Mathias Kruznick había aprendido el silencio y la determinación desde niño. Los había aprendido sin esfuerzo, como un juego, un juego que en su familia se repetía desde muchas generaciones atrás. Un juego que permitía sobrevivir y mantener la cabeza alta.

En el séptimo piso de la torre donde vivía, en la pequeña ciudad de Rozmberk, había una familia, la suya, que no se parecía a las demás. En las otras familias los chicos jugaban al fútbol, se iban de vacaciones a los campamentos con sus camaradas, acudían en grupo a la piscina en verano, llevaban uniforme durante las fiestas de fin de curso del colegio, acompañaban a su padre a las reuniones del Partido.

Pero no Mathias Kruznick ni sus hermanos.

En las otras familias, cuando los chicos terminaban el colegio, casi siempre les aguardaba un empleo reservado en la banca, en correos, en el ayuntamiento, en el hospital o manteniendo los jardines del pueblo; empleos todos ellos sostenidos por el Partido, reservados a los miembros del Partido.

Pero no Mathias Kruznick ni sus hermanos.

En las otras familias, las mujeres hacían la compra unas por otras, esperaban charlando mientras hacían cola en los comercios, se intercambiaban recetas de cocina. Pero no Anna Kruznick. Ella siempre estaba sola cuando hacía la compra. Salía rápidamente de su trabajo, se deslizaba en la cola, no hablaba con nadie. Siempre la atendían la última y debía contentarse con lo que quedara en los estantes.

En las otras familias, los padres salían a beber a la taberna por la noche, pero no Jan Kruznick. Él no tenía colegas: no estaba inscrito en el Partido.

Nunca se hablaba en la mesa.

Nunca se discutió la decisión del padre. Había calculado los riesgos, los inconvenientes, y había decidido que su libertad merecía todos los riesgos, todos esos inconvenientes. Anna se había casado con él con conocimiento de causa. Su padre la había prevenido: «Te espera una vida muy rara con ese hombre». Había escuchado a su padre, había abrazado a su madre y se había marchado a vivir con Jan. Su padre no la había vuelto a ver. Ni su madre. Ni tampoco sus hermanos y hermanas.

Era una pequeña mujer morena de grandes ojos azules, seria y silenciosa, que había unido su vida a la de un enorme gigante rubio que la sedujo, alzándola con una sola mano, una tarde de fiesta local en las colinas del pueblo. La había izado, elevándola hasta el cielo, y, con ese único movimiento, ella había podido ver el bosque, las montañas, el lago lejano, el río y había gritado de alegría al verse así transportada en lo alto de los brazos por encima de todos, tan cerca de la bóveda celeste.

Y ya no había querido descender nunca.

Perdidamente enamorada de ese hombre que hablaba poco, que no bebía, no llevaba amigos a casa, y le daba todo el dinero que ganaba sin contarlo, mientras perseguía sus sueños con fruición.

Él había elegido convertirse en mecánico porque conocía la vanidad de los hombres. Sabía que, por el bien de su coche, se acercarían a hablarle, que escucharían sus consejos, encargarían las reparaciones y pagarían sin protestar. Era un excelente mecánico y el pequeño garaje prosperó rápidamente. La pareja pudo instalarse en un apartamento de tres habitaciones. Tres camas superpuestas en una habitación para los chicos, una gran cama para los padres en otra habitación, y una cocina-salón-comedor donde los niños hacían sus deberes por la tarde, en silencio. Cuando terminaban, el padre sacaba el método de inglés y aprendían el idioma. Él les preparaba para marcharse. Para irse al otro lado, allí donde los hombres eran libres para pensar, decía las tardes en las que se dejaba llevar.

Tres niños pequeños que crecieron en silencio. Tres niños pequeños sin amigos ni diversiones. Tres niños pequeños que caminaban erguidos bajo la mirada atenta del padre. Que no se revolvieron nunca contra su padre. Que lo veneraban. Era su ídolo. Se sostenía por sí mismo. Hacía planes, miraba más allá. Mathias, sobre todo, contemplaba a su padre con admiración porque no se daba por vencido. Se anticipaba. Los cinco estaban estrechamente unidos en una lucha contra un enemigo invisible que Mathias imaginaba sanguinario, cruel, aunque sin poder identificarlo nunca: un enemigo que pretende entrar en tu cabeza para decirte lo que debes pensar.

En su casa no se hablaba. No se hacían mimos a los niños, no se les decía «cariño mío» o «te quiero», pero por la noche la sopa era buena y espesa. El padre jugaba al rodeo con cada uno de sus hijos cuando terminaban los deberes. ¡Era a él a quien llevaba más tiempo en la espalda!

En verano se iban de vacaciones a casa del abuelo paterno. Tampoco él estaba inscrito en el Partido. Había dejado el pueblo y se había instalado en el campo, cerca de un lago. Taciturno pero atento, enseñó a sus nietos el nombre de los árboles, el canto de los pájaros, a pescar, a conocer la temporada de las rosas, la temporada de los nidos, la diferencia entre un pescado fresco y reluciente y otro muerto desde hacía tiempo... Hay que mirarles los ojos y, si no están vidriosos, inspeccionar las agallas...

Vivía de la venta de su pescado, de su huerto, de su conocimiento de los árboles frutales. No hablaba nunca en presencia de extraños. Había aprendido a desconfiar.

Siendo niño, a Mathias no le gustaba que nadie supiera lo que tenía en la cabeza, y ese arte del secreto le hacía sonreír cuando iba de camino al colegio. Era una fuerza que nadie veía, pero que estaba ahí, bien viva, se decía golpeando el suelo agrietado y seco con sus gruesas botas de clavos. Un entrenamiento marcial, un dominio de sí mismo similar al que se necesita para aprender karate. Saber guardar un secreto, no tener necesidad de compartirlo con nadie. Eso le hacía enormemente independiente y fuerte.

En el colegio todos los chicos de la clase cotorreaban sin parar, hablaban a tontas y a locas. Presumían de tener la novia más guapa, de poseer algún día el coche más bonito, un gran apartamento, un puesto en el ayuntamiento. Mathias callaba. Se guardaba para él la energía de replicar, la energía de reflexionar sobre lo que haría en su vida. Nadie podía decidir en su lugar. Y si durante los recreos se burlaban de él, se burlaban de su padre o se burlaban de sus hermanos, no escuchaba. No tenía necesidad de amistades. ¡Un día, ya lo veréis, os sorprenderé a todos! ¡Soy más inteligente, más fuerte que vosotros! ¡Un día viviré en un gran apartamento en Nueva York, Estados Unidos, y seré el amo del mundo!

No tenía ninguna duda.

Su hermano mayor, Josef, fue el primero en marcharse con dieciocho años a Estados Unidos gracias a una beca.

Después le siguió Emil, el mediano. También a Estados Unidos.

Ya solo quedaba Mathias en casa.

Cuando llegó el momento de entregar su expediente en el consulado de Estados Unidos, ya no quedaban más becas que otorgar. Tenía quince años y mucha prisa por marcharse. Entonces se informó y cogió lo que quedaba. Una beca de estudios en el consulado de Francia para un instituto en Dijon. No hablaba francés, pero rellenó todos los documentos. Solo. Sin decir nada a su padre. Su expediente escolar era excelente. Obtuvo una beca de tres años de estudios para hacer el bachillerato en Dijon.

Llegó a Francia sin hablar una sola palabra de francés. Se alojó con una familia de acogida muy atenta pero que dejaba entrever la leve superioridad de las personas que realizan una buena acción. Le recriminaban amablemente cuando utilizaba demasiada agua caliente al ducharse o si se lanzaba sobre la mantequilla. Comenzaban todas las frases con: «Ya sabemos, Mathias, que en tu país...». Dando a entender que en su país una pastilla de mantequilla o una ducha caliente eran un lujo mientras que allí era lo normal... Él no dejó nunca de darse duchas calientes. Se escaldaba la piel haciendo correr el agua hirviendo sobre su torso, su vientre, sus muslos...

Desde el primer día que asistió al instituto tuvo que esforzarse por hacerse el sordo, por escuchar impasible las pullas de los chicos, las risas tontas de las niñas cuando trataba de expresarse en francés. No tenía dinero para salir, para invitar a una chica o para seguir las buenas costumbres... ¡Ah! ¡La importancia de las costumbres en un instituto francés! ¡No salía de su asombro! Se reía cuando veía el cuidado con el que los chicos y las chicas de su edad se preparaban para asistir a clase. Incluso aquellos que no tenían dinero, esos cuyas madres trabajaban como limpiadoras para ganarse la vida, se vestían como en los anuncios. Usaban marcas para todo. ¡Hasta en los gorros de lana que se calaban en invierno! Calculaba la ventaja que tenía sobre ellos, la libertad que le daba su indiferencia en materia de ropa. Un par de playeras compradas en Carrefour le duraban un año, aunque, al final de curso, el dedo gordo del pie asomara por la tela... Pero no le importaba.

La única cosa que le preocupaba era su pelo. Lo estaba perdiendo a puñados. Con diecisiete años, con dieciocho, en segundo curso, en primero..., se estaba quedando calvo. Cuando le sobraba un poco del dinero del mes se iba a Monoprix a comprarse una loción para el crecimiento del cabello. Leía atentamente las instrucciones, se la aplicaba con cuidado, ponía la almohada perdida y se levantaba ansioso por la mañana para constatar el resultado. No volvía a crecer, pero al menos no se caía tanto... Se miraba en el espejo y veía a un hombre más mayor, más maduro, y se decía que parecer más viejo tal vez le resultara útil.

En verano se marchaba a trabajar al extranjero. Encontraba trabajos con facilidad. Se iba tres meses a un hotel en Italia y aprendía el italiano. A un bar en Alemania y aprendía el alemán. A una agencia de turismo en España y aprendía el español. Nunca se tomaba vacaciones: todo debía servir para conseguir la trayectoria perfecta. Cuando le quedaban unos días, regresaba a casa de sus padres o con su abuelo.

En Navidad la familia se reunía. Era un rito. Los dos hermanos venían de América, él de Francia y pasaban la Navidad juntos. Siempre.

Nadie le felicitaba, pero podía leer en los ojos de su padre que estaba orgulloso de sus hijos. Los años habían pasado, las relaciones con sus padres cambiaban. En ocasiones a su padre se le veía más relajado. Había empleado a tres mecánicos en el garaje, el dinero entraba con más facilidad, podían ir a un restaurante... Imaginar que se compraban una casa, más adelante, más adelante... Viajar, ir a ver a sus hijos al extranjero. La madre sacudía la cabeza sonriendo. Por primera vez les escuchaba soñar en voz alta. Por primera vez veía cómo su padre desviaba sus ojos de la trayectoria y se ponía a divagar. Le cogía a Mathias la loción para el pelo, a pesar de que estaba calvo como una bola de billar. Es una expresión francesa, le decía Mathias. Él se reía agitando el frasco por encima de su cráneo y Mathias reía al escucharle reír. Decía: ¿sabes, papá, que antes no te reías tan a menudo...? Y su padre replicaba: ¿me traerás una loción la próxima vez que vengas? ¿Por qué? ¿Todavía quieres seducir? Su padre le hacía un guiño de complicidad. Se daban palmadas en la espalda en el estrecho y abarrotado cuarto de baño. ¡Mira, ya soy tan alto como tú, hasta creo que te he superado!, señalaba Mathias irguiéndose delante del pequeño espejo del lavabo.

Los chicos tomaban la palabra en la mesa, el padre escuchaba. Contaban cosas de América, de Francia, de la vida que se hacía tan fácil en el extranjero, demasiado fácil... Cada vez con más frecuencia, Mathias tenía la impresión de que su vida y la de sus padres se invertían. Que, a medida que crecía y se desarrollaba, sus padres retrocedían. El apartamento le parecía minúsculo. Su madre, ajada y de aspecto descuidado. Pensaba que debería regalarle productos de belleza en lugar de un robot Moulinex por Navidad. Sus hermanos habían traído una cadena estéreo y discos y escuchaban a la Callas mientras bebían champán francés.

Los compañeros de colegio se arrastraban, desocupados, por los cafés, esperando a que el puesto de trabajo que les tenían reservado al terminar el colegio quedara vacante para poder ocuparlo. Bebían, salían con chicas que conocían desde la infancia, hablaban de casarse, pero a él todo aquello le parecía tan pequeño, tan previsible...

Sus vidas estaban totalmente trazadas.

Cuando cayó el muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, Mathias había terminado sus estudios de económicas y comenzaba un máster en finanzas en la Universidad París-Dauphine. Había elegido Dauphine por su reputación, claro está, pero también por su connotación social. Así elevaba de golpe el recorrido de su trayectoria: Dijon, la familia de acogida, los años de preparación en la pensión, París, los barrios populares, y finalmente Dauphine... Había plantado un pie en los barrios buenos: Neuilly, el distrito dieciséis, el ocho. Jóvenes estudiantes con dinero, coches, trajes buenos, padres pudientes, y chicas estudiantes liberadas, inteligentes, mimadas, con ese rostro fresco surgido de una infancia bien alimentada. Él no siempre se unía al núcleo chic que frecuentaba las discotecas, sino que se marchaba los fines de semana a Normandía, atravesaba en coche Estados Unidos. Seguía llevando playeras gastadas, pantalones deformados, jerséis sin marca, desteñidos por las visitas a la lavandería automática de debajo de su casa, pero ahora ya casi podía mirarlos a la cara, aunque todavía le intimidaran un poco, aunque se sintiera ligeramente inferior, torpe, grosero. Sorprendía las miradas divertidas que las chicas le lanzaban cuando les planteaba su lista de preguntas, cuando no sabía comer pescado o cogía mal el tenedor y apuntaba con él hacia su interlocutor en la mesa... Esas pequeñas humillaciones cotidianas abrían inmediatamente un foso entre Mathias y ellas, pero aprendió a base de observarlas y cada desaire disfrazado se convirtió en un obstáculo que se preparaba para saltar. No es difícil aprender ese código, se decía, se aprende rápidamente, en cambio todo lo que sé, todos los conocimientos que he adquirido para sobrevivir, para adaptarme, ellas no están preparadas para tenerlos. En cuanto abandonen su pequeño entorno parisino, estarán inmediatamente perdidas.

En cambio, dominaba suficientemente el francés como para asombrar a sus profesores. Y también tenía la misma facilidad con el alemán, el español, el italiano, el inglés. Conocía el derecho extranjero, las normas económicas por las que se regían las compañías extranjeras. ¡Sabía que era un fuera de serie y presumía de serlo! Aunque quizá de forma un tanto ruda. Eso es lo que tengo que mejorar ahora, tengo que aprender a no ofender a los demás con mis conocimientos. A abandonar una discusión aunque tenga razón, para no herir a mi interlocutor. Tengo que aprender a ser diplomático, esa es mi próxima meta. Había estado callado durante tanto tiempo que, a veces, sus réplicas brotaban bruscas y tajantes. Y siempre se arrepentía.

Ese 9 de noviembre de 1989 se encontraba en casa de unos amigos cuando vio por la televisión cómo las perforadoras derribaban el muro de Berlín. A su alrededor todo el mundo lo festejaba, gritaban, se felicitaban, se abrazaban, mientras él permanecía inmóvil, silencioso. Partido en dos. Todo lo que le había dado fuerza para progresar en la vida estaba siendo hecho pedazos por esos mismos martillos neumáticos que aplaudían sus amigos. ¿Qué sabían ellos del muro de Berlín y de la vida al otro lado? Nada. Sabían lo que habían leído en sus libros de texto, en sus periódicos, en sus conversaciones de jóvenes privilegiados que toman partido por el oprimido, el partido de la libertad, como quien se echa un chal de cachemira sobre unos hombros redondos y lisos. Les escuchaba felicitarse por la caída del muro como una victoria lograda por ellos, por su orden, por el triunfo de sus ideas, el triunfo de su mundo. ¡El triunfo de la libertad! ¿Qué libertad?, pensaba Mathias mirando fija y fríamente el aparato de televisión. ¡Todos se parecen! Todos piensan igual. Se visten igual. Les gustan los mismos libros, las mismas películas, leen el mismo periódico. Pasan sus vacaciones en los mismos lugares. Defienden las mismas causas soltando la misma palabrería... Esa buena conciencia que mostraban mientras miraban caer el muro le provocó ganas de aullar ante la impostura. ¡Ya basta de discursos prefabricados sobre los derechos del hombre! Sobre el bien y el mal, la derecha y la izquierda, el lugar del inmigrante en la sociedad...

Estaba furioso. Perdido como jamás lo había estado. Contemplaba a todos esos jóvenes de su edad que bailaban sobre el muro, haciendo que se desmoronaran paneles enteros, esgrimiendo fragmentos de hormigón como si fueran trofeos. Su novia apareció buscándole, pero cuando trató de abrazarle le gritó: «¡Déjame tranquilo! ¡Vete a la mierda!». Ella no podía entender lo que sentía, la increíble grieta que se había producido en él. Para ella la caída del muro de Berlín era una fiesta. Para él, un trozo de su vida arrancado en carne viva. A golpe de martillos neumáticos.

Esa falta de libertad era, precisamente, la que había engendrado su propia libertad.

Una parte de él se sentía de riguroso luto: por su niñez, por todo el silencio, por todos los arrebatos de cólera nunca expresados durante su infancia. De pronto se veía obligado a reconsiderar toda su trayectoria... y a aventurarse en un nuevo mundo.

Abandonó la fiesta, dejó a sus amigos, a su novia. Caminó por las calles de París. Desde la plaza del Trocadero hasta la Puerta de las Lilas. Contempló el curso lento y tranquilo del Sena, las largas avenidas bordeadas de árboles, las estatuas de hombres ilustres, las calles en diagonal, los puentes y las casas de París, esa ciudad magnífica que ahora le parecía la más bella del mundo, y mientras iba haciendo inventario de esa belleza eterna, apreciando el detalle de un balcón, de un porche o de un frontón, pensaba que ahora todo iba a cambiar, todo va a cambiar. En poco tiempo París ya no será la misma... Las leyes que han edificado esta ciudad desaparecerán. Es el fin de un orden.

Era una evidencia palpable. Francia ya no le bastaba. Francia, los estudios, la libertad de Francia, el éxito... eran el proyecto de su padre. Ya no podía seguir su ejemplo. Tendría que buscar la ambición dentro de él.

Fue esa noche cuando decidió ser su propio jefe.

Al llegar al Pont-Neuf.

Se sentó sobre el parapeto del Pont-Neuf, dejó colgar sus piernas en el vacío, contempló el discurrir del Sena, Notre-Dame, la Île de la Cité, la Île de Saint-Louis. Era el París de antaño, era como marcharse a otra parte, pasar al oeste. De pronto, era minúsculo. Un maremoto acababa de llevarse esa frontera sin que la gente lo supiera. Pasó un viejo con su perro, caminando lentamente, arrastrando a un bulldog negro y blanco cuyo abultado vientre rozaba el suelo. El viejo saludó a una señora mayor que también paseaba a su perro, un pequeño caniche negro arropado con una manta de lana escocesa. El muro de Berlín había caído y ellos sacaban a pasear a sus perros como de costumbre. Nada había cambiado.

Tal vez no hubieran visto la televisión...

Decidió marcharse a explorar el mundo, viajar, aprovecharse de su dominio de los idiomas, de sus diplomas, para volver a empezar.

Pero, esta vez, con dinero. Con dinero, con sabiduría, educación, sabiendo sujetar el tenedor, con un nuevo poder... El poder, quizá, de participar en ese nuevo mundo, de hacer alguna cosa que se pareciera solamente a él. Aún era algo difuso, pero sabía que lo encontraría. Sabía que encontraría en él la fuerza para progresar e inventar.

Y luego llegó la primera Navidad tras la destrucción del muro.

Esa primera Navidad en familia...

Bajo el retrato de Vaclav Havel que su padre había colgado en la pared del salón-comedor-cocina.

Una Navidad tan triste, tan fría. Una Navidad lúgubre. Josef se había casado con una americana que sonreía con toda su dentadura sin entender una palabra de lo que decían, se pintaba las uñas con una laca que apestaba, se ponía rulos sobre su cabeza de Barbie. Emil salía constantemente a telefonear y protestaba por tener que esperar en la cabina dando palmadas con sus manoplas forradas y añorando América: «... Al menos allí todo funciona. Allí todo funciona», repetía como un pequeño comerciante que se frota las manos delante de su caja registradora. Su madre tenía los ojos enrojecidos y decía que era por el cansancio, la emoción de volver a verlos. Su padre no hablaba, pero no era el silencio que había conocido de niño. Ese silencio era denso, amenazador. No vibraba de promesas, ni proyectos de libertad. Ya no era una bandera ondeando al viento.

Este silencio apesta, se decía Mathias, la primera noche al acostarse en el sofá del salón. Habían tenido que dejar el dormitorio de los padres a la joven pareja, a la americana a la que había sorprendido en el cuarto de baño mientras se ponía el diafragma. La joven había soltado un grito tan fuerte que parecía que hubiese intentado violarla. Josef se mostraba demasiado sumiso delante de su mujer y eso le encogía el corazón. Sentía vergüenza por él. Podía oír a la señorita Rulos gruñendo porque el apartamento era demasiado pequeño, porque no tenía privacy, porque había corrientes de aire, porque se le habían estropeado sus bonitos zapatos caminando por la nieve. En lugar de cerrarle el pico contándole la bonita historia de sus padres, la bonita historia de la trayectoria de su padre, su hermano mayor se disculpaba e intentaba razonar con la señorita Rulos.

¿Será posible que ya no exista la trayectoria?, se preguntaba Mathias con sus grandes ojos abiertos en la oscuridad mientras escuchaba la respiración de su otro hermano acostado en el suelo, con los auriculares de su walkman incrustados en los oídos. La música tronaba y reconoció al grupo Nirvana. ¿Qué sucede cuando la flecha tensada sobre el arco ha alcanzado su meta? El muro ha caído, ¿qué vamos a hacer? Sin muro...

Ese muro de hormigón gris resultaba muy práctico para escaparse.

Al día siguiente se acercó a la cabina de teléfonos para llamar a Martine, su novia francesa. Lo hacía porque era Navidad y ella esperaba su llamada, aunque no tenía gran cosa que decirle. Sabía que su historia no iba a durar mucho, pero tenía que cumplir. Sus historias con las chicas nunca duraban. No conseguía relajarse, dejarse llevar. Sabía perfectamente lo que les gustaba, pero se negaba a hacerlo. Se negaba a ser atento, cariñoso, a ofrecerles una flor, decirles palabras dulces. Cuando las deseaba, las miraba fija e intensamente y se lanzaba a por ellas. Le hubiera gustado ser más romántico pero no sabía cómo. Era culpa suya. Siempre acechaba el peligro con las chicas. Ellas siempre querían adentrarse en su intimidad, adueñarse de él. Todas tenían esa ligera superioridad de chicas bien criadas, cultivadas y diplomadas. Esa ligera arrogancia francesa que consideraba que su país era un país pequeño, un país satélite, un país sin importancia. Sospechaba que Martine salía con él porque resultaba muy chic. Él era su coartada de mujer liberada.

Cuando ella descolgó el teléfono y respondió alegre, él ya estaba de mal humor. Ni siquiera le deseó «Feliz Navidad», apenas habló y respondió a sus preguntas con monosílabos. En su lugar, se dedicó a frotar el vaho que se formaba en los cristales de la cabina y dejar que su mirada se perdiera en el pálido y amarillento horizonte bordeado por las altas torres de viviendas. Unas torres deterioradas, con ascensores que funcionaban un día sí y otro no, y un parterre en el que se esparcían bolsas de plástico, erizado de famélicos matorrales. Las calles estaban llenas de baches embarrados y los coches traqueteaban como armatostes cojitrancos. Una farola con la bombilla rota, otra que apenas alumbraba, un banco de hormigón, dos bancos... No es muy bonito, pero es su casa. Hace pausas cada vez más largas en la conversación. Entonces ella se enfada, le dice que no la quiere, que se ha ido a pasar la Navidad lejos de ella, que está triste... ¿Para qué la ha llamado si luego se queda callado? ¿No tiene nada que decirle? Tanto sentimentalismo de tres al cuarto le irrita. Ese sentimentalismo de niña mimada que se atiborra de la asquerosa dulzura de los sentimientos, que no conoce ni el frío, ni el hambre, ni la desesperación. La vida no es así, la vida no es lloriquear en el teléfono porque tu novio de turno no te llama o no está contigo el día de Navidad. Se agita, da saltitos dentro de la cabina para calentarse, para sacudirse la necia torpeza de su pareja. Da pequeños puñetazos contra los cristales. ¡Muy pronto sabrás lo que hay que ver, yo te enseñaré lo que se puede hacer con la vida! ¡Te demostraré que un pequeño inmigrante del Este puede volverse grande, fuerte, poderoso! ¡Que incluso puede cambiar el mundo! Que la fuerza está ahí, en él, está en casa de su padre, en casa de sus hermanos, en todos esos muertos de hambre que quieren comerse el mundo, hundir sus dientes en una parte del pastel...

Ya no escucha a Martine, contempla con infinita ternura el sombrío y agrietado edificio en el que viven sus padres. Contempla la ventana iluminada de la cocina del séptimo piso. Es de allí de donde viene su fuerza. De ese pequeño rectángulo amarillo que brilla como una estrella enganchada en lo más alto de un árbol de Navidad. Esa es su estrella. Su buena estrella. Cuando regresaba del colegio y levantaba la cabeza, esa era la primera cosa que miraba: si la pequeña estrella de la cocina estaba encendida... Y si había luz, se sentía feliz aunque no lo demostrara, subía las escaleras a toda velocidad, dejaba su cartera y se tomaba su pan en silencio.

La pequeña ventana iluminada...

Es ahí donde consigue reponer fuerzas. No en París, ni en Berlín, ni en Londres. Ya no hay fuerza en ninguna de esas ciudades. Las ideas, las nuevas ideas, se encuentran en otro sitio. En países que aún están por construir, en países que se mueren de ganas... Y mientras conserve ese contacto, ese contacto casi carnal con el pequeño rectángulo amarillo, con su madre envejecida, su padre silencioso, su abuelo que sabe pescar con anzuelo, nunca se sentirá perdido.

Esa noche la estrella brilla. Su madre, detrás de la ventana de la cocina, prepara la cena de Navidad, y el retrato de Vaclav Havel preside la mesa.

En esa noche de víspera de Navidad, en ese 24 de diciembre de 1989, por primera vez desde la caída del muro se siente casi feliz. Casi en paz. Ha encontrado de nuevo la fuerza del silencio. La fuerza para avanzar, para inventar. Contempla la espesa nieve a su alrededor, alrededor de la cabina, el fangoso sendero trazado por las idas y venidas de los peatones entre los muros helados de nieve sucia, y ve un principio de camino. Cuando vuelve a acercarse el auricular a su oreja solo escucha el bip-bip de haberse cortado la conexión al otro lado de la línea.

Sale de la cabina, hunde sus manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero negro, las hunde hasta hacer reventar los bolsillos y lanza un enorme grito, el grito de un hombre que levanta la tierra, que tiene suficiente fuerza como para levantar la tierra entera. En el aire flota un olor a humo negro, ligeramente nauseabundo, que le recuerda a su infancia.

Sube de cuatro en cuatro las escaleras hasta el séptimo piso, llega jadeante, empuja la puerta, se adentra en la cocina y encuentra a su madre pelando patatas en el fregadero. ¿Dónde están los demás?, grita alegremente, quitándose su pesada chaqueta, la bufanda, el gorro, y frotándose las manos para calentarse. ¿Dónde están los demás?, repite acercándose por detrás y advirtiendo la espalda arqueada de su madre bajo su bata de estar por casa. La rodea con los brazos.

Nunca la ha tenido en sus brazos. Nunca le ha dicho «mamá, te quiero». Nunca le ha hablado de la pequeña estrella de la cocina. Entonces, cuando ella apoya su espalda contra él y comienza a sollozar, piensa que es la emoción lo que la hace llorar. La emoción de tener a su hijo de veinticuatro años abrazándola como lo haría un hombre. ¡Es tan pequeña! La estrecha contra él, coloca sus fuertes manos sobre su vientre, sobre el delantal, y la estrecha hasta ahogarla. Querría contarle todo lo que ha pensado cuando estaba en la cabina, y empieza a decir: mamá, ¿sabes...? Pero reflexiona, primero debería contarle mi desasosiego ante la caída del muro, la reacción de los demás, mi paseo a medianoche por las calles de París, el viejo y la mujer mayor que paseaban a sus perros. Uno no sabe por dónde empezar cuando no ha hablado nunca.

Como continúa llorando, la mece una y otra vez torpemente y murmura: ya está, mamá, ya está, todo va bien, ahora todo va bien, ya lo verás, voy a explicártelo...

También para ella es el final de una época. Los chicos han crecido y se han marchado, se encuentra sola con su padre y ya no tienen ningún proyecto de vida. Van a envejecer aunque ella solo tiene cuarenta y seis años. No quiere envejecer, convertirse en abuela. Le gustaría que su hombre la llevara a cenar a buenos restaurantes, a dar una vuelta en el bonito Skoda que se acaban de comprar, tal vez elegir un bonito vestido para ella. Le gustaría tener el valor para empujar la puerta de un instituto de belleza. Siempre que pasa por delante de uno se detiene, se pone de puntillas, observa el interior, advierte sus manos rojas, ajadas, y no entra nunca. Es duro empujar la puerta cuando se ha pasado toda la vida como mujer trabajadora. Él querría darle las gracias. Gracias, mamá... Gracias por todo lo que has hecho, te quiero, mamá, eres una madre maravillosa...

Pero ella no deja de llorar. Se pega a él como una lapa haciéndole sentir un poco molesto al verla dejarse llevar de esa forma. Aún no está acostumbrado a mostrar su amor, es la primera vez, mamá, la primera vez que tomo a una mujer en mis brazos para darle algo, para compartir... Venga... La coge suavemente por los hombros, girándola, y le pregunta: ¿estás mejor? ¿Por qué lloras? ¿Es por la emoción de tenernos a todos aquí?

Ella asiente con la cabeza. Y, acto seguido, niega.

¿Entonces qué es? ¿Qué pasa? Dime, dímelo...

Se fija en sus ojos rojos, en las arrugas alrededor de ellos, alrededor de los labios, en la piel que se arruga, en las pequeñas manchas oscuras de la vejez, en la boca seca y agrietada. Siente entre sus manos sus hombros blandos, siente contra los músculos de su vientre y del torso el vientre hinchado, el pecho caído. Él únicamente ha tocado cuerpos jóvenes y duros, no conoce los estragos de la vejez. De pronto la ve, la ve con ojos de hombre vigoroso y súbitamente comprende. Ni siquiera tiene necesidad de escuchar lo que dirá a continuación. Su discurso, su hermoso discurso de hombre que explica el mundo, ahora le parece vano y se siente desbordado por una emoción que le desgarra en dos y le llena de rabia.

Lo ha adivinado...

Y sin embargo tiene que escucharlo. Eso es lo que más le molesta. Que su madre se confiese con él. Que su madre se confiese a él como mujer... Tiene ganas de decir: ¡oh, no, mamá, no sigas, eso no! ¡Eso no! Todavía no estoy preparado para escuchar eso. Cobarde y lleno de rabia. Quiere soltarse, pero ahora es ella la que se aferra a él, la que clava sus uñas en su piel, le retiene contra ella, le aplasta contra su cuerpo para que ambos escuchen lo que va a confesar, por primera vez, en voz alta.

Cuidado, se dice ella antes de hablar, cuidado, si pronuncias las palabras en voz alta ya no podrás volver atrás... El pavo está en el horno, las patatas están prácticamente peladas, el bizcocho ya está untado con su capa de crema de castañas y has clavado el pequeño Papá Noel de azúcar sobre el glaseado de chocolate. Si hablas arruinarás la fiesta, vas a arruinar la fiesta... Pero es tan agradable esa fuerza que le llega de su hijo, el más pequeño, ese al que iba a ver por la noche para comprobar si estaba bien tapado, si sus hermanos no le habían empujado fuera de la cama. Su preferido, aquel con el que no tenía necesidad de hablar... Escrutaba sus ojos azules bajo sus cejas negras y sabía inmediatamente cómo había pasado el día. Siente sus fuertes brazos que la estrechan. ¡Tiene tanta necesidad de que la protejan!

–Tu padre tiene otra mujer –dice–. Tu padre se ve con otra mujer...

Él se suelta, la mira, incapaz de hablar. ¿Otra mujer? Imposible. Eso no. Sus padres no. No ahora que han llegado a la meta... Pero sabe que es cierto. Lo ha sabido al descifrar su rostro hundido y sin brillo. Lee en su mirada todo su sufrimiento, toda su soledad, descifra las noches en blanco esperando, esperando detrás de la ventana de la cocina a que el hombre regrese.

–¿Desde cuándo?

–Tres meses más o menos...

–¡Entonces no es nada! ¡Tres meses no son nada!

–Tres meses es lo que dice, pero ¿y si resulta...? Dice que quiere irse a vivir con ella. Que piensa marcharse después de las fiestas navideñas...

Se deja caer en una silla y la contempla, estupefacto, mudo. ¡Eso no lo había pensado! Nunca hubiera creído que aquello pudiera suceder. Nunca, nunca...

Oye la voz de su padre que entra y da las buenas tardes como si nada. Y el silencio regresa a la casa, ese silencio sucio que apesta, que apesta a transacción, a compromiso, a mentira. Su madre se vuelve hacia el fregadero para terminar de pelar las patatas. Solo puede ver su espalda encorvada, los hombros caídos, la cintura pesada, el nudo del delantal en la espalda, la falda marrón y las medias tupidas, zurcidas debajo de las rodillas.

Se queda sentado en la silla de la cocina. Da las buenas tardes a su padre que trae el vodka para la cena, que se quita el gorro. Le dice qué bien, es una buena idea... No puede imaginar a su padre en la cama con otra mujer. No puede siquiera imaginar a su padre en la cama con su madre... ¡Abrumado al descubrir que sus padres tienen una vida sexual! Que su padre puede excitarse con una mujer, que puede excitarse con una mujer que no es su madre.

Se da cuenta de que, a sus veinticuatro años, no es más que un principiante. Se ha pasado demasiado tiempo concentrado en trabajar, estudiar, aprender, anticipar, pedir préstamos a los bancos, trabajar para reembolsarlos... Nunca se ha planteado cuestiones como el amor, el deseo, por qué se nace, por qué se dura, por qué se muere. Nunca lee novelas, solo libros prácticos, libros para sus cursos o de historia. No sabe nada de las emociones humanas. Contempla a su padre. Se dice: ¡tiene cincuenta años y está enamorado! ¡Tan enamorado que está dispuesto a tirar su vida por la borda! Ya no tiene trayectoria, está claro. Ha perdido la cabeza. El deseo sexual le ha hecho perder la cabeza. Se levanta sin decir nada y va a encerrarse en el cuarto de baño para tratar de desenredar el embrollo de su cabeza...

Ha pasado veinticuatro años ignorando los sentimientos, y ahora los sentimientos se le echan encima en forma de miles de signos de interrogación. Nunca ha estado locamente enamorado de una mujer. Nunca se ha desviado de su trayectoria por una relación amorosa. ¿El amor? Él solo reconoce cuándo está hambriento y desea lanzarse sobre una mujer. Sabe también que, una vez saciado, no se queda mucho tiempo. Nadie ha penetrado nunca en su corazón.

Una música le viene a la cabeza, una música con una voz. La de la Callas. La primera vez que escuchaba la voz de la Callas surgiendo desde la cadena de alta fidelidad traída por su hermano mayor desde América. Era la primera canción del disco... Se había detenido, como elevado del suelo, elevado por una fuerza extraña. Flotaba en un estado de encantamiento total, como si fuera nuevo, como si todo fuera nuevo a su alrededor. El apartamento era un navío que cabeceaba, le transportaba, le hacía franquear las olas más altas. Podía atrapar el cielo, las nubes, tirar de la barba de un gigante bondadoso y dulce. Flotaba, ardiendo de deseo, ardiendo de una fuerza desconocida que le hacía caer de rodillas y le abría el corazón en dos.

Una tarde que habían salido todos, que se marcharon en familia para hacer una visita a un antiguo profesor del colegio por el que, únicamente él, no sentía demasiado aprecio, se había quedado solo en el apartamento y había puesto el disco solo para él. Se había tendido sobre el sofá marrón y la voz se había elevado... Casta diva... Eran las primeras palabras y la emoción se había apoderado de él con una fuerza inusitada. Escuchaba, fascinado, esa voz que le traspasaba, que se instalaba en su cuerpo, le hacía rodar como una enorme ola, provocándole ganas de llorar, de reír, de amar, de abrazar otro cuerpo, de susurrarle palabras dulces al oído, de llorarle palabras dulces al oído. La había puesto una y otra vez, siempre la misma canción, y escuchaba, acurrucado en el sofá marrón, adivinando que ahí fuera había un mundo desconocido para él, un mundo en el que no se había aventurado nunca.

No había vuelto a escucharla a solas nunca más.

Y ahora, sentado sobre la tapa del inodoro, levanta la cabeza y se felicita. ¡Lo había an-ti-ci-pa-do! Sabía que ese sentimiento era peligroso y se había anticipado. Por instinto.

Con los codos apoyados en las rodillas, los puños apretados, Mathias no quiere pensar más... ¡Es extraordinario lo que hay que entender en una vida! Nunca le bastará con una sola vida para comprenderlo todo. Para aprenderlo todo. Es curioso, estoy dispuesto a luchar contra una sociedad autoritaria que quiere apoderarse de mi futuro, que quiere imponerme su manera de pensar, de vivir, incluso de divertirme, y me encuentro tan desarmado delante del amor, del amor de una mujer. El amor de una sola mujer puede causar peores estragos que la tiranía de los hombres. ¡Y mi padre! Mi padre, ese gigante, al que nunca han podido desviar una pulgada en el combate que sostenía... Se pasa la mano por la frente y descubre que está cubierta de sudor. Mira su mano con terror.

No consigue pensar en otra cosa.

Esa noche en la mesa come el pavo, las patatas, el bizcocho, bebe champán, bebe vodka, pero cada vez que su mirada recae sobre su padre, piensa en la «otra». En la secuestradora. Las manos gruesas y cuadradas de su padre, que trinchan el pavo, se posan sobre los muslos de una mujer, los abren, los acarician. Hace una mueca y su madre le mira sorprendida. ¿No está bueno el pavo? La boca de su padre que mastica el pavo va a posarse entre los muslos de la mujer... La boca de su padre que chupa un hueso del ave... Rechaza su plato. Ya no tiene hambre. Ya no sabe lo que está comiendo, tiene ganas de vomitar. Sus dos hermanos llevan la conversación, se atiborran, repiten plato, estallan en carcajadas, brindan... Él no levanta su vaso... ¿Se lo contará su madre también a ellos? Y cuando estén todos al corriente, ya nada será como antes. El hermoso orden que ha conocido se habrá resquebrajado. Una nueva página se abrirá, se escribirá, y habrá que empezar de nuevo...

Tira su servilleta en la mesa y va a sentarse al sofá. Pretexta un dolor de cabeza, una terrible migraña, y se tumba un instante. Hace falta muy poco para que el destino dé media vuelta y cambie el curso de una vida, de muchas vidas. Una sola mujer ha bastado... Ha olvidado preguntar cómo era esa mujer. ¿Cuánto mide? ¿Cuánto pesa? Una mujer más joven, más delgada, mas prieta, más arreglada, más alegre que su madre... y la vida de todas esas personas sentadas a la mesa va a verse alterada.

Entonces se desdice y razona que, tal vez, sea una bendición que no consiga amar. Ha escapado de lo peor, de ese dolor que no se cura, que no cicatriza jamás... y si aún no lo ha conocido, tal vez sea porque no puede enamorarse. Porque no es capaz, no tiene el corazón hecho para semejante actividad. Es sencillo, muy sencillo... El ritmo de su corazón se calma, deja de sudar, el puntal clavado en su cráneo se afloja, y es como si emergiera de una pesadilla. Sonríe a su madre y se levanta del sofá para volver a la mesa. Ya estoy mejor, asegura, estoy mucho mejor...

El 30 de diciembre de 1989, Vaclav Havel es elegido presidente de la República de Checoslovaquia y su padre resplandece de felicidad. Estrecha a su mujer y a sus hijos contra él, abre los brazos en señal de victoria, tiende su vaso de champán francés en dirección al retrato de la pared, vacía un vaso, dos, arrastra a sus hijos por los bares de la ciudad, bebe hasta caer al suelo, se niega a volver a casa... ¡Libre, dice, por fin libre! Mathias le mira en silencio y regresa a su casa andando, seguido al poco tiempo por sus hermanos. ¿Le habéis dejado allí? ¡Sí, no quería volver!

Esa noche no regresó a casa. No volvió hasta el día siguiente por la tarde, ya sereno y mudo.

La víspera de su partida, su madre reúne a los tres hijos alrededor de la mesa y les habla. Su padre se ha marchado a trabajar al taller. Los chicos la escuchan en silencio. La nuera se lima las uñas en un rincón de la habitación.

Cuando el padre regresa, recibe la mirada muda y hostil de sus hijos en plena cara. Se queda plantado en el umbral de la casa, muy abrigado, con un ramo de flores en la mano. Tiene un aspecto ridículo con ese ramo de flores con el que no sabe qué hacer. Le miran como si fuera un extraño, un enemigo. Le fulminan con la mirada. Él suspira, se vuelve a abrochar el abrigo medio abierto, tira las flores sobre la mesa en dirección a su mujer y se marcha dando un portazo.

No volverán a verlo hasta su partida.

La señorita Rulos está ofuscada, no tanto como para tomar a su suegra entre los brazos, pero lo suficiente para soltar tonterías sobre el deseo masculino que todo lo mancha y no respeta nada. Los tres chicos se miran sin decir nada y observan a su madre en silencio.

Es ella quien les alienta para que se vayan, les abraza en el quicio de la puerta, les empuja por la escalera y luego regresa para sentarse junto a la ventana de la cocina y ver cómo se alejan, para ver sus siluetas disminuir en la nieve espesa hasta la parada del autobús que les llevará al aeropuerto. Cuando ya no distingue a ninguno en la nieve, se seca con la manga los ojos enturbiados por las lágrimas y continúa esperando a otra silueta, una silueta de hombre que hará el camino en sentido inverso, que empezará a aumentar, aumentar y aumentar al acercarse a ella.

Ya no le queda más por hacer, se dice. La vajilla y la limpieza pueden esperar.

Louise la Joven tiene los ojos anegados en lágrimas y una sonrisa tierna en los labios. Es verano. Ese mes de agosto asfixiante. Me ha traído un ventilador que mueve el aire caliente y hace volar su casco negro en miles de pequeños mechones. Lleva un vestido ligero cuyos tirantes se deslizan sobre sus hombros. No se ha ido de vacaciones, y viene una tarde sí y otra no a sentarse a los pies de mi cama. Entra silenciosa en la habitación, se sienta a lo indio y hace un pequeño signo con la cabeza para indicarme: «Ya está. Estoy lista. Adelante», y yo empiezo a leer... Ahora tenemos nuestros ritos.

La observo desde detrás de la pantalla del ordenador. Se rodea los hombros con los brazos y se acurruca. Podría continuar leyendo pero no me escucharía. Ha caído presa del encanto de Mathias, imagina su mano sólida y cuadrada sobre su hombro, está lista para levantarse y seguirle, sin un resto de voluntad, los hombros caídos... Mathias provocaba ese efecto en las mujeres.

–Su novio se va a poner celoso si piensa de esa forma en Mathias.

Se encoge de hombros y se aplasta los dedos del pie.

–Ya me gustaría que estuviera celoso alguna vez...

–¿Cómo se llama?

–¿No se reirá si se lo digo?

Niego muy seria con la cabeza.

–¡George! Yo lo llamo Geo, suena menos vulgar. ¡Su madre estaba enamorada de George Harrison!

–¿Y usted le quiere?

–Se parece a Mathias... Se escabulle todo el tiempo. Supongo que me quiere, ya hace dos años que estamos juntos, pero nunca me lo dice. Así que me mantengo en guardia.

Cuando Mathias y yo volvimos a vernos, en aquel café de la Puerta de las Lilas, trató de describirme lo que representaba para él nuestro encuentro. Había vaciado la mesa de tazas, del cenicero, de la garrafa de agua que le estorbaba, había cogido mi paquete de cigarrillos y lo había colocado en mitad de la mesa diciendo: «Esta eres tú, tú señalas el norte, yo el sur». Entonces había posado su índice en el borde de la mesa más alejado de mí, totalmente hacia el sur, y lo había deslizado lentamente sobre la superficie trazando una trayectoria perfecta, una línea totalmente recta que iba de sur a norte. Luego el dedo había chocado contra el paquete de cigarrillos y había rebotado en ángulo recto hacia el este.

Yo había cambiado su trayectoria.

Era la responsable de ese ángulo de noventa grados. Había inventado la curva, el zigzag, el desconcierto. Aquella debía de ser su manera de decir que me quería. Que después de mí, su vida ya no sería la misma. O, al menos, que me había querido lo bastante como para aceptar que, durante casi un año, le hubiera torcido su bonita línea recta.

Había observado conmovida ese dedo que se desviaba a la derecha. Había sentido ganas de volcar la mesa, de lanzarme sobre él...

Bésame.

Bésame.

Volvamos a empezar a partir de nuestro primer beso.

Y luego...

Y luego el índice había reiniciado su recorrido, ligeramente desplazado hacia el este, en una hermosa línea recta, directamente hacia el norte, abandonando el paquete de cigarrillos en medio de la mesa.

Me había inventado la existencia de otro hombre y lo había colocado frente a él como rival. Para hacerle daño. Para vengarme de ese dedo decidido que me abandonaba.

Pagó nuestros dos cafés. Nos besamos en las dos mejillas. Y cada uno se marchó por su lado, uno hacia el norte, el otro hacia el sur.

No había vuelto a verle hasta ese día de junio en Manhattan, delante del Café Cosmic.