. Como no respondía a sus proposiciones, comenzó por reducir mi sueldo a la mitad. Yo estaba furiosa. Mis amigos se reían y me decían: «Pero, Louise, te pasas el tiempo acostándote con todo el mundo por nada, ¿por qué no quieres acostarte con él y obtener un buen contrato y un buen papel?». Yo no sentía ninguna atracción por él, por su torso colorado y húmedo, por sus gruesos labios rojos sobre su cigarro. Era una buena razón, ¿no?

Hice una mueca asqueada y suspiré. Te comprendo, tampoco yo he podido nunca acostarme por dinero o para conseguir un trabajo. No he podido...

–¡Tenía que rodar! ¡Necesitaba dinero, necesitaba trabajar! Me moría de hambre. A veces iba por las noches a las fiestas de Hollywood solamente para que me vieran, para que la gente dijera: ¡ah! ¡Todavía existe! ¡No se ha quedado en Europa! Un año más tarde, rodé por fin una película, mi primera película hablada, Windly Riley goes Hollywood. En solo tres días y a la velocidad de una metralleta, pero gané quinientos dólares. Y después otra, God’s gift to women, de Michael Curtiz...

–¿Curtiz? ¿El mismo que dirigió, años más tarde, Casablanca?

Asiente.

–Y después de esa película tuve una verdadera metedura de pata, una enorme metedura de pata que me habría permitido tomarme la revancha con Hollywood: rechacé hacer la protagonista femenina de El enemigo público de Wellman con James Cagney. Fue Jean Harlow quien me reemplazó...

–¿Y por qué lo rechazaste? ¿Habías perdido la cabeza?

–Adivina... Me reuní con George Marshall en Nueva York. Todo el mundo esperaba a que dijera que sí, en realidad ya lo había hecho. Era un buen papel, una buena película, un buen director... Y entonces George me llamó y corrí a encontrarme con él. The story of my life!

–Dime, Louise, ahora puedes decírmelo... Estuviste enamorada de George Marshall...

–Pero ¿qué significa estar enamorada? ¿Tú lo sabes?

–No... Solo veo los estragos que causa, eso es todo.

–He reflexionado mucho sobre ello. Ahora tengo tiempo de sobra para reflexionar. George Marshall había advertido la parte oscura en mí, esa parte de sombra dolorosa, deliciosa, y lo sabía... Le bastaba con echar una mirada, una sola y larga mirada insistente que decía: «Ya sé, sé cómo hacerte sufrir de ese placer del que no te cansas nunca...». Ese placer desconocido que reconcilia la parte baja de la cintura y la inquietud de tu mente... Y me rendía. No podía resistirme. Era su fuerza, su conocimiento de mí... Mi carrera zigzagueaba cada vez más peligrosamente y nadie se atrevía a predecir lo que iba a hacer. ¡Ni siquiera yo! Mientras George me mantuvo todo fue bien. Vivíamos en Nueva York, salíamos, viajábamos a menudo..., pero nos peleábamos constantemente y, cuando lo hacíamos, yo no tenía dinero. Pedía prestado, dejaba deudas por todas partes. Él pensaba que yo gastaba demasiado y se negaba a pagar. Todo el país estaba en crisis y tener un trabajo en 1931 se había convertido en un milagro. En Hollywood la gente prefería suicidarse antes que confesar que estaba arruinada. ¡Yo también estaba arruinada y lo proclamaba! Me declaré en quiebra. Tuve que ir a juicio y reconocer que debía dinero a todo el mundo. El Daily News hizo su agosto conmigo. Entre mis acreedores estaban: Bergdorf Goodman y... Saks. A George aquello le volvía loco, pensar en todo el dinero que había gastado. Una noche en que habíamos discutido violentamente, él me pegó, ¿sabes?, me pegaba como quien amasa escayola... Una noche, cogí la puerta y me fui. Esa noche me encontré con un muchacho encantador de la alta sociedad de Chicago, rico, ocioso, que bailaba divinamente y me casé con él. ¡En un abrir y cerrar de ojos!

–¿En qué año fue eso?

–Me casé el 10 de octubre de 1933... Se llamaba Deering Davies. Juntos montamos un número de baile y actuamos en los mejores cabarets de Chicago. Aquello duró seis meses y después descubrí que el querido Deering era realmente aburrido y me marché. Sin pedirle un solo céntimo a pesar de que era inmensamente rico.

–Y te volviste a encontrar con George Marshall...

–¡Y me volví a encontrar con George Marshall! Nuestras peleas, mis enfados, sus golpes... Me vi obligada a cortarme de nuevo el flequillo porque me había abierto la frente en dos. Así era nuestra relación: golpes y reencuentros belicosos en la cama. Era cruel, frío, manipulador, pero no podía vivir sin él. Es el único hombre que no he podido tener... La roca contra la cual me estrellé. ¡Todos los demás me adoraron, pero él no! Cuando me dejó en 1936 para casarse con una joven pavita, aquello supuso mi final. Los años treinta habían sido siniestros. Regresé a Hollywood para trabajar como actriz. Rodé un western lamentable, Empty Saddles, por trescientos dólares y una semana de rodaje. Hice de extra en otra película durante apenas cuatro horas. Tenía treinta años y mi carrera languidecía. ¡Qué idiota había sido! Pero ¿habría podido hacerlo de otra forma? Esa es la verdadera cuestión...

Con el torso desnudo tras su escritorio, Harry Cohn esperaba. Ninguna mujer se le había resistido salvo esa joven rebelde llamada Louise Brooks. En septiembre de 1937 hizo llamar a Louise a su despacho donde la recibió, como de costumbre, sin camisa, un cigarro en la boca, y le propuso un papel en una película con Cary Grant.

–Me explicó que había dejado de ser un filón y, por lo tanto, no sabía muy bien cuánto valía ahora y que, si quería obtener ese papel, sería necesario que hiciera mis pruebas, que me hiciera contratar en un cabaret como bailarina. Acepté. No tenía elección. Fui al cabaret que me había indicado y me colocaron como bailarina en la fila del fondo a la izquierda... Y una noche... convocó a todo Hollywood y tuve que levantar la pierna al ritmo de las demás delante de todas esas personas que se reían al ver lo bajo que había caído. Él resplandecía. Me tenía. Había conseguido su revancha. ¡Por fin había conseguido mi piel! Al día siguiente los periódicos hablaban largo y tendido de la decadencia de una antigua gloria del cine, obligada a trabajar como corista en un número de cabaret para ganarse la vida. Estaba acabada... Ya ves, cada vez que me he sometido, que he obedecido, la vida me ha castigado. A partir de esa noche, dejé de luchar. Ya no me quedaban fuerzas. En el último western que rodé, con John Wayne, en 1938, me movía como una sonámbula. El cine se había acabado para mí. Me marché a Wichita. Wichita, mi madre, mi familia..., también se habían acabado para mí. Y regresé a Nueva York. Tuve esos pequeños empleos en la radio, en el periódico de chismes, en Saks. La debacle continuaba. Ya no podía detenerla. Me di a la bebida, engordé. Me escondí. No quería que me vieran, que vieran a esa señora gorda tan dejada físicamente, que se acostaba con los hombres por un poco de dinero, que se ahogaba en ginebra... Me quedaba tumbada todo el día. Pintaba, leía mucho, escribía pequeños ensayos sobre gente a la que había conocido, escribía mi autobiografía y también escribía cartas, muchas cartas... Iba a beber a un pub, en la esquina de la calle 55 y la Tercera Avenida. Un día, en aquel pub, distinguí a mi primer marido, Edward Sutherland... Me parapeté detrás de mi bolso y salí a hurtadillas, muerta de vergüenza y de asco por mí misma. Estaba matándome lentamente, firmemente... Afortunadamente, los bares en Nueva York no cierran nunca. Siempre hay una cafetería abierta para acogerte cuando no puedes dormir, cuando ya no puedes aguantar estar sola, cuando no le ves sentido a tu vida. Cuando ya no queda nadie que te mire... Hasta el día en que el destino finalmente decidió mostrarse clemente conmigo..., en el que el Mesías llegó bajo los rasgos de Bill Paley...

La voz de Louise continúa desgranando su vida mientras contemplo las filas de vestidos negros, pero ya no la escucho. Una frase ha captado mi atención, una frase muy simple que, súbitamente, disipa el malestar que me atenaza desde el principio de la tarde.

«Afortunadamente, los bares en Nueva York no cierran nunca. Siempre hay una cafetería abierta para acogerte...».

Los bares no cierran nunca en Nueva York...

Sí pero... ¿y si llama?

No llamará.

¿Cómo lo sabes?

Me he pasado por el Café Cosmic. Estaban cerrando y la carta aún seguía allí..., entre el mostrador y la caja...

La frase ha resurgido. He encontrado la nota falsa.

Las cafeterías no cierran prácticamente nunca en Broadway. Permanecen abiertas hasta muy tarde por la noche. Virgile lo ignora. Ha hecho el razonamiento de un buen francés. No conoce las costumbres de la ciudad. Virgile me ha mentido. No estoy loca. No soy la loca que destruye a todos los hombres que se atreven a amarme.

Abandono el fantasma de Louise entre las perchas de vestidos negros. Discúlpame, Louise, tengo que comprobar una cosa, un detalle, un pequeño detalle...

Salgo a toda prisa de Saks. Remonto la Quinta Avenida, remonto todas las calles, atravieso la avenida de América, la Séptima, llego, jadeante, hasta Broadway y la calle 58...

Ante la fachada iluminada del Café Cosmic.

Un letrero de neón rojo brilla: Open.

No está cerrado.

No está cerrado.

Los mismos muros de ladrillo rojo, los mismos espejos ovalados encima de cada mesa, el mismo suelo de linóleo beis veteado en negro, las mismas fotos dedicadas de famosos en las paredes, los mismos taburetes de escay rojo, los mismos letreros: SAVE WATER, NO SMOKING PERMITTED,[11] los mismos tubos de neón rojo y amarillo encima del mostrador...

¡Falta la carta! Mi carta ha desaparecido...

Y Candy también. No trabaja a esta hora.

Los frascos de ketchup se alinean en el mostrador, los menús plastificados están apilados, los cestos de mimbre rebosantes de bollos grasientos y azucarados, las máquinas de café humeando detrás, pero mi carta no está.

¿Por qué me habrá mentido Virgile?

¿Habrá cogido la carta? ¿Para leerla? ¿Para confiscarla? ¿Para que Mathias no la lea nunca?

¿La habrá guardado Candy por miedo a que alguna empleada mejicana la tire al limpiar el mostrador? ¿Pensando en volver a dejarla en su sitio delante de la caja mañana por la mañana?

Mathias ha pasado por aquí y se la ha llevado...

Mi carta. Mi rendición de mujer vencida que mendiga de deseo, líneas que se fugan y no coinciden nunca.

Un poco más, por favor...

Un poco más...

Me he sentado en el bar. He dudado si preguntar al camarero que estaba detrás del mostrador si había oído hablar de alguna carta. Estaba rellenando el dispensador de cubiletes blancos de cartón y parecía hallarse muy lejos de mis preocupaciones. He renunciado. He pedido un café. Sin donut. Sin la impronta de sus dientes en el donut.

¿Estás pensando en mí como yo no dejo de pensar en ti?

¿Notas que estoy tras tu pista?