Al día siguiente, a las ocho de la mañana, escucho voces en el apartamento de Bonnie, una voz grave que se arrastra y otra más aguda que chilla. Un zafarrancho de combate. Las luces que se encienden en el salón y se filtran bajo la puerta de la habitación. Me enderezo apoyándome en un codo, intrigada, y miro la hora en el despertador de piel rosa: ¿quién puede haber entrado a esta hora sin avisar? Ayer por la noche eché los tres cerrojos.

Bonnie irrumpe en la habitación, pulsando el interruptor de la cómoda y haciendo surgir una luz como la de las candilejas de un escenario, y luego, pregunta inocente: ¡ah! ¿Todavía estás dormida? Jimmy ha cogido el avión de las seis cuarenta para Washington; lleva levantada desde las cinco de la mañana, en plena actividad, pimpante y decidida. Sobra decir que para ella estamos a mitad del día. Maquillada, peluqueada, el talle ceñido en un traje de chaqueta de Chanel color crema y blanco, encaramada en unos altos zapatos de tacón bicolor, también de Chanel, penetra en el dormitorio como un general montado en un carro de combate y armado con su fusta. Me acurruco bajo las sábanas mientras recorre e inspecciona su antiguo alojamiento con mirada implacable. Carmine aparece por detrás de mala gana, lleva una escalera de mano en los brazos y muestra el entusiasmo de un perro sabueso artrítico que sigue a un amo sobreexcitado. ¡Dios, cómo detesto a ese hombre! ¿Qué estará traficando con Virgile? Bonnie le hace un signo con la mano e inmediatamente, como si se tratara de un código secreto entre ellos, despliega la escalerilla, se sube en ella y empieza a descolgar los visillos de la habitación. Me froto los ojos preguntándome si no estaré soñando. No, dice Bonnie que ha adivinado mi asombro, lo he contratado para toda la jornada –es su día de descanso–, y he decidido poner orden en este apartamento antes de alquilarlo. Soraya estará aquí en treinta y cinco minutos. Tienes el tiempo justo para darte una ducha y tomar un café. ¿Has terminado de ordenar las cajas?

Soraya es la asistenta iraní. Lleva más de veinte años trabajando para Bonnie. Dejó Irán al mismo tiempo que el sha de Persia y tiene la desconcertante costumbre de contar sus desgracias como si fueran profecías, sentada sobre el aspirador. Nunca ha terminado de asumir lo que le sucedió. Pasó sin escalas intermedias del vestido largo de las debutantes al plumero de la limpieza. Bonnie y yo la habíamos bautizado Soraya a causa de sus grandes ojos verdes empañados de lágrimas y de la nube de desgracias que la rodea permanentemente. Desde hace más de veinte años, su vida no es más que una larga sucesión de agravios. Los respiros son breves y no parecen durar lo suficiente para permitirle recuperar el aliento antes de que se abata sobre ella una nueva racha de desgracias.

No le ha faltado de nada; ha padecido la colección completa de las siete plagas de Egipto. Su familia se ha dispersado por todos los rincones del mundo, torturada o masacrada, su fortuna confiscada, sus sueños de joven acomodada aniquilados. Le gusta narrar sus sinsabores con una precisión de maniaca, sin escatimar ningún detalle: el relato interminable de su huida a América, el asesinato en prisión de su adorado padre, la desaparición de sus bienes, la lenta agonía de los familiares que se quedaron en el país, el eccema purulento de su marido o los repetidos saqueos a su monedero de sus hijos para comprar cocaína. Soraya es la antipublicidad del sueño americano. Y, no obstante, lucha para seguir siendo digna, sorbe sus lágrimas, y hace la limpieza con el desolado distanciamiento de una reina en el exilio. Es la clase de asistenta que uno imagina sentada en un diván y tocada con una diadema de diamantes, mientras te afanas a sus pies sin hacer ruido para no molestarla. Bonnie la conserva por afecto. Es un rasgo de su carácter que aprecio. Desde que se casó con Jimmy, ha hecho que sus más próximos se beneficien del maná conyugal. Y si Carmine se ha subido hoy a la escalera es, sin duda, porque su salario por hora debe de ser considerable.

Bonnie, ¿cuánto se paga aquí por una asistenta?, pregunto, acurrucada bajo las sábanas. Cien dólares la jornada... Y más si habla inglés de corrido. Hago un cálculo rápido, doce dólares y medio la hora, de salario base. Carmine ha debido de exigirle el doble por subirse a la escalera.

Virgile no ha vuelto esta noche. Ha dormido fuera.

¿Dónde ha podido refugiarse? No conoce a nadie aquí. Apenas habla inglés.

Hurry up!, me ladra Bonnie al pasar cerca de la cama. ¿Quieres un café para despertarte?

Asiento bostezando.

¿Se habrá arrastrado toda la noche por los bares de la parte baja de la ciudad? ¿Errando por las calles sin atreverse a volver? Canturreando con voz apagada «la vida es bella, la vida es bella» y arrastrando los pies, jugando con los semáforos: walk, regreso, don’t walk, continúo. O, tal vez, estará haciendo ya la cola en Times Square para ahogar sus penas en una comedia musical.

–¿Solo o con crema? ¿Con o sin azúcar? –grita Bonnie desde el fondo de la cocina.

–Solo y sin azúcar...

–¿No está aquí tu amigo?

–No... Ha salido.

–¿A las ocho de la mañana? ¡Qué madrugador! –responde sarcástica–. ¿En qué trabaja para vivir?

Escucho sus altos tacones martillear el suelo de la cocina, las puertas de los armarios abrirse y cerrarse, la oigo refunfuñar, no encuentra el café, ha olvidado cómo funciona la cafetera. Protesta, gira en redondo en la estrecha cocina, se golpea con las puertas abiertas de los armarios. Ya no está habituada a espacios estrechos. El timbre del teléfono interrumpe su cuestionario sobre Virgile y suspiro, aliviada. Bonnie descuelga. Su aguda voz se queda suspendida.

Al escucharla uno creería que Bonnie no tiene alma, que está hecha de acero templado y, en efecto, tiene toda la apariencia del acero templado: lisa, fría, perfecta, sin un pelo fuera de sitio ni un grano que amenace el maquillaje, pero yo sé algo más... Conozco a la otra Bonnie, aquella que se oculta detrás de la máscara de hierro. La Bonnie en desbandada. La Bonnie que tiene miedo. Es a ella a la que quiero, a esa a la que hago aparecer con un toque de mi varita mágica cuando la otra me aterroriza. No sabe que yo lo sé. No sabe que, una vez, la sorprendí en flagrante delito de desesperación.

Fue un día, mucho antes de aparecer Jimmy, un día en que me había olvidado las llaves dentro del apartamento. Por más que llamaba al timbre de la puerta nadie respondía. Walter estaba ausente y el armario donde se guardan los otros juegos de llaves, cerrado. Cansada de golpear en vano, había dado la vuelta para entrar por el patio, había escalado la barandilla de protección que separa el apartamento de Bonnie del patio común y desde allí, haciendo equilibrios sobre el parapeto de hormigón, había distinguido el interior del dormitorio de Bonnie: la gran cama cubierta de cojines bordados a mano, las dos mesillas de madera lacadas en rosa atestadas de periódicos y libros, el despertador de piel rosada, el largo tocador rosa –todo es rosa en casa de Bonnie–. Las pequeñas bombillas dispuestas alrededor del espejo semejantes a una fila de farolillos y, sentada frente a él, atontada, encorvada, interrogando a su reflejo en el espejo, estaba Bonnie llorando. Inmovilizada, con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas, los ojos en el reflejo del cristal, dejaba caer gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas empolvadas trazando grandes surcos negros y brillantes. Bonnie lloraba en silencio. Lloraba ante tanta soledad, lloraba por disimular tanto, por fingir que todo iba bien en el mejor de los mundos. Se dejaba llevar, sin más fuerzas para luchar, y sus codos se hundían bajo el peso de su tristeza. Parecía que no respiraba de lo quieta que estaba, y era como si las burbujas de un ahogado escaparan de su boca entreabierta en una horrible mueca.

Permanecí como una imbécil suspendida a dos metros de altura sobre el vacío, contemplando a esa Bonnie desconocida. Me tomé todo mi tiempo. La grabé en mi cabeza para estar segura de no olvidarla nunca y así, cuando se comportaba de forma brutal, indiferente o cínica, cuando intentaba zaherirme con una reflexión mordaz o una mirada de desprecio, cerraba los ojos y superponía la imagen de esa Bonnie que lloraba a esa otra que me helaba la sangre.

Tan sentimental y tan cruel a la vez.

¿Por qué no habrá vuelto Virgile? ¿Será porque le he herido o porque tiene miedo de enfrentarse a mí?

¿Y la carta?

¿Quién ha cogido la carta? ¿Virgile, Mathias o Candy para guardarla?

Todo me vuelve a la mente de golpe. Espero a que Carmine termine de descolgar los visillos, espero a que se aleje, saco una pierna fuera de la cama, después la otra, me estiro, agarro mi bolso y saco la tarjeta del Café Cosmic para llamar a Candy.

Hi, Candy! It’s me, the French girl...[12]

Candy cuchichea al teléfono como una conspiradora. Y me pongo a hablar tan bajo como ella.

–¿Ha aparecido?

You know what? ¡La carta ya no está!

You’re sure?[13]

–Ayer, cuando terminé mi turno, hacia las seis de la tarde, la dejé bien a la vista. Advertí a todo el mundo que no la tiraran, que esperasen a que fueran a recogerla, pensaba encontrarla esta mañana y... ¡nada! ¡Desaparecida! ¿Te ha llamado?

–No...

–En cualquier caso la carta ya no está aquí. Esta tarde cuando me marche preguntaré a la chica que me reemplaza si alguien vino a buscarla ayer por la noche...

–Ahí estaré, espérame... Preguntaremos juntas a la chica.

–Muy bien... Tengo que colgar, el jefe ha venido esta mañana y nos tiene prohibidas las conversaciones personales durante las horas de servicio. Bye!

No tengo tiempo de hacerme preguntas, Bonnie me trae un café solo y me azuza para que me vista, me dé una ducha. La pongo nerviosa ahí parada y adopta el tono de una madre desesperada ante un niño que se hace el remolón y va a llegar tarde al colegio.

Bonnie y Joan tienen unos años más que yo. Nunca he sabido cuántos exactamente. Nunca he visto sus pasaportes ni sus permisos de conducir. Ellas se conocieron en el colegio. Durante mucho tiempo he tratado de calcular el año de su nacimiento haciéndoles preguntas trampa: ¿cuántos años tenías cuando murió Kennedy? ¿Cuando el hombre pisó la luna por primera vez? ¿Cuando murió John Lennon?, pero ambas son astutas y me detienen simplemente alzando una ceja si trato de insistir. Entonces me bato en retirada, avergonzada.

–¿Y eso qué es? –me pregunta Bonnie golpeando con la punta de su zapato bicolor mi caja de recuerdos.

–Son las cartas que he comenzado a ordenar, antiguas cartas de los tiempos de Simon, de los tiempos en que vivíamos juntas, tú y yo, y nos íbamos de juerga con Joan...

–¡Ah! Joan va a pasarse por aquí en cualquier momento. Viene a llevarse el pequeño escritorio japonés lacado que me prestó...

–¿Y cómo se lo va a llevar?

Bonnie me mira como si fuera una retrasada mental.

–¡Su chófer! Lo guardará en el maletero del coche. Tiene una limusina...

¡Chófer! ¡Limusina! Sabes lo que son, ¿no?, parece decirme Bonnie abriendo desmesuradamente los ojos.

Me meto en la ducha para no tener que responder y dejo correr el agua para calmar mi enfado. Es extraño, Bonnie es una de esas raras personas que hacen aflorar en mí un complejo de inferioridad o, peor aún, un sentimiento de fracaso permanente.

Soy una fracasada.

No hago nada bien.

Nunca hago lo suficiente.

Ella lo sabe.

Y yo debería escucharla.

Esos son los cinco mandamientos con los que me sermonea regularmente.

Desde que la conozco Bonnie me da consejos con aire severo, me indica cómo comportarme, lo que debo pensar, lo que hubiera convenido que hiciera. Se aprovecha de los pocos años que me saca para darme lecciones. Look, my dear, dice agitando el índice, has cometido un gran error ahí. Señala con el dedo, con la gélida autoridad de una vieja institutriz, cada uno de mis supuestos errores, los analiza, los disecciona. Esa costumbre tiene el don de sacarme de quicio y, al mismo tiempo, intrigarme.

¿Por qué esa ansia de catalogarme? Uno no vilipendia en casa ajena más que aquello que codicia. ¿Qué riqueza oculta tengo bajo mi subsuelo interior que se le escapa? Es un misterio, una intriga policiaca que me interesa lo suficiente como para no mandarla a la porra hasta averiguar algo más. Cada vez que estoy a punto de quemarme, cuando creo haberlo encontrarlo, de pronto el misterio se desvanece, dejándome desamparada.

Trató de contemporizar. Me armo de paciencia como un buen detective y me marcho, lupa en mano, a la búsqueda de nuevos indicios.

Cuando vuelvo al dormitorio, Bonnie está delante de mi despanzurrada caja de cartón tratando de empujarla a un lado.

–¿Tiramos todo eso? –me pregunta dándole un puntapié.

Le lanzo una mirada indignada mientras empiezo a vestirme.

–¡Si es toda mi vida pasada...!

–Entonces date prisa en ordenar. No es el momento de ponerse sentimental. Ya es un poco tarde para eso, ¿no crees?

Se gira sobre sus talones y se marcha a reprender a Carmine.

Una vez más, su brutalidad me indigna. ¡Tienes suerte de tener una imagen de recambio!, mascullo entre dientes observando la caja desvencijada. La patada de Bonnie la ha reducido a calabaza. Los fantasmas que encierra se han convertido en ratas de alcantarilla.

¡Simon! ¡Louise! Socorro...

Entonces el fantasma de Louise desciende del cielo con un manto rosa y viene a posarse a mi lado, sobre la gran cama tamaño gigante, entre los cojines bordados.

–Sé lo que sientes –dice el rostro afilado de ojos negros y líquidos–. En 1940, cuando regresé a vivir a Wichita, a casa de mi madre..., un día en que estábamos limpiando su escritorio y vaciábamos los cajones, ordenando papeles, ella sacó un viejo fajo de cartas y fotos mías y me preguntó, con el brazo ya dispuesto a soltarlas en la papelera: «¿Tiramos todo esto, Louise?». Me tambaleé. «Todo esto» era mi vida, mi gloria pasada de la que la creía muy orgullosa. Las sostenía encima de la papelera sin ninguna consideración. Me quedé estupefacta. Ya te he contado las grandes humillaciones que me infligieron Harry Cohn y Schulberg, pero ese día mi madre me hizo tanto o más daño que ellos. Y, sin embargo, no fue nada... Cuatro palabras, una entonación... «¿Tiramos todo esto, Louise?». Pensé que nunca jamás recuperaría el aliento. Y no era tanto por las fotos, como puedes imaginar, como por las cartas... Esas cartas eran mi orgullo, a lo que me aferraba para continuar erguida, la pequeña parte de dignidad que Hollywood no había podido pisotear. ¡Escribir, escribir! Resumir en mil palabras un personaje, un hecho, una aventura, me pasaba horas buscando el término exacto, construyendo las frases, desplazando un punto, una coma. Le había enviado muchas veces cartas de mil palabras. Cartas de las que estaba bastante orgullosa o, al menos, cartas que, cuando las había terminado y las releía, me daban otra imagen de mí misma. La imagen de una escritora... ¡Y ella hablaba de tirarlas a la basura como los prospectos de un gran almacén! Le lancé las cartas a la cara, la insulté, se desplomó sujetándose el corazón, gimiendo que yo era la cruz que debía soportar toda su vida, un doloroso fracaso para toda la familia... Bajé a toda prisa las escaleras y me marché a beber a un bar hasta perder el sentido, hasta que el recuerdo de esa escena se disolvió entre las brumas del alcohol. Cuando volví a casa, mi madre había hecho venir a una vecina que le sostenía la mano consolándola y me lanzó una mirada asesina. Mi madre tenía el don de hacerse compadecer. Quería ser siempre el centro de atención: había que quererla, admirarla, serle absolutamente devota, obedecer la menor de sus órdenes. Y lo peor fue que después de haberla insultado, de haber vaciado mi corazón de toda esa bilis que había acumulado contra ella, me ponía a cuatro patas para fregar los suelos de parqué, para limpiar los cristales, rascar el horno o lavar la vajilla. Ella me despreciaba por haber fracasado en Hollywood, me despreciaba por no haber hecho un buen matrimonio. Decía que de haber estado en mi lugar habría triunfado. La verdad era que siempre se había negado a ser madre. Se lo había advertido a mi padre: no le importaba tener hijos, pero estaba fuera de toda discusión que tuviera que ocuparse de ellos. Practicaba en su piano mientras nosotros crecíamos a la buena de Dios. Dejó que sus «cuatro chiquillos chillones» –así es como nos llamaba– se desenvolvieran solos. Incluso me mandó sola a Nueva York cuando tenía dieciséis años. ¿Te das cuenta?

Lo sé, lo sé, Louise, conozco esa historia de memoria. Es la tuya, es la mía, es la de todos los niños que cargan con los sueños insensatos de madres amputadas que dejan el peso de su ambición sobre las espaldas de sus hijos. No se sale nunca indemne de esas madres insatisfechas que confunden el amor y la ambición. Como también sé lo duro que es crecer sin apoyarse en el amor incondicional de una madre, esa base de hormigón que constituye los cimientos de un niño. Toda tu vida buscando la aprobación y, cuando por fin te la conceden, la mandas a paseo porque te han privado de tus primeros ideales.

El fantasma rosado de Louise se arrastra todavía un momento por la habitación. Se vuelve a ver como una niña, dando furiosos golpes con el pie para que su madre la escuche... «Mamá, mamá, debes escucharme...». «Déjame, Louise, ya ves que estoy ocupada». «Pero es que tú siempre estás ocupada...».

Imagino a esa niña pequeña plantada delante del piano, a esa niña a la que le habría gustado recibir... simplemente un beso.

Simplemente un beso...

Bésame, mamá...

Bésame...

Esas palabras que nunca se atrevió a pronunciar se convirtieron en garras afiladas con las que arañaba el rostro de aquellos que querían amarla.

Pero a esos que no la querían... ¡Ah, cómo se precipitaba sobre ellos! ¡Mierda, mierda, mierda! Me lancé en los brazos de gente mezquina. Siempre me he sentido atraída por la gente mezquina... Y añade levantando la barbilla: he sido una verdadera zorra, ¿sabes...?, tan mala, tan mala... En cuanto sentía que me querían...

La voz se apaga. Las últimas palabras son apenas inteligibles. El fantasma de Louise se desvanece lentamente, su bata descolorida se disuelve entre las colgaduras rosas de la habitación de Bonnie. Agita una mano hacia mí...

Y regresa a la caja de recuerdos.

¿Entonces nunca nos curaremos, Louise?, le pregunto para retenerla. Nunca, nunca, son las últimas palabras del fantasma. Podemos entender, perdonar, pero no nos curamos nunca...

–¡Joan está aquí! –grita Bonnie–. Pero ¿qué haces ahí parada soñando despierta? ¿Y qué pasa con Soraya? ¿Cómo quieres que haga la limpieza? ¡Ponte en marcha, por amor de Dios! ¡Muévete un poco! Hi! Joan...

Su voz se vuelve dulce y alegre para recibir a Joan.

Se abrazan, se besan, Joan tiene mejor aspecto que hace dos días.

–¿Estás mejor?

–¡Ah, sí...! ¿Lo dices por esa historia del artículo difamatorio del Daily News? ¡Está solucionado! Han publicado un desmentido. ¡Menos mal! ¡Me alegra mucho volver a verte!

Joan parece sincera. José, su chófer, pregunta qué mesa tiene que llevarse. Es un hombre apuesto, con el acento cálido y cantarín de los cubanos, grande, moreno, con la piel un poco picada. Joan ha seguido mi mirada apreciativa y me murmura: «No está mal, ¿eh? Todas mis amigas me envidian». Y sus labios hinchados se retraen en una sonrisa de caníbal satisfecha. La sonrisa de Joan. Han pasado veinte años desde que recorríamos las calles de Nueva York, con la barbilla bien alta, escrutando a los chicos como a presas a las que atrapar.

–¿Quieres decir que...?

–¡Estás loca! No... Solo decía que...

Mira a Bonnie y ambas se echan a reír, unidas por una complicidad de la que me siento excluida.

Ya no tenemos las mismas reglas de juego. Antes, estábamos en igualdad. Joan, Bonnie, Angela, nada que perder, todo por derribar. Le hacíamos un corte de mangas a las buenas maneras. Destacábamos en un juego estúpido que consistía en reunir cada una, en un bar, la misma noche, el mayor número de amantes. Una noche en la que estábamos empatadas, tres por cabeza, Joan se bajó del taburete del bar, arrastró a un joven camarero a los baños y regresó con una sonrisa victoriosa en los labios: ¡para mí, suman cuatro! Ahora ya se han aplacado. Lucen modales de señoras respetables, fachadas impecables, limusinas, un chófer.

¡Aplacadas! ¡Fachadas! ¡Señoras respetables! ¡Esa es mi desventaja! La debilidad que Bonnie fusila con su mirada. ¡Y la que me envidia! Yo no estoy en absoluto aplacada, aún traspaso una y otra vez la frontera. No he renunciado a cambio de envolverme en una dignidad de aparente sensatez. No he sabido tejer esa bella aureola que las recubre de un estatus social irreprochable, pero que, al mismo tiempo, las deja en el arcén de la vida. ¿A qué precio? El deseo se ha evaporado. Las antiguas depredadoras se aburren en esa respetabilidad mientras que yo vagabundeo, libre, desgarrada, al acecho de un bandido, de un caballero negro que me lleve a lomos de su corcel.

Gracias, fantasma de Louise... Acabas de infiltrar tu pensamiento en el mío con un simple aleteo de gasas blancas.

Es maravilloso vivir con los muertos. Están ahí cuando uno los llama. Te dan la réplica, te escoltan, te protegen. Hay muertos a los que no se debería matar nunca.

El teléfono suena de nuevo, Bonnie descuelga y frunce el ceño. Joan la recrimina con un gesto de su mano, no se debe fruncir el ceño, jamás, eso provoca arrugas... Bonnie obedece y tensa la frente. No, no, no la entiendo, debe de estar equivocada, dice antes de colgar el aparato. Se encoge de hombros. Una historia de una carta, dice, no he entendido nada, debe de ser una confusión. ¿Vas a ir el sábado a la ópera, a la velada ofrecida por Leonard en honor de ese bailarín cubano del que toda la ciudad está enamorada?, le pregunta a Joan ajustándose la cintura de la que se ha amputado dos costillas. Si vas con Jimmy me uniré a vosotros, responde Joan ahuecando sus cabellos. Ya no sé qué hacer con mi pelo, tendría que ir a ver a William. Hazlo, William es un artista, mi vida ha cambiado desde que se ocupa de mí, ya viste lo natural que me quedó lo que me hizo la última vez y, además, en el piso de abajo está esa chica, Wanda, que te pone las inyecciones de Botox mientras el tinte se fija... ¿Una carta, qué carta?, pregunto, jadeante. ¡Oh, no lo sé! Era una equivocación, ya te lo he dicho, una equivocación...

Entro en el dormitorio y llamo a Candy.

–¿Candy? Soy yo...

–La carta ha vuelto.

–Pero ¿cuándo?

–No lo sé... A esta hora esto es un caos. Me incliné para agarrar mi bolígrafo, que había salido rodando, y allí estaba, entre el mostrador y la caja...

–¿Hay algo dentro?

–Un momento. Voy a mirar...

Aguardo mordiéndome la piel de las uñas. No he cerrado el sobre, lo dejé abierto para demostrar mi confianza en Candy.

–Está tu nota..., eso es todo.

–¿No hay ningún garabato por encima?

Escucho cómo da la vuelta a la hoja.

–No... ¡Mierda! El jefe... Te cuelgo... ¡Hasta esta tarde!

Cuando regreso al salón, Joan y Bonnie están agachadas bajo las luces del espejo y comparan sus arrugas. Se examinan la piel, alzan un párpado, tiran de una mejilla, descubren sus encías. Parecen dos chalanas en una feria de ganado.

¿Me estiraré yo también la piel el día en que la edad se me eche encima?

¿Me rellenaré de silicona para parecerme a un joven unicornio?

¿Tendré miedo de mi sombra, caminaré pegada a la pared prohibiéndome mirar de reojo a los jóvenes fornidos y apetecibles?

Bonnie y Joan se han puesto las gafas y buscan en su agenda fechas para un posible fin de semana en los Hamptons. Joan tiene una propiedad en Bridge Hampton. Le gustaría agrandar su salón, pero prefiere dejarlo para más adelante. Ahora no es momento de hacer obras. Nunca se sabe, podría declararse una guerra. En tal caso, tendría que refugiarse en su mansión del campo, lejos del devastado Nueva York. Hago notar mi asombro y ellas se explican: tú no te das cuenta porque no vives aquí, pero la mentalidad ha cambiado mucho desde el 11 de septiembre. El miedo siempre está presente. Ya no tenemos esa despreocupación de antes, vivimos en estado de guerra... Tengo un sobrino de dieciséis años que habla de enrolarse en los marines y marcharse a defender a su país, continúa Joan. Está deseando matar árabes. Desde el derrumbamiento de las Torres Gemelas, tiene pesadillas por la noche, tartamudea, ha aprendido a utilizar un arma, sigue cursos de entrenamiento militar una vez al mes. Por Navidad su padre le ha prometido el último modelo de fusil telescópico.

–¿Un fusil telescópico? ¡Eso no es ningún juguete!

–Pero se puede comprar como si lo fuera... Ya conoces el problema con la venta de armas en este país. Cualquiera puede comprarse un arma. Ya sé que es una locura, pero así es. Es la ley...

Joan y Bonnie se quedan durante un instante en silencio y luego continúan con su cháchara. No hace falta pensar demasiado. Es deprimente. Como destaca Jesse, el protagonista de El fin de un primitivo, de Chester Himes: «Piensas demasiado, amigo mío. Es malo para la salud. Y además, es antiamericano».

Mi caja de recuerdos continúa en medio de la habitación.

Virgile aún no ha regresado.

Y si no vuelve, ¿a quién tengo que avisar?

Mi imaginación se embala, morbosa.

Si le pasara alguna cosa... ¿qué haría con su cuerpo?

Imagino el cadáver mutilado de Virgile hallado en algún solar perdido de las avenidas A, B, C... Un día me comentó que no quería dejar nada de él, si muero quiero que me incineren... Sí, pero, si mueres, yo no podré decidir nada, no formo parte de tu familia, ni siquiera la conozco. Me doy cuenta de que no sé nada de Virgile.

–No me has respondido –insiste Bonnie como si leyera mis pensamientos–. ¿Qué hace tu amigo para ganarse la vida?

–¡Ah! ¿Has venido con un amigo? –dice Joan, interesada–. ¿No vas a presentárnoslo?

–No es mi amigo, es un amigo.

–¿Y a qué se dedica?

–Es paisajista. Arquitecto paisajista –enfatizo para impresionar a Bonnie–, diseña parques, jardines, fuentes, laberintos...

–¡Laberintos! ¡Debe de ser un hombre muy misterioso! –exclama Joan.

Muy misterioso... y siento un nudo en la garganta. No tenía idea de hasta qué punto era misterioso Virgile. Estoy empezando a comprenderlo. Nunca me ha mostrado ninguna de sus obras. Me ha hablado de ellas, pero nunca he visto nada con mis propios ojos. Compra libros sobre árboles, plantas, flores, gramíneas, pero me lee la Ilíada y la Odisea. Desconozco la fecha de su cumpleaños, su lugar de nacimiento. Me concentro para tratar de recordar su apellido. Con el nombre de Virgile me basta. No le conozco amigos, ni amores. Siempre está disponible para mí. Todo su tiempo libre es para mí. ¿Y yo? Yo tomo sin pedir nunca nada. No tengo tiempo para hacer preguntas, y él nunca para de dar. Me colma, me ceba para que, una vez saciada, ya no tenga fuerzas para preguntarle, para investigarle. Todo lo que sé lo he adivinado, construyéndolo pacientemente a partir de pequeños indicios. Mi imaginación ha hecho el resto.

Perdida en mis pensamientos, no oigo cuando Soraya entra. Advierto que Bonnie se levanta, a Joan que se endereza y se vuelve hacia la entrada. Pasan varios segundos antes de que me dé la vuelta y reconozca los ojos verdes y tristes de Soraya que me sonríen desde lejos. «Hello, miss... I’m happy to see you». La palabra happy suena falsa en su boca. Viniendo de ella carece de sentido.

Me levanto y la abrazo. Me estrecha contra sí y luego se rehace y me sonríe tristemente. No me atrevo a preguntarle cómo le va. Hay personas, como ella, a las que hacerles esa pregunta revela más crueldad mental que una simple fórmula de cortesía.

Soraya deja su bolso en la mesa del rincón del comedor y pregunta a Bonnie por dónde quiere que empiece. Por el dormitorio, Soraya, hay que hacerlo a fondo. Corro a esconder la caja de recuerdos en una esquina, entre la pared de la habitación y la cama. Bonnie no la verá más y se olvidará.

Ya la ordenaré más tarde.

Más tarde...

Entonces... me acuerdo de Virgile, del día que llegamos... Cuando telefoneó a su ayudante. Habló de facturas, de porcentajes, de planes que seguir, de volumen de negocio, comparándolo con las cifras del mes anterior, del año anterior. Me quedé sorprendida por su tono seco y cortante. El auténtico tono de un jefe. Dejé de pasar las bandejas de cubitos de hielo bajo el grifo porque el ruido del agua me impedía escuchar lo que decía. Fue el tono lo que me dejó petrificada. ¿Quién es ese hombre que habla tan fuerte en la habitación de al lado? ¿Que baraja cifras y se impacienta? Me quedé quieta, una mano en el aire, la otra apoyada sobre el borde del fregadero, y luego me encogí de hombros. Tal vez sea necesario para los negocios. Está intentando suplir su ausencia adoptando el tono de un jefe que dirige a sus tropas, incluso desde lejos.

Me dije todo eso para tranquilizarme, para borrar la leve inquietud que había sentido.

Para tranquilizarme...

No era la primera vez que Virgile hacía nacer la inquietud en mí. Cada vez que eso ocurría, me callaba. Por miedo a perderle. Por miedo a verme frente a esa cólera violenta, reprimida, gélida, pero muy presente, como la que se había apoderado de él la otra mañana, cuando le conté que había vuelto a ver a Mathias. Un destello fugaz de odio, de rabia, que me paralizó. Ir más allá exigía un valor del que carecía...

¿Por qué?

Temía ofenderle, herirle con mis preguntas, mis sospechas.

Pero también me temía lo peor...

Imaginaba lo peor porque lo imaginaba capaz de todo.

Recuerdo... un día. Yo había llegado a casa un poco antes de lo previsto, era al final de la tarde, había girado la llave en la cerradura y, sorprendida por no escuchar ningún ruido de la tele encendida o de algún CD sonando, me había dirigido de puntillas hacia el salón...

Avanzaba dispuesta a encontrar a Mathias dormido o comiendo sandía helada, a Virgile leyendo o estudiando algún mapa de carreteras. Con mis brazos llenos de paquetes, intrigada, excitada por haber hecho tantas compras, estaba a punto de gritar: adivinad lo que he encontrado en las rebajas de H&M, he comprado cosas para todos.

Empujé suavemente la puerta y sorprendí a Mathias y a Virgile, sentados, muy erguidos, en el sofá del salón, en total silencio.

Sorprendidos en total silencio. Son las palabras exactas, porque ese silencio no tenía nada de natural. Tenía el aspecto de una cama con las sábanas deshechas tapada por una colcha, tapando un secreto...

No hablaban, se mantenían a una buena distancia, con la espalda muy recta, y me dije, lo recuerdo bien, me pregunté: ¿quién se sienta así de erguido en un sofá hoy en día?

Dejé caer los brazos y los paquetes. Me quedé callada.

Todas esas zonas oscuras que no quería explorar. Se es crédulo cuando se ama. No queremos aprender nada que perturbe la maravillosa idea que nos hacemos del otro. El otro, al que siempre repintamos en oro... Es el amor el que lo exige.

Y ahora lo repinto de negro. Todo me parece sospechoso. El gran lápiz en mi mente se ha convertido en un testigo de cargo que escupe veneno.

Es preciso que salga. El espectáculo de la calle me hará bien, pondrá mis ideas en orden.

–Ya casi he terminado –le lanzo a Soraya que entra en la habitación–, solo serán dos minutos, lo que tarde en encontrar mis zapatos que deben de estar bajo la cama. Después la dejaré tranquila... ¡Ah, y no toque esa caja de ahí!, ya la arreglaré más tarde...

Ella asiente y empieza a limpiar el tocador, vaporizando un líquido con amoniaco sobre el cristal que lo recubre. Sujeta el producto con el brazo extendido y lo apunta sobre la superficie a limpiar como si manejara una pistola. Cuidado, le digo sonriendo, va a salpicarlo todo. Sacude la cabeza y continúa rociando generosamente el tocador. Asqueada por el olor del amoniaco, giro la cabeza, pero luego vuelvo a mirarla.

–Ahí está mi pasaporte, mi billete de avión y los de mi amigo, no los salpique, por favor. No podremos volver a casa si están todos mojados...

No debería haber dicho «a casa». Es cruel para Soraya que fue expulsada de su país. Estoy a punto de corregir mi frase, pero ella sonríe, se inclina sobre el tocador, y empieza a frotarlo.

–Pondré cuidado, miss, pondré cuidado. Voy a quitarlos de ahí mientras limpio... Pero, miss, fíjese. ¡Aquí no hay más que un pasaporte, un billete de avión!

–¿Cómo que un pasaporte? ¡No ha debido de mirar bien!

–Claro que sí...

Señala con el dedo mi pasaporte, mi billete de avión, colocados detrás de los rulos calientes de Bonnie.

–Yo acabo de entrar, no he tocado nada, ¡se lo juro!

Observo el billete y el pasaporte que me tiende como prueba de su buena fe.

–La creo, la creo –balbuceo dejándome caer sobre la cama.

¡Se ha marchado! ¡No es posible! Debió de venir ayer por la tarde, mientras yo estaba en Saks en la sección de vestidos negros en compañía de Louise.

Me precipito al armario donde habíamos colocado nuestras cosas: las suyas ya no están. Ni tampoco su maleta, ni sus zapatos, ni la pila de guías que había comprado para conocer la ciudad.

Se ha marchado.

Echo un vistazo a la caja arrinconada entre la cama y la pared, llamo al fantasma de Louise. Ha sido culpa mía, ¿no?

Un día Mathias me preguntó qué me habían hecho cuando era pequeña para que hubiera salido tan desconfiada. ¿Por qué no puedes nunca confiar en las personas, ni siquiera en las que te quieren, y ves el mal por todas partes? Dímelo, dímelo...

No fui capaz de decírselo.

Me había encerrado en mi secreto, tan secreto que casi había conseguido olvidarlo. Olvidado cuando había que encontrar las palabras para expresarlo, pero no tanto como para borrar la huella que había dejado en mí.

Hay cosas que no se pueden contar jamás, no solo porque son terribles, no, no –siempre acabamos acostumbrándonos a lo peor, acabamos por endurecernos, por vivir al lado de esas cosas horribles, tan horribles que, a veces, sospechamos que ni siquiera han existido de lo imposibles que parecen–, sino porque, cada vez que las contamos, las revivimos con tal fuerza que, una vez más, nos sentimos abrumados por la tristeza.

Esa es la razón por la que Virgile ha huido: le he abrumado de tristeza. No hay palabras cuando la tristeza es tan fuerte.

Huimos, nos revolvemos, nos debatimos, pero no decimos nada.

Nos refugiamos en una ratonera, esperamos a que pase el tiempo. A que el silencio recubra la ofensa. La ofensa permanece viva, escarlata, igual que una cicatriz lista para sangrar si la raspamos. Pero si no lo hacemos, aprendemos a vivir con ella. Basta con no utilizar las palabras que la harían aflorar.

Carmine vuelve a entrar llevando la escalera de mano como si fuera un candelabro de ocho brazos. Me lanza una mirada llena de reproches cuando planta la escalera junto a las cortinas. Me ato los cordones de las zapatillas y reflexiono. Debe de haber visto a Virgile la tarde anterior. Le hago la pregunta y responde lacónico que sí, que le vio. Multiplico mis preguntas y, entre una respuesta lacónica y otra, reconstruyo poco a poco el hilo de los acontecimientos. Le vio entrar y salir, un rato después. Vio el taxi que cogió hacia las nueve y media delante del edificio. Vio el fajo de billetes que desenroscó para dejarle veinte dólares de propina a él y veinte a Walter. El pasaporte y el billete que se metió en el bolsillo y que sobresalían. No pudo escuchar la dirección que le indicó al taxista. Habría tenido que salir a la acera y pegar la oreja... ¿Es posible que haya tomado el avión? ¿Que haya regresado a París? ¿O se habrá instalado en un hotel de Manhattan?

Me habría gustado retomar el interrogatorio de Carmine, pero no me atrevo. La pregunta que dudo si hacer golpea en mi cabeza. Si tuviera delante de mí a Walter, el bonachón, le hostigaría hasta que me contestara: en fin, qué se le va a hacer, honey, eso es todo lo que sé, no he visto nada más o, por el contrario, sí, lo vi claramente y estaba...

¿Estaba solo o acompañado? ¿Hombre? ¿Mujer?

Mientras que desconfío de la crueldad perezosa y sutil de Carmine, porque es capaz de tejer una delicada urdimbre alrededor de la marcha de Virgile para hacerme temblar, para darse importancia, para concederse una ligera revancha sobre ese oficio de portero que detesta. Giro una y otra vez la lengua dentro de mi boca. Si no quiero que me mienta y me atormente, tendré que pillarle por sorpresa cuando tenga los brazos cargados con las pesadas cortinas y esté en equilibrio sobre la escalera. Entonces no tendrá tiempo de pensar, no tendrá tiempo de cocinar una respuesta que me torture.

Así pues, espero a que suba por la escalera oscilante, a que recupere el aliento en el último peldaño, que contemple los pliegues largos y planos de las cortinas, extienda un brazo y luego el otro... ¡Dios, mira que es lento! Suelta los ganchos uno a uno, vacila, se agarra a la barra de la escalera, se recupera y, mientras resopla con el peso de las cortinas, me acerco y le pregunto como si nada, como si acabara de olvidar un pequeño detalle: ¿estaba solo o acompañado?

Tenía razón. Concentrado en su esfuerzo titánico, deja escapar un «solo» en un suspiro ronco y exhausto.

Le sonrío. Gracias, gracias, Carmine, siento ganas de decir. Gracias por haber espantado esa horrible imagen que me persigue desde ayer. La imagen que me ha hecho dudar, que me ha hecho imaginar lo peor, sumiéndome en la duda más letal.

Pero ante la sonrisa aliviada que asoma en mi cara, Carmine se rehace y añade, preocupado, frunciendo las cejas: me pregunto si no tendría a alguien esperando en el taxi... ¡Es posible, pero no estoy seguro! Veamos, veamos..., es posible, en efecto. Y me lanza una mirada penetrante y astuta, falsamente consternada. Pero ya no me acuerdo. Era tarde, se había hecho de noche...

Entonces doy media vuelta y le dejo con su bilis y sus cortinas para marcharme a la soleada calle.

Me topo con Joan en la entrada. ¿Te llevo a algún sitio? Titubeo y luego le respondo que no, que prefiero caminar. Tengo la costumbre de resolver mis problemas mientras ando. Y además... necesito estar sola. Le doy las gracias, grito un hasta luego a Bonnie y a Soraya, acompaño a Joan hasta la acera y mientras ella se desliza en su largo vehículo negro en el que José mantiene la puerta abierta, yo clavo los talones en el asfalto caliente de Nueva York y pongo rumbo hacia el vendedor de periódicos. Volver al curso medio, a hablar de gramática, del vocabulario, del empleo del pasado compuesto, del pez que no nada nada, del misterio de Juliette Binoche, me hará bien.