Pataliputra. Capital del Imperio gupta

 

1

 

Al primer encuentro que Madhuk y Sarasvati mantuvieron en palacio, le siguieron unos cuantos más.

Para ultimar los detalles de su plan, la coordinación entre ambos resultaba crucial conforme más se acercaba el momento de rematarlo. Cada vez que Sarasvati acudía a su cita semanal con el astrólogo para asegurarse de que este cumplía con su parte del trato, ambos hermanos aprovechaban para verse después en un rincón apartado del jardín. Todo se precipitó cuando por fin se les presentó la oportunidad de culminar, para bien o para mal, su tan ansiada venganza.

Ya conocían la fecha exacta del calendario: el día en que Sarasvati actuaría por vez primera ante el emperador. Las infinitas horas de ensayo habían dado sus frutos. Purumitra la consideraba preparada y pensaba que ya estaba a la altura de las mejores bailarinas del harén. Sin embargo, su sola intervención resultaba insuficiente para ejecutar el plan trazado. La presencia de Madhuk en el acto se hacía igualmente necesaria. A tal efecto, el muchacho finalizó la composición en la que llevaba semanas trabajando y se la entregó a Kalidasa confiando en su buen hacer.

El ilustre poeta la leyó y se quedó maravillado.

—Tal y como te había prometido, dejaré que tú mismo se la recites al emperador. Estoy seguro de que tu oda lo complacerá enormemente.

Además de agradecerle su confianza, Madhuk se atrevió a pedirle algo más. Deseaba acompañar la declamación de su poema con los acordes de una vina, así como con los movimientos de una bailarina, que se limitaría a danzar al modo de las serpientes encantadas. La propuesta resultaba tan atrevida que precisamente por ese motivo Kalidasa decidió apoyarla. El ardid de Madhuk había dado resultado. Su intervención tendría lugar a continuación de la de su hermana, que además sería la bailarina que elegiría para que lo acompañase durante el acto.

En su último encuentro previo al momento que tanto tiempo llevaban esperando, Madhuk y Sarasvati repasaron las acciones que cada uno de ellos tenía que efectuar por separado, para evitar que el menor error diese al traste con el plan que con tanto esmero habían urdido durante años.

Había llegado la hora de la verdad.

 

 

A lo largo de las últimas semanas se habían producido numerosos cambios en la corte de los Gupta, que de forma directa o indirecta habían afectado personalmente al emperador.

El más importante de ellos, sin duda, había sido la muerte de Bhanugupta. Y, si bien era cierto que la relación entre ambos hermanos nunca había sido buena, este tampoco se merecía el violento final que Dattadevi le había dado. A Bhanugupta se lo honró con un funeral de Estado y su cuerpo fue incinerado envuelto en los auspiciosos mantras de un centenar de sacerdotes brahmanes.

Ante la pérdida de su hermano, Kumaragupta hizo llamar a Harshul para que lo sustituyese en el cargo de mahamantrin. El veterano general formaba parte del consejo desde hacía incontables años y su larga experiencia como mahasenapati podía servirle de gran ayuda ahora que los tiempos de paz comenzaban a quedar atrás y una etapa de conflictos se divisaba en el horizonte más cercano. Por un lado, ya no cabía duda alguna de que la guerra contra las pushyamitras se prolongaría durante años. Y, por otro, los hunos blancos seguían constituyendo una seria amenaza, aunque de momento no mostrasen signos claros de que fuesen a invadirlos a corto plazo. La vía diplomática que mantenían abierta con Khingila, cuya actitud resultaba cada vez más ambigua y menos predecible, tampoco parecía conducir a ninguna parte. Por todo ello, el grueso del ejército indio continuaba apostado en la frontera, con el consabido problema de la imposibilidad material de proteger la totalidad de su perímetro.

Harshul había aceptado el cargo de mahamantrin porque no podía aspirar a un honor mayor. No obstante, lo apenó tener que alejarse del campo de batalla, desde donde hasta entonces había comandado a sus tropas en la guerra con los pushyamitras, pues su nuevo puesto lo obligaba a permanecer en Pataliputra para dirigir las reuniones del consejo y gobernar mano a mano con el emperador.

Por otra parte, Kumaragupta no lamentó en absoluto la muerte de Dattadevi, pese a lo mucho que en un momento determinado de su vida llegó a querer a su primera esposa. Ahora, incluso, se arrepentía de haberle dado una segunda oportunidad tras su magnicidio frustrado. Si la hubiese mantenido encarcelada o si al liberarla hubiese al menos ordenado su destierro, a día de hoy su hermano aún seguiría con vida. Además, sus delirantes afirmaciones habían contribuido a provocar un enorme revuelo en la corte, del todo injustificado. Acusar a Bhanugupta de haber asesinado a su propia sobrina no se sostenía por ninguna parte. Si un hombre hubiese entrado en el harén, habría dejado un rastro imposible de ocultar. La investigación realizada en su día había descartado un posible crimen y apuntaba al suicidio como la causa más probable de la muerte. La obstinación de Dattadevi negándose a aceptar el trágico final de su hija y el sentimiento de culpa que debió de consumirla por no haber podido evitarlo la habían llevado a perder la cordura y a buscar culpables donde no los había. Kumaragupta, sin embargo, no estaba dispuesto a alimentar dicha obsesión.

La marcha definitiva de Abhimanyu, que se había propuesto alcanzar el moksha en la última etapa de su vida como sannyasin, también había supuesto un notable cambio en el entorno más próximo al emperador. El nuevo purohita llevaba poco tiempo en el cargo, aunque era un sacerdote habitual de la corte que había intervenido en todos los grandes actos de signo religioso celebrados en los últimos años y que también había participado en la educación de Skandagupta. De trato afable y edad similar a la de Kumaragupta, estaba comenzando a ganarse poco a poco la confianza del emperador, debido principalmente al carácter tolerante que siempre lo había caracterizado. Con todo, este aún prefería compartir sus tribulaciones espirituales con Padmabandhu, pues la filosofía del monje budista estaba probando ser más efectiva en su lucha interna contra los fantasmas del pasado, que de vez en cuando aún le atormentaban el sueño. De hecho, fiel a su nueva forma de pensamiento, Kumaragupta había delegado en Harshul todas las decisiones concernientes al ámbito militar, para así mantener su espíritu alejado de los violentos conflictos bélicos.

De cualquier manera, desde el inicio de su reinado Kumaragupta ya se había acostumbrado a lidiar con todo tipo de dificultades, propias de un imperio en continua transformación. Y, con independencia de las circunstancias, su filosofía no había cambiado: las personas pasaban, pero por encima de todas las cosas el imperio debía prevalecer.

 

 

2

 

Aquel día, después de una intensa jornada de trabajo pasando revista a las tropas, recibiendo delegaciones de reinos vasallos y extranjeros, y presidiendo una vista pública junto al nuevo purohita, Kumaragupta se había reservado toda la tarde para disfrutar de sus artes favoritas: la danza y la poesía.

La primera actuación correría por cuenta de un grupo de ganikas, entre las cuales había una cara nueva que, según le había asegurado Purumitra, poseía un don natural para el baile como pocas veces había conocido. Acto seguido, un joven poeta intervendría para recitarle una larga oda que había compuesto para él y que, en opinión de Kalidasa, que había sido su descubridor, le sorprendería no solo por su belleza, sino también por la originalidad de sus versos.

El inmenso salón del trono parecía desierto, porque solo un selecto grupo de cortesanos asistiría al espectáculo organizado para el rey. Estos se hallaban dispuestos en corrillos pequeños, recostados sobre suaves cojines y mullidas alfombras, atiborrándose de frutos secos y licor de mango y manzana.

Savitridevi y algunas de las concubinas de su círculo más cercano también se hallaban presentes. La reina necesitaba un respiro después de no haberse separado de Skandagupta en toda la mañana, desde que el crío hubiese enfermado la noche anterior. Un cuadro de fiebre, vómitos y diarrea había movilizado al médico de palacio, que velaba por la salud del heredero con tanta o más determinación que si fuese la de su propio hijo.

Mientras las bailarinas recibían las últimas instrucciones del eunuco, Kumaragupta recorría uno por uno los diferentes corrillos de nobles, intercambiando unas breves palabras con ellos en un ambiente cordial y distendido. También había un grupo de poetas y dramaturgos encabezados por Kalidasa, que elogiaron hasta el infinito un breve poema que el propio emperador había escrito para darse a conocer en el mundo de las letras. Finalmente, Kumaragupta se acercó hasta el lugar que ocupaba su esposa, sin poder ocultar una sombra de preocupación en el rostro.

—¿Cómo está Skandagupta?

—Ahora duerme profundamente —explicó Savitridevi—. Pero me inquieta no saber lo que le ocurre.

—El médico necesita tiempo para llevar a cabo un diagnóstico.

—¿Y acaso no lo ha tenido?

—Tienes razón, pero cálmate, por favor. Nuestro hijo es fuerte, ya verás como se pone bien antes de que nos demos cuenta.

A continuación, Purumitra le susurró algo al emperador, que se dirigió al trono porque todo estaba a punto para que la actuación diese comienzo. Los músicos situados en un extremo habían afinado sus instrumentos, y las ganikas se habían colocado en la posición de inicio, quietas como estatuas. El silencio de los presentes era tan rotundo que competía con el que solía reinar en los campos de cremación.

La magia de la música se inició con la melodía de una flauta, a la que enseguida se sumó la percusión de los timbales, los acordes del sitar y el soniquete de los cascabeles que las bailarinas llevaban en los tobillos. Mediante un sinfín de gestos milimétricamente calculados, que comprendían las diferentes posturas del cuello, de la cabeza y de las cejas, los mudras que efectuaban con las manos y los movimientos de ojos, piernas y brazos, las bailarinas narraban una historia perfectamente articulada, con introducción, nudo y desenlace. En aquella ocasión, era la crónica del legendario Rama la que se representaba punto por punto a través de la danza: el modo en que consiguió la mano de Sita tensando el inmenso arco de Shiva. Su destierro al bosque junto a su esposa, urdido por su malvada madrastra. El rapto de Sita por el demonio Rávana. Y la guerra final contra este, tras cuya victoria las principales divinidades se aparecieron ante Rama y le revelaron su condición de dios.

Kalidasa contemplaba la actuación algo inquieto por culpa de Madhuk, que todavía no había llegado pese a que su turno estaba cada vez más cerca. ¿Dónde se había metido? Aquella misma mañana habían realizado un último ensayo y habían dejado atado hasta el más mínimo detalle. Si todo transcurría con normalidad, el éxito estaba garantizado.

Por fin, cuando la obra ya afrontaba su recta final, Kalidasa divisó al muchacho avanzar discretamente por un lateral de la sala. El ilustre poeta levantó la mano y le indicó que se sentase a su lado.

—Casi llegas tarde —le susurró al oído—. ¿En qué estabas pensando?

—Lo siento, pero molestias de última hora me han impedido llegar antes —explicó Madhuk frotándose la barriga.

Kalidasa asintió comprensivo. Actuar ante el emperador podía provocar ese efecto y otros parecidos.

Mientras tanto, el espectáculo de danza proseguía su curso bajo la atenta mirada de Kumaragupta, que parecía encantado con él a juzgar por la sonrisa que le asomaba en la comisura de los labios. Las bailarinas ejecutaban sus movimientos en perfecta sincronía, como si conformasen un solo cuerpo o una sola voz. Sarasvati se entendía bien con sus compañeras y acataba rigurosamente la enrevesada coreografía establecida, pero sin perder la esencia de su propio estilo, sensual y genuino, que impregnaba todos y cada uno de sus gestos. Nadie habría dicho que poco antes del inicio los nervios casi la habían paralizado, hasta que las primeras notas musicales surcaron el aire provocando en ella una inmediata transformación.

Al terminar, Kumaragupta prorrumpió en aplausos, a los que enseguida se sumaron todos los presentes. Purumitra se acercó al trono y recibió la felicitación personal del emperador.

—Sublime —elogió—. Y tenías toda la razón. Tu última incorporación posee algo difícil de explicar, pero que sin duda la hace brillar por encima del resto.

—Gracias, señor —repuso el eunuco con orgullo—. Me ha tomado mucho trabajo enseñarla, porque apenas sabía nada de la danza tradicional cuando ingresó en el harén. No obstante, ha puesto en su aprendizaje un enorme esfuerzo.

Purumitra se retiró con una reverencia y cedió el testigo a Kalidasa, que se puso en pie y tomó la palabra para anunciar la intervención de su pupilo.

—Descubrí a Madhuk en el torneo lírico de este año —explicó—, y su talento me sedujo de tal manera que al conocer su situación de desamparo no pude por menos que hacerme cargo de su educación. A continuación, Madhuk recitará una composición de su autoría, que acompañará con el cimbreante sonido de una vina y los movimientos de una bailarina de su elección.

El emperador asintió y Kalidasa se ocupó de los últimos pormenores. A los músicos les indicó que se retirasen porque su presencia ya no era necesaria, mientras Purumitra hacía lo propio con las ganikas, que debían abandonar la sala y regresar de nuevo al serrallo. Todas menos Sarasvati, que había sido la elegida para colaborar en la actuación del poeta.

Madhuk se avino a las instrucciones que le dieron y se situó a unos diez metros de distancia de Kumaragupta, como si fuese el acusado de una vista pública que estuviese a punto de realizar su alegato de defensa. A Sarasvati la ubicaron a la derecha de su hermano, trazando una diagonal en relación con la posición del trono.

Ambos cruzaron las miradas como si se viesen por primera vez.

Los asistentes fueron poniendo fin a las conversaciones que habían iniciado durante el receso, y pronto se recuperó el silencio que un acto de aquellas características requería. Kalidasa volvió a ocupar su sitio junto a los miembros de su gremio, los cuales estaban expectantes por escuchar al joven y prometedor poeta del que tanto habían oído hablar. Purumitra también era un enamorado de la lírica y se acomodó a la vera de Savitridevi para no perderse detalle de la siguiente actuación.

A Madhuk le temblaban las piernas y en la garganta se le había formado un tapón que le impedía hacer uso de las cuerdas vocales. Comenzó a tocar la vina para desprenderse de la ansiedad, y Sarasvati reaccionó de inmediato iniciando un suave contoneo al compás del hilo musical. Un minuto después, Madhuk recitaba de memoria el primer verso de su larga composición. Al principio su voz sonó trémula y arrugada, para adquirir enseguida un tono enérgico y rotundo, mucho más acorde con la magnitud de la situación.

La primera estrofa fue suficiente para cautivar a la audiencia y también al propio emperador. El enfoque que Kalidasa le había sugerido estaba dando un magnífico resultado, y nadie parecía advertir que a la finalización de cada cuarteta Madhuk avanzaba un paso, reduciendo así poco a poco la distancia que lo separaba del trono.

Entonces, cuando se encontraba a tres metros escasos del hombre más poderoso de la Tierra, supo que le había llegado la hora de intervenir. A partir de ese instante todo ocurrió tan deprisa que nadie tuvo tiempo de reaccionar. Madhuk se movió a la velocidad del rayo y plantó bajo la barbilla del emperador una daga que había permanecido todo el tiempo adosada en la cara posterior de la vina, oculta a ojos de todo el mundo. En un combate abierto, Kumaragupta habría acabado fácilmente con aquel enclenque muchacho, incluso aunque su rival esgrimiese un cuchillo y él fuese desarmado. Sin embargo, el asalto le resultó tan inesperado que para cuando quiso darse cuenta ya tenía el frío metal pegado al cuello, mordiéndole la piel.

—Ni se te ocurra mover un dedo —espetó Madhuk— si no quieres que te atraviese la garganta en menos de un segundo.

Kumaragupta obedeció sin oponer resistencia.

Algunos cortesanos se envalentonaron y se alzaron con los puños apretados, dispuestos a aproximarse para socorrer a su señor.

—Ordena ahora mismo que nadie se mueva del sitio o de lo contrario será mucho peor para ti.

—Haced lo que dice.

El emperador conservaba la calma pese a la gravedad de la situación. Si el joven poeta hubiese querido, ya lo habría matado. Por tanto, el que no lo hubiese hecho todavía indicaba que pretendía alguna cosa. Kumaragupta sabía que si actuaba con serenidad, aún tenía una oportunidad de salir con bien de aquello. Cada media hora, los centinelas que custodiaban la entrada al otro lado de la puerta se asomaban al interior para comprobar que todo transcurría con normalidad. Y, según calculaba, debían de faltar pocos minutos para que el gong del reloj de agua volviese a sonar, lo cual podría constituir su salvación. Los guardias no necesitaban acercarse para acabar con el asaltante, pues tan solo les bastaba el certero disparo de una flecha.

Los cortesanos acataron sin rechistar la voluntad de Kumaragupta. Ninguno de ellos tenía madera de héroe, y mucho menos aún si aquello implicaba poner en riesgo su propia vida en el proceso. No obstante, una persona decidió que no se quedaría de brazos cruzados. Savitridevi había jurado en más de una ocasión que, si fuese necesario, estaría dispuesta a sacrificarse por su esposo para evitarle cualquier mal. Y por todos los dioses que iba a demostrarlo.

Madhuk observaba por encima del hombro que ninguno de los presentes hiciese ninguna tontería. Sin embargo, en un exceso de confianza había descuidado el flanco que ocupaban las concubinas, de donde no esperaba que viniese ningún peligro. Savitridevi se percató de ello y, sin pensárselo dos veces, inició el paso con absoluto sigilo, con intención de sorprender a Madhuk por la espalda y sujetarlo por el brazo que sostenía la daga, para que el propio Kumaragupta pudiese hacer el resto.

Madhuk era el único de toda la sala que ignoraba lo que estaba pasando, mientras la reina avanzaba muy despacio evitando que sus pisadas hiciesen el menor ruido. Por momentos parecía que iba a conseguirlo, hasta que pasó junto a Sarasvati, que desde el inicio del asalto no se había movido del sitio donde había estado bailando durante la actuación de su hermano. La ganika extrajo entonces una diminuta cuchilla de no más de tres centímetros de largo, afilada como el colmillo de una serpiente, con la que degolló a Savitridevi sin vacilar un instante. De súbito, la reina notó que un torrente de sangre se le escapaba por la garganta y, tras intentar en vano sellar la sajadura con las manos, sintió que las fuerzas la abandonaban, para estrellarse a continuación a plomo contra el suelo.

Madhuk le agradeció su oportuna intervención con un sencillo gesto de la mano. Sarasvati, mientras tanto, lanzaba una mirada desafiante en derredor, retando a cualquiera de los presentes a intentar algo parecido. A aquellas alturas, ya todos tenían claro que el poeta y la bailarina estaban juntos en aquella suerte de conspiración.

Encendido por la terrible escena que acababa de presenciar, Kumaragupta hizo amago de levantarse y revolverse contra su captor. Madhuk lo disuadió con relativa facilidad, ciñendo con más fuerza el puñal con que le presionaba la yugular, que ya le había causado una ligera perforación. El emperador captó el mensaje y se hundió de nuevo en el trono, plenamente consciente de hasta dónde serían capaces de llegar sus asaltantes.

Los asistentes al acto estaban horrorizados y no osaban moverse lo más mínimo. Tanto Kalidasa como Purumitra parecían especialmente afectados, pues habían sido ellos los que, sin saberlo, habían metido en la corte a aquella pareja de conspiradores y asesinos.

En torno a Savitridevi se había formado un charco de sangre que no paraba de extenderse sobre el suelo de mármol, como si un lago se hubiese desbordado tras las copiosas lluvias del monzón. En ese momento, Kumaragupta lo vio todo claro: esta vez sí, el atentado cifrado en los astros que Cidambara había vaticinado finalmente se había hecho realidad.

Madhuk se inclinó sobre Kumaragupta, de cuyo rostro apenas lo separaba un palmo.

—Mírame a los ojos —espetó.

Kumaragupta buceó en la mirada del muchacho, para descubrir en el fondo de sus pupilas un odio casi irracional.

—¿Qué quieres de mí? —inquirió el emperador—. ¿Por qué haces esto?

Madhuk esbozó la sonrisa más siniestra que Kumaragupta hubiese visto en toda su vida.

—Cuando me encargan una misión jamás dejo que nadie, desde el hombrecillo más insignificante hasta el rey más poderoso, se interponga en mi camino. Y estoy dispuesto a lo que sea para hacerla cumplir —replicó el muchacho, al que le embargó un enorme placer al ver la inmediata transformación que tuvo lugar en el rostro del emperador—. Me reconforta que estas palabras aún te resulten familiares, Shakraditya. Admito que jamás pensé que lo conseguiría, pero aquí estoy después de todo.

Kumaragupta sintió que se le aceleraba el corazón. Hacía años que nadie lo llamaba de aquella manera, entre otras cosas por expreso deseo suyo. Shakraditya era el nombre de guerra que había utilizado durante su exitosa etapa como general, gracias a la cual logró ganarse la confianza de su padre, Chandragupta II, que lo designó como heredero por encima de su hermano mayor. De hecho, fue precisamente la victoria sobre los rebeldes sakas, su última misión al frente del ejército, la que le dio el espaldarazo definitivo.

—¿No te acuerdas de mí? —prosiguió Madhuk—. No te preocupes. Te ayudaré a refrescar la memoria. —Y, dicho esto, le mostró las tres quemaduras de la cadera que el propio Kumaragupta le había infligido—. Aunque solo era un niño, conseguí escapar a la masacre y al posterior incendio de la aldea. Y no solo yo, también mi hermana pequeña —explicó señalando a Sarasvati.

Kumaragupta reconoció enseguida en aquel muchacho al crío cuyo padre se había atrevido a desafiarlo, y se trasladó mentalmente a la época en que tales hechos habían tenido lugar. De repente, todos los recuerdos que lo habían atormentado durante años le sacudieron el alma con la fuerza de un caudal. Las terribles pesadillas en mitad de la noche, su remordimiento de conciencia, así como el sentimiento de culpa que siempre lo había perseguido se reflejaron en su rostro como el agua cristalina.

—¿Es arrepentimiento lo que percibo? —preguntó Madhuk aguijoneándolo con la punta del cuchillo.

—He cambiado —afirmó Kumaragupta—. Esa es la verdad. La persona que cometió aquellas atrocidades hace tiempo que dejó de existir. En aquella época era un joven ambicioso y arrogante, pero con el tiempo me di cuenta de lo equivocado que estaba. Desde entonces no he hecho otra cosa que llorar y lamentarme. Solo en fechas muy recientes, y gracias a las enseñanzas budistas de Padmabandhu, he sido capaz de dejar atrás el pasado y concederme el perdón.

Madhuk apretó aún más la daga con que presionaba el cuello del emperador, hasta hacer que le brotase un hilo de sangre.

—¿Sabes qué? Por extraño que parezca… te creo. Y, sin embargo, eso no cambia lo que sucedió. Ordenaste violar a mi madre en nuestra propia presencia. Luego tú mismo la mataste como si fuese un cerdo, igual que a mi padre. Aniquilasteis a todos los habitantes de la aldea y después le prendisteis fuego. Y no conforme con eso, mandaste hacer lo mismo con innumerables poblados, hasta el punto de que llegaste a exterminar a buena parte de mi pueblo. —Madhuk resopló—. Puede que hoy seas el hombre más poderoso del mundo, pero volver atrás en el tiempo no es posible ni siquiera para ti.

Ninguno de los presentes en la sala se atrevía a mover un solo músculo, mientras asistían al increíble diálogo con estupefacción. Sarasvati, por su parte, los vigilaba a cierta distancia para impedir que a nadie se le ocurriese volver a hacerse el héroe. Purumitra se sentía perplejo, incapaz de reconocer en aquella muchacha de mirada acerada a la dulce niña que llevaba varios meses integrada en el harén.

Kumaragupta pensaba a toda prisa. Cuanto más se prolongase la conversación con su asaltante, mejor para él. Aunque el vaticinio del astrólogo se había cumplido, aún podía salvar la vida y frustrar así las intenciones de su agresor. El destino que había encontrado Savitridevi no tenía por qué acabar siendo también el suyo. Su última esperanza recaía en los centinelas de la puerta. Pero… ¿por qué estos no habían intervenido todavía, si según sus cálculos ya debía de haber transcurrido media hora desde que sonase el gong anterior?

A los labios de Madhuk asomó una sutil sonrisa, como si le hubiese leído el pensamiento al emperador. El verdadero motivo por el que había llegado tarde al acto nada tenía que ver con los problemas de tipo intestinal que había esgrimido ante Kalidasa. Como tantas otras veces, Madhuk había pasado un rato con su amigo Kharanshu, salvo que en esta ocasión había manipulado la clepsidra para ganar un tiempo precioso que probablemente fuese a necesitar. Le había bastado con sustituir la copa que se llenaba en media hora por la que tardaba en hacerlo cuarenta y cinco minutos. Kharanshu no se había dado cuenta del cambiazo, y para cuando lo hiciese ya todo habría quedado atrás.

—Tienes razón, el pasado ya es inamovible —dijo Kumaragupta—. Pero vengarte tampoco te devolverá a tu familia.

—Muy cierto —repuso Madhuk—. Y, sin embargo, el deseo de venganza ha sido lo que a mi hermana y a mí nos ha mantenido vivos durante todos estos años.

Visto el fracaso de las buenas palabras, Kumaragupta comprendió que debía cambiar de táctica si quería tener alguna oportunidad de sobrevivir.

—¿Quieres acabar con mi vida? Adelante. Pero, si lo haces, atente a las consecuencias —amenazó apretando los dientes—. Matar a un rey supone una violación del dharma de tal trascendencia que en un solo instante acumularás suficiente karma negativo como para que te persiga a lo largo de mil vidas.

Madhuk esbozó una sonrisa cargada de condescendencia.

—Si debido a mi atuendo y apariencia me has tomado por un hindú, no podías estar más equivocado. ¿Acaso te has olvidado de quién soy en realidad? Porque yo no lo he hecho ni por un solo segundo. Tu advertencia me da completamente igual. De donde yo vengo no se conoce la doctrina de la reencarnación, no hay castas que dividan a la sociedad, no hay dharma al que servir ni tampoco karma que limpiar, y nuestros dioses son un puñado de piedras.

Tras escuchar aquellas palabras por boca del joven poeta, Kumaragupta supo que todo estaba perdido.

—¿Y a qué esperas para consumar la venganza que llevas tanto tiempo esperando? Mátame de una vez. Estoy preparado.

Madhuk deslizó el filo de la daga por la garganta del emperador, aunque con tanta suavidad que no le produjo más que un ligero rasguño. Entonces se detuvo.

—No voy a matarte —dijo—. Eso sería demasiado sencillo. —Madhuk ladeó la cabeza en dirección a Sarasvati—. Desde el principio, mi hermana y yo nos propusimos un objetivo mucho mayor: acabar con el Imperio gupta del mismo modo que tú lo hiciste con nuestra aldea.

Kumaragupta no reaccionó de inmediato, pero al cabo de varios segundos estalló en sonoras carcajadas.

—La dinastía Gupta ha forjado un imperio que gobierna sobre la tierra de los hijos de Bharata desde hace más de doscientos años —aclaró tras haberse aplacado—. ¿Y te atreves a decir que vosotros dos vais a destruirlo? ¿Un poeta y una ganika? —Pese a que su vida continuaba pendiente de un hilo, Kumaragupta se expresaba sin temor—. Reconozco vuestra audacia por haber llegado tan lejos, pero me temo que si lo repites de nuevo no voy a poder parar de reír.

Madhuk clavó su mirada envenenada en los ojos del emperador.

—Lo único que lamento es no poder verte la cara cuando sepas que tu imperio se desmorona sin que puedas hacer nada por evitarlo. —Su convicción era tal que por un instante Kumaragupta llegó a considerar la verosimilitud de su amenaza—. Ahora debemos irnos, apenas nos queda tiempo —añadió—. Hasta nunca, Shakraditya. Esta será la última vez que nos veamos.

Kumaragupta contempló al muchacho con estupor, convencido de que había perdido cualquier atisbo de cordura.

—¿Os vais? ¿De verdad? ¿Y cómo vais a hacerlo? En cuanto crucéis esa puerta y dé la voz de alarma, no llegaréis ni al final del pasillo. El palacio está repleto de guardias armados imposibles de eludir. Tú sabías que esto pasaría. Nadie que atenta contra el emperador a cara descubierta puede después vivir para contarlo.

—Saldremos caminando —terció una impasible Sarasvati, que hasta el momento no había intervenido—. Y a ser posible por la puerta principal.

Kumaragupta se habría reído si no hubiera sido porque a los pies de la bailarina yacía el cadáver de su esposa, a la que le había rebanado el cuello con absoluta frialdad.

—Definitivamente, los dos habéis perdido la cabeza.

Sarasvati dio un paso en dirección al emperador.

—Escúchame con atención porque solo lo diré una vez —señaló—. He oído decir que tu hijo está enfermo, ¿verdad? Es una pena, aunque lo cierto es que no me extraña en absoluto. Skandagupta es un goloso empedernido, que tiene la mala costumbre de aceptar de los demás dulces a escondidas. Ayer, sin ir más lejos, no dudó en tomarse una golosina que yo misma le di. —Sarasvati, que había aprendido al arte del envenenamiento de toda una experta como Kundanika, la curandera a la que había conocido durante su etapa en el burdel, realizó una ligera pausa para que sus palabras provocasen el efecto deseado—. Así que esto es lo que va a ocurrir. Mi hermano y yo vamos a recorrer sin prisa los corredores de palacio, después las avenidas del jardín, y solo cuando hayamos traspasado los muros que protegen la ciudadela, le comunicaremos al último de los centinelas el antídoto que Skandagupta necesita para poder salvar la vida. Si cumples con tu parte, nosotros lo haremos con la nuestra. Yo en tu lugar no pondría la salud del heredero en peligro.

Kumaragupta cerró los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos. El rostro se le enrojeció de ira, los ojos se le inyectaron en sangre y los dientes le rechinaron como cuchillas afilándose contra una piedra.

—Juro que me las pagaréis todas juntas —escupió con toda la inquina del mundo, transformado de nuevo en Shakraditya, de cuyo infausto recuerdo llevaba años tratando de huir.

Madhuk le apartó la daga del cuello y se distanció del emperador unos cuantos pasos. Acto seguido, tomó a su hermana de la mano y ambos enfilaron al paso la galería que desembocaba en la puerta de salida.

Ni Kumaragupta ni nadie trató de impedírselo.

 

 

3

 

En cuanto Madhuk y Sarasvati hubieron abandonado la sala, el emperador se dirigió a todos aquellos que habían presenciado el atentado para advertirles de que no revelasen nada de lo que allí había ocurrido. Después les ordenó marcharse al tiempo que hacía llamar al médico de palacio, que debía de encontrarse atendiendo a su hijo.

Cortesanos, concubinas y poetas se batieron en retirada sin dudarlo un segundo, ansiosos por escapar del ambiente opresivo que se respiraba en el salón del trono. Todos excepto dos: Purumitra y Kalidasa, que se sentían en parte responsables por lo ocurrido y estaban dispuesto a ofrecer una explicación.

—Ahora no —objetó Kumaragupta—. Ya habrá tiempo de hablar más adelante. Pero quedaos, voy a necesitaros.

El eunuco, con lágrimas en los ojos, se inclinó sobre el cuerpo de Savitridevi y le dio suavemente la vuelta. La dulce belleza que siempre había caracterizado a la reina se había marchitado como una flor recién cortada del jardín. El emperador, conmovido por la lealtad de su esposa, se prometió organizarle un funeral de Estado que sería recordado por mucho tiempo.

Acto seguido, el médico atravesó la puerta y recorrió a toda prisa la distancia que lo separaba del trono.

—¡La reina! —exclamó horrorizado tan pronto como la vio cubierta de sangre.

—Ya es tarde para ella —señaló Kumaragupta—. Está muerta.

El médico reparó entonces en la herida abierta en la garganta de su señor.

—Me ocuparé de usted inmediatamente —dijo con urgencia en la voz.

El emperador se palpó el cuello y se manchó los dedos con su propia sangre.

—¿Esto? Olvídalo. No es nada —aclaró—. Un simple arañazo.

El médico frunció el ceño, cada vez más confuso por la situación.

—¿Puede decirme entonces por qué ha requerido mi presencia con tanta premura?

—Se trata de Skandagupta —desveló—. Ya sé lo que le pasa. Lo han envenenado.

—Tendría que haberlo imaginado —murmuró—. No se preocupe, señor. Conozco a varios especialistas. Enseguida nos pondremos a trabajar para hallar el remedio adecuado.

—Aguarda, muy pronto sabremos más.

En ese momento, Ahinagu apareció por la puerta resoplando como un toro fatigado, tras la carrera que había tenido que darse. A su edad, el lacayo personal del emperador ya no poseía la misma energía de antaño. En todo caso, Ahinagu sabía que había recibido una información que se le antojaba vital de boca de uno de los porteros de palacio.

Kumaragupta lo escuchó con atención, aliviado por el contenido del mensaje. Al menos, Madhuk y Sarasvati habían cumplido con su parte del trato. El médico tampoco se perdió detalle y, tras efectuar una reverencia, salió disparado a confeccionar el preparado que el heredero necesitaba para sobrevivir.

A continuación, el emperador ordenó que compareciese de forma inmediata el jefe de la guardia real. Ahinagu realizó una ligera inclinación de cabeza y desapareció a toda prisa de la escena para transmitir el mandato de su señor.

Después de haberse ocupado del asunto que requería de su máxima atención, la salud de su hijo, Kumaragupta podía centrarse ahora en aquel par de ratas que habían tenido el valor de infiltrarse en la corte palaciega y atentar impunemente contra su vida y la de sus seres más queridos. Su indignación no había disminuido lo más mínimo y desde luego no iba a permitir que aquellos traidores se saliesen con la suya. A partir de ese momento se valdría de toda la maquinaria del imperio para atrapar a la astuta pareja de hermanos.

Tan pronto como llegó el jefe de la guardia real, Kumaragupta lo puso al corriente de la situación.

—Quiero que coordines una operación con el comandante de la guarnición, del que depende el cuerpo de policía de la ciudad, para capturar a los fugitivos lo antes posible. Utiliza todos los recursos que tengas a tu alcance: tus propios soldados, las fuerzas del orden local y también al contingente de espías que tenemos distribuido por toda Pataliputra —expuso con claridad—. Kalidasa y Purumitra te proporcionarán una descripción completa de los fugitivos, así como cualquier información que pueda conducirnos a su captura. Te lo advierto, no resultará fácil. Han demostrado ser pacientes y extremadamente listos. Establece a toda prisa controles en las puertas de la ciudad. Es posible que intenten abandonar la capital, aunque tampoco me extrañaría que se ocultasen en su interior a la espera de que las aguas se hayan calmado. Si es necesario, registrad casa por casa.

—Entendido, mi señor. ¿Algo más?

—A ser posible los quiero vivos… pero no es imprescindible —señaló Kumaragupta, al que le hervía la sangre de rabia y en cuyos ojos se reflejaba el espíritu de Shakraditya, al que había resucitado para la ocasión—. En marcha, el tiempo juega a su favor.

 

 

Kumaresh atravesaba uno de los barrios más pobres de Pataliputra junto a su hijo Rashmi, que lo acompañaba a todas partes haciendo sonar una carraca para advertir de su condición de intocables. Cuando llegaron a su destino, cargaron entre ambos un cadáver y lo depositaron en el desvencijado carro de madera que constituía su única propiedad. El olor que desprendía aquel cuerpo era especialmente nauseabundo, pues correspondía a un anciano que había muerto en soledad, sin que nadie lo hubiese echado de menos hasta que sus restos comenzaron a descomponerse.

El pequeño Rashmi lo cubrió con un sudario y evitó respirar por la nariz.

—No dejes que ninguna parte del cuerpo quede a la vista —le indicó su padre—. Ni siquiera los pies.

Rashmi obedeció y extendió un poco más el paño hasta cubrirlo del todo.

—Muy bien —dijo Kumaresh propinándole un ligero golpe al buey para ponerse en marcha—. Andando.

El entramado de calles que conformaba la capital del Imperio gupta no tenía secretos para el sepulturero, que habría sido capaz de recorrerla con los ojos cerrados de un extremo a otro. Rashmi, en cambio, más allá de las principales avenidas, todavía no sabía orientarse y sin la compañía de su padre se habría perdido sin remedio.

—Hijo, en casos como este en que el cadáver apeste notablemente, no solo conviene abandonar cuanto antes la ciudad, sino que además es necesario hacerlo tomando el camino menos transitado.

Debido a su larga experiencia, Kumaresh controlaba perfectamente cuándo determinadas avenidas se hallaban atestadas, frente a otras que solían estar mucho menos concurridas a esas mismas horas del día. Aquella tarde, sin embargo, enseguida notó que algo extraño ocurría, tan pronto como divisó una patrulla militar atravesar aquel barrio tradicionalmente olvidado, inspeccionando casas a la fuerza y haciendo preguntas a diestro y siniestro.

Como primera medida, el comandante de la guarnición había enviado a una avanzadilla al prostíbulo de Madunisha, considerado como el lugar más probable donde Sarasvati y su hermano podrían haberse escondido. Tras un exhaustivo registro no encontraron nada, pero en todo caso se llevaron consigo a la kuttani para interrogarla en dependencias carcelarias con mayor tranquilidad. Si supiese algo acerca del paradero de la muchacha, no tardaría en confesar.

Asimismo, acudieron al local de una curandera llamada Kundanika, con quien al parecer la fugitiva también había mantenido una estrecha relación. Con todo, en aquel sitio tampoco hallaron el menor rastro de ella.

Otro contingente armado recibió el encargo de buscar a Madhuk en la antigua vivienda de sus padres adoptivos. El registro, empero, resultó una vez más infructuoso, pues la casa estaba habitada por nuevos ocupantes que nada tenían que ver con el fugitivo.

Descartadas las opciones más probables, los responsables del operativo movilizaron a todos sus hombres con órdenes de peinar las calles, casa por casa, con el consentimiento o no de sus dueños. Al mismo tiempo, la red de espías destinada a recoger información para el gobierno emplearía todos sus recursos en aquella única misión. Los rigurosos puestos de control instalados en las puertas de entrada no tenían constancia de que la pareja de hermanos hubiese abandonado la ciudad. No obstante, varias patrullas rondaban por las inmediaciones de Pataliputra, pendientes del menor indicio que indicase lo contrario.

Kumaresh no había presenciado un despliegue semejante en toda su vida y supo que lo mejor que podía hacer era regresar cuanto antes a los campos de cremación. Siempre que había problemas o se formaban disturbios, los chandalas eran los que más posibilidades tenían de salir malparados, tan solo por encontrarse en la zona equivocada de la ciudad.

—¿Qué ocurre? —inquirió Rashmi.

—No lo sé. Y tampoco vamos a quedarnos para averiguarlo. Ya nos enteraremos después. Las noticias importantes no entienden de fronteras y alcanzan hasta los suburbios más apartados.

Cuando llegaron al portón principal, se había formado una interminable cola debido al cerco que un grupo de centinelas había establecido para identificar a todos aquellos que salían de la ciudad.

—Están buscando a alguien —dedujo Kumaresh.

La presencia del sepulturero y su hijo en la fila provocó el malestar de los ciudadanos que tenían más cerca, no solo por la indeseable proximidad de los intocables, sino también por el insoportable hedor que el cadáver del anciano despedía. Kumaresh mantuvo la cabeza gacha y evitó establecer contacto visual con ninguna de las personas que había a su alrededor. Dada la excepcionalidad de la situación, lo último que deseaba el chandala era acabar linchado por la multitud.

—Rashmi, ignora todo lo que te rodea y no despegues la mirada del suelo.

El niño asintió y obedeció las instrucciones al pie de la letra.

Por fin, tras media hora larga de espera, alcanzaron el umbral de la puerta, donde los centinelas del dispositivo de control realizaban su trabajo. El guardia de mayor edad era uno de los habituales, por lo que enseguida reconoció al chandala, al que veía prácticamente a diario desplazarse arriba y abajo con su viejo carro tirado por el buey.

—Este es el sepulturero —les dijo a sus compañeros—. Transporta los cadáveres a los campos de cremación.

Pese a lo evidente de su aseveración y al tufo que emanaba del carro, uno de los centinelas venidos de palacio quiso cerciorarse del todo y, en un acto impulsivo, agarró el sudario por una esquina y lo destapó hasta dejar a la vista el cuerpo del anciano. Un aroma putrefacto ascendió del cadáver y acarició el rostro de los guardias, que giraron la cabeza asqueados.

Al chandala le concedieron permiso para seguir adelante con un gesto de la mano. Después, el guardia más veterano se encaró con el centinela que, en un exceso de celo, había cometido la imprudencia de tocar el sudario.

—Vete ahora mismo al templo más cercano y no vuelvas hasta que el sacerdote te haya purificado. ¿Está claro?

Mientras tanto, Kumaresh y su hijo enfilaban el camino que bordeaba el río sin volver la vista atrás.

 

 

4

 

El emperador se había trasladado a la sala del consejo, con órdenes de recibir actualizaciones periódicas acerca de la búsqueda de los fugitivos. Las primeras horas no habían arrojado resultado alguno, como si aquellos malnacidos se hubieran evaporado en el aire y, aprovechando una ráfaga de viento, hubiesen escapado de la ciudad elevándose por encima de las murallas.

Para combatir los nervios, Kumaragupta no dejaba de dar vueltas alrededor de la mesa. Con todo, seguía teniendo el pleno convencimiento de que pronto recibiría la feliz noticia de su captura. Por muy listos que fuesen, los dichosos hermanos no encontrarían un solo rincón donde esconderse en toda la ciudad.

Por el contrario, el sol estaba a punto de ponerse, y durante la noche no les quedaría más remedio que interrumpir los registros de locales y viviendas hasta primera hora de la mañana siguiente. Una pequeña victoria para Madhuk y Sarasvati, si finalmente los peores pronósticos se hacían realidad.

Instantes después, Harshul accedía a la estancia con la respiración agitada y el rostro lívido como la cera. Kumaragupta no esperaba la visita del antiguo mahasenapati, pues el único encargado de mantenerlo informado acerca de los avances de la operación de búsqueda era el jefe de la guardia real.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

—Traigo noticias de gran importancia que nada tienen que ver con el asunto de los fugitivos.

—Habla, aunque por tu expresión puedo imaginarme que no se trata de nada bueno.

Harshul, que ya ejercía como mahamantrin, se aclaró la garganta antes de iniciar su discurso.

—Los hunos blancos nos han invadido —desveló—. La ofensiva tuvo lugar con el alba, hace dos días. Un mensajero venido a caballo acaba de facilitarme un detallado relato de lo ocurrido.

—¿Y bien? ¿Ha sido suficiente el ejército que manteníamos desplazado en la frontera para contenerlos?

—Todo lo contrario. Al no hallar apenas resistencia, los hunos blancos han podido hacerse casi sin esfuerzo con buena parte del Punyab. En solo jornada y media hemos perdido el control sobre los territorios de los malavas, los yaudheyas y los arjunayas, que han pasado a manos de nuestros enemigos.

Kumaragupta tragó saliva con dificultad. Las noticias eran mucho peores de lo que podía haberse imaginado.

—¿Estás diciéndome que un ejército de cincuenta mil efectivos, secundado por elefantes y carros de guerra, no pudo hacer nada frente al invasor?

—No se trata de eso… El problema ha sido otro. La cuestión es que la mayor parte de las tropas se hallaban apostadas en la franja oeste de nuestras fronteras, mientras que, en contra de lo que pensábamos, los hunos blancos nos han invadido a través de los pasos del norte.

—Pensé que, para evitar que tal cosa ocurriera, el ejército se había dividido en dos, prácticamente al cincuenta por ciento.

—Y así era hasta no hace mucho. Sin embargo, el general que dirige las tropas sobre el terreno acordó cambiar de estrategia… Y yo respaldé su decisión.

El emperador dio un golpe sobre la mesa.

—¡Asumir ese riesgo era innecesario!

—Teníamos motivos de sobra para pensar que nos atacarían por el oeste, por eso concentramos allí el grueso de nuestras fuerzas —explicó Harshul.

—¿Y qué motivos eran esos?

—Para empezar, contábamos con la complicidad de los nativos con mayor presencia en la zona fronteriza, que nos informaban puntualmente acerca de los movimientos de nuestros enemigos. A grandes rasgos, estábamos al corriente de sus idas y venidas y de dónde levantaban sus campamentos.

—Los indígenas siempre se han mantenido al margen de los conflictos entre los pueblos civilizados —lo interrumpió Kumaragupta—. Lo sé por experiencia.

—Les hicimos regalos y nos ganamos la confianza de sus líderes. Fueron ellos los que nos advirtieron de que los hunos blancos estaban preparándose para invadirnos por los pasos del oeste.

—Y os engañaron.

—Eso parece… —admitió Harshul—. Pero… ¿por qué harían tal cosa? No tiene ningún sentido.

En verdad, lo tenía y mucho. Todo respondía a un plan cuidadosamente organizado por Madhuk, al que había ido dando forma durante los últimos años.

Para poder llevarlo a cabo, el muchacho había utilizado como pretexto los viajes de peregrinación que supuestamente había realizado a centros sagrados tanto hindúes como budistas, con el fin de desplazarse de forma repetida a la zona fronteriza y operar desde allí. Su misma etnia tribal también habitaba aquellas tierras, y Madhuk se dirigió a sus líderes para pedirles que se posicionasen en contra del Imperio gupta. Convencerlos fue tarea fácil, pues allí conocían de sobra el exterminio al que sometieron a sus hermanos de las regiones del sur en fechas no tan lejanas. Por todo ello, no dudaron lo más mínimo en prestarse a colaborar. ¿Su misión? Fingirse aliados de las tropas del imperio para, verdaderamente, favorecer al bando opuesto conformado por los heftalitas.

Madhuk vivió su momento más delicado cuando se presentó ante Khingila para ofrecerle su ayuda y hacerlo partícipe de su elaborado plan. Jamás olvidaría el momento en que llegó a orinarse encima cuando el rey de los hunos blancos hizo amago de atravesarlo con la espada. Por suerte, al final se avino a escucharlo, y tan pronto como entendió la ventaja estratégica que Madhuk estaba dispuesto a ofrecerle sin pedir nada a cambio, no dudó un instante en asociarse con aquel joven muchacho que estaba sirviéndole en bandeja su anhelada invasión del norte de la India.

Paradójicamente, cuando Madhuk peor lo pasaba era al regreso de cada uno de sus viajes, al tener que engañar a Bindusar y Harshali y contarles que había visitado la población natal del dios Rama o el parque donde Buda había predicado su primer sermón, cuando en realidad no había hecho nada de todo aquello. No obstante, aunque le dolía tener que mentir, sabía que no le quedaba otra opción.

—¿Y las informaciones de los indígenas fueron suficientes para tomar una decisión tan arriesgada? —preguntó el emperador.

—Nuestros exploradores confirmaron movimientos de tropas enemigas en la zona en cuestión.

—Un señuelo para que cayeseis en la trampa…

—Ahora es fácil darse cuenta —se defendió Harshul—. Sin embargo, también contábamos con otra razón de peso.

—¿Qué razón?

—El vaticinio de Cidambara —contestó—. Le pedimos al astrólogo que nos señalase el lugar más probable por el cual los hunos blancos lanzarían su ofensiva. Y su respuesta fue clara y concisa. Se decantó por la frontera del oeste, confirmando así lo que ya habíamos averiguado por nuestra cuenta.

Kumaragupta sacudió la cabeza.

—Me sorprende el error de Cidambara —murmuró—. Pocas veces se equivoca y, cuando alberga dudas respecto de algún tema, prefiere ser cauto.

—Pues esta vez se ha equivocado, y además lo ha hecho de manera flagrante.

Aunque resultaba indiscutible que Cidambara había errado, también lo era que lo había hecho a propósito. Aquel había sido el favor que Sarasvati le había pedido y, hechizado como se sentía por las ardientes caricias de la muchacha, había accedido dócilmente a su pretensión. Después de todo, dada su elevada tasa de aciertos, bien que podía permitirse el lujo de cometer un error sin que por ello fuesen a castigarlo. El astrólogo, por descontado, jamás podría haberse imaginado el impacto que su falso vaticinio llegaría a tener en el futuro del imperio.

Mediante su trabajo como ganika, Sarasvati había recabado información increíblemente valiosa sin tener que hacer nada extraordinario, más allá de prestar atención a las conversaciones de índole política y militar que, con todo lujo de detalles, destacados miembros de la corte habían mantenido delante de ella. Sin ir más lejos, cuando había sido requerida para un masaje que atañía al propio Harshul, había presenciado un jugoso diálogo entre este y Bhanugupta acerca del conflicto abierto con los heftalitas, al que había sabido sacarle un enorme partido. Cuando Madhuk supo de este, una vez que ambos hermanos se reencontraron y pusieron en común los avances que cada uno de ellos había realizado por su cuenta, trasladó la información al espía que el rey de los hunos blancos mantenía en Pataliputra: el gordo de barba retorcida al que Navashen había estado a punto de descubrir.

—¿Y cuál es la situación actual? —inquirió el emperador.

—Nuestras tropas se dirigen en estos momentos hacia la región del Punyab para enfrentarse a los invasores y tratar de recuperar lo perdido.

—No pareces muy optimista.

—No lo soy —replicó Harshul—. Los hunos blancos están afianzando sus posiciones. Nos esperan y estarán preparados para repeler nuestra ofensiva. La situación ha cambiado por completo. Ahora somos nosotros los que tenemos que asumir el riesgo de un ataque, y no al contrario.

—Supongo que habrás ordenado el envío de refuerzos salidos de todos los rincones del imperio, ¿verdad?

—En efecto, pero nuestras opciones son muy limitadas. No podemos perder de vista la contienda que mantenemos abierta con los pushyamitras en el centro del país.

—¡Siempre me opuse a esa guerra! —exclamó Kumaragupta fuera de sí—. ¡Y el tiempo ha venido a darme la razón! Yo hice todo lo que pude por evitarla. De hecho, si mi hija no se hubiese quitado la vida en el último momento… —se lamentó en voz alta—, el escenario sería ahora otro muy distinto.

Pero Rudrabhiravi, pese a las apariencias, no se había suicidado. Desde el principio, Dattadevi había estado en lo cierto cuando había defendido que a su hija la habían asesinado. Se equivocó, en cambio, culpando a Bhanugupta de los hechos. Aunque a Sarasvati no le había gustado tener que hacerlo, la muerte de la princesa había sido necesaria para provocar la guerra contra los pushyamitras, que de un modo u otro perjudicaría al Imperio gupta en su futuro enfrentamiento con los hunos blancos. La joven ganika había seguido a Rudrabhiravi a través de los jardines del harén hasta que por fin encontró el momento oportuno para actuar. Le ofreció un zumo al que le había añadido un somnífero y, cuando el bebedizo hizo su efecto y la princesa se quedó dormida, Sarasvati solo tuvo que arrastrarla hasta el estanque más cercano, donde pudo ahogarla sin la menor dificultad. Acusar a Bhanugupta no formaba parte del plan, pero la cruzada de Dattadevi por descubrir la verdad la obligó a improvisar, convencida de que la reina detectaría su culpabilidad con tan solo mirarla a los ojos.

—No voy a mentirte —dijo Harshul con franqueza—, se avecinan tiempos difíciles. Los hunos blancos acumulan un amplio historial de conquistas y saben muy bien lo que se hacen. Lo más probable es que se asienten en los territorios conquistados abocándonos a una guerra a varios años vista, cuando no décadas…

Kumaragupta, poseído por un ataque de furia, derribó una estatua de jade que había constituido un regalo de los chinos.

—¡Este imperio comienza a no parecerse en nada al que construyeron mi padre y mi abuelo! —exclamó.

Harshul decidió guardar silencio, consciente de que en ese momento no le convenía decir nada. Kumaragupta se apoyó en la pared y recordó la advertencia que Madhuk le había hecho aquel mismo día acerca del desmoronamiento del imperio, y cómo él se había reído. Cuando lo llevasen ante su presencia, juró que se lo haría pagar muy caro.

Instantes después, el jefe de la guardia real entraba en la estancia a grandes pasos.

—¡¿Los habéis atrapado?! —preguntó el emperador, ansioso por conocer las últimas novedades.

—Todavía no —contestó—. He mandado parar los registros por hoy, aunque los espías seguirán trabajando durante toda la noche. También parece claro que no han abandonado la ciudad.

La ausencia de resultados incrementó aún más la cólera de Kumaragupta, que comenzó a destrozar las diferentes piezas de colección que decoraban la sala del consejo: jarrones de porcelana, esculturas de marfil y copas de cristal, obra de los más prestigiosos artesanos. Ni siquiera Harshul se atrevió a detenerlo por miedo a convertirse en el blanco de su enojo.

A continuación, accedió a la sala la persona más indicada teniendo en cuenta la tensión que se respiraba en el ambiente. Padmabandhu arrastraba los pasos porque jamás se desplazaba con prisa. Ya le habían informado acerca del reciente atentado perpetrado por la pareja de hermanos, pero aún desconocía las últimas noticias relativas a la invasión de los heftalitas. Harshul se inclinó sobre el consejero budista e inmediatamente lo puso al corriente de la situación.

—Kumaragupta, no te dejes llevar por la ira. Aquieta tus pensamientos y sosiega el arrebato de furia que agita tu corazón.

—Se acabó, Padmabandhu —replicó el emperador clavándole una mirada fría como el hielo—. Las circunstancias han cambiado por completo, y como consecuencia de ello he resuelto gobernar el imperio de forma radicalmente distinta.

—Comprendo cómo te sientes, pero no debes olvidar lo que tantas veces te he repetido: «el futuro no existe y el pasado ya quedó atrás. La paz eterna es vivir el presente, siempre que se haga con amor y compasión».

—¡Basta de filosofías! —bramó Kumaragupta—. No pienso olvidar mi pasado porque a él le debo haber llegado hasta aquí. Y por lo que se refiere al futuro, no se me ocurre nada que pueda haber más importante. Pase lo que pase, no dejaré que nada ni nadie ponga en peligro la subsistencia del Imperio gupta ni de su grandiosa dinastía. Y en cuanto al presente, a partir de ahora daré la orden de que todos vuelvan a llamarme Shakraditya. He decidido ponerme al frente del ejército como ya hice en mi juventud.

—Pero… mi señor.

—Ya no te necesito, Padmabandhu —sentenció.

El budista agachó la cabeza en señal de rendición. Acto seguido se giró y, sabedor de que su etapa como consejero había llegado a su fin, abandonó la sala sin hacer el menor ruido.

—Cuenta conmigo, Shakraditya —terció Harshul con un especial brillo en la mirada—. Necesitaremos tiempo para devolverle al imperio la grandeza de antaño, pero finalmente lograremos darle la vuelta a la situación.

—Si no lo consigo —repuso el emperador—, al menos puedes estar seguro de que me dejaré la vida en el intento.

 

 

5

 

Para cuando Kumaresh y Rashmi llegaron a los campos de cremación, un cielo prendido de nubes negras alimentado por el humo de las piras funerarias que aún latían en la explanada ya se había extendido por el firmamento nocturno.

El sepulturero se detuvo frente al puñado de chozas habitadas por los de su clase y su mujer salió a recibirlo a la puerta con el pequeño bebé en brazos. Aparte de ella y de algún que otro incinerador de cadáveres cuya silueta se apuntaba en la distancia, el lugar estaba desierto.

Kumaresh se agachó y miró bajo su carro.

—Ya podéis salir —dijo.

Madhuk y Sarasvati se deslizaron de la parte baja del carromato, donde habían viajado ocultos de las miradas de terceros, sujetos por un arnés que el propio chandala había instalado como buenamente había podido.

—¿Estáis bien? —preguntó Kumaresh.

El viaje no podía haber resultado más incómodo, y el hedor que habían tenido que soportar les había provocado náuseas y arcadas. Con todo, lo más importante era que habían logrado su objetivo y que ya se encontraban fuera de la ciudad.

Una semana antes de los hechos, Madhuk había planificado la huida hasta el último detalle. Al principio, Kumaresh no había querido saber nada del plan de fuga que el muchacho le había propuesto, ya que implicaba asumir un riesgo excesivamente elevado. Sin embargo, al final no tardó en dejarse convencer de lo contrario. ¿Cómo no iba a ayudar a Madhuk después de lo que este había hecho por Rashmi? Sin su milagrosa intervención en el juicio, su hijo no estaría a su lado.

—Gracias, todo ha salido perfecto —señaló Madhuk—. No podíais haberlo hecho mejor.

—Ahora debéis marcharos —repuso el sepulturero—. No os paréis a descansar. Aprovechad la noche para seguir avanzando y poner tierra de por medio.

—Es lo que haremos. Pero antes quisiera deciros algo… —anunció el muchacho—. Vente con nosotros, Kumaresh. Tú y toda tu familia. Al lugar a donde vamos todos somos iguales. Allí no seréis discriminados ni tampoco condenados a desempeñar los trabajos más denigrantes. Jamás os faltará de nada y podréis ser felices. Tenéis mucho que ganar y nada que perder.

Kumaresh frunció el ceño, pensativo. Le llevó un largo minuto ofrecer su respuesta.

—Si he nacido chandala, se debe al karma negativo que he ido acumulando a lo largo de mis vidas anteriores. Así que no tendría sentido alguno quejarme por algo a lo que mis propios actos me han llevado. Ahora, sin embargo, me esfuerzo por servir al dharma y acumular buenas acciones para, con un poco de suerte, renacer en mi siguiente vida en una casta superior. Por tanto, te agradezco el ofrecimiento, pero prefiero quedarme donde estoy.

En un primer momento, Madhuk pensó en intentar convencerlo de lo contrario recurriendo a un sinfín de argumentos distintos. No obstante, le bastó con mirarlo a los ojos para darse cuenta de que nada de lo que dijese le haría cambiar de opinión. Las propias escrituras sagradas proclamaban que la dócil aceptación del destino que a uno le había tocado constituía el primer paso para revertir la situación, con la esperanza de obtener en la siguiente reencarnación una mejoría. El sistema establecido había demostrado ser extraordinariamente efectivo en mantener sometido al más débil durante cientos y hasta miles de años. Sin saberlo, Kumaresh habitaba una prisión sin rejas de la que jamás podría salir. El sepulturero, como la mayor parte de la población que habitaba en aquellas tierras, se había quedado atrapado para siempre en el laberinto de la mente hindú.

—Está bien —suspiró Madhuk. Y, dicho esto, abrazó al chandala a modo de despedida. Sarasvati, por su parte, le dedicó una sonrisa y una ligera inclinación de cabeza.

Cuando se dieron la vuelta para emprender la marcha, Rashmi intervino para detenerlos.

—¡Esperad un momento, por favor! —gritó.

El niño corrió hasta la choza y salió al cabo de unos segundos con una criatura posada en el brazo. Era el loro que tantos problemas le había causado, mucho más crecido y dotado de un plumaje más colorido que el de sus primeros meses de vida.

—Lleváoslo, es un regalo que quiero haceros —ofreció con humildad.

Madhuk sonrió.

—Es muy generoso por tu parte —señaló—, pero nos espera un largo viaje y por el camino no podríamos cuidarlo como se merece. Además, ya te ha cogido cariño. Así que no sería bueno que ahora se separase de ti.

Rashmi se sintió algo decepcionado, aunque en el fondo se alegraba de no tener que separarse de su amigo.

—Debéis partir —insistió Kumaresh, temeroso de que una patrulla de vigilancia apareciese en cualquier momento.

Los hermanos asintieron y atravesaron en silencio los campos de cremación hasta tomar una sinuosa senda que se perdía en el corazón de la espesura.

 

 

Recorrieron los caminos mezclados entre los peregrinos que se desplazaban de un lugar sagrado a otro, a lo largo y ancho del atlas del imperio.

Madhuk y Sarasvati casi no hablaban entre ellos. Por un lado, sentían que se habían quitado un peso de encima tras haber culminado la venganza que un día juraron llevar a cabo. Por otro, sin embargo, sentían que una cierta amargura les envenenaba el alma debido a los reprobables actos que habían llevado a cabo para poder conseguirlo. Con todo, no se arrepentían en absoluto. Desde el principio habían sabido que sin mancharse las manos jamás lograrían su objetivo.

Sarasvati hacía preguntas a espaldas de su hermano cuando pasaban cerca de poblaciones importantes. Madhuk hacía como que no se daba cuenta, aunque se hacía una idea muy clara de los motivos. No tuvo que esperar mucho hasta que finalmente Sarasvati decidió sincerarse con él, tras llegar a un lago que a su vez constituía un cruce de caminos.

—Me temo que ha llegado la hora de separarnos —anunció estallando en un incontrolable llanto.

—¿Gauresh? —inquirió.

—Así es —confirmó—. He averiguado que su compañía de teatro se encuentra en la región de Kosala. De modo que, si todavía me acepta, quisiera unirme a él y dedicarme a bailar encima de un escenario. He descubierto que la danza es mi vida.

Madhuk esbozó una sonrisa cargada de melancolía, sin poder evitar que las lágrimas le rodasen por las mejillas.

—Cuídate —repuso—. Yo volveré con los nuestros. Quiero llevar el mismo tipo de vida sencilla que tenían nuestros padres. Es todo lo que pido.

Los hermanos, sentados a orillas del marjal donde separarían sus caminos, permanecieron abrazados durante largo rato. Un sol esférico y rotundo se reflejaba sobre las aguas opacas del lago, cuya ribera estaba salpicada de juncos dorados y de pequeños brotes de bambú.

A la historia de la tierra de los hijos de Bharata aún le quedaban muchos capítulos por escribir.