Tenía los pequeños mules que danzaban en mis pies.
Tenía la falda blanca, comprada en Madison el día anterior, que moldeaba mis caderas, que no protestaba, que no se burlaba de mí.
Tenía su mano en la mía en el taxi que le llevaba a su oficina, su boca que me mordió cuando nos separamos.
Tenía el labio hinchado y me lo tocaba maravillada.
Tenía su número de teléfono y su dirección que me había deslizado en la mano susurrándome muy, muy rápido... te espero.
Tenía el sol aún clemente de la mañana...
Tenía la felicidad que cantaba en mi cabeza, dibujando promesas de mañanas y tardes neoyorquinas, contemplando salir y ponerse el sol, escribiendo detrás de la gran cristalera en forma de media luna, aprendiendo los nuevos continentes en las paredes desconchadas, los océanos en los baldes llenos, los pliegues hercinianos en el suelo de hormigón pulido.
Aprender a amar, aprender a amarle.
Tener fe en mí, tener fe en él.
Otra frontera que franquear.
Una nueva frontera...
Canturreaba: Mathias, Mathias...
Tenía la mirada de los hombres que se posaba sobre mí y que devolvía con una sonrisa de mujer magnánima.
Contemplaba mis pequeños mules diciéndoles: no os he olvidado, no he olvidado el lento vals para debutantes, os prometo que valsaré de nuevo con vosotros sin trampear..., un-dos-tres, un-dos-tres, os prometo que aprenderé a amar.
Tomé un café en la barra con Candy. Le regalé un frasco de agua de colonia de Guerlain. French, so French, romantic, so romantic,[18] suspiró al oler el perfume del frasco. En el envoltorio le apunté el teléfono de Mathias y su dirección y le prometí que iríamos a verla a Hollywood y Vine a su gran caravana... Mathias y yo, Mathias y yo, cogidos de la mano, mi labio hinchado... Que recortaría todos los artículos que se publicaran sobre ella, que sería su admiradora más ferviente..., que escribiría una obra de teatro en inglés para ella, nada más que para ella... Se echó su trapo al hombro y soltó un «yupi» que me dejó sorda.
Empujé la puerta de Universal Magazines, y planté un beso en la frente preocupada de Khourram que, con los dientes manchados de negro de tanto morder su lápiz, hacía las cuentas del día anterior y constataba desolado que le faltaban doscientos dólares. Deslicé bajo sus ojos preocupados un ejemplar verde de la Gramática Larousse, la única que explica de forma concisa las reglas de nuestro complicado idioma, y que había encontrado en la librería francesa del Rockefeller Center, esa misma mañana tras dejar a Mathias, tras dejar a Candy..., esperando paciente que el cierre de la librería se alzara y apareciera un librero malhumorado, pero meticuloso, que supiera de alguna buena gramática para Khourram. Le dije: me marcho esta noche, pero volveré, volveré... Y te daré lecciones de francés bajo la gran cristalera del apartamento de mi novio. Porque me he convertido en la novia de un hombre, ayer por la noche... He posado un pie en el amor y voy a aprender todas las excepciones, las rarezas, las reglas torcidas de ese lenguaje desconocido, quiero aprenderlo todo... La carta estaba en lo cierto, Khourram, la carta estaba en lo cierto, el deseo es un cuenco sin fondo... Entonces, él sacó de debajo del mostrador el Tarot de Rajneesh en inglés... Es para ti, dijo, lo encontré ayer en Strand, ya sabes, esa vieja librería cerca de Union Square en la que venden libros de ocasión. Tomó el libro, juntó las manos, se inclinó y lo tendió hacia mí. Yo me incliné, con las manos unidas y el corazón en las manos.
Y luego volvió a sumergir sus ojos preocupados en las cuentas que no cuadraban.
Vacié mi monedero en la escudilla del veterano del Vietnam, atado al poste de la parada del autobús... A continuación entré en la tienda del coreano para comprarle un paquete de cervezas bien frías porque hoy también va a hacer calor, mucho calor... Él restregó su mano en la camiseta Fuck the War y me envió un beso...
Lancé un beso a Walter al entrar en el vestíbulo del edificio, donde el aire acondicionado soplaba su brisa helada. How are you, Walter? Life is beautiful today, beautiful! I’m so happy! so happy![19] Esbocé dos pasos de baile. Él se quitó la gorra en homenaje y me envió un destello resplandeciente de su dentadura blanca. ¿Y el lavabo? ¿Todavía sigue atascado? Yo mismo iré a repararlo esta mañana en cuanto haya terminado de clasificar el correo. Muy buena idea, respondí, muy buena idea... ¿Y no querría venir a secar océanos de lluvia de un destartalado loft? Se encogió de hombros y suspiró: «¡Ah, las mujeres, ah, las mujeres!», volviendo a colocarse la gorra muy recta sobre sus cabellos blancos y aumentando el volumen del aparato de radio envuelto en adhesivos multicolores.
Y los Beach Boys comenzaron a sonar... «Fun, fun, fun»... Y yo canté también.
Empujé la puerta del apartamento.
Todavía estaba oscuro.
Virgile dormía.
Preparé un buen café, dos bollos tostados, mantequilla y mermelada en una gran bandeja y abrí las cortinas. La luz de la mañana penetró blanca y deslumbrante como un largo turbante que se desenrollara sobre el dormitorio. Virgile protestó, se tapó los ojos con los brazos gruñendo: no, no, por favor, ahora no, estaba durmiendo tan bien... Salté sobre la cama llevando la bandeja, sin dejar caer nada ni volcarla, y dije: ahora escucha, escúchame, tengo tantas cosas que contarte... ¡Oh, no!, gemía, ahora no, volví muy tarde a casa, me gustaría dormir... ¡Nada de dormir! ¡Escucha! Escucha, dije... Supongo que lo has vuelto a ver y va a casarse contigo, gruñó, contemplando con cara de asco mis bollos y el café.
–¡Le he vuelto a ver y soy su novia! ¡Oh, Virgile! ¡Soy tan feliz, deja que te cuente!
–No me gusta nada esa idea –refunfuñó–. No me gusta nada esa idea.
–¡No! ¡Esta vez es diferente! Soy su novia... Tengo pruebas: su dirección, su teléfono y sus últimas palabras: te espero, te espero, vuelve rápido, rápido... ¿No son eso pruebas?
Se encogió de hombros y dio media vuelta en la cama replicando: no tengo hambre, déjame dormir...
–Pero tengo que contárselo a alguien –protesté–, si no voy a morir asfixiada. ¡Es demasiada felicidad! ¡Necesito compartirla!
–Ah, no... ¡Nada de chantajes! –advirtió.
Pero tenía los ojos abiertos y decidí deslizarme bajo las sábanas totalmente vestida.
–¿Leíste mi carta o, más bien, las palabras que te escribí y dejé a Khourram, el vendedor de periódicos?
Sacudió la cabeza sobre la almohada.
–¿Es que se llama Khourram?
–Dejémoslo... Entonces te las repito, te pido perdón por haberte ofendido... No lo volveré a hacer, te lo prometo...
–Has sido mala, muy mala...
–Lo sé. ¿Me perdonas? ¿Quieres un poco de café?
–Te perdono, pero no quiero café...
Se incorporó sobre las almohadas, abrió y cerró los ojos como un conejo asustado y declaró que no quería saber nada, nada en absoluto... Además, nos vamos esta noche y no doy un centavo por este amor vuestro, cada uno a un lado del océano... Se rascó el hombro y se estremeció sacudido por un escalofrío. Su torso frágil, casi lampiño, parecía una mancha blanca entre las sábanas rosas de Bonnie y se lo cubrió con gesto rápido como si sufriera al verse expuesto medio desnudo.
–¡Pues voy a volver para vivir con él! Vamos a vivir juntos en su gran loft abandonado, en la parte baja de la ciudad, en los muelles mugrientos del West Side. ¿Te acuerdas del Café Pastis donde tomamos un café al volver de la estatua de la Libertad? Pues vive justo enfrente, en un antiguo garaje transformado en loft. Ahí es donde viviré a partir de ahora, esas son mis señas de novia...
Se enderezó de golpe y me miró, sorprendido. Se llevó la mano al hombro y clavó las uñas en su piel, dejando largas marcas de arañazos. Repitió el gesto varias veces señalando que no podía creerlo, que no podía creerlo...
–Sí, sí. Lo hemos decidido los dos. Por fin hemos hablado... Ha hablado sin parar y ha estado muy bien, Virgile, muy bien... ¿Quieres que te diga un secreto? Creo que me quiere y creo que yo también le quiero. Es más, estoy segura... Soy tan feliz, Virgile, tan feliz...
–¿Vas a venir a vivir aquí? –preguntó con ojos desorbitados, envuelto en la sábana rosada.
–Sí... y tú podrás venir a vernos cuando quieras... ¿Estás contento? ¡Tendrás casa en Nueva York!
–No me lo creo, no me lo creo... –repetía como atontado–. ¿Y dónde dices que vive?
–Enfrente del Café Pastis, prácticamente en los muelles... Llueve dentro de su apartamento y, en las paredes, la pintura desconchada dibuja grandes mapas geográficos. Solo con pasar un dedo sobre ellos puedes viajar, viajar...
–Enfrente del Café Pastis... Ahí es donde vive... –coreaba rascándose el hombro.
–¡Ahí es donde vamos a vivir! ¡Oh, Virgile! ¡Virgile!
–¿Y yo? –chilló súbitamente–. ¿Y yo? ¿Se te ha ocurrido pensar en mí?
Soltó un grito horrible, un alarido de bestia herida, las primeras notas de la melopea que deja escapar cuando se cree protegido bajo la ducha.
Toda mi alegría reciente se desvaneció.
–Por supuesto..., tú vendrás a vernos... como antes..., como cuando estábamos los tres... ¿Recuerdas?
–Por supuesto que no... El amor no se vive a tres bandas, lo sabes perfectamente. ¡No hay sitio para mí en esta historia!
–Por supuesto que sí... Yo te haré un sitio.
–Por supuesto que no... ¡No! –repetía obstinado–. ¡No! –decía casi gritando, prolongando su lamento–. Ni hablar.
Su mano izquierda volvió a posarse sobre el hombro para continuar arañándose. Le agarré por la muñeca, le inmovilicé, él se soltó con gesto brusco y siguió arañándose la piel suave de su hombro.
–¡Oh, Virgile, por favor!
Su mirada me atravesó sin verme, me convirtió en fantasma.
–No me lo creo, no me lo creo –repetía como en un mal sueño.
–Pues así es... ¡Y es de verdad, Virgile! Mírame. Está escrito aquí..., sobre mi frente, sobre mi boca, sobre todo mi cuerpo. ¿Quieres que te lo demuestre, que me ponga a bailar? ¡Le quiero, Virgile! ¡Le quiero! ¡Y él también me quiere! ¡La vida es bella! ¡La vida es bella!
–Hasta el día en que tenga que recogerte, jadeante, con la mano agarrada a tu brazo izquierdo, gimiendo: me encuentro mal, me encuentro mal... Tuve que correr hasta el teléfono, correr hasta el taxi, correr hasta urgencias donde te deposité medio muerta. ¿Acaso lo has olvidado?
Sus ojos giraron hacia un lado, sus dedos se clavaron en la piel suave de su hombro, arañando y arañando sin descanso. La sangre brotó. Solté un grito de pavor que pareció despertarle y su mirada cayó sobre mí, examinándome como si fuera la primera vez que me veía. Le tendí la mano, le hablé suavemente: cálmate, Virgile, cálmate. Pero él retrocedió, enloquecido. Se soltó y se enroscó en la sábana como una momia viviente.
–¡Virgile..., por favor!
–Eres idiota –gritó–, nunca aprenderás. ¡Te odio!
Se dejaba llevar por su rabia, se regocijaba en ella, se revolcaba en ella. Le miré espantada. Le escuché vociferar. Gritaba solo inmerso en su drama, alimentándose de rabia.
–Él se marcha y regresa. Se marcha y regresa. ¡Y tú siempre lo aceptas! ¿Te has olvidado del día que se marchó? El señor Mathias estaba cansado... El señor Mathias se aburría. El señor Mathias lleva viviendo solo desde los quince años. El señor Mathias no quiere ni novia ni esposa ni niños. El señor Mathias tiene treinta y seis años y jamás ha compartido un trozo de vida, una pena, una emoción con ningún alma viviente. El señor Mathias miente cuando dice que te quiere... El señor Mathias solo quiere recuperarte. Reparar su amor propio que tú pisoteaste.
–¡Para, Virgile, para! ¡Eso no es verdad! ¡Y deja de rascarte así! ¡Estás sangrando! ¿No lo ves? ¡Estás sangrando!
No me escuchaba y continuaba, cada vez más pálido, con la cantinela de su rabia.
–Vas a volver a sufrir y yo volveré a sufrir al verte sufrir. No quiero tener que revivirlo nunca más. ¡Ya no me quedan fuerzas! ¡No te dejaré hacerlo, te lo impediré!
–¡Oh! Virgile... Algo mágico sucedió ayer por la noche entre nosotros. Un ángel descendió y extendió sus alas sobre nuestras almas atormentadas e hicimos las paces.
Dio un salto fuera de la cama y se metió en el cuarto de baño, cerrando la puerta con llave. Murmuraba: no puedo creerlo, no puedo creerlo...
–Virgile –grité–, Virgile, escúchame.
–¿Y dónde está en este momento? ¿Es que no se atreve a enfrentarse conmigo? ¿A pedirme tu mano?
–No tiene que pedirte mi mano. ¡Estás loco, Virgile!
–Claro que sí... Ese es el pacto que hicimos una noche, los dos, en mi despacho... Vino a buscarme a mi estudio. Quería saber si tú lo habías olvidado por otro hombre. Se sentía humillado por haber sido sustituido tan rápidamente... No te traicioné. No le dije nada. Le advertí: no te acerques más a ella o, al menos, consúltamelo antes... para que extienda mis alas, para que la prepare, la proteja, le dé fuerzas para hacerte frente... Yo soy tu ángel guardián, soy yo a quien convocas cuando te conviene. ¡Y ya ves, ha olvidado su promesa! No es un hombre de fiar. Siempre estarás guerreando con ese hombre. La guerra que llevas dentro de ti...
Me dejé caer contra la puerta, desconcertada. ¿Quién mentía? ¿Virgile, Mathias o yo?
–¿Sigue atascado el lavabo? –pregunté.
–El lavabo está siempre atascado –respondió sombrío.
–Walter va a venir a desatascarlo...
Ya no supe qué más decir. Ahí estaba yo, arrodillada frente a la puerta de un cuarto de baño. Tratando de hablar con la puerta de un cuarto de baño, de estrellar mi recién adquirida fe contra una puerta de cuarto de baño cerrada con llave. Es culpa mía, no tendría que haberte dejado sola, farfullaba Virgile con voz ahogada. Creí que estabas curada... Tú no tienes nada que ver, Virgile... Lo que no funciona en mí está solo en mí, incrustado dentro de mí. Tú no eres responsable... Yo soy la única responsable. Y debo aprender a dominarlo o me dominará toda la vida... Pero él continuaba refunfuñando: nunca habría debido, no habría debido...
Después ya no escuché nada más.
Después solo se oyó el ruido de un hombre bajo la ducha. El ruido de otro hombre bajo la ducha. El ruido de un hombre que sale de la ducha, se afeita, se da pequeños cachetes en la cara con la loción para después del afeitado. El ruido de un hombre que sale del cuarto de baño, resopla, va al dormitorio...
Me aparté, le dejé pasar...
Su hombro seguía sangrando y manchó la camisa blanca arrugada que se puso equivocándose con los botones.
Se vistió retorciéndose bajo la toalla de baño, como esos niños que se sonrojan por que les vean desnudos en la piscina. Me ignoró. Yo seguía en silencio. No tenía nada más que decir. Había vertido su veneno en mi boca de comulgante. Se agitaba, repetía: no puedo creerlo, no puedo creerlo.
Buscaba su cazadora marrón. Se la señalé con el dedo sobre el sofá rosa. Se la puso retirando con gesto nervioso su largo flequillo oscuro que caía una y otra vez sobre sus ojos. Guardó en el bolsillo el billete de avión, el pasaporte, sus dólares. Metió en su maleta negra, apenas deshecha, sus cosas de aseo. Su mirada dio un rodeo para no encontrarse con la mía.
–¿Adónde vas? –le pregunté, tirada sobre la moqueta.
–Tengo que despedirme...
–¿Despedirte? –articulé.
–Sí, despedirme... –repitió.
–Nos vamos esta noche... ¿No lo habrás olvidado?
–Nos encontraremos en el aeropuerto...
–En el aeropuerto –coreé como una imbécil.
Recogió su maleta y abrió la puerta.
La puerta chasqueó al cerrarse. Se había marchado.
Luego, lo recuerdo bien, llamaron a la puerta y corrí a la entrada para abrirla de par en par, dispuesta a lanzarme sobre Virgile, a decirle te quiero, quiero tus mentiras, los sueños que inventas, la casa que diseñas en el Midi, el pequeño manantial que fluye solo para nosotros, los arbustos de monte bajo que vas a podar, a ordenar, el jardín que vas a inventar, quiero los viajes que no hemos hecho, quiero a Tahití, a Cuba, quiero todo lo que inventas por mí... Quiero tus brazos que no saben abrazar, tu boca que no me da besos, quiero tu mugido de bestia herida, tu lengua de idiota que cuelga, el mechón de tus cabellos que te oculta...
Era Walter con un pequeño maletín negro lleno de herramientas de fontanero. Walter y su resplandeciente dentadura que venía para arreglar el lavabo del cuarto de baño.
Ahora, dijo, enséñeme el cuerpo del delito...
Le conduje al cuarto de baño. Se arrodilló resoplando bajo el mueble del lavabo, comprobó con sus dedos nudosos de dónde venía el atasco de las tuberías y soltó un silbido, sentencioso: hay un buen tapón, hay que desatornillarlo todo, vaciarlo todo, limpiarlo todo...
Se quitó la gorra, la chaqueta, se deslizó bajo el mueble del lavabo y me pidió que le pasara las herramientas una a una. ¿Se ha vuelto a ir su amigo?, preguntó, sin aliento, sudando, todo colorado por el esfuerzo de desatornillar la junta del lavabo.
–Sí –contesté–, no para de ir y venir...
–Debería tener más cuidado con sus relaciones. Le sorprendí discutiendo acaloradamente con Carmine. No paraba de sacar billetes y más billetes de su bolsillo... Debía de estar comprándole alguna cosa. Pero ¿el qué? Eso no lo sé. Me cae bien Carmine, ya lo sabe, pero se dedica a extraños trapicheos. Su sueldo de portero no le llega para vivir como él pretende, y sospecho que frecuenta a los paquistaníes de la tienda a la vuelta de la esquina... que trafican con todo: armas, drogas, cámaras, qué sé yo. Páseme la llave inglesa.
–¿Cuál es? –pregunté ante las numerosas tenazas, llaves, destornilladores, alineados en su maletín.
–Esa que tiene un mango rojo y largo...
Se la tendí. Ahora desapareció casi por entero bajo el lavabo y solo se escuchaba su voz que murmuraba: ¡esto es una auténtica porquería! ¿Cuánto tiempo hace que no se limpia?
–No lo sé... Habría que preguntárselo a Bonnie.
–Desde que se casó, Bonnie Mailer no se interesa demasiado por su apartamento. ¡Vaya colección más variopinta hay aquí! Es lo que pensaba... Es el sifón el que está atascado. Habrá que desenroscar el racor para vaciarlo... Páseme la llave doble, la de acero, la grande...
Busqué con la mirada entre su colección de herramientas, la encontré y la puse en su mano abierta, tendida hacia mí.
–Hay trozos de kleenex, de algodón, de pelo, el tapón de una pasta de dientes... ¡Es asqueroso! ¡Por eso no se vaciaba! Había que meter los dedos... ¡Y por supuesto no podemos contar con Carmine para hacerlo! Ese va a acabar teniendo problemas. Ya se lo he advertido, pero no me escucha. Piensa que soy un viejo estúpido... ¡Tal vez tenga razón! Vaya a buscar una bolsa de plástico para que pueda vaciar toda esta mierda.
Regresé con una bolsa del supermercado D’Agostino verde y blanca y se la tendí, agachándome. Extrajo una especie de papilla negra, pegajosa que me entregó y que metí asqueada en la bolsa de plástico.
–¡Ah! No es un bonito espectáculo... ¡Nada bonito! Pero, a partir de ahora, se vaciará como los rápidos del Gran Cañón. Podrá lavarse los dientes sin problema.
–Me marcho esta noche...
–¡Ah! Bueno..., entonces los que vengan. De todas formas había que vaciarlo, los nuevos también habrían protestado. ¡Al precio al que se alquilan aquí los apartamentos! ¿Regresa a París?
–Me marcho pero vuelvo... Voy a vivir con mi novio en la parte baja de la ciudad...
–Ya iba siendo hora de que usted también se casara. Primero Bonnie, luego usted... Yo las conocí solteras y alocadas. ¡Eran otros tiempos! También yo era más joven. Me hago viejo, y vaciar sifones no es un trabajo para mí. ¡Lo hago por ser usted!
Salió de debajo del lavabo, se incorporó, se frotó los riñones y se secó la frente. Sonrió y le di las gracias.
–Entonces su amigo, el que vivía aquí, ¿no es el mismo al que llama novio?
–No, Walter...
Estaba en mangas de camisa, sentado en el borde de la bañera. Resoplaba como una vieja morsa agotada por el esfuerzo.
–Me hago viejo... Ya no entiendo nada de la vida de hoy en día. Hace casi cincuenta años que estoy casado con la misma mujer. Vamos a celebrarlo la semana que viene... Así que todas esas historias de Bonnie y de usted no me parecen nada serias.
–Pero esta vez sí es en serio, muy en serio, Walter...
–Qué bien, mucho mejor. ¡Ya era hora!
Se levantó apoyándose en el lavabo, recuperó su chaqueta, su gorra y cerró su maletín después de haber colocado cuidadosamente todas las herramientas y haberlas contado dos veces.
–¡Y no se olvide de decirle a su amigo que desconfíe de Carmine!
–No lo olvidaré, Walter, prometido...
Cuando llegó al quicio de la puerta, se volvió y me preguntó preocupado: ¿no se drogará su amigo? Porque esos paquistaníes trafican con todo, ya sabe. ¡Absolutamente con todo! Mientras haya dinero que embolsarse, los escrúpulos no les detienen.
Estuve a punto de contestar que no, que Virgile no se drogaba pero, entonces, me contuve avergonzada. ¿Qué sabía yo de Virgile?
–No se preocupe, Walter, nos vamos esta noche. Ya no corre ningún peligro.
–Pueden pasar muchas cosas de aquí a esta noche. ¡Échele un ojo si es que es su amigo!
Se lo prometí y se marchó para guardar su maletín de fontanero en su local y volver a su puesto detrás del mostrador.
–Walter –grité súbitamente–, Walter.
Se dio la vuelta.
–Tengo muchas cajas que tirar, ¿dónde las pongo?
–¿Hay botellas o cristal?
–No, no es más que papel, fotos, recortes de periódico...
–Hay unos cubos grandes en el cuarto de las basuras, encontrará todo lo que necesite..., pero hay que hacer la selección.
Hacer la selección, tirar mis viejas cajas, todo mi pasado.
Esperar a que Mathias llame.
Esperar a que Virgile se reúna conmigo en el aeropuerto.
Hacer las maletas.
Subirme al avión y volver aquí.
Volver.