Al día siguiente, a las ocho y media de la mañana, abandoné la caja con los recuerdos, el magnetofón, la voz de Louise y me dispuse a apostarme en la esquina de la calle 58 y Broadway.
Enfrente del Café Cosmic.
Los mismos hombres de gris que entran y salen apresurados, sujetando su cubilete, los gigantescos mensajeros que se saltan la dirección prohibida de la calle con sus bicis, las mujeres ceñidas en oscuros trajes de chaqueta, los labios como pompas de jabón, el pecho abombado y redondo...
Y yo que acecho avergonzada, aplastando mi cuerpo contra la decoración para que no sea demasiado visible y se funda en el anonimato.
El despertador ha sonado a las siete y tres minutos. Mi cuerpo ha saltado de la cama, impaciente por meterse bajo la ducha, por lavarse los dientes de cuclillas al pie de los grifos, por lavarse el pelo, por hacer brillar la piel, la sonrisa, el hueco detrás de las orejas, el hueco bajo los brazos, los codos, las rodillas, las muñecas y el envés, por ponerse desodorante, embadurnarse con crema perfumada, ¿y qué más? ¡Deja de ponerte guapa para él!
Es imposible de controlar. Mi cuerpo reclama la espera, el placer, el esfuerzo, la espuma en las venas. Saliva con la sola idea de encontrar al hombre que no cede nunca y disfruta ante la perspectiva de librar una nueva batalla.
Un poco más...
Por favor...
Ayer por la noche, para tranquilizarlo, le dije que iríamos, que mañana a las ocho y media iríamos a la esquina de Broadway, te lo prometo, ahora déjame en paz. Recé para que el despertador se olvidara de sonar, para que el sueño lo fulminara o para que una lluvia negra nos impidiera salir.
Fue durante la comedia musical Mamma mia, en la que me aburrí como una ostra. Virgile había regresado de su paseo, blandiendo dos butacas que había obtenido después de una hora de cola en Times Square, bajo un calor húmedo y pegajoso. El espectáculo había comenzado con un elenco que actuaba torpemente y cantaba lo justo, en medio de decorados chillones que se suponía que representaban un pueblo griego, turco, cretense o chipriota, ¡qué más da! Las mujeres con pestañas postizas que casi barrían la escena, los macarras maquillados para parecer mediterráneos, con pelos en el torso y en la nariz. Virgile meneaba la cabeza, encantado, y repetía por lo bajo los éxitos del grupo Abba mientras que yo, furiosa al constatar, una vez más, que si bien la compañía era profesional y aplicada, no trasmitía ninguna emoción, intentaba descifrar la hora de mi reloj en la oscuridad. Una corriente de aire acondicionado resbalaba por mi nuca, congelando mis hombros y mi cuello, y mi vecino, un fofo elefante todo colorado, se retorcía en su asiento, demostrando su entusiasmo con ruidosos empellones en el reposabrazos, haciéndome sobresaltar con cada sacudida. Su rodilla derecha seguía el compás de la música, golpeando la mía, eructaba un simple «sorry, ma’am» para, inmediatamente después, continuar como si nada mientras yo me contorsionaba en el reducido espacio de mi asiento tratando de separarme de él. Entonces comentaba en voz alta con su mujer los recuerdos que guardaba de esas viejas canciones de los años setenta, ella le rebatía las fechas, los lugares, el intercambio del primer beso en un autocine, el cucurucho de palomitas que se había volcado, y si era él o ella quien había tenido razón. No dejaron de discutir en ningún momento ni yo de intentar escrutar mi reloj. Solo Virgile, inclinado hacia delante, dispuesto a saltar sobre el escenario, se agitaba en su asiento.
El tiempo se alargaba transformándome en un sombrío témpano. Fue entonces cuando mi cuerpo aprovechó para hostigarme. ¿Qué es lo que te pasa? No digas que «nada», poniendo una sonrisa educada que decaerá rápidamente en una triste mueca. ¡Sé perfectamente lo que tienes! ¡Languideces, languideces por él...! ¡Has removido las huellas del pasado toda la tarde, te has sumido encantada en la nostalgia, mientras un presente aterrador te guiña el ojo a la vuelta de una esquina! Sueñas con pasar tus brazos alrededor de sus hombros, con tu boca contra la suya, con esperar a que te dé el primer beso, el primer asalto y te suelte la orden de seguirle a través del desconcierto que va a inventar. ¿Soy malvado? ¿Insisto y te atormento? Pues es por tu bien, ¿sabes? Tú no eres como esas mujeres que se echan atrás, tú saltas siempre hacia lo desconocido... ¡Y presumes de ello! ¿Quieres cartas, palabras? Tengo todo lo que te hace falta. ¡No escribía mal tu Mathias! Acuérdate de las líneas que te envió en un aniversario junto con un ramo de flores que olía tan fuerte que te diste la vuelta pensando que él estaba detrás de ti en el apartamento. Tenías tanta impaciencia que desgarraste el sobre que contenía el mensaje del misterioso emisario, ansiosa por saber de quién se trataba. ¡Era imposible que fuera él! No era hombre de ramos de flores con notas cariñosas en su interior, y tampoco de los que susurraran confidencias. ¡La sola idea te hacía encogerte de hombros y estallar en una risa nerviosa!
Y sin embargo... Tenías tantas ganas de que fuera él que no pudiste esperar a abrir el sobre sin desgarrarlo.
Era de él.
¿Recuerdas las palabras que acompañaban a las flores?
«Tan solo bajo mi mirada te conviertes en la mujer que ahora contemplamos... Pero yo te he contemplado desde la primera vez que te vi, ese jueves por la noche, el primer día...».
Tú la leíste, la releíste y la volviste a leer, escuchando cómo las palabras se disolvían en ti una por una, sopesándolas, masticándolas, digiriéndolas, y fuiste a tumbarte sobre la cama, contemplando largamente el ramo de rosas rojas... ¡Sí, lo sé, uno no envía rosas rojas si está bien educado! Mathias no lo estaba, y por eso me gustaba. No quiero personas bien educadas en mi cama. ¿Entonces qué? Ríndete...
Fue entonces cuando prometí a mi cuerpo que iría.
Me acordaba muy bien de aquel jueves por la noche...
O, más bien, recordaba fragmentos sueltos, como destellos de escenas insignificantes, de entonaciones brutales y luego suaves, del olor a jabón fresco, de la piel que brilla insolente de salud, de las piezas del rompecabezas que, más tarde, tuve que acoplar para intentar comprender la irrupción de ese hombre en mi vida. ¿Por qué? ¿Por qué él? ¿Por qué ese hombre me había puesto en un peligro tan grande?
Él me esperaba en casa y yo llegaba tarde.
Habíamos quedado para que arreglara mi ordenador que se bloqueaba constantemente. Él había montado junto a un amigo una pequeña empresa encargada de reparar esas malditas máquinas que llevamos bajo el brazo sin saber nada de ellas. Una ciencia que se supone que todo el mundo debe poseer hoy en día y que da a los entendidos en informática un aire de superioridad a menudo irritante y, siempre, condescendiente. Había encontrado su número pegado en un parquímetro. Le llamé y pedí una cita. ¿Fue él quien contestó al teléfono? No lo creo. Él trabajaba por la tarde, de vez en cuando, cuando estaba en París y no tenía otra cosa que hacer. Quinientos francos la hora. Sin factura. Dinero de bandolero astuto. Cuatro empleados fijos sin contar a su socio y a él, los dos jefes. Una empresa que marchaba bien, cada uno dedicado a lo suyo. Había sido contratado por un banco americano encargado de invertir en Europa: París, Londres, Berlín, Milán, Madrid. Hablaba todos los idiomas y aprendía el chino en las horas muertas. No paraba de hacer preguntas, sobre cualquier cosa. Más tarde, entre risas, le propuse escribir un libro que se llamaría Las Preguntas de Mathias. Él reía y decía, con el candor de quienes saben que nunca les van a tomar por idiotas, que a la gente no le gusta hacer preguntas, tiene miedo de parecer inculta o estúpida, pero, si uno no pregunta, nunca se aprende, ¿no?
Esa noche, cuando abrí la puerta de mi apartamento, estaba sentado en mi escritorio delante del ordenador. El portero le había dejado entrar.
–Ya está, reparado, no era nada. Alguna maniobra equivocada que ha debido de hacer...
Me había contemplado, orgulloso de sí mismo. Yo estaba demasiado acelerada para mirarle detenidamente. Solo me acuerdo de su serena mirada azul, sin la menor arrogancia. Una seguridad tranquila aureolada por esa luz que emana de la fuerza interior, esa fuerza del que ha conquistado todo por sí mismo, sin padres, ni contactos, ni dinero.
Allí estábamos, cara a cara: él, hombre; yo, mujer.
Me observó soltar el bolso sobre un sillón, descolgar el teléfono que sonaba, colgar prometiendo llamar más tarde y dejarme caer en el pequeño sillón amarillo y verde frente al escritorio. Me observó como si me evaluara, me calibrara, me tallara.
–¿Así que no era nada?
–Una sencilla manipulación en menos de un minuto. ¡Ni siquiera voy a cobrársela!
Le di las gracias pero le dije que ni hablar, que se había desplazado y que...
–No se haga la educada... Soy yo quien decide y ya lo he decidido.
Él ordenaba, las cejas levantadas en acento circunflejo, unas cejas muy oscuras por encima de una mirada muy azul, muy brillante, de unas mejillas muy sonrosadas, unos pómulos afilados que anunciaban un apetito de carnicero ágil y astuto. Tenía un leve acento extranjero, una extraña forma de juntar las palabras, a veces de una forma ruda, casi rústica, de soltarlas unidas en una frase, lo que me hizo pensar de dónde sería. Sacudí la cabeza para resistir y pagarle lo que le debía, pero repitió en el mismo tono de antes que no admitía replica y que no me hiciera la fina. Y el destello rápido, ardiente, y luego frío de sus ojos, me convenció para no insistir. Tuve la impresión de que corría peligro.
–Tiene aquí muchos libros. ¿Los ha leído todos?
Esbocé una sonrisa culpable como si me hubiera pillado en un flagrante delito de ignorancia.
–No, no todos...
–Entonces, ¿por qué los compra? ¿Para que quede bonito? ¿Para leerlos cuando sea mayor delante de la chimenea? ¿Y si le pidiera que me aconsejara uno? No leo nunca. No tengo tiempo, pero sé que nunca estaré completo sin los libros... ¡Si uno quiere comprender la marcha del mundo es importante leer!
Aprecié que hubiera dicho eso. Levemente admirada, incluso. Este hombre no pierde su tiempo, me dije. Se precipita sobre todo aquello que le nutre, que puede llenar sus lagunas. Es voraz.
El primer libro que le di, esa noche, fue El guardián entre el centeno, de Salinger. No quise arriesgar. Lo leyó, me lo devolvió y se llevó otro: De ratones y hombres, de Steinbeck. Le iba bien ese libro. Lo había estado pensando antes de dárselo. «En inglés está bien –dijo–. No me gustan los libros traducidos...».
Adquirió la costumbre de venir a casa para que le prestara libros. Anotaba todos aquellos que ya había leído, y me hablaba largamente de ellos haciéndome preguntas que, a menudo, me hacían sonreír. ¿Cuántas páginas se necesitan para hacer un libro? ¿Le encargan un tema o lo elige usted? ¿Puede entregarlo cuando quiera o le imponen una fecha concreta? ¿Se ha quedado alguna vez bloqueada a medio camino y lo ha tirado todo? ¿Le gustan sus personajes o detesta a algunos? ¿Cómo hace si los detesta? ¿Cuando un autor dice «yo» es realmente autobiográfico? ¿Eso no le da miedo? ¿Me sacará algún día en uno de sus libros? Podría incluso utilizar mi nombre, le doy permiso... ¿Cómo hace con los personajes? ¿Cuántas horas escribe al día? ¿Por la mañana, por la tarde, por la noche? ¿Acompañada de música o sin ella? ¿Come mucho o se le quita el hambre? ¿Se pone nerviosa? ¿Responde al teléfono? ¿Es fatigoso? ¿Se gana dinero? ¿Cuánto? ¿Conoce algún escritor checo?
Yo farfullaba un nombre o dos, y luego me quedaba callada.
–¿Eso es todo? No es mucho. ¿Y por qué? ¿No siente curiosidad o es que no los considera importantes?
Me encogía de hombros, molesta, y protestaba, no se puede conocer todo, leer todo, saber todo. Es usted un poco pesado con tantas preguntas. ¿Acaso le hago yo lo mismo?
No hace que me ofenda, dijo. Y se quedó mudo.
Una noche...
Debió de ser dos meses después de nuestro primer encuentro...
El primer día de primavera... Los días se alargaban y adornaban la tarde con un ligero aire festivo que destilaba notas cálidas, un estremecimiento de cuerpos ávidos por mostrarse, por quitarse las pellizas de invierno. Él llevaba un viejo pantalón vaquero que le llegaba por encima de las caderas, una sudadera con capucha y unas viejas zapatillas de baloncesto deformadas cuya suela estaba medio desprendida, haciendo que pareciera un estudiante matriculado en su primer año de universidad. Acababa de pasar una semana en Nueva York, había desaparecido sin decir nada, para reaparecer... sin decir nada.
Esa noche de principios de primavera, mientras yo reía a carcajadas y le lanzaba una mirada altanera, una mirada ligeramente superior, impaciente y cansada de responder a esas preguntas infantiles, se ensombreció de pronto y ordenó, herido por mi reacción, con las cejas fruncidas y los ojos azules escondidos en su gruta: ¡no se burle de mí! Yo sé cosas que usted desconoce... ¡Me he educado a mí mismo y, lógicamente, tengo mis lagunas!
Me miró fijamente con tal intensidad, con tal rabia, que farfullé: pero si no es importante, tengo derecho a reírme, a burlarme un poco de usted... Me faltó muy poco para añadir: para darme más seguridad, para protegerme de una intrusión que temía, ¡después de todo estoy en mi casa!
Pero no lo dije. Habría sido capaz de largarse por la puerta y no regresar jamás. La huida estaba escrita en el más mínimo de sus gestos, en sus inflexiones, en la forma en que alzaba sorprendido sus cejas de terciopelo negro. Había adivinado, casi enseguida, que ese hombre vivía permanentemente con la mano sobre el picaporte. Y deseaba, sin saberlo realmente, sin formulármelo, deseaba que volviera... Esperaba sus visitas haciéndome la tonta, la atolondrada, transformándolo en objeto de deseo para subestimarlo, confesando a mis amigas: «Hay un hombre al que me gustaría tragarme de un bocado. Me intriga, me interesa. ¡No se parece a nadie!», pero rápidamente cambiaba de conversación como si, después de todo, no me preocupara demasiado, como si fuera solamente el pensamiento de una glotona ociosa, el apetito de un pájaro que no tiene nada que picotear en su nido.
Esa noche, él me contempló, tan serio y derrotado como un alumno al que su profesor acaba de amonestar injustamente, y estiré una mano para acariciarle la mejilla y disculparme por mi brutalidad, aunque la retiré rápidamente temiendo poner en evidencia mi deseo. No era ese deseo habitual que me volvía despreocupada, ligera y reina del mundo. Era un deseo pesado, latente, denso y amenazador. Presentía un encuentro que superaría la simple unión de dos cuerpos: el de dos almas que se reconocen, se sueldan como los gemelos arrancados el uno del otro en el nacimiento, se encarnan en dos pieles, dos bocas, veinte dedos, se funden, se abrazan, crepitan en haces de estrellas, se sueltan, se vuelven a juntar, ascienden como dos golondrinas que presienten la tormenta en una danza que da vértigo.
Tenía miedo. Miedo de dejarlo todo y abandonarme. De caer en el atolladero de antiguas heridas.
Él atrapó mi mano, y la posó de nuevo contra su mejilla, manteniéndola firme, midiéndome con la mirada, alargando el tiempo para llenarlo de importancia, de deliciosas amenazas, de largo placer, lento, casi inmóvil. Sentía la palma de mi mano fundirse con su piel. Nos espiábamos como dos enemigos dispuestos a librar batalla. El primero que se moviera perdía la partida.
No pestañeé y traté de sostener el azul gélido de su mirada, de resistir a la orden que ascendía desde el fondo de sus ojos habituados a vencer y a no entregar nada. Con el rostro inmóvil, la respiración rápida, el rubor instalándose en mis mejillas enfebrecidas, esperaba. Deseaba al menos que se rebajara a formular su petición. Un resto de orgullo me susurraba que no me rindiera tan rápido, que le complicara la tarea para que no dispusiera de mí con tanta facilidad en nuestros siguientes asaltos.
–Béseme...
No me moví. Era él quien debía dar el primer paso. Resistí, tratando de calmar la impaciencia de mi cuerpo que ya se había lanzado a su cuello y suplicaba: lléveme, lléveme.
Su mano se deslizó hasta recalar en mi nuca, buscando una posición adecuada para que no pudiera soltarme, y me atrajo hacia él, inclinándome completamente el torso para asegurarse de mi caída.
–Béseme...
Sacudí la cabeza para rechazar su presión, muda y ya consintiendo, porque sabía que mi cuerpo se había rendido desde mucho tiempo antes y esperaba, palpitante, recibir ese primer beso que aderezaba ya con toda la voluptuosidad.
–¿Tiene miedo?
Solté una pequeña risita de debutante que no ha besado jamás a un chico, que se debate, se defiende. Me enderecé y acerqué mi boca a su frente donde posé un ligero beso que significaba hagamos las paces, no me burlaré más de usted y, a cambio, permanezca a distancia. Déjeme un poco más de tiempo para no caer de golpe.
Recibió sin moverse mi beso de tramposa emocionada y mostró una pequeña sonrisa misteriosa que apenas asomaba a la comisura de sus labios.
–¿Por qué sonríe?
–Porque, ahora, lo sé...
–¿Qué sabe?
–Sé lo que quería saber...
Mi vocecita sensata me decía que me apartara, que no me metiera en la boca del lobo.
Esa noche, fue ella quien ganó. Pero fue la última vez...
La altanera y hambrienta petición que me había lanzado había dejado su huella, su lote de promesas febriles, y comencé a esperar, con el corazón palpitante, el día de nuestro próximo encuentro. Olfateaba la batalla, la llamaba con todo mi cuerpo y la rechazaba con toda mi razón.
Ya no tenía descanso.
Solo podía pensar en él.
Había ganado. Y él lo sabía. Se podía permitir tomarse todo el tiempo del mundo: le esperaba, amarrada al poste de esa voluptuosidad brevemente entrevista durante el espacio de una caricia en la mejilla y un beso en su frente sensible.
Esperaba siempre a Mathias.
Como ahora le espero, avergonzada y confusa, en la esquina de la calle 58. Sé lo que me aguarda y no estoy segura de querer retomar esa espera de la que él obtiene tanto provecho. Pero aquí estoy, en medio de hombres apresurados y de mujeres con el pecho ahuecado, zarandeada por desconocidos que caminan mirándose los pies, a las ocho y media de la mañana en Broadway. Estoy aquí y espero.
En una ocasión me preguntaron en un programa de televisión cuál era la palabra más erótica de la lengua francesa. Yo no lo dudé ni un segundo y prácticamente había gritado: ¡espera! Espera que me muestre, espera que te mire, espera que me adueñe de ti, espera que te deje acercarte a mí, espera a que te libere de esa espera...
Esperar... Imaginar todo lo que ese tiempo tan largo de espera va a aniquilar a continuación y el primer suspiro entrecortado y sorprendido de rendición que le sigue...
Esperar... Renunciar a la confianza ciega que proporciona la ofrenda incondicional del otro, la deliciosa relajación que sigue tras las primeras confesiones, las primeras confidencias, la sinceridad que se instala entonces entre dos cuerpos que yacen, tras hacer el amor, como dos buenos camaradas.
Mathias y yo no hemos sido nunca buenos camaradas.
Él quería saberlo todo de mí. Cuéntame, cuéntame todo lo referente a los hombres que me han antecedido, cuéntame cómo has llegado ahí, cuéntame para que aprenda contigo... Yo no he hecho más que trabajar y no sé nada... Él me transformaba en un mapa de carreteras que recorría, brújula en mano, sin jamás perder el norte ni la ruta que se había trazado y jurado seguir. Sabía prácticamente todo de mi vida, y yo no sabía prácticamente nada de la suya. Excepto algunos detalles que había conseguido arrancarle cuando, cansada de haber hablado tanto, me quedaba callada y exigía, a mi vez, saber algo y que me contaba, desconfiado, como si perteneciera a la policía secreta y fuera a meterle en la cárcel.
Una infancia en un pequeño apartamento de tres habitaciones en el séptimo piso de una torre de viviendas de protección oficial en una pequeña población checa, de la que no recordaba jamás el nombre a causa de la multitud de consonantes que se agrupaban alrededor de una sola vocal. Un padre taciturno que se negaba a inscribirse en el Partido Comunista y al que amenazaban de forma encubierta con no encontrar un lugar en la sociedad, una madre fatigada por la rutina que no le besaba nunca pero que se desgarraba la piel de las manos para servir a su hombre y a sus pequeños, dos hermanos que habían emigrado a Occidente con la esperanza de encontrar un porvenir mejor, un bonito coche alemán, rutilantes cuartos de baño, vacaciones en un mar color turquesa sobre unas playas de cocoteros, rascacielos, aviones que despegan en todas las direcciones, una billetera llena hasta estallar.
Había llegado a Francia a la edad de quince años, pertrechado con una beca y con su voluntad de integrarse en ese sistema capitalista que adornaba con todas sus cualidades: libertad, consumismo, individualismo, energía, sueños cumplidos. ¡Por fin libre! Y aunque se emocionaba al hablar de su abuelo, de la pequeña aldea alrededor del lago donde pasaba sus veranos, con los pies descalzos, pescando, tallando arcos, construyendo pequeñas presas, tendiendo trampas a los pájaros, bañándose en un enorme balde con la misma agua gris para todos, nunca se planteó regresar a vivir a su país.
Nunca, decían sus ojos decididos. Es la falta de esperanza la que empobrece a la gente, la que les esclaviza, repetía cuando le hacía hablar de su país. Sólido, concentrado, orgulloso de su fuerza –erigida como una fortaleza–, alegre, despreocupado, glotón, desconfiaba de la ternura, del abandono, de la peligrosa intimidad que permite al otro entrar en ti e instalarse.
Cuántas veces, enardecida por la armonía perfecta de nuestro abrazo, la blandura de nuestros dos cuerpos saciados y relajados, le murmuré: anda, háblame, dame un poco de tu alma. Cuántas veces había esgrimido su propósito de no recibir, mostrando una sordera total a mi pregunta, conformándose con mirarme con esos ojos azules misteriosos e ilegibles.
–Háblame, por favor, háblame...
–Te he... ¡Pides demasiado!
Y yo entendía: te conozco demasiado...
Golpeaba su pecho con mis puños, me enfurecía, le gritaba habla, dime algo. ¿En qué piensas? ¿Dónde estás en este momento? ¿En qué ausencia? ¿Quién es esa rival desconocida que, inexorablemente, te atrae hacia ella mientras yo creo tenerte atado a mí, encadenado por un placer que nos deja atontados?
Él se reía de mis arrebatos que sabía dominar con alguna ocurrencia o un leve beso que significaba detente, propiedad privada, prohibida la entrada.
Él, hombre; yo, mujer.
Y basta de intercambios entre nosotros.
O bien desviaba la conversación, haciéndome creer que la confesión se estaba acercando, llenando su silencio como un sobre sorpresa. Por ti descolgaría la luna, me prometió un día. Yo le escuché maravillada, esperando la confesión que le seguiría, esas tres pequeñas palabras que acechan todos los enamorados ávidos y que el amor vuelve estúpidos. Pero se calló y, al día siguiente, pegó en el techo de mi habitación una luna de papel que brillaba cuando se apagaba la luz. Yo la contemplaba, encantada, pero secretamente furiosa de su superchería que le había permitido librarse una vez más.
Habría cambiado la luna por esas tres pequeñas palabras.
Quería que las pronunciara en el silencio, como el Santísimo Sacramento, consagrando, con esas tres breves palabras idiotas, todas las victorias que acababa de acumular... Dándome un respiro para recuperar un poco ese poder que le entregaba con tanta facilidad y por el que me detestaba. Pero se escapaba con la agilidad de un saltimbanqui profesional.
Nunca se doblegaba, contentándose en el momento más álgido de su abandono, cuando se dejaba la vida encima de mí, cuando su voz se volvía temblorosa, entrecortada, dulce como una confesión..., contentándose simplemente con pronunciar mi nombre con tanta laxitud que yo me enderezaba azuzada por la esperanza, suspendida de sus labios, de su aliento de vencido, confiando en que esta vez iba a ganar y en que, al fin, pronunciaría esas palabras que, como un certificado de longevidad, grabaría en el techo de mi corazón.
Pero él se rehacía, me arrimaba con fuerza a él, soltaba un suspiro satisfecho y caía en un mutismo terco que me expulsaba lejos de él, lejos de la pared de cristal que nunca conseguía franquear.
De esta forma, caminábamos sobre el sendero de la guerra sin que él dejara caer sus lanzas mientras las mías enmohecían y se metamorfoseaban en inofensivas navajas, que él rechazaba de un simple manotazo.
No venía a verme, surgía de repente diciendo: «Soy yo, ya estoy aquí», mostrando con su voz un orgullo de propietario que me volvía rápidamente servil y sirviente, me despojaba de mi espera y me llevaba al dormitorio sin que hubiera tenido tiempo de protestar. Soy yo, ya estoy aquí, no trates de cambiarme. Soy yo, estoy aquí, olvídate de tus artimañas. Móntate a la amazona detrás de mí y atravesemos, una vez más, la frontera que convierte una banal historia de amor, entre dos cuerpos liberados, en una peligrosa expedición a la Tierra del Fuego. Y cuando, agotados por todo el amor recorrido, por todas las historias contadas tocándonos con los dedos, con los labios, con nuestro concienzudo aliento, él se dejaba caer a un lado y preguntaba: «¿No somos felices así?», con el entusiasmo y la saciedad de un depredador que ha limpiado bien su presa, yo asentía, despojada de todas mis preguntas, de todas mis tentativas de anexión, de todos mis filtros oscuros. Me decía: debe de amarme, ya que acabamos de volver de tan lejos juntos... Ya que hemos caído en el mismo precipicio y hemos salido con un solo aliento. Debe de amarme...
Me sentía calmada y renunciaba...
Renunciaba y era feliz. Llena y colmada del amor que creábamos y que me iluminaba, que hacía que todos los hombres se volvieran a mirarme por la calle, que prendía llamas de codicia a mi paso, alargaba mis piernas, mi talle, mi alegría de vivir, volvía melancólicas a mis mejores amigas, haciendo que sus amores parecieran pequeños y obsoletos.
Debería haber tenido la inteligencia de conformarme con esa felicidad.
Esa felicidad de vencida.
Pero me negaba a ser vencida y él intentaba por todos los medios seguir siendo el vencedor. Ninguno de nosotros quería ceder. Dos fieras encerradas en una jaula. Me metía en la jaula. Él entraba detrás. Y el combate comenzaba.
–¿Me quieres, dime, me quieres?
–¡Para ya, para ya de mendigar, he dicho que pares!
–¿Por qué no quieres decírmelo?
–Porque...
–Eso no es una respuesta.
–En cualquier caso es la mía.
–Dímelo...
–No...
–Dímelo, es importante para mí...
–No pienso decirlo porque te aprovecharías...
Es lo máximo que conseguí sacarle.
Me había enseñado tan bien lo que era la humildad que, ese mismo día, transformé su murmullo en una victoria deslumbrante, suficiente para tranquilizar mi impotencia para adjudicármela.
Juntos recorrimos las cuatro estaciones. Primavera, verano, otoño e invierno. Cada estación tuvo su color. Rosa fogoso de dos corazones que laten al unísono, el rojo ardiente de las grandes plegarias, naranja imitando al sol al ponerse en el mar, gris sucio del invierno con lágrimas de carbón.
Aparte de a Virgile, no conocía a ninguno de mis amigos, no se tomaba vacaciones, no tenía más que un ordenador, una minicadena de alta fidelidad, y era capaz de irse de un día para otro a Londres, Nueva York o Berlín el tiempo necesario para una misión, sin tener que enfrentarse a grandes problemas de intendencia. Su vida de nómada le impedía tener amigos. A veces hablaba de sus colegas, de breves y fugaces encuentros con mujeres, de efímeras relaciones que había interrumpido en cuanto ellas se mostraban posesivas y le exigían la llave de su apartamento, la promesa de unas vacaciones, de hijos.
Estaba advertida y me felicitaba por haber recorrido las cuatro estaciones con él. Las contaba con los dedos de mi mano y, para hacerlas más intensas, las medía por meses, por días... Sacaba a relucir una especie de orgullo, una fianza como la de un contrato de arrendamiento que sustituía, como buena negociante, por las palabras de amor que él no pronunciaba nunca. Pero tampoco podía evitar volver de nuevo a la carga.
Era más fuerte que yo.
En cuanto nuestros cuerpos se saciaban, las hostilidades regresaban. Háblame, le decía, háblame de ti y de mí, defínenos con palabras, con promesas, puesto que no estamos inscritos en ninguna parte fuera de aquí. El amor no es decir una palabra cariñosa todos los días, respondía, el amor no se expresa, se vive. Y si estoy contigo es porque he aceptado amarte de esta forma. Es la única que conozco. No me importa nada que me digas te quiero o no me lo digas. No son más que palabras. Me cuesta un esfuerzo enorme seguir contigo, ni siquiera eres consciente de la cantidad de veces que me hieres o me humillas, no somos iguales y, si no fueras lo que eres, me habría marchado ya hace mucho tiempo...
–¡Pues bien, vete! –replicaba soltándome de él, volviendo a mi lado de la cama.
–Si lo deseas me marcharé..., ¿lo deseas? –preguntaba seguro de sí mismo, seguro de que diría que no–. Escucha, tengo la costumbre de hacer lo que quiero y, si la gente no lo aprecia, les mando a paseo. Sin embargo, en ocasiones hay personas como tú por las que estoy dispuesto a volverme menos libre, pero no quiero darlo todo porque corro el riesgo de quemarme las alas si, finalmente, esto acaba mal...
–Entonces ¿tienes miedo? –le preguntaba triunfante.
–No tengo miedo, he aprendido. Déjalo, te digo, déjalo... Vamos a perdernos si continúas por ahí... Estamos viviendo una historia tan hermosa como un rincón y...
–¡No se dice hermosa como un rincón!
–¡Me importa un bledo! Me has entendido perfectamente.
Estaba advertida, pero aun así continuaba...
Hasta aquel fin de semana de febrero en el que el frío lanzó un último asalto helado y húmedo obligándonos a permanecer en casa, protegidos del asqueroso tiempo del exterior y del asqueroso tiempo de nuestro humor cada vez más negro, cada vez más callado, encerrados entre cuatro paredes que conocíamos de memoria a fuerza de descifrarlas, por no poder descifrar al otro.
La luna reía solitaria por encima de nuestras cabezas y lanzaba sobre nuestros cuerpos su polvo de Vía Láctea como un remedio casero para apaciguarnos.
Ese fin de semana, Mathias volvía de Londres, donde estaba trabajando desde hacía dos meses, lleno de curiosidad por descubrir ese otro universo, el de los negocios brutales y codiciosos que el espíritu francés se jacta de despreciar. Y, sin embargo, decía vacilante y preocupado, ese mundo existe... Dirige el planeta.
Él era checo, francés e inglés. Y estaba perdido. Su brújula giraba enloquecida. Pensaba en su abuelo, en sus escasos ahorros de toda una vida, en el gran lago helado donde pescaba con él, en el aislamiento de su padre, en los amigos que se habían quedado allí y que no podían soñar sin la ayuda del Estado. Pensaba en su liceo francés, en todas las bonitas ideas de igualdad y solidaridad que le habían enseñado.
Pensaba en los estudios superiores que había acumulado para demostrar que un pequeño inmigrante checo sin un céntimo encima podía vencer a las sólidas cabezas francesas con sus mismas reglas. En todas las pequeñas chapuzas que había tenido que hacer antes de enfundarse un traje de banquero... Él era el resultado de toda esa variopinta educación... y ya no sabía cuál era la buena.
Cogía el Eurostar como si se tratara del metro de París. Me contaba, como un aplicado observador, todas las reflexiones que se le ocurrían al ver a esos pequeños traders que solo pensaban en amasar oro, cada vez en mayor cantidad, y que pasaban las noches en blanco delante del ordenador esperando la apertura de la Bolsa de Tokio o la Bolsa de Nueva York. Decía que no quería convertirse en uno de ellos. Y me relataba la historia de un hombre que, mientras su mujer daba a luz y le llamaban del hospital diciéndole que se diera prisa, que el niño estaba a punto de nacer, que tenía el cordón anudado alrededor del cuello y corría peligro de morir estrangulado, ¿quiere que salvemos al niño o a la madre?, permaneció delante de la pantalla siguiendo los últimos movimientos de una transacción que él mismo había comenzado unas horas antes y que podía reportarle grandes ganancias. Mathias le había contemplado horrorizado, como a un doble al que no quería parecerse, y me aseguraba que nunca, nunca sería como él.
Yo dejaría la pantalla parpadeando de cifras si mi mujer estuviera dando a luz...
Si mi mujer corriera el menor peligro...
Si mi mujer me llamara...
Y yo, dolida por el cuidado y la atención que prestaba a una desconocida que no existía, porque nunca, nunca jamás, habíamos hablado de niños, del futuro o de construir una casa, asentía sin palabras.
Me encerraba en mí misma, le dejaba divagar sobre el porvenir del mundo que se preparaba, sobre el papel que iba a representar, pero no le escuchaba. Y, mientras él continuaba inventando ese mundo en el que reconciliaría beneficios y humanidad, yo rumiaba, obstinada, sabiendo que en ese mundo no había sitio para mí; que no formaba parte de sus proyectos de hombre constructor.
Permanecía muda y le dejaba hablar, acunando ese nuevo dolor, agrandándolo, nutriéndolo con todos los demás abandonos de los que le echaba la culpa, como una contable escrupulosa anotando todas sus escapatorias.
Cada uno en «su» esquina de la cama. Cada uno en «su» territorio, igual que dos jefes indios de tribus enemigas, escuchando los minutos desfilar en pesados segundos, haciendo balance de todo ese tiempo dedicado a enfrentarse mutuamente o a dejarse llevar sin palabras, sin gestos, sin artificios, por el único lenguaje que nos quedaba, el de nuestros cuerpos que trataban de hacer las paces a pesar nuestro... Intentando, una vez más, seducirnos con el polvo blanco del camino hasta la frontera y levantarlo en nubes turbias, en espejismos de dilatado placer.
Pero ni siquiera nuestros cuerpos sabían ya hablarse... Habían perdido el gusto por el juego, el gusto por la espera infinita. Se entrechocaban, se empujaban hasta el límite, descuidando el placer que exige tomarse todo el tiempo que sea necesario. Reproducían en silencio la batalla de palabras que yo siempre perdía.
Mathias había dejado de hacerme el amor. Me hacía callar. Acumulaba contra mí todas sus fuerzas masculinas, sus brazos que me aplastaban, sus golpes que recibía como otras tantas muestras de su impotencia para amordazarme. Cállate, cállate, es lo que entendía en las bofetadas que me hacían estallar los tímpanos y levantar los codos para protegerme...
No podía callarme.
Y él me golpeaba... para parodiar la impotencia en la que habíamos caído.
Y así...
Esa noche de febrero, bajo la pálida luna de la habitación, para romper el silencio que se erigía entre nosotros ocupando todo el espacio, convirtiéndose en un pesado y amenazante intruso, froté mis brazos desnudos con la absurda esperanza de que me escucharía, se acercaría, me estrecharía contra él para calentarme en esa fría jornada de invierno azotada por la lluvia que golpeaba en la calle, rebotaba en las aceras y arañaba los cristales. Una música de tempestad urbana que acompañaba nuestra imparable deriva.
Pero él no se movió y, en su lugar, alargó la mano hacia el mando a distancia y encendió rápidamente la televisión situada sobre la cómoda frente a la cama. Un videoclip de una cantante con cuerpo de sirena y boca de anguila centelleó en la pantalla. Mathias se recostó contra las almohadas, aliviado de poder escapar de la escena que amenazaba con desencadenarse, y fingió interesarse por esa rubia de plástico que se meneaba dando alaridos, contoneándose, pavoneándose de su magnífico cuerpo.
La detesté de inmediato por acaparar toda su atención. Refunfuñé entre dientes, tachándola de producto comercial insípido, de impostora escandalosa. ¿Desde cuándo hace falta estar moldeada en un cuerpo perfecto para ser cantante? ¿Qué es lo que se valora ahora, la voz o los centímetros de las caderas y los senos? Con ese criterio Édith Piaf habría sido relegada al rango de una simple corista.
Ya ni siquiera necesitábamos las palabras para pelear. El silencio se encargaba de eso. Bastaba con una mirada irritada, un brazo que se apartaba cuando se rozaba con el del otro, una ceja que se alzaba impaciente, un gesto torcido de la boca provocado por una sutil exasperación, para que retomáramos rápidamente las hostilidades. Habíamos aprendido ese lenguaje. La lengua de los sordomudos en el amor, y la hablábamos con soltura sin haberla estudiado nunca.
Yo le espiaba tras mis pestañas entornadas. Espiaba cada centímetro de su cuerpo que se retraía, que se negaba a reiniciar el eterno diálogo, que subrayaba vengativo la distancia entre nosotros. Adivinaba la impaciencia que se acrecentaba, la fuerza brutal que ascendía en su interior, dispuesta a rechazarme si acercaba mi mano o posaba mi cabeza en su hombro, las ganas de levantarse y salir dando un portazo. Mi locura por poseerlo por entero, por cobrar mis dividendos, había traspasado sus límites y solo podía constatar que el tan temido final estaba a punto de llegar.
Porque eso, al menos, podía decidirlo...
Así que para sacar algo en limpio del juego, para al menos terminar con el orgullo de haberlo planeado todo, solté estas míseras palabras que, ni por un momento, pensé que pudieran ser verdad... o que fuera a tomarlas en serio y no detectara en ellas una última llamada de socorro, una última súplica de mujer enamorada y mendicante.
–Lo dejo, Mathias, lo dejo. No puedo más... Tenemos que separarnos. Ya no me reconozco. No me gusta en lo que tú me conviertes...
Hablé demasiado, como esas personas débiles que deseosas de convencer multiplican sus frases.
Y como permanecía silencioso con los ojos clavados en la pantalla, donde otra imbécil, moldeada a la perfección, se contoneaba lanzando sus anatemas furiosos, continué obstinada: ya no tenemos nada que hacer juntos... Tú no me quieres bien. Me das miedo cuando me pegas así... ¡Si supieras los tesoros de los que te privas! ¿Quieres mi derrota? Te la ofrezco, me retiro...
Esperaba que, en un último impulso de amor, de vínculos tejidos tras doce meses de voluptuosidad, se rindiera. Que farfullara deja de acosarme, tómame como soy, vuelvo siempre a ti porque te amo aunque no te lo diga...
Y me habría rendido. Habría replegado mis armas y mis batallas bajo la dulzura de sus ojos enamorados y falsos.
Él ni siquiera se molestó en discutir. Escuchó, se quedó un largo momento sentado en el borde de la cama dándome la espalda, encerrando en esa espalda, en un mudo silencio, una última confrontación en la que yo no tenía ni arte ni parte, ni siquiera una palabra que decir. Contemplé esa espalda y me dispuse a esperar. Murmuré habla, Mathias, habla, por favor...
Se levantó, recogió sus cosas poniendo atención en no dejarse nada tras él, y se marchó.
De espaldas. Sin darse la vuelta.
–¡Mathias! –grité a mi pesar, atrapándole en el rellano.
–¿Sí?
Se volvió. Su mirada fría y gélida parecía surgir del fondo de un abismo.
–Mathias...
–¿Qué más quieres?
Me quedé callada. Había abusado de las palabras haciendo que perdieran su sentido.
Él me miró desolado pero inflexible. Y pronunció las terribles palabras.
–No lo entiendes... No entiendes que lo que amas en mí es, precisamente, lo que te niego...
Y bajó rápidamente la escalera dejándome tal desasosiego en el alma y los sentidos que me quedé petrificada, escuchando el ruido atropellado de sus pasos que resonaban, como otros tantos golpes, marcando el final de nuestra historia.
Volví a la habitación. Apagué la televisión. Contemplé la luna que sonreía desde el techo, que me decía con un guiño del ojo, con un esbozo de sonrisa, él no tiene la culpa, lo sabes...
Estaba demasiado alta para que pudiera cerrarle el pico.
Y, además, había dicho la verdad y lo sabía.
Me acosté bajo su luz blanca que iluminaba mi habitación y le hablé como a una amiga distante, pero afectuosa, que seguía desde hace un año nuestros embates, nuestras batallas, mis exigencias, sus huidas. Dime, ¿has conocido a muchas mujeres como yo que piden la luna con la condición de que no se la den? ¿Has conocido a muchas mujeres que se empeñen en destruir precisamente ese encantamiento que las ha seducido?
La luna no respondía, pero su resplandor lechoso envolvió la habitación con un vapor blanco que, si bien no me libró del malestar que me agarrotaba el vientre, me tranquilizó como una caricia insuflada desde el cielo, y caí en un profundo sueño.
No volví a tener noticias de Mathias hasta aquel día del pasado junio, hace ya un año, en el que, de paso por París, me llamó por teléfono para invitarme a tomar un café al otro lado de la ciudad. Soy yo, estoy aquí, reúnete conmigo en la Puerta de las Lilas...
Un café sin luna para acercarnos, sin cama en la que acostar nuestros cuerpos que habrían saltado el uno sobre el otro, un café silencioso en el que continuamos nuestro enfrentamiento.
Él, hombre; yo, mujer.
Yo inventando mentiras que profería deseando herirle, él, sentado y desolado, tratando de acomodar su enorme cuerpo en la silla de plástico para amortiguar mis torpes navajazos.
Tendría que haber sabido que le estaba mintiendo.
Que perdía todas mis fuerzas en cuanto su carne se alejaba...
Que esperaba, como con nuestro primer beso, a que diera el primer paso para entregar mi orgullo...
Mientras que yo debía de haber comprendido que él no era de esos hombres que se entregan.
Nos separamos despidiéndonos con un beso en cada mejilla, como dos falsos hermanos.
Y aquí estoy, un año después, al acecho, delante de otro café y dispuesta a pronunciar, por fin, todas las palabras que no le dije aquel día.
Mi cuerpo suspira, son las nueve y media, no va a venir. Habrá que volver mañana, pasado mañana, seguir viniendo hasta que aparezca y pueda proclamar mi confesión.
Vuelve a casa de Bonnie, murmura la vocecita sensata.
No, rechaza mi cuerpo. Tengo una idea: voy a escribirle una nota y dejarla en el mostrador del Café Cosmic. La verá al comprar su café solo y el donut, la leerá y regresará para que nos veamos. ¡Estoy segura! Estoy segura de mí.
¿Tú crees? ¿De verdad lo crees?
Saqué mi cuaderno, arranqué una hoja y, de pie en una esquina de la calle 58 y Broadway, escribí a Mathias: estoy en Nueva York en casa de Bonnie, aquí está mi teléfono...
¿Qué más le digo?, me pregunto.
Llámame, ha ordenado mi cuerpo, te espero, te espero, te espero... Tres veces «te espero». ¿Tienes ganas de que venga? ¡Entonces déjate de cursilerías!
Escribí bajo su dictado y luego entré en la cafetería. Una atractiva rubia detrás de la caja parecía dominar el local, mientras leía un guión que reposaba en sus rodillas. La hora punta había pasado y el establecimiento estaba vacío. Inventé una historia de amantes perdidos en la gran ciudad que no tenían más que ese punto de encuentro, esa dirección, para reencontrarse. Me escuchó encantada de ser la cómplice de una bella historia de amor y me pasó un sobre blanco en el que escribí con letras grandes: MATHIAS. No lo cerré para demostrarle que confiaba en ella, que formaba parte del complot, y pude leer en sus ojos su reconocimiento. Cogió el sobre con sus dedos de largas y cuidadas uñas y lo depositó entre el borde del mostrador y la caja para estar segura de que no se caía. Luego me deseó buena suerte mientras repetía: it’s so exciting, so exciting... ¿Es guapo? ¿Qué edad tiene? ¿Es rubio o moreno? ¡Oh!, it’s so romantic, only French people can do that...[7]
Le di las gracias. Me sirvió un café diciéndome que era gratis, un regalo de la casa, y me habló de su novio que vivía en Kentucky y al que echaba mucho de menos. Nos llamamos todos los días, ¿sabe?
–¿Y por qué están separados?
–Porque quiero ser actriz... y no puedes convertirte en actriz en Kentucky.
Voy a esperar un año y, si no triunfo, volveré allí, a su granja, como Marilyn en Bus Stop, ¿conoce esa película? Es mi película preferida de Marilyn, y mi novio es como el enamorado de Marilyn, Beauregard... Es un nombre francés, ¿no?... ¿Qué quiere decir?
Le explico que beau quiere decir «guapo» y regard, «mirada».
Me escucha atenta y concluye: eso es precisamente, él es guapo y me mira... Dice que soy su ángel. Bebe cerveza, lleva botas de vaquero y no se le da demasiado bien hablar. Me atrae contra él, me acaricia, me da grandes palmetazos en la espalda, revuelve mi pelo, pero sé que me quiere y que me espera allá lejos. Tal vez sea ese el motivo por el que no me esfuerzo demasiado en convertirme en actriz... Me lo digo a menudo.
Hace una mueca de actriz en ciernes, una mueca ensayada.
–Hago lo mismo que muchas otras, me presento a todo, me digo que es el último año, que después volveré a Kentucky..., pero siempre termino en la cola para conseguir un pequeño papel en Broadway o en algún anuncio publicitario. ¡Lo que sea con tal de que me vean! ¡Que se fijen mí! Canto, bailo, hago cursos de teatro... Todo eso cuesta dinero, ¿sabe? Y, además, hay que pagar el alquiler. Vivimos cuatro en un pequeño estudio. Para ensayar tranquila leo el guión aquí... Un pequeño papel en una serie de la NBC, una breve aparición que me ayude a pagar la factura que debo en la farmacia a causa de una antigua angina que no consigo curarme porque no tengo el suficiente dinero para comprar medicamentos. ¿Ir al médico? ¡Eso cuesta demasiado! Está claro que en Kentucky él sabría cómo curarme... ¡Cada vez que toso por teléfono se pone como loco! ¿Sabe lo que hago? ¡Tomo una buena cucharada de jarabe antes de llamarle! ¡Porque sería capaz de presentarse aquí para llevarme! So romantic, so romantic...
Suelta un suspiro, pasa una bayeta por el mostrador, donde yo he dejado mi café. En sus ojos puedo leer la nostalgia por Kentucky, por su vaquero grande y torpe que sabe domar a las bestias, contarlas, marcarlas, incluso puede que atraparlas a lazo...
Recuerdo cuando atravesé Kentucky con Simon. Veníamos de Charleston e íbamos a Nashville. Fue una noche que nos perdimos porque interpreté mal el mapa de carreteras y acabamos durmiendo en un rancho. Habíamos bebido un café insípido en tazas de latón blanco, comido costillas medio crudas con judías y ketchup, y dormido en una cabaña de troncos escuchando el aullido lejano de los lobos. Era la estación en que se marcaba a las reses y habíamos estado viendo cómo lo hacían los vaqueros y respirando el olor de la carne que chisporroteaba cada vez que el hierro al rojo vivo marcaba la piel y el animal se retorcía como un muelle antes de liberarse, furioso, por el cercado, galopando entre frenéticas coces, enviando terrones de tierra por el aire que caían como gruesos trozos pardos y secos, sacudiendo el espinazo para intentar desprenderse del infame número. Los vaqueros tenían que salir en grupos de tres o cuatro para conseguir tumbarlo en el suelo. Nos preguntaban: ¿dónde está París?, ¿en qué país? ¿Dónde está Francia? ¿Es grande? ¿Está lejos de Inglaterra? ¿Qué se come en Francia? ¿Se bebe cerveza? ¿Hace bueno? ¿Hay rodeos? Y las francesas, ¿son rubias?
Respondíamos divertidos mientras Simon se echaba gotas en la nariz. Había cogido frío en la cabaña de troncos y temía que una neumonía pudiera fulminarle en ese agujero perdido de Kentucky. Aquí saben cuidar mejor a las bestias que a los hombres, decía retorciendo su larga nariz congestionada. Ni siquiera había protestado por haberse visto desviado de su ruta y acabar en una granja embarrada en vez de en el Grand Ole Opry[8] de Nashville. Había resoplado: ¡es genial, parece que estuviéramos en una película! ¡Nunca lo hubiéramos visto si no te hubieras equivocado con el mapa!
Simon...
Cada vez que pienso en él siento un vacío en el costado.
Un día, Mathias me había preguntado: ¿y si vuelve y te pide que te vayas con él? Yo no había dudado ni un segundo: me marcharía con él, eso seguro, me marcharía con él. Pero... no volverá. Lo había perdido. Para siempre. Mathias me había lanzado su mirada desde el abismo de sus ojos. Es el único hombre al que he amado, añadí para justificarme.
Había aprendido a quererme junto a Simon. Y, una vez que este desapareció, tuve que volver a aprender todo, completamente sola. Como una principiante. Esa es la verdadera soledad: encontrarse sola y aprender a quererse, avanzar por la vida sin nadie que te anime, sin más aplausos que aquellos que uno se concede en el terrible silencio de un cara a cara con tu alma.
Cuando se ha aprendido a quererse entre dos, es duro tener que quererse sola.
Contemplo a la aspirante a actriz que también se ha trasladado hasta Kentucky, con el guión abierto sobre sus rodillas, y le pregunto su nombre. Candy, contesta.
–Gracias, Candy, ya volveré a tomar un café con usted... Mientras tanto espero poder verla en televisión.
Me guiña alegremente un ojo y se echa el paño al hombro con la energía de la esposa de un vaquero que se afana delante del horno mientras espera a su hombre.
–Téngame al corriente, ¿de acuerdo? Por si le llama. ¿Qué le parece si intercambiamos nuestros números de teléfono? ¡Y no le quepa duda de que me fijaré bien en él cuando lea la carta! No lo dude... Le haré hablar. ¿A su amigo le gusta hablar?
–Oh, no... ¡Le va a costar mucho!
–Déjeme hacer. Confíe en mí. Con los hombres hay que ser paciente, no pedirles nada, hacerse la insignificante y, así, te lo dan todo. Es un truco que aprendemos en Kentucky...
–¡Debería irme allí una temporada!
Se ríe y me amenaza con el dedo.
–Porque si da golpecitos impacientes con el pie, si les exige, entonces se cierran en banda y ya no se les saca nada. Los hombres desconfían de las mujeres. ¡Menos el mío! Pero los que veo por aquí están todos en guardia. ¡Y las mujeres avanzan como tanques de guerra!
Suspira, se pone un poco de carmín en los labios. Nunca se sabe..., tal vez pase por aquí algún productor... y posa una larga mirada maternal sobre mí.
–¿Le gusta la guerra? Se complica demasiado la vida. No veo qué interés puede tener estar sola en la vida. El amor es lo mejor que hay, ¿no cree?
Se me ocurren muchas preguntas que hacerle a Candy. Me instalaría gustosa en su mostrador para rehacer el mundo de los hombres y las mujeres. Pero nuevos hombres de gris entran en el local, pidiendo sus cafés sin apenas interrumpir su conversación, y Candy garabatea las comandas.
–Gracias, Candy, me ha ayudado mucho hablar con usted...
–Si puedo servirla de algo en esta ciudad... Porque en ocasiones me pongo a pensar qué hago yo aquí...
La tranquilizo, le hago un pequeño gesto con la mano y salgo, contemplando una última vez la calle por si Mathias estuviera paseando.
Al acercarme a casa de Bonnie, advierto al vendedor de periódicos que me llama desde detrás de su mostrador. He-apartado-el-New York Times-para-ti, no-lo-has-cogido-esta-mañana... He-hecho-muchos-progresos-con-el-pasado-compuesto... ¿Me entiendes? Pero... hay algo que no comprendo de mi libro...
Me tiende un libro de francés y me muestra, con su dedo moreno de uña abombada y rosada, la frase que le intriga: «Ese pez no nada nada». ¿Cómo lo pronuncias? ¿Qué quiere decir?
Se lo traduzco y le explico que es un juego de palabras, una de esas rarezas de nuestra fonética. Entonces le pregunto por qué se empeña en aprender una lengua que cada vez hablan menos personas en todo el mundo. Durante un breve instante, parece dudar si revelarlo o no, pero sus ojos brillan con tal fuerza que espero, confiada, a que continúe.
Es por Juliette Binoche, esa gran actriz francesa vuestra. Fui a verla, ¿se dice así? Fui a verla al teatro cuando actuaba aquí, en Broadway. Una clienta me regaló una entrada, trabajaba en el espectáculo y esa noche estaba impedida, ¿se dice así? Voy, la escucho, la miro y me quedo enamorado de ella. Demasiada emoción. Me hizo elevarme. Era mágica. Vibraba. No actuaba, vibraba. Enviaba círculos concéntricos a su alrededor y me atrapó en uno de ellos. Me encerró para siempre. No se parece en nada a las actrices americanas. Es una mujer auténtica, de carne y hueso. Me gustaría acercarme a ella... ¿Sabes que cuando estuvo en Nueva York vivía muy cerca de aquí y vino muchas veces a comprar el periódico...? Me quedé tan emocionado, ¿se dice así?, al verla delante de mí que no pude ni hablarle. Entonces decidí, ¿se dice así?, aprender francés... Es muy frustrante vuestra lengua. Uno cree conocerla y siempre hay una excepción que te hace sentir estúpido. Es frustrante...
Pienso en Mathias. Nunca me había parecido necesario aprender más que una o dos palabras del checo. ¿Para qué sirve el checo? Para nada, le decía y añadía: ¡ese es el motivo por el que has aprendido tantos idiomas! Me burlaba, despreocupada y feliz por recuperar un poco de terreno sobre él. Y cada vez que nos mostraba a Virgile y a mí, orgulloso como un próspero vendedor de concesionario, algún coche de fabricación checa por las calles de París, un Skoda, me echaba a reír y le decía que siempre era el mismo coche que daba vueltas para engañarnos y apoyar su campaña de publicidad. Denigraba su automóvil, preguntándole si tenía volante. ¿Y cuántas ruedas? ¿Vienen de serie o son un extra? Y para arrancar, ¿hace falta manivela?
Él se encerraba en sí mismo, su mirada azul se tornaba furiosa, y permanecía silencioso y hostil hasta que me colgaba de su brazo y murmuraba alegre: era solo para divertirnos, Mathias, era para divertirnos. ¡Qué nos importan los coches! No puedo evitarlo, es frustrante..., decía también él. Es frustrante...
Tenía mucho que aprender.
De Candy y del vendedor de periódicos...
En el vestíbulo del edificio me cruzo con la anciana del décimo piso que me grita «Feliz domingo» igual que todos los días de la semana. Su vida se detuvo un domingo. Desde entonces, como un disco rayado, va deseando un buen domingo a todo el mundo. Está sentada en el sofá de la entrada y contempla pasar a la gente, con las manos modestamente posadas sobre las rodillas. Es su pasatiempo. Walter me hace un signo indicándome que la puerta del apartamento está abierta. No hace falta que saque mis llaves.
Virgile está en la ducha rugiendo su canto de bestia herida. Su melopea se eleva y se extiende por el apartamento como un prolongado y lúgubre lamento.
Recordándome...
A los lobos hambrientos de Kentucky...
A un hombre partido... en dos por el dolor.
A Quasimodo rugiendo su amor imposible por Esmeralda a la que jamás tocará.
Su canto me hiela la sangre. No me acostumbro. Le escucho entre temblores, imagino los mil tormentos de un hombre desangrado vivo. ¿Qué sufrimiento oculto renace en ese grito torturado? ¿Qué sufrimiento oculto le impide franquear el umbral del primer encuentro y le deja, tembloroso, deseoso de huir, en el umbral de la puerta?
Queda café frío en la mesa del salón y me sirvo una taza esperando que el canto termine y que salga fresco y renovado del cuarto de baño.
Finalmente aparece con el volumen de la Odisea en la mano.
–He encontrado un pasaje para ti, mi amor. Es Agamenón el que habla... Escucha con atención, escucha a Agamenón sermoneando a Ulises: «¡Jamás seas benévolo con tu mujer ni le reveles todas tus intenciones! Antes bien, particípale unas cosas y ocúltale otras. Es preciso el abandono pero también el secreto... ¡Pues ya no hay que fiarse de las mujeres!». «Es preciso el abandono pero también el secreto». Eso me recuerda a alguien, a mí... ¿Y a ti?
–Es muy fácil... ¡Es muy fácil hacer hablar a un viejo estúpido de la Antigüedad! ¿Y tú? ¿Dónde has estado esta noche? No has dormido aquí...
–He tenido un encuentro muy bello esta noche, mi amor... En un bar...
Hace una pirueta, feliz, con la gracia de un corcel alado que regresa de la caza.
–¿Un encuentro que te ha retenido toda la noche? No te he visto esta mañana en la gran cama de Bonnie...
–Un bello encuentro... Hemos caminado, hablado, intercambiado miradas, un largo beso..., un muy largo beso... He utilizado todo mi inglés, ya no me queda nada...
Sonríe y abre las manos como un turista desvalijado.
–¿Y vais a volver a veros? –pregunto, sabiendo de antemano la respuesta, pero respetando el juego establecido entre nosotros, el ritmo que él ha impuesto parodiando la prosa del viejo Homero.
Adopta un aire asustado, retrocede y frunce el ceño.
–No lo sé... Ya veré... Tengo su número de teléfono... El recuerdo de una noche divina... Un largo beso por las calles de Nueva York, en la esquina de Houston y la calle Spring...
–Yo sí lo sé... Vas a vivir tu deseo como un soñador despierto, lo iluminarás, lo degustarás hasta que se apague y un nuevo encuentro lo reavive.
–¡Eres malvada!
–No soy malvada, soy una gran conocedora de ti. Tú eres mi única ciencia humana. ¡No me contradigas!
–¿Quieres que te recaliente el café frío y te traiga un bollo?
–No... Ya he desayunado en Broadway esta mañana...
–¿Así que has regresado? Descubres que él está en Nueva York y no me lo cuentas. ¡Me lo ocultas todo! ¿Es que no confías en mí? No me quieres...
–¡Oh, sí! Es precisamente por eso por lo que he guardado silencio...
–Pasea por las calles de Nueva York y tú vas detrás de él, arrastrándote... ¡Ya solo piensas en él!
–Le he visto, es cierto, pero él a mí no... Está aquí, en Nueva York. ¡Oh, Virgile! ¿Qué voy a hacer?
Virgile no puede responder, lo sé muy bien. He reflexionado en voz alta delante de él. Le he mostrado mi impotencia como una gran vela blanca para ver si se hincha de un soplo victorioso y me lleva hacia una orilla más feliz.
–Lo encontré por casualidad ayer por la mañana, al acudir a mi cita con Joan. Estaba mordiendo con todas sus fuerzas un donut azucarado.
–¿Acaso quieres volver a empezar? –pregunta tembloroso, como si su vida se derrumbara–. Entonces me abandonarás, me despedirás como a un simple criado...
En sus ojos se ilumina un destello malvado. Un destello de bestia herida que va a atacar. Ha dejado de ser mi amigo. Me da miedo. No conozco a este hombre que se llama Virgile y que, dándose la vuelta, me lanza un gélido rayo de odio, me aísla, me descuartiza, me tira a la basura. Estoy muerta de miedo y grito para volver a atraerlo a mi lado.
–¡No te he abandonado nunca! Recuérdalo, vivíamos los tres juntos. A todas partes donde íbamos, venías con nosotros. Mi cabeza se deslizaba de su duro hombro a las dulces confidencias que te decía al oído. Siempre te hacíamos un hueco, siempre. Vivíamos los tres juntos y, si Mathias y yo conseguimos pasar las cuatro estaciones, fue en parte gracias a ti... Tú eras nuestro reposo, nuestro respiro, alejabas de nosotros el relámpago que nos amenazaba, apartabas las tormentas, nos tratabas como a niños desnaturalizados y locos... Siempre me acogías..., me dabas fuerza y paciencia para que volviera a encerrarlo entre mis redes...
–Él no es un hombre que pueda pescarse como un vulgar pececito... ¡Te lo he dicho a menudo! ¡No te fíes! –dice sonriendo, la mirada todavía afilada con un filo mortal.
–¡Oh, Virgile...! ¡Soy tan débil cuando tengo a ese hombre delante!
Y el silencio cae sobre mi confesión de mortal encadenada.
Nos quedamos mirándonos a la cara. El rayo de odio ha abandonado su mirada y sus ojos se desvían hacia un lado. ¿Lo habré soñado? Virgile me asusta. Ya no es mi amigo...
Siempre íbamos a descansar cerca de él. Era la fuente en la que nos refrescábamos cuando habíamos agotado el oscuro amor mudo. Mathias quería a Virgile y le había concedido inmediatamente un lugar sagrado. Aprendo mucho con él, me decía encantado, y no me pide nada, ¿no te has dado cuenta? Siempre ofrece. ¡Qué tipo tan extraño! Le machacaba a preguntas y Virgile reía con buen humor, trataba de suavizarle, de quitarle su dureza, de pulirle sin ofenderle jamás.
Virgile observaba a ese ogro venido de un horizonte lejano y a la vez tan cercano, que se sentaba en la mesa allí por donde pasaba, y reclamaba vituallas, viajes, cuadros, películas, paisajes. Virgile se los ofrecía, contento de saciar su enorme apetito. Y yo los contemplaba, emocionada por la amistad que unía a esos dos hombres de los que no podía prescindir.
Mathias, Virgile y yo.
Salíamos a explorar las calles de París, las calles de Bruselas, las calles de Berlín, los tres juntos. Virgile decía: ¿y si nos vamos a ver esa exposición de Bacon en Berlín? ¿Las fiestas del carnaval de Venecia? ¿Los ferrocarriles en Minervois? ¿Las casas de Gaudí en Barcelona? ¿El sol naranja poniéndose en el mar? Seguíamos a Virgile a todas partes donde nos llevaba, deseosos de distraernos, felices de espiarnos, de degustarnos con los ojos. Y cuando, en un café, la mano de Mathias se apoderaba de la mía, y su mirada se posaba, dura y pesada, sobre mí, Virgile se retiraba, diciendo: «me iréee a echar una pequeña siesta, a leer un libro o dos», dejando que Mathias y yo volviéramos a nuestra habitación.
Cuando íbamos a una fiesta lo hacíamos los tres juntos.
¿A comprar zapatillas deportivas? Los tres.
¿A ver una película iraní? Los tres.
¿A degustar quesos de cabra? Los tres.
¿A broncearse en una playa de piedras? Los tres.
¿A escuchar a Morcheeba en La Cigale? Los tres.
¿A probar una nueva pasta de dientes? Los tres.
¿Ver la serie de Oz o Ally McBeal en la televisión? Los tres.
Viajábamos los tres. Virgile en el asiento trasero con los mapas de carreteras, las guías, los termos de café; Mathias al volante y yo encargada de la música y de la calefacción.
Leíamos los tres a la vez. Remolcando a Mathias que, a veces, necesitaba consultar el diccionario.
Inventábamos la vida para tres. Y Mathias se convertía en el gran tesorero... Yo compraré la calle de la Paix y la Concordia, transformaré el hotel Crillon en un cine gigante, y la Concordia en el plató de un estudio... Seré el gerente, tú la acomodadora y tú el programador. ¡Yo no quiero ser acomodadora!, protestaba. Serás acomodadora y llevarás un bonito vestido muy corto. Y yo te haré el amor en todos los rincones oscuros... O, si lo prefieres, escribirás los guiones que Virgile rodará en blanco y negro como las viejas películas de cine mudo. Podríamos relanzar el género del cine mudo... ¿Tú qué crees, Virgile?
Virgile daba saltos y repetía: «La vida es bella», cine mudo, ¿por qué no? ¿Por qué no? O quizá una comedia musical con ángeles de la guarda, ángeles demoníacos, ángeles glotones, ángeles holgazanes y, en la tierra, los pobres mortales gobernados por los ángeles... Un día, un ángel disipado regresa a la tierra y abre un casino en el que todos los ingresos están destinados a servir a las obras de Dios... Excepto que, una vez que ha ganado una fortuna, pierde el sentido de lo divino y se convierte en mafioso...
No he soñado todo eso. Son hechos. Tengo fotos, billetes de tren, postales para probarlo.
Le relato las palabras escritas con mi gran lápiz, le hablo del Café Cosmic, de Candy y su complicidad.
–¿De modo que vas a permanecer encerrada en este apartamento hasta que te llame y te dé una cita? –pregunta, sin mirarme.
Asiento con la cabeza, muda.
–Adiós a los paseos por la Quinta Avenida... Adiós a los largos trayectos a pie hasta la estatua de la Libertad. Adiós a los descubrimientos que señalamos a la vez con el dedo. Te retiras de la tierna amistad para enfrentarte al Amor... Por lo que parece es la costumbre. Me rindo, pero te pongo una condición a ese encierro. Te doy tres días para esperarlo. Si, al cabo de esos tres días, no ha dado señales de vida, te tenderé la mano, dócil cautiva, y volveremos a recorrer la ciudad que no duerme jamás.
Tiende la mano hacia mí, me apodero de ella, la sacudo una y otra vez con tal entusiasmo que acabamos los dos en un pugilato feliz. ¿Me quieres?, le pregunto para borrar la inquietud que me ha asaltado. Te amo con todas mis fuerzas, me responde. ¿No te he hecho daño?, le pregunto entonces. Me gusta todo lo que viene de ti, ya lo sabes... ¿Soy bella? ¿Lo suficientemente bella para que él vuelva a aceptarme si se lo suplico? Eres magnífica...