En casa, Virgile ha sacado la tabla de planchar y ha extendido sobre ella una camisa de rayas verdes, azules y anaranjadas que alisa cuidadosamente antes de pasar la plancha. Al salir de la ducha se ha anudado una toalla roja alrededor de la cintura y sus cabellos castaños, todavía mojados, chorrean por su grácil nuca.
Ha puesto la cadena CBS-FM en la radio (¿se la habrá recomendado Walter o la habrá encontrado él solo?) y se prepara para planchar mientras berrea un viejo éxito de Tom Jones. Se contorsiona con la música, totalmente concentrado en el delicado hombro de la manga, allí donde la plancha no pasa fácilmente, allí donde hay complicados pliegues que no hay que aplastar. What’s new Pussycat, wou, wou, wou, Pussycat, Pussycat, I love you, yes I do... Imita la voz grave y cálida del cantante e icono sexual, y se cimbrea como un fan de primera fila. Eso da lugar a un extraño baile doméstico, la danza de un meticuloso papú de interior alrededor de una tabla de planchar temblorosa que amenaza con desplomarse en cualquier instante.
–Al sacar la tabla y la plancha de la parte de arriba de la estantería he tirado sin querer una caja con cartas y sobres, mi amor –masculla entre dos compases–. Una gruesa caja de cartón muy abultada que parecía a punto de estallar como una calabaza demasiado madura. Eso te obligará a ordenar, wou-ou-ou-ou y, mientras tanto, yo saldré a pasearme por Broadway, a ver una comedia musical o dos, ya que no te gustan las canciones en el escenario y no me queda más remedio que ir solo como un alma en pena-ena-ena. Si encuentro dos entradas para Mamma mia, amor de mi vida, ¿vendrías esta tarde conmigo? Es la sensación de la temporada, todo el mundo habla de ella, wou-ou-ou-wou, trata de la vida del grupo Abba, ¿te acuerdas? «The winner takes it all...».[4] Estaría bien ir, ¿no? Y después nos tomaríamos un perrito caliente en uno de esos carritos ambulantes que llenan la acera con el vapor de las salchichas y del chucrut ácido. Yo convocaría la lluvia y los dos bailaríamos bajo un gran paraguas azul...
No digo ni que sí ni que no. Le miro fijamente y toda la pena de ese principio de mañana se evapora. Para fijar la tabla de planchar, ha colocado el primer tomo de la Ilíada que está leyendo por tercera vez y del cual me recita algunos pasajes. Nada es mejor que la música sagrada de estos textos antiguos, proclama con ojos levantados hacia el cielo y el incienso en la boca, acabas por memorizarlos como un estribillo, los cantas, los bailas, te dejas llevar... Sus versos te levantan el ánimo, prenden la llama, la munición para cazar las palabras y las ideas. Escucha las palabras de Homero, escucha:
«Así clamó vertiendo lágrimas, y su venerable madre le oyó desde el fondo de los abismos marinos, donde descansaba sentada al lado de su anciano padre, e inmediatamente emergió de la blanquecina mar como una nube; se sentó frente a su lloroso hijo y, acariciándole la mano, le habló de esta manera, llamándole por todos sus nombres: hijo mío, ¿por qué lloras? ¿Qué dolor aflige tu corazón? Habla, no me ocultes tus pensamientos, para que ambos sepamos la causa de tu pena. Con un profundo gemido, Aquiles, el de los pies ligeros, contestó: ya lo sabes. ¿De qué sirve decirte lo que ya conoces?».
La Ilíada, canto I, añade doctamente... Aquiles tiene miedo de librar la batalla y llama a su madre para que le reconforte. ¿Comprendes lo frágil que es el hombre ante el asalto? Tú sueles olvidarlo demasiado a menudo, amor de mi vida, tú le pides demasiado y le perdonas muy poco... ¿Te has levantado pronto esta mañana? ¿Has visto a tu amiga? ¿Ha ido bien?
Se ve obligado a mantener los ojos sobre la manga de su camisa. Saca una lengua aplicada y pasa la plancha por las partes arrugadas, alzándose, él también, sobre la punta de los pies. Mascullo que sí, que ha estado bien, ¿me enseñarás a planchar? Yo plancharé por ti, amor de mi vida, yo seré tu sirviente, tu mayordomo, tu cocinero, tu guardaespaldas, con un ojo en el gatillo y otro en tu bienestar. Ha llamado Bonnie, quería saber cuándo puede venir la asistenta... Dime, ¿por qué alquila este apartamento? Es increíblemente práctico. ¿No podría conservarlo para nuestro disfrute ya que es tan rica?
Virgile se ha criado en Marsella y alarga todas las «es». Nuestro disfruteee. Bonnieee. Cuando hay un rayo de sol, Virgile se broncea con atravesar la calle. Solo tiene treinta años, pero tiene previsto retirarse a Marsella cuando se jubile. Con cuarenta años justos, cuando se haya vuelto viejo y arrugado. Entonces, ¿yo qué soy?, ¿una manzana vieja tal vez? No, tú eres mi sol, mi beldad eterna, el tiempo te esquiva, ha comprendido que era necesario conservarte para que puedas narrar historias, eres su compañera de viaje, has hecho un pacto con él... Como Homero con Ulises.
Deberías ir a dar un paseo en vez de planchar, hace muy buen día esta mañana. No me ha quedado más remedio, ya no tenía nada que ponerme y quería estar guapo... Te he dejado la caja que se ha caído sobre la cama... ¿Estás segura de que no quieres que te ayude? No, prefiero quedarme aquí... ¿Completamenteee sola? Sí, completamente sola... ¿Por qué no me cuentas qué te pasa, estás triste, te han empujado esta mañana? ¿Alguien te ha hecho daño? ¿Alguien que yo conozca? ¿Algún bárbaro que encontrabas atractivo? Mantiene los ojos fijos sobre los pliegues de su manga, pero puedo sentir su ánimo alejarse aleteando para encontrar por la ciudad el cuchillo que, desde hace un rato, está clavado en mi corazón.
Virgile no calcula. Ofrece sin rodeos todo su amor en una bandeja, en pleno día. No tiene miedo de quererme, me lo repite todo el tiempo, en todos los tonos, cantando, silbando, esbozando un paso de baile, jugando a propinarme puñetazos. Y cuando grito: «¡Auch! ¡Me haces daño!», gruñe: «Pero es porque te quiero, ya lo sabes, lo sabes, ¿no?», y yo me quedo asombrada por esa afilada lanza de guerrero que permanece vigilante a mi lado.
No tengo ganas de hablar, solo de aprovecharme de esa felicidad caída del cielo azul: Virgile que plancha mientras berrea un viejo éxito de Tom Jones... Ya se lo contaré esta tarde o puede que no le cuente nada.
Se beberá una gran Coca-Cola helada en el bar de la calle Broome, con sus labios cerrándose sobre la pajita, porque es mejor con paja, así se tarda más tiempo, las burbujas suben hasta la nariz sin estallar por el camino...
Ya veré...
Virgile no me da más que felicidad. Nunca me hace daño. Sé que contándole mi inopinado encuentro con Mathias voy a hacer descarrilar el disco de Tom Jones; que la tabla de planchar se desplomará porque no podrá evitar apoyarse en ella para recuperar el aliento. Se quemará, o bien quemará la bonita camisa multicolor. Y ni siquiera todos los dioses del Olimpo inclinados sobre su tormento podrán impedirlo.
A menudo lo que yo vivo es demasiado violento para Virgile.
A menudo lo que yo vivo es demasiado violento hasta para mí...
Pero me rehago o, más bien, finjo que lo hago y, a fuerza de fingir, me repongo. No siempre con el suficiente aplomo, sino un poco anquilosada y llena de moratones, pero he aprendido a callar aquello que hace demasiado daño.
A Virgile tampoco le gusta explayarse. Es una especie de elegante acuerdo tácito entre nosotros. No nos gustan los cantantes de tristezas que relatan sus tormentos a cada paso para hacerse los importantes y recoger los cumplidos. Preferimos jugárnosla con valentía y en silencio. Pero me basta con estudiar el recorrido de la plancha sobre la camisa arrugada, para percibir que no está concentrado al cien por cien. Zigzaguea, se demora, aplasta los pliegues. Me espía por el rabillo del ojo bajo el mechón que cae, y resopla. Voy a tener que animarle a salir para que recorra Broadway...
Le muestro una pálida sonrisa para reconfortarle. Vamos, vamos, ve a tomar el aire y, si quieres, esta noche, cuando lo tenga todo ordenado, iremos a ver Mamma mia, si encuentras dos entradas. ¿De verdad? ¿De verdad?, pregunta Virgile dando un salto. ¿Me lo prometes? ¡Guau! ¡La vida es bella! ¡La vida es bella! Voy a reservar todo el teatro para la función de esta noche, para que no te pise nadie, para que nada te distraiga, para que no te moleste el ruido de algún papel, de palomitas masticadas, de un sonotone mal ajustado. Mamma mia! Mamma mia! The winner takes it all...
Finjo alegrarme, finjo sonreír y, ante su danza de papú, termino por disfrutar y sonreír con él. Pero sé que, muy en el fondo de esa alegría aparente, en cuanto se vaya voy a tener una cita con mi viejo enemigo, el amor, y que el rostro de ese otro, al que no quiero nombrar, volverá para atormentarme con su pasión de macho, su sinceridad tan fría. La forma de su boca en mi piel... El delicioso tormento de la espera, de esperar... El miedo a que no regrese... La autoridad que leo en su mirada y de la que me alimento... La distancia que él pone, tan seguro de sí mismo, tan seguro de mí, estirando sabiamente el tiempo en cada caricia... Saboreando mi prisa... Y, una vez que me ha llevado a su antojo por todos esos caminos tortuosos, sus ojos grandes, tan serios, contemplan morir a los míos con la atención de un coleccionista de mariposas que clava sus grandes pavones nocturnos en sus cajas entomológicas...
Él estará ahí, frente a mí, igual que hace algunos meses en aquel café parisino, terco, furioso, silencioso, y yo solo sentiré ganas de recoger mis recuerdos de la frontera como una larga falda de amazona y partir a galopar con él.
A Virgile no le gusta cuando le hablo de la frontera. Sonríe, se esconde detrás de su pelo, me espía con ojos de perro loco. En cuanto al amor, adora su perfume, el proyecto, la quimera, el primer roce, el primer beso que no tiene nombre... Rechaza el abandono y, si saborea el tormento, es como una especia que espolvorea a su gusto. Pone en escena sus historias de deseo, y el único amor que se permite es el que me profesa sin límites repitiendo las palabras de Francis Carco: «No deberíamos acostarnos con la gente a la que queremos, eso lo arruina todo». Él quiere tenerlo todo controlado para no sufrir. Aquello que se consume está previamente caducado. Es un dolor que lleva con él y suspira, diciendo que tal vez se cure... pero sin llegar a creerlo del todo. Como el deseo de un niño triste y solitario que juega solo los domingos.
Una risa tonta, un gesto fuera de lugar, una expresión frívola o vulgar en la segunda cita y la unión soñada se rompe. Virgile se retrae como una ostra al contacto con el ácido del limón. Se retira mudo, molesto, se encierra a cal y canto. Virgile desconfía de los abrazos y mis achuchones le asustan. El abismo al que yo me precipito es demasiado brusco para él. Sabe que traspasar la frontera exige deponer las armas, entregarse sin escudo al hombre que todo lo toma.
«The winner takes it all...».
Esa es la canción que tarareabas hace un momento, mi adorado amigo, sin saber que contiene la pista para encontrar al que ha clavado el cuchillo en mi corazón... ¡Ese sexto sentido que da el amor! Y que tú posees, Virgile, y como lo sé, prefiero no decirte nada que te ponga sobre la pista y te atormente. Me enfrentaré a él yo sola.
¡Vete! ¡Vete!, insisto riendo estúpidamente entre un montón de notas falsas, sal a dar un paseo y vuelve a mí totalmente fresco, maravillado por las nuevas aventuras. Me siento mal por dejarte aquí... Pues no lo sientas, ¿qué estás pensando? He vivido antes que tú... y no estoy muerta.
He estado a punto de confesar y él lo ha adivinado. La plancha ahora reposa bien recta sobre la tabla y la camisa yace desplegada sobre ella. Sus mangas vacías cuelgan a cada lado como un cuerpo deshabitado. Mi papú está triste y desamparado. Incapaz, lo sé, de franquear la distancia que nos separa para venir a tomarme en sus brazos, consolarme y recoger todas las lágrimas que contengo a duras penas apretando los labios con fuerza, mordiéndolos y retorciéndolos. Cuento con su turbación, con su incapacidad para recorrer esa distancia y sacarme de este mal paso. Esa es la frontera entre nosotros, la que él no traspasará jamás.
Jamás...
¡Vete, vete! ¿No oyes el bullicio de la ciudad? Tú respiras el sol que caldea la calle y rebota sobre los rascacielos enviando mensajes en miles de espejos. Alza la cara y ve a descifrarlos. Ellos te contarán las últimas noticias de Times Square. Te enseñarán mucho más que toda una mañana y una tarde encerrado aquí conmigo, hojeando viejas cartas dobladas como antiguas pajaritas de papel. No necesito a nadie para poner orden. Al contrario, quiero estar sola, totalmente sola para remover mi pasado. Y, como eso no basta para desarmarlo, añado con suavidad y sin pretender ser cruel: al fin y al cabo, Virgile, tú no perteneces a ese pasado... Toda esa caja llena de recuerdos sucedió antes de conocerte. Mucho antes que tú... Nada de eso te incumbe.
Baja los ojos consternado. Le he herido, lo sé. Balancea sus brazos en el vacío, sus brazos inútiles que no pueden abrazarme. Se coloca el mechón en su sitio, suelta un largo suspiro, se enfunda la camisa a medio planchar, se pone un vaquero, se abrocha el cinturón. Y luego, con los hombros hundidos como los de un Pierrot triste, un Pierrot vencido, vuelve a coger las monedas que pesan en su bolsillo, los billetes, coge el New Yorker que comenzó a leer ayer sin terminarlo y se va, sin darse la vuelta, lanzando, con voz falsamente alegre, un «hasta esta noche, mi amor».
Me inquieta verle partir así, enroscado como una bola sobre sí mismo, como un erizo que busca la carretera donde hacerse atropellar. Ese hombre posee el privilegio de vivir en mí. Le perdono todo porque me da todo y le doy todo porque recibe con alegría todo lo que viene de mí. Nunca me hace de menos. Entre nosotros no existe la fuerza, el ataque, el rendir cuentas, la desconfianza. No es un hombre el que se planta frente a mí para poder afrontarlo mejor, sino mi gemelo, mi amigo del alma, mi inmensa prolongación. Caminamos el uno al lado del otro sin rozarnos. Yo no quiero poseerle. Amo su libertad y quiero multiplicarla, quitarle todos los frenos, los arneses que la vida le ha impuesto. Yo soy su gran linterna china. Sombra y luz a la vez. Virgile me dice: «Te quiero» y yo le respondo: «Yo también», con la misma benevolencia, la misma generosidad, las mismas ganas de conducirle hasta el cielo.
Sí pero... aquí estamos. Con hombres así, no se traspasa la frontera.
Se duerme tranquilo, acurrucado contra un cuerpo que no nos amenaza y al que murmuramos confidencias que no cuchichearíamos a ninguna otra persona. Nos abandonamos. El peligro está fuera. En otros brazos.
Y de esos brazos...
No puedo prescindir...
Me pongo nerviosa, nerviosa por verle marchar tan triste. Broadway ya no va a cantar bajo sus pies. Los letreros luminosos se apagarán uno a uno. No levantará la cara para mirar las letras escarlata de las fachadas, avanzará inclinado a la búsqueda de una señal que le ponga sobre la pista de Mathias.
Una vez a solas, me precipito hacia la cama, me precipito hacia la caja que desborda recuerdos. Olvidar, olvidar, distraer este cuerpo mío que solo pide despertarse, henchirse de una antigua voluptuosidad aspirando el aroma de Nivea, distraerlo proponiendo otros pasatiempos.
Vuelco la caja y un puñado de sobres amarillentos se desparrama sobre el enorme lecho de Bonnie. Rodeo mi cuerpo con los brazos, muy fuerte, para que vuelva a su ser, para olvidar la mordedura de los dientes en el donut, para tranquilizarme..., para que vuelva a ser mi amigo.
Me llevo bien con mi cuerpo. Es un buen compañero de viaje. Juntos hemos llevado a cabo tonterías y hazañas. Siempre nos detenemos cuando el suelo se hunde bajo nuestros pies. Porque sentimos aprecio el uno por el otro y porque sé que no me conduciría hacia un precipicio que me tragaría por entero. Salvo cuando se trata de traspasar la frontera. Entonces no le escucho. Es como si él tuviera una memoria que yo no poseo, una memoria secreta, una llamada a la que acudir cueste lo que cueste. Se transforma en caballo desbocado. Por más que tire de las riendas, le haga morder el bocado, me ponga en pie sobre los estribos y le ordene dar media vuelta, se embala, piafa, se encabrita, multiplica las coces, sacudidas y cabriolas, y se lanza con la cabeza gacha ignorando el clarín que suena en mi cabeza.
Entonces suelto las riendas y mi cuerpo suspira, todavía inquieto, pero agradecido por poder disfrutar de un breve respiro, y le dejo que galope libremente. Por lo demás, me obedece prácticamente en todo. No se anquilosa, no tose, no coge grandes fiebres, rechaza las vacunas, los jarabes, e ignora los pequeños desarreglos femeninos. Es un sibarita, orgulloso y goloso. Un poco alocado de vez en cuando...
Entonces decido distraerlo, sentada a la turca encima de la cama, los brazos pesadamente apoyados sobre mis rodillas, proponiéndole recordar nuestro lejano pasado. Hurgo en la caja al azar, paseando una mano a ciegas como un niño que rebusca en el roscón de Reyes y se pregunta si le va a tocar el haba.
¡Vaya! ¿Te acuerdas de aquel? ¡Ese antiguo amante de paso por Nueva York que sugirió que nos encontráramos por una noche en el hotel Plaza! Una noche entre dos vuelos. ¿Te acuerdas de su boca que no besaba y de su mirada que acechaba por el rabillo del ojo para comprobar si alguien le reconocía? Mi cuerpo ni se inmuta, la historia no le dice nada. Tiene razón. A mí prácticamente tampoco.
¿Te interesa eso? ¿Lo tiramos?
Lo tiramos.
¿Y este otro? ¿Te acuerdas de este? Parafraseaba a Crébillon en sus ampulosas cartas, creyendo que únicamente vería su fogosidad. Sus uñas roídas, que arañaban cuando creían acariciarte. ¿No te acuerdas? No, claro... ¿Por qué tendríamos que acordarnos de ese?
¿Qué es lo que buscaba en ellos? Nadie me había engañado. Adoptaba una actitud cobarde, de niña mona. El enorme lápiz de mi cabeza tomaba notas y advertía despiadado cada detalle discordante. Me ofrecía reticente, pero me ofrecía. Me dejaba llevar, seducida por que fueran importantes, y una sola mirada suya colocaba mi nombre en su programa. Existía si ellos me miraban, si me escribían, si me abrían su cama. ¡Pobre imbécil! Por entonces no sabía que el alma tiene que forjarla uno mismo. Soñaba con una identidad prefabricada con la que solo tenía que revestirme para pavonearme con hermosos vestidos prestados...
Hasta que comprendí que me había echado a perder con esos hombres de cartón piedra. El gran lápiz de mi cabeza subrayaba cada vez el malentendido, el compromiso, y me pedía cuentas en forma de reproches.
¡Mira! Dos entradas de circo con las puntas cortadas y a medio desgarrar por la acomodadora. El Circo Barnum con sus tres pistas de serrín, sus amazonas erguidas como una «i» en una pizarra, sus animales bien alimentados de lustroso pelaje, sus lanzadores de cuchillos que no pestañean, sus acróbatas que se lanzan al vacío sin temblar. Fue también en Nueva York. Con Simon. Yo ya no sabía hacia dónde mirar. Tres pistas de circo por el precio de una. ¡Cuánto brillo, brincos y sonrisas en todas las dentaduras! Simon me contemplaba encantado de ver mi rostro sofocado de placer, mi boca abierta, y mis uñas lacerando su brazo por la ansiedad. ¡Qué generoso era Simon! Amarle era como un baile, le amaba de verdad, le iluminaba, y él me iluminaba.
Simon... Un cuerpo estrecho y torpe bajo el que se escondía, avergonzado por no parecerse a un joven galán, con su larga nariz, sus cabellos lacios que recogía aterrorizado. ¿Crees que me quedaré calvo? ¿Totalmente calvo en poco tiempo? Las enfermedades que contraía con solo leer el Vidal y una lista de especialistas consultados tan larga como el anuario de Hauts-de-Seine. Simon provenía de los suburbios y aún conservaba un lenguaje vivo y lleno de inventiva, los pies en el suelo, la mirada inquisitiva, la mente rápida y un sentido común despiadado que contrastaba con los grandes aires parisinos, como su gusto por las noches en vela, los miles de discos que recubrían las paredes de una enorme habitación, las coristas que recortaba del Playboy burlándose de sí mismo. ¡Qué bruto soy!, decía inclinando su larga nariz sobre las tijeras que recortaban los cuerpos desnudos para acostarlos en un archivador bajo la letra A de actrices.
¡Acabó besando a las actrices, y no solo sobre el papel! Ya no tenía necesidad de comprar el Playboy.
Hacía colección de todo. Para tranquilizarse. Una revancha sobre su suburbio. Su madre demasiado silenciosa y su padre demasiado ocupado de los demás, a los que jamás veía. Le gustaba el pan, la mantequilla, las salchichas, el vino tinto, eructaba, reía y decía: «Oh, lo siento», sugiriendo todo lo contrario. Ignoraba que un día eructaría y que nos recrearíamos ante tanta flema, tanto ingenio, tanta libertad. Lúcido, muy lúcido. Alegre, muy alegre. Con la inteligencia de esas mentes superiores que no tienen necesidad de pavonearse para que se les note. Le bastaba con soplar... y su ingenio se manifestaba. No se tomaba en serio porque no creía en su bonita ascensión. Se asombraba por todo, abriendo mucho los brazos, hasta el fatídico día en que los cruzó seguro de sí mismo. Se había convertido en el amo del mundo y el mundo debía obedecerle. Sabía que acabaría quemándose, pero no podía resistirse. ¡Y aquí donde me veis soy de Choisy-le-Roi!, repetía en su enorme despacho acristalado de hombre todopoderoso, en la última planta de un edificio tan imponente como un trasatlántico. ¡Choisy-le-Roi! Y se sonreía a sí mismo, asombrado, dejándose llevar por esa dulce embriaguez...
Nos hacíamos bien, nos hacíamos reír, nos pasábamos las noches azules y dulces hablando sin parar, cuéntame, le decía yo, háblame de los salones, de la gente importante, las sonrisas falsas, las espaldas que mienten, las hermosas lenguas que rehacen el mundo mientras humedecen las esquinas de los billetes para poder contarlos mejor...
Yo no provenía de ese mundo. No venía de ninguna parte.
Sabía defenderme y el mero hecho de haberlo aprendido ya era bastante. Sabía cuando me hacían bien y cuando me hacían daño, cuando me utilizaban y cuando me dejaba hacer porque me convenía. Sabía que era una chica y que debía desenvolverme sola. Contra las demás chicas, contra los hombres. Desconfiaba de todo, veía el mal por todas partes, los pasos calculados, las artimañas, las mentiras proferidas con un tono de gran sinceridad. Calculaba, desenfundaba, desvalijaba.
Mi único aliado era mi cuerpo y sabía muy bien cómo aprovecharlo.
Eso lo había comprendido casi enseguida. Desde muy pequeña. Un don del cielo. Hay quienes nacen morenas o rubias, yo había nacido con apetito y deseo de sobra. La marca del padre, sin duda, de aquellos que lanzan a su hija al aire mientras sueltan una salva de cumplidos para que ellas caigan con su tutú resplandeciente, una diadema en los cabellos y una sonrisa plagada de dientes. La vida me había enseñado el resto. Pero yo sabía lo que me faltaba y también que Simon podría repararlo todo con sus herramientas de fontanero. Pasarme sus referencias, su léxico, modales, buenos o no, que me abrirían el acceso a ese mundo. Acoplados como dos piezas de un puzle, prosperábamos, acaparábamos todo el juego, construíamos nuestro reino.
Simon me había imaginado coloreada. Me había puesto parches en todos los sitios donde tenía carencias. Cuéntame, Simon, y yo, a mi vez, te enseñaré la vida que desconcierta, los largos besos, el sabor de los dulces turcos, a saltar sin paracaídas, el modo de salvar tu pelo, sacar pecho, desenvainar en la sombra, asombrar a las chicas más hermosas. Y un día, ya lo verás, seducirás a la más bella de las actrices. La acostarás en tu cama como recostabas a aquellas otras en tu carpeta con la letra A.
Él me sonreía y en su sonrisa podía leerse todo el amor del mundo. Yo le devolvía su orgullo de hombre, el orgullo del dormitorio. «El hombre sobrevive a los terremotos, a las epidemias, a los horrores de la guerra y a todos los sufrimientos del alma, pero la tragedia que siempre le ha torturado, y le atormentará de por vida, es la tragedia del dormitorio».
Así hablaba Tolstoi...
La mirada de uno llevaba la del otro. Él me aupaba. Intercambiábamos nuestras fuerzas: fuerza de vivir contra fuerza de saber. Simon sabía de todo y se tomaba el tiempo necesario para explicármelo: el rock and roll, el cancán francés, el Partido Comunista, Elvis, Aragon, Fréhel, las manitas de cordero, la ensalada de morros y el Tour de Francia. Yo le ofrecía la bonita imagen que tenía de él, mis taparrabos de salvaje, mis cerbatanas, mi gusto por la caza, mi gusto por él.
Excepto que...
Excepto que... mi cuerpo se estremece al recordarlo. ¡Le querías mucho, pero a menudo desertabas del dormitorio! Le abandonabas por el primer niño bonito que pasaba y te acariciaba con sus frías pestañas de sultán saciado. Envolvías tus fugas con palabras que te convenían, ¿recuerdas? Le decías: es más fuerte que yo, es la llamada de la selva. ¡La llamada de la selva! Y Simon, engatusado por esas palabras, esas palabras que manejabas con destreza, te dejaba partir, desolado, humillado.
Sí, pero siempre regresaba. Era mi puerto de atraque, mi faro, mi referente. ¡Ah, cómo le quería... y cómo me quería él!
¡Qué desdichada me sentí cuando Magnífica me lo quitó!
Simon, después de haberme saboreado, después de que yo le hubiera dado el gusto de sí mismo, el gusto por los demás, quería comerse el mundo. Yo no le bastaba. Antes los hombres tenían todo el tiempo del mundo para consagrarse a las mujeres: no trabajaban, derrochaban alegremente los últimos denarios amasados por sus antepasados, ávidos de lucro, o privilegiados. Iban a su club, bailaban valses en los salones, viajaban, reflexionaban, contemplaban las nubes pasar sobre el rostro de las mujeres. Eran su servicio meteorológico, su propia Bolsa. Los grandes enamorados son grandes holgazanes. O grandes soñadores. Lamartine y su lago, Musset y Venecia, Chopin y su piano, Albert Cohen funcionario distraído... Ninguno acudía al despacho todas las mañanas, ni tenían un capataz encima de ellos que les azuzara. Se entretenían, dejaban arrastrar lentamente los dedos, el bigote, sus estratagemas sobre la piel de las mujeres. Ralentizaban el tiempo, despellejaban cada minuto para convertirlo en una eternidad de escalofríos. Por el contrario, los trabajadores resultan unos amantes deplorables. Basta pensar en Charles Bovary, siempre corriendo detrás del cliente, tanto de día como de noche, abrumado, tedioso, mientras su mujer languidece entre sus encajes comprados a crédito y se lanza en brazos de tenebrosos holgazanes. ¡No! A Simon lo reservaba para otras travesías más dulces, más sabias, más civilizadas.
Me aburren los hombres dulces, eruditos, civilizados... Prefiero a los brutos, susurra mi cuerpo, que no acaba de encontrar su sitio entre este bello fervor...
«Yo solo he amado a hombres crueles. Una no se enamora de los hombres amables...».
La vocecita de Louise me vuelve a la cabeza como una cantinela. Ese era su tema preferido, el amor. Concierto para una sola nota. Y ella sabía lo suyo. Hablábamos sin descanso y el fino trazo de su nariz ascendía y descendía evocando el gran tema de su vida, el sexo, que no se atrevía a nombrar por un vestigio de buena educación, de puritanismo heredado de su estado natal, en donde el predicador fustigaba al demonio de la carne con saña concupiscente.
¡Para, Louise, para, estoy hablando de Simon! ¡Un poco de respeto, por favor!
¡Ah! ¿Ese que te birló Magnífica con sus chinelas de satén y sus vaporosos camisones?
Ese mismo, Louise, justamente.
Me acuerdo muy bien. Aún estaba en vuestro mundo... Me hablabas a menudo de él. Y me divertía mucho. ¡Bah! Tú no estabas herida, estabas humillada. Humillada por que te lo hubiera quitado de un tirón, como alguien que roba el bolso a una fulana. Él te pertenecía. Estabas dispuesta a prestarlo aunque por poco tiempo... ¡Eso no era amor! Es exactamente como te digo: el amor entre un hombre y una mujer no existe.
¡Lou-iii-se, por favor! Estoy hablando con mi cuerpo...
¡Ah!, exclama mi cuerpo que no se pierde una, ya ves, no estabas en guerra con Simon. Te construías, él se construía. Estabais demasiado ocupados para franquear la frontera... ¿Y si mañana temprano nos vamos a pasear por la calle 58 y Broadway? ¿Eh? Para volver a ver a Mathias, aunque solo sea una vez. Echo de menos a ese hombre, le echo de menos...
Su voz... ¿Te acuerdas de esa voz que marcaba las distancias, que te devolvía a tus artificios, a tus pequeños manejos, y cuya sola inflexión te hacía temblar? Su voz que alejaba a la mujer liberada de día para llamar a la otra, sombría, agazapada en la noche... ¿Te acuerdas de cómo pronunciaba tu nombre? Sin ninguna familiaridad, sin ternura, casi grave. No te nombraba por ningún apelativo cariñoso ni ningún diminutivo. Lo pronunciaba arrastrando bien las sílabas para alejarte todavía un poco más. An-ge-la.
Tres sílabas que instalaban un océano entre vosotros y, después, tenías que esperar, esperar a que él quisiera acercarse con su enorme armadura.
Mi mano espanta nerviosa la voz de mi oído y vuelve a rebuscar en la caja despanzurrada. Se topa con un gran sobre blanco atestado de notas en lápiz negro. 1982. Un membrete oficial: George Eastman House, International Museum of Photography, 900 East Avenue, Rochester, Nueva York. Y palabras escritas de mi puño y letra de prisa y corriendo, «Empty Saddles», «Overland Stage Raiders», «John Wayne», «Premio de belleza», las palabras de una canción, «No seas celoso, cállate. No tengo más que un amor, y eres tú. Hay que hacértelo entender, debes perdonarme / que otro me diga que soy hermosa. Las confesiones más halagadoras / nunca han alterado mi corazón, sigo siéndote fiel. Es más fuerte que yo, solo tengo un amor, y eres tú».
Lou-i-se...
Solías cantarme esa canción en francés, con tu voz temblorosa, tu voz rasgada por demasiadas noches en blanco, demasiada ginebra, demasiados cigarrillos..., aferrándote a las palabras que volvían como pequeños guijarros blancos diseminados por tu memoria.
Abro el sobre y allí dentro estamos, frente a frente, Louise Brooks y yo.
Una gran foto en color en primera página de un periódico de Rochester. Una foto de sus tiempos de gloria. Con su casco negro y brillante de Lulú en Hollywood, sus ojos que interrogan y se clavan a la vez. Y, en las páginas interiores, los párrafos que había subrayado con rotulador amarillo. «Estoy convencida de que, cuando uno escribe sobre la vida de alguien, el lector no es capaz de comprender quién es verdaderamente el personaje si no le damos suficientes indicios sobre cómo es la vida sexual, los deseos y rechazos, o los conflictos sexuales de esa persona. Es la única manera de entender las contradicciones de un ser humano, sus aparentemente incomprensibles acciones. Parafraseando a Proust: ¿cuántas veces nos ha ocurrido haber cambiado el curso de nuestra vida por un amor que habremos olvidado en pocos meses? Hoy en día presumimos de haber apartado de nosotros los viejos fantasmas puritanos. Pero no es verdad. Me niego a escribir las verdades sexuales que harían que mi vida fuera mucho más interesante de leer. A desnudarme. Ese es el motivo por el que no escribiré nunca mis memorias». Y aquel otro pasaje de tu libro que habrías podido llevar colgado del cuello como un medallón: «... y así permanecí, buscando sin descanso la autenticidad y la perfección despiadada contra lo falso, generalmente execrada, salvo por aquellos, los menos, que han superado su horror a la verdad para dar vía libre a lo mejor de sí mismos».
Es esa mujer a la que quería ver, a cualquier precio, después de haberme extasiado frente al escaparate de Rizzoli donde estaba su libro: Lulú en Hollywood.
Ese libro, Louise, en el que hablas de todos aquellos a los que conociste para no hablar de ti misma, pero en el que, a través de ellos, dejabas filtrar jirones de piel, pedazos de corazón, trozos de tu alma.
Quería reconstruir el rompecabezas. Conocer a la mujer. El mito no me interesaba. Los mitos los construyen los demás para hacer soñar al común de los mortales y sacar dinero. Nunca la persona implicada, que se deja manipular, dócil.
O que se lleva un porcentaje de los beneficios.
Rebusco dentro del enorme sobre blanco de Eastman House y, al fondo del todo, atrapo un objeto rectangular y negro: un pequeño magnetófono Olympus. Pulso el PLAY, curiosa por saber qué voz va a aparecer. ¿La mía, que toma nota del color de los días, los rictus de los paseantes, los tics, las actitudes, los segundos en los que el alma se traiciona y se muestra sin tapujos para alimentar el lápiz de mi cabeza y el cuaderno grande? He tenido muchos magnetófonos como ese, cazadores de sonidos y de pistas. ¿Te acuerdas, Louise? Me contaste que en el hotel donde vivías en Hollywood en 1926, con apenas veinte años, todos los días, cuando salías al vestíbulo, advertías a un hombre grande, de aspecto severo, que se quedaba allí, desde el mediodía hasta las dos de la madrugada, fumando largos cigarrillos y vigilando tus idas y venidas, así como las de los otros huéspedes. Tú te preguntabas qué hacía, aparentemente ocioso, pero tan concentrado que no tenía aspecto de aburrirse. Te intrigaba. ¿Acaso era un policía, un detective privado, un amante celoso? ¿Tendría la misión de espiarte? ¿De echarte la mano al cuello? No tenías la conciencia tranquila. Te habían echado muchas veces de hoteles elegantes por escándalos nocturnos. Y, sin embargo, él no se escondía... y, al subir al coche que te llevaba a la manicura o a comer, volvías una última vez la cabeza para cerciorarte: no se había movido. Más tarde supiste que practicaba el arte de la observación y que se llamaba Mack Sennett. Y añadías, encantada de haber encontrado una llave para abrir esa puerta: cualquiera que haya conseguido llegar a la excelencia sabe que hace falta una concentración permanente, utilizar toda su capacidad de observación para ir a buscar, detrás de la apariencia, el detalle que animará una obra, sea la que sea.
La caza de los detalles...
Esos que me reclamabas por teléfono con el desabrido tono de una experta contable.
Aprieto el botón con un dedo ligeramente tembloroso.
Y dejo la habitación de Bonnie Mailer en Nueva York, la caja despanzurrada llena de recuerdos, la cama tamaño gigante en la que estoy sentada a la turca.
Abandono Nueva York para aterrizar en Rochester.
Rochester, 1982, cuatrocientos mil habitantes y dos industrias: Kodak y Xerox. Una ciudad tan alegre y animada como un cementerio por la noche. «¿El centro de la ciudad?», le había preguntado al chófer del taxi. «Precisamente acabamos de dejarlo atrás», me había respondido, mostrándome por el retrovisor un conjunto de casas dispersas y bajas.
Es verdaderamente mi voz la que se eleva claramente entre los chirridos de la casete. Pero no estoy sola. La voz de Louise me responde, desconfiada. ¿Y quién es esa francesita que me obligan a recibir? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué todas esas preguntas? Son las primeras palabras que intercambiamos cuando fui a conocerte a tu pequeño y modesto apartamento de dos habitaciones en Rochester, en la calle North Goodman, número 7... Cuando doy la vuelta a la cinta veo que está escrito Louise Brooks y la cifra I.
Y tu fantasma se eleva por la habitación, vestido con un camisón rosa y una mañanita del mismo tono rosa desvaído que cubría tus hombros descarnados. Asciende en espiral, se despliega, se instala y los detalles se definen: tus cabellos recogidos como un plumero que caían en una larga coleta canosa espolvoreada de negro, tus pómulos afilados que tensaban la piel de tu rostro hasta casi atravesarlo, tu cuello recto y largo que te daba el aspecto inquieto de una garza, tu postura de bailarina, nunca encorvada, nunca hundida, siempre impecable, y, finalmente, tus ojos..., dos manchas negras, líquidas o duras según te rieras o te enfurecieras, difusos cuando te sentías desamparada, perspicaces cuando lanzabas maldiciones, risueños y dulces cuando te dejabas llevar y bajabas la guardia. La edad te había vencido físicamente, relegándote a la inmovilidad, pero había mantenido intacta tu facultad para asombrarte, tu curiosidad insaciable, tu indignación de gran sacerdotisa de la verdad y tu rebelión de adolescente. ¡Veinte años ya! Veinte años desde que llamé a tu puerta...
Al principio me acogiste con reticencia. Más tarde me confesaste que estabas harta de recibir a esos estudiantes que venían a verte sin haber visto ninguna de tus películas. Como a una atracción. «Llegaban cargados con sus cumplidos extravagantes y vacíos que soltaban sin venir a cuento. Tras lo cual, tomándome por una vieja anticuada que se muere por ser reconocida, esperaban que me deshiciera de mis mejores fotos y que perdiera tres horas en mecanografiar una documentación que cambiarían a su antojo y firmarían con su nombre para presentársela a su profesor de historia del cine...».
Así que habías elegido la soledad.
Y ya no abrías nunca la puerta.
Fue a causa de esas palabras, de esa lucidez sin miramientos que te infligías a ti misma y a los demás, por lo que me dije –fulminada por la evidencia de haber encontrado una rara pepita de oro, una mujer que no hace trampas, que no se cuenta historias para hacerse la interesante inventando un bonito pasado– que a una mujer así tenía que conocerla, hablar con ella. Era necesario que me presentara ante ella. Que comparáramos nuestras notas. Que descansara cerca de ella y me marchara cargada de electricidad, feliz por no estar sola.
Tuve que esperar un año antes de conocerte. Utilizar todas las combinaciones, todas las argucias, para que, finalmente, me abrieras tu puerta. Indagar, escribir, preguntar en París, en Nueva York, en Rochester, qué había sido de Louise Brooks. Te conocían mejor en Francia que en América. Cuando yo decía «Louise Brooks» en Nueva York, me respondían invariablemente con mirada perdida y cansada: ¿quién es? ¿Una estrella del cine mudo? ¿A quién le interesa ya el cine mudo? ¡Ah, ustedes, los franceses...!
Finalmente, el periodista encargado de las páginas de cultura y cine del Democrat and Chronicle de Rochester me llevó hasta ti después de que le hubiera invitado a cenar múltiples veces, seducido ante una buena mesa y buenos vinos, después de halagar convenientemente su ego y asegurarle que había leído todos sus artículos en París (¡mis artículos!, ¡leídos en París!) y que, maravillada ante su brillante prosa, había decidido conocerle. Su único atractivo era que hacía tus compras una vez por semana y poseía las llaves de tu apartamento.
Aquella primera vez, Louise...
Tú ya no podías desplazarte, pesabas apenas treinta y seis kilos y el más mínimo esfuerzo te agotaba. Vivías recluida, tendida sobre tu cama, donde me recibiste como una reina puntillosa, tomando buena nota de mi nombre, mi edad, mi talla, mi dirección, mi fecha y lugar de nacimiento. ¿Hermanos o hermanas? ¿Un hermano atractivo? ¿Más joven o mayor? ¿Casada o no? ¿Con ganas de casarse? ¿De tener niños? ¿Aceptaría cambiar de apellido si se casase? A mí eso me parece detestable, esa costumbre de despojar de su apellido a las mujeres casadas. ¿Conoce Hollywood? ¿Le gusta? Yo lo odiaba. ¿Se hace la manicura? ¿Sabe escribir a máquina? ¿Qué máquina? ¿Utiliza Tampax? ¿Eh? ¿Y cómo se usan? ¿No se caen? Explíquemelo... Oh, my goodness! ¡Parece algo bastante inteligente! ¿Y la píldora? ¿Hay que tomarla todas las noches o basta con una vez al mes? Marion Davies tenía su propia abortista que cedía a todas sus compañeras... ¿Vive en Nueva York? ¿En qué barrio? Yo estuve viviendo en un barrio putrefacto durante mis años negros, bajo el puente de la Primera Avenida, en la parte alta... ¿Le gusta Nueva York? ¿Por qué? ¿Es actriz de cine? ¡Ah, escritora...! Es la única cosa que me gustaba hacer: escribir, y este maldito enfisema me lo impide.
No era yo quien hacía las preguntas, sino tú.
Lo recuerdo...
Mucho tiempo después de nuestra primera entrevista, en la que no referiste prácticamente nada de ti, y te contentaste con recitar palabra por palabra pasajes de tu libro para probarme, para saber si de verdad lo había leído, si realmente había visto todas tus películas en Eastman House como pretendía... Mucho tiempo después, me confesaste que esperabas las visitas de ese hombre, de ese periodista torpe, porque era el único hombre que se te acercaba..., y que, cuando él te tendía la bolsa con la compra y te devolvía el cambio, conseguías, durante un instante, quizá durante dos o tres segundos, no más, tocar la piel de un hombre, sentir su calor bajo tus dedos, sus músculos duros bajo la bolsa de plástico. Y aquello te bastaba para hacer surgir el recuerdo de otras pieles, de los brazos de otros hombres que te transportaban muy lejos y que, durante un breve momento, venían a dar calor a tu soledad.
Yo me había quedado pensativa y te había preguntado si el deseo sexual no disminuía con la edad. Tú me habías contemplado con tus terribles ojos negros y me habías respondido que no, que ese era el peor castigo de la vejez.
El peor castigo de la vejez...
Y te habías enfurecido, iracunda y grosera. ¡Esta jodida edad! ¡Esta asquerosa enfermedad! ¿De qué sirve esperar tumbada en la cama como una estúpida a que la muerte venga a llevarnos, eh?, te pregunto. ¿A esto lo llamas vida? ¡Yo lo llamo pudrirse! ¡Me pudro un poco más cada día y encima se supone que debería permanecer imperturbable y dar gracias al cielo por no estar aún muerta! Preferiría tener cáncer, al menos sabría cuándo iba a morir. Pero con este terrible enfisema, nadie lo sabe. ¡La próxima vez tráeme sleeping pills para que pueda acabar de una vez! Ya no aguanto más...
Tu voz, intacta, se eleva desde el pequeño magnetofón negro. La sujeto entre mis manos, recaliento la llama vacilante que anima tu fantasma. Tu voz, tu risa, tus accesos de tos.
Me acuerdo de todo, Louise.
Es maravilloso vivir con los muertos. Están ahí cuando se les llama. Te dan la réplica, te escoltan, te protegen. Hay muertos a los que no se debería matar nunca.
Yo no te he matado nunca, me acompañabas a todas partes, hablo de todo contigo y tú discutes amigablemente de cualquier tema con la misma energía de estatua yacente que te animaba en tu lecho de enfermedad y rabia.
Aquel día, esa primera vez en tu pequeño apartamento de dos habitaciones en formica, en tu habitación de reclusa impaciente, me enamoré de ti. De la gran libertad que ardía en tu interior a pesar de la prisión de la vejez que te inmovilizaba y te volvía loca. Enamorada de ti, tan mordaz, frágil, pícara, astuta, lúcida, curiosa, encerrada bajo llave y dispuesta a hacer saltar todas las cerraduras.
Sentí ganas de inclinarme sobre ti y pedirte que me abrazaras...
Abrázame, Louise...
Tenía unas ganas enormes de abrazarte. De abrazar la vida que bullía en ti.
Abrázame...
Eras hermosa, aunque estuvieras un poco ajada.
Sentía ganas de secuestrarte, de llevarte en mis brazos, de cargarte sobre mi hombro y ¡hop!, salir de allí. Las dos juntas. A recorrer ese mundo que ya solo veías a través de la ventana de tu habitación, deseaba prestarte mi fuerza de chica joven para que pudieras volver a provocar...
Abrázame, empecemos desde cero. El joven de la droguería, las Ziegfeld Follies,[5] las noches en blanco, las primeras tomas. Yo te habría aplaudido, aplaudido...
Te echabas a reír como una niña al hablar del bidé, ese invento francés, para, inmediatamente después, cambiar de tema y volver al no, yo no veía mis películas, ni siquiera quería hacerlas y, mucho menos, ir a verlas. ¡Ni se me ocurría! ¡Como tampoco estoy interesada en ese mito mío, en mi pureza, mi inocencia, mi libertad, mi sexualidad deslumbrante! A mí lo que me gustaría es que me dejaran en paz y me devolvieran la alegría de vivir, y ese cuerpo mío que tan bien funcionaba, tan bien... ¡No puede ni imaginarse hasta qué punto era activa! Pintaba, cocinaba, enceraba el parqué, me hacía yo misma el pan. Yo...
Te interrumpías de golpe, olfateando la confidencia que llegaría a continuación y juzgándola peligrosa.
¿Peligrosa por qué, Louise?
No te abriste a mí inmediatamente. Me hiciste miles de preguntas, te enredaste en largas digresiones. Me calibrabas con tu ojo negro y agudo para saber si ibas a autorizarme a penetrar en tu intimidad.
–¿Por qué ha venido a verme?
–Porque la he leído.
–Ah... ¿Le han gustado mis palabras?
–Lo que más.
–Ah... Cíteme algún pasaje.
–Cuando relata la vida amorosa de Humphrey Bogart... «Humphrey no podía enamorarse de una mujer a la que conocía desde hacía tanto tiempo, para mí el amor era un salto a lo desconocido...».
–¿Y por qué le gustó ese pasaje?
–Porque, para mí, el amor también es un salto a lo desconocido...
Me había apuntado un tanto.
Tú habías bajado la guardia de tu mirada apenas un centímetro. Como tú misma me revelaste más tarde, las personas que han tenido las mismas experiencias sexuales saben comprenderse con una simple mirada...
Sin embargo, no había acabado con tus reticencias.
Te perdías de nuevo en busca de una fecha, un nombre, hojeabas tu gran agenda en la que apuntabas todo. Me hacías esperar. ¿Me pondría nerviosa? ¿Acortaría mi visita? ¿Alzaría la voz y te reconvendría? No he venido expresamente de Nueva York para que me haga aguardar así, suelte ya esas confidencias, esos recuerdos, esas declaraciones explosivas. Habías sido estafada con demasiada frecuencia por visitantes deshonestos. Desconfiabas, avanzabas poco a poco circunspecta. Colocabas obstáculos a lo largo del camino que llevaba hacia ti. Fingías no comprender, no oír, no recordar. Me hacías repetírtelo, deletreártelo, verificarlo. Volvías tus ojos negros hacia ti y te ausentabas.
En un primer momento no me di cuenta.
Achacaba tu ausencia a las secuelas de la edad, a tu ahogo, al enfisema que desgarraba tu pecho en largos accesos de tos. Entonces cogías tu vaso de agua y bebías pequeños sorbos. Yo te preguntaba si querías que parásemos y que te dejara descansar. Tú me calibrabas y me decías que no, que aquello se pasaría.
No te hostigaba, había ganado un nuevo tanto.
Dejabas pasar un rato para inventar una nueva prueba. Abrías el frasco de perfume de Chanel nº 5 que te había llevado, te ponías algunas gotas detrás de la oreja y repetías Chanel, Chanel, girando la cabeza durante un largo instante, cerrabas los ojos, buscabas el nombre de otro perfume que usabas mucho tiempo atrás, Patou, Guerlain, Dior..., balbuceabas los nombres con aire ausente, y luego, de repente, como un pájaro de presa entregado a sus rapiñas, abrías un ojo y pronunciabas: París, Arco de Triunfo, Campos Elíseos, mi amiga Lotte Eisner, calle de las Damas Agustinas en Neuilly. ¿Sabe quién es? La mirada se volvía perspicaz y en tu pupila centelleaba la palabra «examen, examen»... Yo respondía que sí.
Un nuevo tanto para mí.
Tres a cero.
Pero aún no había acabado...
–La última persona que me regaló un perfume fue el director de la filmoteca francesa... Ese que escribió: «No existe ni Garbo ni Dietrich, solo existe Louise Brooks...». ¿Cómo se llamaba?
–Henri Langlois.
Otro tanto.
Toda la cinta no es más que un largo interrogatorio sobre mí. Habías invertido los papeles. Me decías: vaya a coger ese libro de la estantería, allí, contra la pared... Apartabas la vista mientras me desplazaba pero me seguías por el rabillo del ojo, y observabas cómo cogía el libro... ¿Acaso me entretenía hojeando la estantería para encontrar alguna pista oculta sobre ti?, ¿o te birlaba a escondidas alguna foto de las que había expuestas? Te habían robado con tanta frecuencia documentos... Yo te llevaba el libro y te lo tendía.
Un nuevo tanto.
Amenazabas sin que lo pareciera: el otro día una joven llamó a mi puerta. También ella venía de Francia. Quería verme. Según parece llevaba el mismo corte de pelo que yo en mi época, el mismo color de cabellos. Tenía veinte años. Había hecho todo ese viaje solo para conocerme. Se quedó sentada en el felpudo durante tres días. No la recibí. Terminó por marcharse. De lo contrario hubiera llamado a la policía, ya sabe...
Hubiera llamado a la policía...
Así fue como transcurrió nuestra primera cita.
Durante cuatro horas me escrutaste, calibraste, analizaste. Sentada muy tiesa en tu cama, con tu camisón vaporoso, tu mañanita rosa. Bien calentita con tu manta eléctrica, ¿tienen esto en Francia? La mirada circunspecta posada sobre el pequeño magnetofón que te grababa, ¡será mejor que no diga tacos!
Vigilada. Estabas en libertad vigilada.
Y yo no lo sabía.
Yo adelantaba mis preguntas y tú me parabas. ¿He dicho yo eso? ¿Está segura? ¿Dónde lo ha leído? ¿Qué página? ¿Qué artículo? La ansiedad te hacía abrir mucho los ojos que se fijaban en el magnetofón como si fuera una trampa. Casi con pánico...
Y pasabas rápida, muy rápidamente, a otra cosa. Te girabas sobre la cama, fingiendo comprobar un nombre, el título de una película en los diccionarios y enciclopedias desperdigados por la manta eléctrica. Este jodido enfisema me vuelve loca, me hace perder la memoria, tengo que anotarlo todo.
Acorralada, Louise, estabas acorralada.
Encerrada en el calabozo por el mismo amo que retiene a tantas mujeres, que las impide desembarazarse de un marido aburrido o abusador, de una bandada de renacuajos exigentes, de las largas horas pasadas en la cocina, delante del fregadero, restregando el suelo, planchando camisas, estropeándose las manos y el alma en un trabajo que no les corresponde: el dinero. El dinero que, en tu época, era asunto de hombres. Te enseñaban a pronunciar las palabras correctamente, con buen acento, vocalizando hasta la última letra. No te lo pensabas dos veces. Con tu voz de niña pronunciabas aplicadamente: left, slept, kept... No, Louise, el acento es correcto, pero el orden no es ese, es: slept, kept, left.
Y tú rompías a reír...
Te burlabas implacable del buen orden. Te burlabas implacable del dinero. Tenías todo el tiempo por delante, todos los amantes por llegar para ir acumulando dinero... Tenías tu belleza, tu despreocupación, tu cuerpo que se plegaba dócil al placer de los hombres, a la voluntad del talonario de los hombres que te cortejaban...
En Rochester las cosas eran muy distintas. Estabas prisionera de una pensión que te ingresaban cada mes a condición de que te portaras bien. A good girl. De no hablar demasiado con extraños... De modo que sopesabas cada palabra, evitabas a los individuos peligrosos, erigías barreras protectoras a tu alrededor...
En libertad vigilada.
Un hombre, un antiguo amigo, un antiguo amante –tenías tanto miedo de decepcionarle que no pronunciabas su nombre–, te había dejado una pensión vitalicia. Mencionada en su testamento, como suele decirse. Un hombre, el único tal vez que había entendido quién eras y que, para protegerte de tu prodigalidad hacia la vida, te había asignado ochocientos dólares al mes que te permitían sobrevivir en la calle Goodman, en Rochester. Ese hombre estaba muerto y ahora era su quisquilloso administrador quien te ingresaba esa suma, nunca revalorizada, sin la cual te habrías visto en la calle. Ya no tenías amantes que te mantuvieran. Dependías de la buena voluntad de un hombre de leyes que medía cada una de tus palabras y decidía si merecías o no esa vergonzosa cláusula, esa mancha en un testamento tan pulcro. ¡Una renta vitalicia! ¡Para una actriz desconocida y frívola! ¡Si los herederos se enterasen!
Te aferrabas a esas pocas líneas que, según tú, se podían eliminar de un solo plumazo en cualquier momento y bajo cualquier pretexto. No hacías absolutamente nada sin pedir permiso. Telefoneabas con tu voz de niña, te hacías la zalamera, la dulce, la sumisa. Señor, ¿sería posible que...?, ¿cree usted que...?, me gustaría tanto que... Temblabas al pensar que pudiera fruncir el ceño y amenazarte con revocar ese maná mensual...
Gracias a esa asignación, pagabas el alquiler, el pan y la mantequilla de cacahuete diarios que te compraba la fiel Marjorie, la vecina de arriba. Una anciana que había trabajado durante dieciocho años en la fábrica de Kodak, donde hacía soldaduras ópticas, que nunca había leído a Proust, George Bernard Shaw o Tolstoi a los que tú venerabas y a la que, durante mucho tiempo, habías ignorado. Cuando te conocí, la necesitabas. Me cantabas alabanzas de Marjorie: sin ella no sería nada, dependo totalmente de ella, ¿sabe que tiene ochenta años?, ¿le importaría decirle cuando venga que tiene unas piernas magníficas, un cuerpo magnífico, una piel de jovencita, una velocidad sorprendente para su edad?, eso le gustará...
Y eso la mantendrá a mi lado...
Eso último no lo decías, pero cuando Marjorie llegaba, toda dicharachera de su piso, encima del tuyo, la cubrías de cumplidos. Alababas su cuerpo perfecto, su talle fino, su tez de porcelana, su porte de bailarina en la barra, sin alterar una palabra de esa letanía que salmodiabas cada noche con el mismo tono falsamente entusiasta, dócil como una perrita de circo acostumbrada a tumbarse delante de su amo. Era la misma sumisión que podía notarse en tu voz, el mismo deseo de complacer que con el hombre de leyes, el mismo temor a ser abandonada...
El miedo, ese enemigo al que habías ignorado toda tu vida, a quien habías dado con un palmo de narices, sacado la lengua, agitado ante sus ojos montones de billetes proclamando que no le temías: yo no le temo, hasta que, finalmente, te había atrapado y te retenía entre sus dedos de usurero. Te hacía pagar tu despreocupación de antaño, tu indiferencia por el dinero, el poder, las instituciones... Te ponía como ejemplo del castigo que les esperaría a todas las chicas de mala vida que quisieran imitarte.
Y tú te recriminabas por darle placer.
Te dabas golpes de pecho en prueba de arrepentimiento. Por mi culpa, por mi gran culpa... Nunca he sabido ahorrar y ya ve a dónde me ha llevado eso. ¡Garbo fue mucho más inteligente! Ella invirtió su dinero y nunca tuvo que padecer la miseria. ¡Qué insensata he sido! ¡Y qué astuta fue ella! Mucho más inteligente que yo...
Y, para mortificarte aún más, enumerabas todas las cualidades de la Divina que tú no habías poseído nunca. ¿Sabe que no saco nada de los derechos de mis fotos y mis películas? Nada. Lo he abandonado todo... ¡Qué idiota era! Se montó un gran escándalo sobre mi desordenada vida sexual y, sin embargo, Garbo era lesbiana, ¿lo sabía? ¡Mantuvo una tumultuosa relación con una tal Mercedes y eso no la perjudicó nunca! Nunca se supo, nunca se publicó en las revistas. Mientras que a mí, en cuanto el vestido se subía hasta mis muslos, me señalaban con el dedo, yo era la puta, la hija descarriada... Cuando estuve en Nueva York, en mis años oscuros, vivíamos en el mismo barrio. Ella compraba los periódicos en el mismo quiosco que yo. Nunca me atreví a tirar de su manga y a decirle: hello, Greta, soy yo, ¿qué te parece si vamos a tomar un café? Me habría encantado, pero no me atreví nunca por culpa de mi mala reputación.
Y rápidamente habías añadido:
–Dígame una cosa, ¿tan evidente es que no tengo confianza en mí?
Yo había sacudido la cabeza, alegando:
–Precisamente eso es lo que más me sorprende de usted, esa mezcla de audacia, de descaro y de... docilidad. Es usted la mujer más provocadora y, a la vez, la más ingenua...
–Ah... ¿Tanto se nota? Y usted, ¿confía en sí misma? Dígame la verdad, por favor, porque yo no me he querido nunca y esa es la razón por la que nunca fui una buena actriz. No se puede ser buena actriz si una no está profundamente convencida de ser la más bella, la más deslumbrante. Si no se sabe dominar ese amor por uno mismo, ese amor que viene de lejos, que no depende de uno...
Yo había bajado la cabeza.
Se había quedado callada, pero sentía sobre mi nuca el peso de su pregunta, la importancia de la misma. El silencio se prolongó. Ella aguardaba, dispuesta a ponerme de patitas en la calle si no respondía. Siempre actuaba igual, sedienta de la verdad y, al mismo tiempo, cansada de ser la única que no hacía trampas. Sentía su cuerpo inmóvil junto a mí, tenso e irritado.
Con los ojos todavía bajos contemplaba las paredes rosas, el suelo de linóleo negro con vetas blancas imitando mármol, la colcha amarilla y la ovalada alfombrilla de felpa rosa junto a la cama, semejando a la pequeña piscina de un patético chalet. Una decoración de habitación de hospital que desprendía limpieza y estrechez económica. Ninguna floritura, ningún adorno. Nada de flores, de cuadros, salvo por dos bocetos japoneses pintados por Louise sin pincel, directamente con los dedos cuando hacía prácticas como pintora... Sobre la cómoda, en un marco, destacaba la foto de una mujer sonriente que no era ella. ¿Su madre tal vez? ¿Su hermana? ¿Una amiga? Más tarde me enteré de que era una foto de Marjorie, apodada Marje. Louise había dispuesto las fotos de su familia sobre la cómoda. Un periodista se las había robado y se había marchado, sin que ella pudiera alcanzarle. Tardaba casi un cuarto de hora en llegar hasta la puerta de su pequeño apartamento. Avanzaba muy despacio, encorvada sobre su bastón de caucho de tres tramos, resoplando por cada metro recorrido.
Su mirada no me daba tregua. Esperaba a que yo la respondiera. Tenía todo el tiempo del mundo. Quería oír los detalles sangrantes de la herida de mi vida y, si pretendía seguir ahí, sentada junto a su lecho, no iba a tener más remedio que hablar, que soportar su interrogatorio. Sin esquivarlo, ni hacer trampas.
Podía sentir la indignación crecer en su cabeza.
¿Y entonces qué? ¿Sería siempre así? Ella se daba, se daba por entero, transmitía las palabras que utilizábamos sin pedir permiso, sin pagar royalties, palabras que, en la mayoría de los casos, se volvían contra ella y sobre las que no tenía derecho alguno ni potestad para sondear el alma de esos pequeños beneficiarios que aparecían para enturbiar su retiro y remover el cuchillo clavado en sus heridas. Por favor, señorita Brooks, icono indestronable de los carteles en blanco y negro, un poco de chicha, un poco de sangre, para que pueda servirme de sus fracasos, de sus amantes, de su decadencia y salga de su casa fanfarroneando, vendiendo un artículo o dos sobre mi fabuloso encuentro con Louise Brooks.
Ella esperaba, obstinada, furiosa, pero yo aún ignoraba que de la honestidad de mi respuesta dependía la continuidad de nuestra relación.
–Louise –protesté–, no he venido aquí para hablar de mí...
–Responda...
–¡Pero si no es interesante!
–¡Responda!
Ese día, Louise, me diste una última oportunidad.
Había conseguido un gran número de tantos. Tenía derecho a ser repescada...
Entonces tu voz se elevó, súbitamente suavizada, para tranquilizarme y alentarme a que hablara:
–Cuando yo asistía a todas esas recepciones de Hollywood y veía a todas esas bellas actrices..., cuando las escuchaba hablar, reír, extasiarse, resplandeciendo de naturalidad y entusiasmo, tan felices por estar ahí, bajo la luz de los focos, solía replegarme en mí misma sintiéndome fea, terriblemente fea. Toda oscura, peluda, cubierta de pecas, con un trasero que me llegaba al suelo... Entonces me decía: ¿qué haces aquí, Louise? No eres actriz, eres una impostora... Y cuando un hombre se inclinaba delante de mí, murmurándome lo bella que era y que le volvía loco, le tomaba por un idiota, un completo imbécil... Si un hombre me amaba pensaba que había algo en él que no funcionaba bien. Por eso, cuando empecé a escribir mi novela, aquella que me faltó tiempo para quemar, ¿sabe cómo pensaba llamarla?
Hice un gesto negando con la cabeza, pero sin dejar de mirarla a los ojos. Puso todas sus confesiones en el platillo de la balanza para que yo tomara impulso, reuniera valor y le ofreciera mis confidencias.
–¿Sabe que tenía más de cuatrocientas páginas pulcramente mecanografiadas? Sin borrones ni tachaduras. Había pasado dos años escribiendo esas cuatrocientas páginas... Dos años de cuasi felicidad. ¡Era la primera vez que me sentía feliz en toda mi vida! Y bueno, había encontrado un título... para todo ese trabajo. ¡Y no un título cualquiera! Quería llamarla The making of a shit...[6] ¡Esa era la estima que sentía por mí! ¡No es necesario acudir a un psicólogo para comprenderlo! Basta con mirarse a la cara, sin complacencias, decirse la verdad, verterla sobre el papel y contemplarla sin hacer trampas. ¡No creo en toda esa monserga del psicoanálisis! Bastó que me pusiera a escribir para comprenderme. En mi primera carta a James Card, el hombre por el que dejé Nueva York y me mudé a Rochester, le escribí: «Y ahora que me conoce, ya sabrá que tengo tan poca confianza en mí como un conejo que se encuentra cara a cara con una serpiente pitón...». Tal vez lo sepa o tal vez no, porque aún es muy joven, pero solo la búsqueda de la verdad sirve para formar, para dar el valor de ser y de crear, para dar un sentido a la vida...
Un acceso de tos desgarra su pecho. Atrapa su vaso de agua y bebe un sorbo. Me precipito hasta ella para ayudarla a respirar; me agarra la muñeca y me trasmite, a través de su apretón, las últimas fuerzas que me faltan.
–Nada más que la verdad... Sin la verdad, la terrible verdad, que no te hace más grande ni más pequeña de lo que ya eres, simplemente alguien normal, y eso es lo peor... Sin esa verdad despiadada, yo no habría aprendido nada...
Su voz desvaría, se apaga, su respiración se vuelve ronca y la tos la desgarra de nuevo. Deja caer la cabeza y estira el cuello para atrapar el aire que le falta. No sé qué hacer ante esa lenta asfixia. Largos silbidos escapan de su pecho como estertores de agonía. La miro fijamente, desesperada, suspendida en su lucha entrecortada, impotente, aterrorizada por verla debatirse ante mis ojos, no quería debilitarla, ni obligarla a confesar, he venido como amiga, no como torturadora, es preciso que se calme, que respire de nuevo, que se calle...
Que repose.
Entonces suelto las palabras como se sueltan los pecados en el confesionario.
–Yo también, Louise... Yo también soy como usted...
Al principio no me escucha, está demasiado ocupada en recuperar el aliento, en apretar la palma de su mano sobre su pecho para reprimir la tos y aspirar el aire que la liberará. Luego posa su vaso e inclina la cabeza para escuchar. En un gesto cansado, muy cansado...
–Cuando acompaño a Simon, mi novio, al festival de Cannes, siempre aprieto los dientes para no llorar al subir los peldaños de la gran escalinata... Me siento tan fea, tan torpe, que desearía salir corriendo. Observo a las otras chicas que desfilan con sus bonitos vestidos y me pregunto cómo lo harán. ¿Cómo harán para seguir adelante sin partirse la crisma, inclinar la cabeza sin hacer muecas, recibir los cumplidos sin echarse a reír?
La mirada muda y aguda de Louise me atrapa por la barbilla y me hace levantar la cabeza. Más, más, dicen sus ojos, más detalles...
–Cuando me regala un magnífico vestido escotado hasta los riñones para demostrarme que soy bella, que puedo llevarlo sin la menor vergüenza, me echo a llorar ante la prenda colocada sobre la cama y me niego a ponérmela... Cuando me dice que me quiere, que soy el motor de su vida, que quiere casarse conmigo, tener un hijo o dos conmigo, me digo que esa debe de ser, sin duda, la única debilidad de ese hombre tan inteligente... Cuando mi primera novela se publicó y sus ventas arrasaron, le pregunté si había sido él quien había comprado todos los ejemplares. Es así, ¿verdad? ¿Has sido tú...? Él me miró como si estuviera loca. Y cuando mi fotografía apareció en los periódicos junto a críticas muy elogiosas, no los compré. Era de nuevo él quien me los ponía bajo las narices diciendo: «¡Lee, haz el favor de leer! ¡Deja de dudar!». Yo también soy como un conejo que se encuentra cara a cara con una serpiente pitón. Y si no contara con la mirada de Simon que me lleva a todas partes, que me dice adelante, eres bella, inteligente, estás dotada, no tengas miedo, escribe..., no habría escrito nunca una sola línea en toda mi vida... Es más, no habría soltado nunca su mano por la de otro hombre... Él es quien me infunde fuerzas, confianza, la despreocupación necesaria para lanzarme al cuello de otros hombres que no lo merecen, que no valen ni la suela de sus zapatos... Pruebo con otros el poder maravilloso que me da su amor. Compruebo si tiene razón. Y cuando esos otros me dicen: eres bella, te amo, entonces a esos les creo... incluso si son indignos...
Me acuerdo de ese primer día en casa de Louise, de esa primera confesión. Louise me miró de arriba abajo con gran atención, dándome tiempo para que siguiera hablando. Pero ante mi silencio que se prolongaba, tomó la palabra, traduciendo exactamente aquello que yo quería decir:
–Entonces ¿disimula y juega a hacerse la escandalosa, la aguafiestas, la estúpida?
Sacudí la cabeza.
–Juega a hacerse la estúpida y, al mismo tiempo, se siente furiosa por comportarse así... Se odia, se detesta todavía más que antes...
Yo asentía, todavía muda, la garganta cerrada, mis dedos índices hundidos en mis ojos para no dejar caer las lágrimas que se acumulaban detrás de las confesiones.
–Está furiosa, pero lo ha convertido en una costumbre y ya no sabe cómo salir de ello... Y así continuará de por vida, igual que hice yo, aturdiéndose con el ruido, con el alcohol, con los hombres, con las drogas si es que se droga... ¿Se droga usted?
Hago un gesto negativo con la cabeza.
–Yo tampoco, nunca lo he probado. Me habría gustado, pero estaba rodeada de gente que consumía cocaína y a la que aquello no le servía de mucho...
Ahora hablaba con voz cascada. Al borde de sus fuerzas. Me contemplaba sin sonreír, directamente, en su pose de antigua bailarina. El cielo se había vuelto gris detrás de los cristales de la ventana, los árboles se agitaban suavemente, las últimas hojas se desprendían y caían en una danza lenta y monótona, la luz amarilla y siniestra del crepúsculo bañaba las ramas negras, era esa hora lúgubre de la tarde que tanto temen los depresivos, los melancólicos, los desamparados...
Louise descansaba la cabeza sobre las almohadas, dejándose ganar por ese siniestro final de tarde donde todos los miedos volvían para invadirla, donde la soledad se invitaba sin llamar y se instalaba junto a su lecho. Una ráfaga de viento golpea contra el cristal y ella vuelve en sí. Se rehace, recupera su aire de reina puntillosa, recupera sus preguntas y su lápiz para subrayar las respuestas en su gran agenda.
–¿Regresa esta noche a Nueva York? ¿Ha reservado un hotel? ¡Ah, es un bonito hotel! Veo que tiene dinero. ¿Lo ha encontrado por casualidad? ¿Tiene una bonita habitación? ¿Podría regresar mañana? ¿A primera hora de la tarde? Por la mañana no me siento con fuerzas, no duermo bien por la noche...
Una llave giró en la puerta. El magnetofón lleva parado un buen rato y nos quedamos mirándonos, silenciosas, agotadas.
Era Marje que llegaba para hacerle el sándwich de la noche, el sándwich de mantequilla de cacahuete. Louise lanzó un «Hello» que pretendía que sonase alegre pero que se convirtió en un lamento ronco. Acérquese, Marje, acérqese para que la presente...
Marje hizo su entrada. Rozagante y fresca, subida en unos tacones tan altos que la observé horrorizada. A sus ochenta años se parecía a esas muñecas en miniatura maquilladas, vestidas de rosa, de malva, de violeta, con los ojos pintados de azul, las mejillas atiborradas de maquillaje, los rizos muy lacios, muy rubios, esas muñecas que bailan en las cajas de música que se regalan a los niños en Austria. Una modelo rubia platino de ochenta años que giraba lentamente sobre sí misma y avanzaba por la habitación para recibir los cumplidos que Louise le dispensaba puntualmente cada tarde, a la misma hora.
No me había olvidado y recité mi tanda de halagos con un tono tan falso que tendría que haber recelado. ¡Dios mío! ¡Marje, qué guapa es usted, qué joven y lozana, enséñenos esas piernas tan bonitas que esconde bajo su hermoso vestido!
–Sí, Marje –continuó Louise cuyos ojos negros brillaban ante la docilidad de mis lisonjas–. Enséñenos sus piernas. Son tan bellas, tan jóvenes, tan finas...
Nosotras éramos su público. Esa tarde, con mi llegada, la habitación era como un teatro en el que no quedaba una localidad libre. Ella sopesó su audiencia, despacio, muy segura. Retrocedió un poco para que pudiéramos admirarla en todo su esplendor, levantó la cabeza y la barbilla, buscó la luz de nuestros ojos como si fuera la de un proyector enfocado sobre ella y, con una pequeña sonrisa coqueta y tímida, levantó su falda hasta medio muslo revelando, en efecto, unas largas y finas piernas, tersas, de piel nacarada. Unas piernas a las que la edad y el paso del tiempo habían respetado.
Louise juntó sus manos blancas y delgadas en un gesto de oración y aplaudió suavemente.