Pataliputra. Capital del Imperio gupta

 

1

 

Harshali no cambió de opinión a la mañana siguiente y le rogó a su marido que por favor hiciese todo lo posible por llevar a cabo la adopción de Madhuk.

Bindusar mantuvo su palabra e inmediatamente se reunió con el muchacho para comunicarle lo que habían decidido. Al principio, Madhuk recibió la noticia con cierto escepticismo, pero en cuanto se dio cuenta de que el maestro hablaba muy en serio, una inmensa sonrisa le iluminó el rostro dejando muy clara su postura. ¡Por supuesto que estaba de acuerdo! Dadas sus circunstancias, poder abandonar las calles y alojarse en un hogar en el cual se ocuparían de sus necesidades más básicas era lo mejor que podía ocurrirle.

Antes de iniciar el proceso, Bindusar efectuó algunas pesquisas en torno al chico, teniendo en cuenta que no sabían prácticamente nada acerca de él. ¿De dónde era? ¿De verdad no tenía ningún pariente cercano? Y, si era huérfano como él mismo había admitido, ¿cómo había perdido a sus padres, si es que alguna vez había llegado a conocerlos? Por desgracia, todo cuanto averiguó fue que llevaba muy poco tiempo en Pataliputra y que al principio se le había visto en compañía de una niña, junto a la que se había dedicado a representar un número de baile para tratar de ganarse algunas monedas. Cuando le preguntó al respecto, Madhuk volvió a mostrarse tan hermético como la primera vez: bajó la cabeza y guardó un calculado silencio, resuelto a que su pasado continuase envuelto en un halo de misterio y secretismo. Harshali estaba convencida de que Madhuk debía de haber sido víctima de un terrible trauma, cuyas secuelas emocionales prefería mantener apartadas en el lugar más recóndito de su cerebro. Desde luego, haría falta mucho tiempo y paciencia antes de que el chico se sincerase con ellos, si es que alguna vez tal cosa llegaba a suceder.

Por lo general, los procesos de adopción eran lentos y tediosos como cualquier otra gestión que implicase una burocracia excesiva. No obstante, gracias a los contactos que el prestigioso maestro había hecho a lo largo de los años, su caso se tramitó en tiempo récord. A ojos de la ley, a Madhuk lo reconocieron como hijo del ilustre matrimonio formado por Bindusar y Harshali, momento a partir del cual adquirió la casta brahmán a la que ellos pertenecían. El siguiente paso no podía ser otro que celebrar el ritual de iniciación que lo convertiría en «dos veces nacido».

La edad idónea para llevar a cabo el upanayana, como así se denominaba el rito, solía ser a los ocho años, aunque para los chatrias y vaisyas dicha edad se elevaba ligeramente. Las particulares circunstancias de Madhuk, ya cercano a los catorce, hacían de su caso una excepción.

La ceremonia tuvo lugar bajo un pequeño pabellón que se alzaba en el jardín, al pie de una hoguera que Bindusar solo prendía en ocasiones especiales como aquella. El iniciado se situó al lado del oficiante, uno con la cara vuelta hacia el este y el otro hacia el oeste. En el punto central del acto, Bindusar le concedió al muchacho el cordón sagrado —una cuerda compuesta por tres trenzas de nueve hilos de algodón entrelazado—, que se cruzaba sobre el hombro izquierdo y el costado derecho. Tendría que llevar este cordón a lo largo de toda su vida y quitárselo o romperlo le supondría a su dueño incurrir en una gran impureza ritual que solo limpiaría tras afrontar duras penitencias. Luego, el maestro recitó el considerado como el himno más venerado del Rigveda y le entregó su bastón al muchacho, que dio varias vueltas alrededor del fuego mientras le echaba varios leños para mantenerlo encendido.

Madhuk guardó en todo momento un respeto reverencial, obrando conforme a los ensayos que habían realizado, pues Bindusar le había dejado muy clara la importancia que se le concedía a aquel acto en el marco de la tradición hindú. Tras la finalización de la ceremonia, Harshali le propinó un abrazo tan fuerte que casi lo ahogó, y acto seguido festejaron su iniciación con un banquete repleto de exquisitos manjares que sació su hambre para toda una semana.

Teniendo en cuenta que el muchacho jamás había pisado una escuela durante su infancia, Bindusar se concentró primero en enseñarle la aritmética más elemental, así como a leer y escribir, para que las diferencias con respecto a sus alumnos habituales, cuando estos se reincorporasen a las clases, se notasen lo menos posible.

Al margen de dichos conocimientos, el núcleo principal de sus estudios lo conformaban los Vedas. El maestro recitaba de memoria pasajes enteros que Madhuk tenía que repetir verso a verso, apoyándose en recursos nemotécnicos que aquel le enseñaba. Además, como parte de su formación, una de las primeras cosas que el muchacho tuvo que aprender fue la ejecución de la sandhya, un ritual que se celebraba tres veces al día —al amanecer, al mediodía y al atardecer—, en honor al sol, al que se le tenía como símbolo de Visnú y de Shiva, y cuya correcta ejecución implicaba la recitación de mantras, el control de la respiración y la realización de libaciones de agua.

Aunque Bindusar era un excelente maestro, como padre se le notaba, en cambio, mucho más indeciso, no por falta de compromiso, sino porque todavía necesitaba algo de tiempo para acostumbrarse a su nuevo papel. Su principal error radicaba en que, en lugar de tratarlo como a un hijo, lo hacía más bien como a uno de los muchos alumnos que había tenido, sin darse cuenta de que Madhuk, más allá de sabiduría, lo que realmente necesitaba era el cariño de un progenitor. Bindusar no era muy dado a demostrar su afecto mediante el contacto físico y como mucho se limitaba a revolverle el pelo cuando quería expresarle su estima.

Con el transcurso de las semanas, el papel de Bindusar como padre fue ganándole terreno al de maestro, hasta que un día no necesitó esforzarse en actuar como el primero por encima del segundo. Curiosamente, lo que más contribuyó a fortalecer el vínculo entre ellos fue la vina que llevaba años olvidada en su habitación. Madhuk se empeñó en aprender a tocar el instrumento, y las horas que pasaron juntos en aquel ambiente distendido, muy alejado del rigor que exigía el estudio de los Vedas, facilitaron que un fuerte sentimiento de apego fluyera entre los dos.

Harshali, por el contrario, había asumido su papel de madre con toda la naturalidad del mundo, sin necesidad de pasar por ningún proceso de adaptación. Cuando no estaba estudiando, la mujer acaparaba por completo al muchacho, al que surtió de ropa, calzado, perfumes y todo tipo de accesorios para el aseo.

Pasaban muchas horas juntos cuidando del jardín, aunque también en la capilla, pues Harshali se ocupaba de enseñarle a Madhuk los rituales domésticos que debían llevarse a cabo en honor a Shiva. A la talla del dios hindú se la trataba como si fuese un invitado, al que se despertaba por la mañana con el sonido de campanillas, se le ofrecía agua para que se lavase los pies, se le honraba con flores, se le alimentaba con arroz y fruta, y hasta se le abanicaba los días de mayor calor. Shiva era un dios ambivalente, al mismo tiempo destructor y restaurador, y normalmente se le representaba como un asceta en estado de meditación, en cuya frente tenía un tercer ojo como símbolo de su privilegiado discernimiento.

Aunque al principio Madhuk pensó que el trato tan exquisito de que era objeto la estatua de Shiva por parte de Harshali debía de ser excepcional, después supo que en realidad aquella forma de adoración estaba extendiéndose con gran aceptación por una gran mayoría de los hogares de la India.

Por su parte, Madhuk había aceptado la nueva vida de estudiante que conforme a su casta recién adquirida debía observar, del mismo modo que habría aprendido un oficio si aquella hubiese sido su obligación. Por muy ajena que le resultase la práctica del estudio, no podía desaprovechar la increíble oportunidad que el destino le había brindado. Además, pronto comenzó a sentir que aquellos extraños que de la noche a la mañana se habían convertido en sus padres se ganaban en muy poco tiempo un hueco en su corazón. Madhuk tan solo lamentaba que Sarasvati no pudiese beneficiarse de su suerte, pero necesariamente debía mantener la existencia de su hermana en secreto.

 

 

Una de las cosas que más sorprendió a Bindusar fue darse cuenta de que Madhuk desconocía en gran medida los principios más básicos por los que se regía la sociedad hindú, como si el muchacho hubiese estado recluido en una cueva durante toda su infancia, de la que jamás hubiera salido hasta fechas muy recientes. En todo caso, era su deber remediar aquella carencia, de manera que tras entender que había llegado el momento adecuado, Bindusar se dispuso explicarle una de las doctrinas más elementales. Madhuk, por su parte, prefería con mucho aquel tipo de lecciones, cuyo aprendizaje lo ayudaba a integrarse con mayor facilidad en la sociedad donde vivía, que la interminable memorización de textos sagrados que no tenían el menor significado para él.

Maestro y alumno se sentaron en la posición de loto sobre una esterilla de la sala de estar, dispuestos frente a frente.

—Ya me has oído hablar de las cuatro grandes clases sociales en que se divide la sociedad, ¿verdad? Pues bien, de la misma manera, la vida del individuo también se divide en cuatro etapas llamadas ashramas. —Bindusar se acarició la calva antes de continuar—. Y la primera etapa es precisamente la que tú acabas de iniciar: la de estudiante.

—Maestro, perdone que lo interrumpa —intervino Madhuk, que de momento no sentía que el vínculo entre ambos fuese lo suficientemente estrecho como para poder llamarlo padre—, pero… ¿acaso la infancia no cuenta?

—Como los pájaros, los niños son almas libres a quienes se les deja jugar bajo la amorosa mirada de sus padres. No obstante, recuerda que no se convierten en miembros de pleno derecho de la sociedad hasta su segundo nacimiento, cuando tiene lugar el ritual del upanayana. —Madhuk asintió tras haber comprendido y continuó prestando atención—. El estudiante, como ya sabes, debe trasladarse a la casa de su maestro y formarse en el estudio de los Vedas y otras materias complementarias, entregado a una vida casta y muy disciplinada.

Madhuk frunció el ceño en señal de confusión.

—¿Una vida casta? ¿Y por qué tal cosa es necesaria?

Bindusar ya se había acostumbrado al habitual desparpajo del muchacho y la pregunta no lo cogió excesivamente desprevenido.

—La idea detrás del celibato reside en que el poder sexual debería canalizarse hacia un objetivo espiritual, que constituye una de las principales metas de este ciclo. —El maestro reanudó su exposición tras comprobar que la aclaración había satisfecho a Madhuk—. Una vez finalizada la etapa de estudiante, da comienzo el segundo estadio: el de cabeza de familia. Desde ese momento, el joven debe empezar a trabajar, tomar una esposa y engendrar descendencia que perpetúe su linaje. Esta supone la época de mayor participación en la vida social y económica de la comunidad.

Madhuk alzó la mano, movido por una duda que lo había asaltado de repente.

—¿Será a través de mí como asegure usted su descendencia?

—No te hemos adoptado por este motivo, si es que tu pregunta iba por ese camino. —Socialmente, los hijos adoptados se consideraban pobres sustitutos de los hijos naturales, debido a que se cuestionaba la eficacia de su intervención en los ritos mortuorios. Bindusar, sin embargo, prefirió omitir aquella información.

—¿Y cuál es la tercera etapa?

—Cuando el cabeza de familia ya peina canas y ha visto nacer a sus primeros nietos, le llega el momento de retirarse al bosque como ermitaño. Allí habitará una pequeña cabaña y llevará una vida de austeridad, penitencia y contemplación.

—¿Eso hará usted? ¿Y qué pasará con Harshali?

—Ella se vendrá conmigo. La ley autoriza al hombre a iniciar dicha etapa solo o en compañía de su mujer. —El maestro se aclaró la garganta antes de continuar—: Finalmente, con la ancianidad, ya rotas las ataduras con el mundo, el hombre se convertirá en sannyasin, es decir, en un asceta errante que recorrerá los caminos esperando la muerte, sin más posesiones que una vara y el bol para las limosnas. El propósito de esta última etapa es alcanzar el moksha —la liberación—, abandonando así el infinito ciclo de nacimientos y muertes conocido como samsara.

Madhuk se quedó pensativo durante unos instantes, mientras asimilaba la lección.

—Entonces… —terció—, ¿todo el mundo tiene que cumplir con la doctrina de los cuatro ashramas?

—En absoluto —replicó Bindusar—. Este esquema representa el ideal al que debería aspirar todo hombre que desee cumplir con los principales objetivos del ser humano en el transcurso de una sola vida. No obstante, únicamente unos pocos lo consiguen. La mayoría no pasa de la segunda etapa, o también los hay que pasan de la primera a la tercera, sin llegar a ser nunca un cabeza de familia. Además, esta doctrina no aplica ni a las mujeres ni a los integrantes de la casta shudra. Y muchísimo menos a los chandalas.

—Entonces, si lo he entendido bien, las cuatro etapas de la vida son las de estudiante, la de cabeza de familia, la de ermitaño y la de sannyasin. ¿Verdad?

—Así es, Madhuk —concluyó Bindusar—. Así que, a partir de ahora, grábate para siempre esta doctrina en la cabeza.

 

 

Un mes después de la llegada de Madhuk a su nuevo hogar, el maestro ya tenía por fin en sus manos el libro en el que tanto tiempo había invertido, espléndidamente encuadernado e ilustrado, y lo único que le faltaba era llevarlo hasta Nalanda para ofrecérselo a su insigne universidad.

—Me gustaría que vinieses conmigo —señaló Bindusar.

—Por supuesto —acató Madhuk.

—Iremos a pie, como si realizásemos un viaje de peregrinación. La ruta es segura y se encuentra en óptimas condiciones. Nos alojaremos en cualquiera de las numerosas casas de hospedaje que hay por el camino. A buen ritmo, en dos días estaremos allí.

Una vez en marcha, Madhuk se fijó en la gran cantidad de ascetas errantes que atestaban las carreteras y sintió una gran admiración por todos aquellos ancianos que en el ocaso de sus vidas aspiraban a alcanzar el ideal de sannyasin. La mayoría de ellos vestían con andrajos, se apoyaban en un báculo de bambú y llevaban por todo equipaje un raspador para limpiarse la mugre, un tazón de limosnas y un legajo de hojas manuscritas sujetas con una cuerda. Más adelante, conforme fueron acercándose a su destino, fueron mayoría los viajeros de cabeza rapada y túnica de color azafrán, a cuya esporádica presencia ya se había acostumbrado Madhuk en las calles de Pataliputra.

—La universidad de Nalanda es budista, por eso no es de extrañar que nos topemos con tantos monjes en las inmediaciones —aclaró el maestro.

El budismo había surgido en el siglo vi a. C., una época especialmente convulsa en la historia del pensamiento indio, en la que una gran variedad de individuos disconformes con el brahmanismo ritualista decidió echarse a los caminos para predicar sus propias enseñanzas. De las diferentes doctrinas que nacieron, algunas pudieron integrarse en la ortodoxia hindú, mientras que otras, consideradas por tal motivo heterodoxas, se desarrollaron de manera independiente.

El movimiento disidente más importante lo fundó Sidarta Gautama —Buda—, un príncipe que durante toda su juventud vivió protegido dentro de los muros de su palacio, rodeado de grandes lujos, hasta que una serie de salidas le descubrieron el sufrimiento que encerraba el mundo exterior. A partir de ese momento dejó atrás su vida anterior y se convirtió en un asceta errante decidido a buscar la verdad sobre la existencia humana.

Finalmente, tras años de penurias y esfuerzos, Sidarta consiguió alcanzar la Iluminación, y desde entonces se dedicó a predicar sus enseñanzas por toda la India. La esencia del budismo se resumía en las cuatro nobles verdades: la primera establece que la vida es sufrimiento; la segunda, que el origen del sufrimiento es el deseo; la tercera reconoce que puede ponerse fin al dolor; y la cuarta nos indica el camino, conocido como del óctuple sendero, una vía intermedia que debe evitar tanto el exceso de placeres como el ascetismo extremo.

El budismo trajo, además, el monasticismo organizado, que antes no existía en el país. Las comunidades de monjes se sostenían gracias a las generosas donaciones de los creyentes laicos, la mayor parte de los cuales pertenecían a la clase vaisya*.

—Pero, maestro, siendo usted shivaísta, ¿cómo es que mantiene tan buenas relaciones con los seguidores de Buda?

—Verás, yo soy de la opinión de que las distintas creencias religiosas deberían poder coexistir en paz. Por desgracia, en nuestra sociedad la intolerancia prevalece sobre el respeto demasiado a menudo. —Bindusar pensó que aquella constituía una magnífica oportunidad para ampliar la formación de Madhuk—. ¿Sabías que los credos más extendidos en nuestro país comparten una base común? Pues, así es. En realidad, el budismo tomó como punto de partida para desarrollar su propia filosofía determinados conceptos propios de la religión hindú. Estoy refiriéndome al karma, al samsara y al moksha, de los que ya me habrás escuchado hablar. En su día, nadie cuestionaba que el karma acumulado como consecuencia de nuestras acciones repercutía más allá de nuestra existencia actual. Pero ¿cómo podía el hombre liberarse de la interminable rueda de reencarnaciones que constituye el samsara? Pues bien, al igual que otros muchos sabios brahmanes de su tiempo, Buda también buscaba la solución a ese dilema.

—Pero, entonces, ¿en qué se diferencia el budismo de la tradición hindú? —inquirió Madhuk con verdadero interés.

—A partir de ahí, en muchísimas cosas —replicó Bindusar—. Para empezar, Buda no reconocía la autoridad de los Vedas ni tampoco les otorgaba valor alguno a los rituales de sacrificio practicados por los sacerdotes brahmanes. Además, proclamaba que solo el hombre podía liberarse a sí mismo, sin que ningún dios pudiese ayudarlo en dicha tarea. Buda, aun admitiendo las deidades como entidades menores sometidas al samsara, no aceptaba la existencia de ningún Ser Supremo. Y, para terminar, tampoco reconocía la división de castas y permitía que cualquiera pudiese hacerse monje con independencia de su origen.

Bindusar se pasó el resto del trayecto contestando las múltiples dudas con que Madhuk lo acribilló a partir de ese momento, hasta que por fin llegaron a su destino.

El muchacho se quedó atónito ante el panorama que se desplegaba ante sus ojos. Aunque originalmente había nacido como un humilde monasterio budista, el lugar se había transformado en muy poco tiempo en una impresionante universidad. El recinto estaba compuesto por un complejo de edificios entre los que se incluían templos, aulas, pabellones que servían de residencias, bibliotecas, graneros, zonas verdes… y todo ello comprendido en un perímetro amurallado, por encima de cuyas paredes sobresalía un conglomerado de estupas* en forma de cúpulas semiesféricas, sobre las cuales se reflejaban los rayos del sol.

A pesar de su origen y administración budista, en la universidad de Nalanda se admitían estudiantes de todos los credos, y además de la doctrina que le era propia, también se enseñaban los Vedas, filosofía hindú, lógica, gramática, astronomía y medicina —con especial énfasis en la ciencia ayurvédica*, muy avanzada en aquellos tiempos—. La vida académica y la actividad intelectual se palpaban en cada rincón de aquel centro, al que acudían sabios extranjeros venidos desde muy lejos para pasar allí largas temporadas, y en el que enseñaban los más reputados maestros, incluido el propio Bindusar, que invitado por el abad había impartido más de una clase magistral con gran éxito.

Bindusar se presentó ante el monje de la entrada y preguntó por el abad, al que deseaba ver en persona. El monje le trasladó la petición a un novicio, que regresó al cabo de unos minutos con la respuesta que esperaban.

—El abad aguarda junto a la estupa principal. Sean bienvenidos.

Madhuk y el maestro atravesaron un patio exterior y pasaron junto a un edificio en cuyo interior, a juzgar por el olor que escapaba de las ventanas, no cabía duda de que radicaban las cocinas. A continuación, enfilaron unas interminables escaleras que desembocaban en la sección más alta del monasterio, compuesta por un entramado de pasarelas de madera que circunvalaban el conjunto de estupas que coronaba la construcción. Desde aquella considerable altura, la espectacular panorámica que ofrecía el lugar podía hacerle pensar a uno que estaba mirando a través del tercer ojo de Shiva.

Instantes después, un monje de unos sesenta años acudía al encuentro de Bindusar, juntando las manos por debajo de la barbilla, a modo de saludo.

—Tu presencia aquí es siempre bienvenida —dijo el abad exhibiendo una cálida sonrisa.

—Es un placer volver a verte, Padmabandhu.

Al monje budista y al maestro hindú los unía una sólida amistad forjada a lo largo de muchos años. En el ámbito académico, ambos habían protagonizado apasionados debates en defensa de sus propias creencias, y pese a la sensibilidad de la materia, lo habían hecho siempre desde la tolerancia y el respeto. Padmabandhu era un hombre rechoncho y de carrillos rubicundos, cuyo carisma y duro trabajo lo habían llevado a ocupar el puesto que ostentaba en la actualidad.

—Por cierto, ¿y quién es este muchachito que te acompaña? Supongo que uno de tus alumnos, ¿verdad?

—En efecto —corroboró Bindusar—, pero es mucho más que eso: también es mi hijo. —El abad enarcó las cejas sin disimular su sorpresa. ¿Cómo era posible que su querido amigo le hubiese ocultado semejante información durante tanto tiempo? —No es lo que piensas —se apresuró a aclarar el maestro—. Madhuk es fruto de una reciente adopción.

El gesto de extrañeza de Padmabandhu se tornó rápidamente en una sonrisa.

—Una decisión muy loable —señaló, aunque por prudencia prefirió no profundizar en el tema en presencia del chico.

Tras las presentaciones de rigor, el trío echó a caminar por las terrazas adyacentes a las estupas y las rodeó siempre en el sentido de las agujas del reloj.

—Este sitio parece más grande cada vez que vengo —comentó Bindusar—. No sé cómo te las arreglas.

—Es cierto, la universidad no deja de crecer, pero aunque yo sea la cabeza visible de esta organización, el mérito no es solo mío. —El abad detuvo su avance un momento—. Pero dime, ¿qué te trae por aquí? ¿Acaso te gustaría que acogiésemos a Madhuk durante una temporada para que se especializase en un campo en concreto?

—No, nada de eso. Pese a su edad, mi hijo apenas acaba de comenzar sus estudios. —El maestro se aclaró la garganta antes de continuar—. Se trata del libro en el que llevaba trabajando durante tanto tiempo.

—¿Tu transcripción del Mahabharata? ¿Por fin la has terminado?

—Así es. Lo tengo aquí mismo.

Madhuk le tendió el manuscrito que él mismo había acarreado durante buena parte del viaje.

—Por favor, échale un vistazo.

Padmabandhu lo examinó con muchísimo cuidado, perfectamente consciente del tesoro que constituía aquella pieza.

—Desde la primera hasta la última página tu caligrafía es exquisita —elogió—. Felicidades, amigo. Es una obra realmente magnífica.

—¿Y qué te parecería que pasara a formar parte de vuestra ilustre biblioteca?

—¡Me encantaría! —exclamó el abad—. Aunque debo advertirte de que disponemos de un presupuesto limitado. Tengo que consultarlo, pero creo que podría ofrecerte en torno a los ochocientos panas*.

Aquella era una cantidad nada despreciable, equivalente a lo que Bindusar podía ganar a lo largo de todo un año.

—No pienso regatear, Padmabandhu. Aceptaré lo que me ofrezcas. Ya sabes que nunca me metí en este proyecto por razones pecuniarias.

Madhuk caminaba un paso por detrás de los adultos, abstraído de su conversación, mientras se asomaba continuamente a la barandilla para contemplar el gentío que discurría abajo, en el suelo, reducido al tamaño de atareadas hormigas. Poco después pasaron junto a una especie de garita de escaso tamaño, situada junto a la escalinata dispuesta en el extremo opuesto, que captó inmediatamente su atención. Un novicio sentado en la posición de loto se hallaba en el interior de la estructura, con un enorme tambor a un lado y un extraño aparato al otro, al que no le quitaba los ojos de encima.

—¡Madhuk! —lo llamó el maestro tras comprobar que se quedaba rezagado.

—¿Qué es esto? —preguntó el muchacho.

El propio Padmabandhu giró sobre sus pasos para explicarle a Madhuk la función del singular mecanismo de cuyo manejo se encargaba el novicio.

—Esto es una clepsidra, es decir, un reloj de agua, esencial para regular la vida del monasterio.

El artefacto se componía de un recipiente de metal lleno de agua, sobre cuya superficie flotaba una copa de cobre, a la que se le había realizado un agujero con el diámetro exacto para que se llenara justo al cabo de una hora.

—¿Y cómo funciona?

—Muy sencillo —repuso el abad—. Una vez que se llena, la copa se hunde en el agua. Y, en ese momento, el responsable de la clepsidra golpeará el tambor un número determinado de veces, según el momento del día.

Madhuk observó la clepsidra con gran interés. En el suelo había más copas, perforadas con un diámetro distinto según se quisiera señalar los tiempos cada media hora o cuarenta y cinco minutos. La ventaja sobre el reloj de sol, denominado gnomon, residía en que el de agua también funcionaba de noche, así como los días especialmente nublados. Aquel ingenioso instrumento no solo regulaba la vida monástica, sino también la de la corte en palacio.

Finalmente, iniciaron el descenso por las empinadas escaleras con destino a la biblioteca para depositar allí el libro de Bindusar.

—Quiero aprovechar este encuentro para hacerte partícipe de una noticia que muy poca gente sabe —anunció Padmabandhu por el camino.

—¿De qué se trata?

—Estoy a punto de renunciar a mi cargo de abad.

—No me lo esperaba —admitió el maestro—. ¿Y qué harás a partir de ahora? ¿Acaso te planteas una vida dedicada al retiro y la meditación?

—Nada de eso. Más bien todo lo contrario, pues mi próxima ocupación será todavía más exigente que la actual.

A Bindusar no se le ocurría qué labor podía conllevar mayor responsabilidad que la de dirigir el monasterio y la célebre universidad de Nalanda.

—¿De qué se trata entonces?

—Discúlpame, amigo. Pero todavía no puedo desvelártelo. Como podrás imaginarte, es un asunto bastante delicado. No obstante, te lo haré saber en cuanto pueda.

—Me tienes en ascuas, Padmabandhu. ¿Puedes decirme al menos qué te ha llevado a tomar una decisión así?

—Voy a serte sincero. Creo que a través de mi nueva ocupación podría llegar a ejercer una verdadera influencia sobre la vida de la gente.

Aquella respuesta lo dejó aún más intrigado, pero, fiel a sus principios, el abad no añadió ni una palabra. Durante el viaje de vuelta, Bindusar no dejó de rumiar el asunto sin sacar nada en claro, mientras que Madhuk, por su parte, aún seguía fascinado con el ocurrente funcionamiento del reloj de agua al que llamaban clepsidra.

 

 

2

 

Un nuevo consejo de ministros estaba punto de tener lugar.

En un extremo de la mesa, presidiéndola, se hallaba el emperador, y frente a él, en el extremo opuesto, su hermano Bhanugupta, en calidad de mahamantrin*. A un lado se sentaban Abhimanyu —el purohita—, y el astrólogo de palacio, cuyos dictámenes se tenían muy en cuenta. Y al otro, Harshul —el mahasenapati*—, que ocupaba un asiento junto al recaudador general de impuestos, que en aquella ocasión ejercería también las funciones de secretario.

Para preservar el secreto de las deliberaciones no había nadie más en la sala, ni sirvientes ni tampoco centinelas, que hacían guardia al otro lado de la puerta a una distancia prudencial. Asimismo, la ley sagrada no permitía la presencia de mujeres, indiscretas por naturaleza, ni la de loros o papagayos, cuyas facultades parlantes estaban excesivamente sobrevaloradas.

El consejo abordó al principio temas rutinarios, a los que no se les dedicaba más allá del tiempo imprescindible.

—Para lo que queda de año, deseo aumentar al doble la partida presupuestaria destinada a los académicos y eruditos —indicó el emperador—. Y muy especialmente a los matemáticos. Me consta que están logrando avances portentosos en dicha materia. Además, quiero nombrar a Kalidasa primer poeta de la corte, y que se le procure alojamiento en las dependencias de palacio. —Kalidasa se había convertido en el más extraordinario poeta y dramaturgo nacido en aquellas tierras, de cuyo trabajo Kumaragupta se había quedado prendado por completo.

El recaudador general de impuestos tomó nota de la voluntad expresada por el emperador, con la aquiescencia de todos los presentes. A nadie se le escapaba que el mecenazgo de artistas y sabios constituía una de las principales funciones de los reyes.

—Además, en cuanto a las donaciones habituales destinadas al mantenimiento de los templos, quiero que se aumente en un veinte por ciento la cantidad consignada a los santuarios budistas y jainistas.

—¡¿Cómo?! —exclamó el purohita—. ¿Y eso a qué viene?

—Únicamente trato de ser lo más justo posible.

—¿Favoreciendo a las sectas heterodoxas en detrimento de la tradición hindú?

—Cálmate, Abhimanyu. Sabes que siempre he sido muy tolerante en lo que a la libertad de credo se refiere, igual que lo fueron mi padre y mi abuelo antes que yo. ¿No es verdad, hermano?

Bhanugupta asintió de forma casi imperceptible, como si le costase darle la razón.

—Una cosa es la libertad religiosa, a la que yo tampoco me opongo —argumentó Abhimanyu—, y otra muy distinta lo es favorecer más de la cuenta otras creencias, en perjuicio de tu propia fe.

—¡No exageres! De cualquier manera, los templos hindúes continúan acaparando la mayor parte de nuestra financiación.

El purohita se cruzó enérgicamente de brazos mientras cogía aire para proseguir con la discusión.

—Deberíamos seguir avanzando —intermedió Bhanugupta acariciándose el elegante bigote acabado en punta—. Aún nos quedan por delante importantes asuntos que tratar. —La intervención del mahamantrin pareció surtir el efecto deseado, pues Abhimanyu se dio finalmente por vencido—. Cambiemos de tema. ¿Alguna novedad acerca de los hunos blancos? —le preguntó a Harshul.

El mahasenapati se irguió ligeramente y se aclaró la garganta antes de contestar. La característica frialdad de su mirada ni siquiera se relajaba cuando se encontraba en el seno del consejo.

—Todavía no se han hecho con el control total de la Bactria, pero es tan solo cuestión de tiempo.

—Ya os advertí que tal cosa no sucedería antes del próximo equinoccio —señaló el astrólogo, cuyo nivel de acierto en sus predicciones era extraordinariamente alto.

Kumaragupta reclamó la atención para sí.

—De acuerdo, ya sabéis lo que pienso al respecto. Esperaremos a que el conflicto se haya resuelto del todo, y solo entonces estableceremos contactos diplomáticos con ellos. Y, en todo caso, siempre desde el máximo respeto. ¿Está claro?

Tanto Bhanugupta como Harshul habrían sido más partidarios de adoptar desde el principio una postura mucho más firme con aquellos bárbaros del norte, cuya ambición parecía no conocer límites. Sin embargo, no tenía sentido volver a oponerse a la voluntad del emperador, por lo menos mientras las circunstancias siguiesen siendo las mismas.

—Bien, ahora me encargaré de exponer un asunto de carácter esencial, del que no he tenido conocimiento hasta esta misma mañana —anunció Bhanugupta paseando la mirada entre los presentes—. Según nuestro embajador en el reino de los pushyamitras, su soberano ha comunicado que no piensa abonarnos los correspondientes tributos a partir del año que viene.

Los pushyamitras, que constituían un feudo de la India central sito en la ribera del río Narmada, habían aceptado someterse voluntariamente al Imperio de los Gupta, convirtiéndose de ese modo en un reino vasallo. En virtud de dicha condición, que les permitía conservar la administración sobre su pueblo, debían pagar anualmente tributo al emperador, asistirlo con sus tropas en caso de confrontación con un tercero y también comparecer en persona con ocasión de ciertas ceremonias celebradas en la capital del Imperio. Aquellos reinos que se habían enfrentado a los Gupta, en cambio, se asimilaban por completo, y se nombraba un virrey que ejercía sobre ellos un gobierno directo.

—Seguramente se trate de una simple amenaza realizada en un momento de frustración —dijo Kumaragupta—. Pero cuando llegue la hora de la verdad, no se atreverán a hacerlo.

—Ojalá estuvieses en lo cierto —lo corrigió su hermano—. No obstante, me temo que van muy en serio. —Y dicho esto, deslizó una hoja de palma sobre la mesa, en la que el rey de los pushyamitras dejaba muy clara su postura—. Incluso han osado ponerlo por escrito.

—¡Es inaceptable! —exclamó Harshul—. Deberíamos desplegar inmediatamente nuestro ejército y someterlos por la fuerza.

—Estoy de acuerdo —secundó Bhanugupta.

—No tan deprisa —repuso el emperador—. La guerra debería constituir siempre la última respuesta.

—No nos dejan otra opción —insistió el mahasenapati—. Si no actuamos con contundencia, nos arriesgamos a que el resto de los reinos imiten su comportamiento y se declaren también en rebeldía.

Un murmullo de asentimiento se extendió por toda la sala. Tanto Abhimanyu como el astrólogo se mostraron de acuerdo con la tesis que defendían Bhanugupta y Harshul.

—Solo digo que antes de tomar una decisión pensemos en otras alternativas —se defendió Kumaragupta.

—No se me ocurre ninguna —replicó su hermano.

—Por si sirve de algo —terció el recaudador general de impuestos—, me gustaría dejar claro que nuestras arcas están llenas. —El comentario era del todo intencionado, pues aquel constituía un factor a tener muy en cuenta debido a los enormes gastos que una guerra solía generar.

El sistema impositivo establecido desde hacía siglos en la antigua India estaba perfectamente organizado. El impuesto base se aplicaba a las tierras de cultivo y a los rebaños, y se fijaba normalmente en una cuarta parte de los rendimientos, pudiendo satisfacerse tanto en especie como en dinero. Por otro lado, los artesanos debían contribuir al erario con el importe equivalente a dos días de trabajo al mes, mientras que los comerciantes tenían que abonar un peaje en las puertas de las ciudades, así como una tasa en los mercados. Además, el rey gozaba de la exclusiva titularidad sobre el subsuelo, de manera que la explotación de las minas constituía una de sus principales fuentes de ingresos. Por otra parte, de acuerdo con la ley sagrada, las mujeres, los niños, los estudiantes, los sacerdotes brahmanes y los ascetas estaban exentos de pagar impuestos.

—Soy consciente de que disponemos de recursos de sobra para afrontar una guerra. Mi preocupación tiene más que ver con la pérdida de vidas humanas, motivo por el cual no deberíamos tomar una decisión de este tipo tan a la ligera. —El emperador clavó su mirada en el mahasenapati—: ¿Has evaluado la capacidad del ejército enemigo al que tendríamos que hacer frente?

—No voy a negar que los pushyamitras gozan de una larga tradición como guerreros —admitió Harshul—. Además, su ejército permanece completamente intacto, debido a que se sometieron voluntariamente a tu padre. Pese a todo, no me cabe la menor duda de que venceremos.

—¿Y si los hunos blancos decidieran invadir nuestras fronteras desde los pasos del noroeste, aprovechando nuestro enfrentamiento con los pushyamitras en el centro del país? ¿Habéis contemplado esa posibilidad?

—Por eso tendríamos que atacarlos sin perder un solo minuto —replicó Bhanugupta—. Antes de que a esos malditos bárbaros les dé tiempo a asentarse en los territorios que todavía luchan por conquistar.

—Exacto —convino Harshul.

Kumaragupta lanzó un resoplido.

—Las cosas podrían complicarse —arguyó—. ¿Y si los pushyamitras lograsen hacerse con el apoyo de otros reinos igualmente descontentos? Si nos han lanzado este órdago, estoy seguro de que ya habrán iniciado sus contactos. En tal caso, la guerra se prolongaría mucho más de lo esperado, por no decir que correríamos el riego de que el imperio se partiese en dos.

—Lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados —sentenció Bhanugupta—. Y parece muy claro que por aplastante mayoría el Consejo ha decidido que…

—¡Basta! —gritó el emperador, al tiempo que propinaba un puñetazo sobre la mesa. Habitualmente, el consejo adoptaba sus decisiones por mayoría, salvo en los asuntos de extraordinaria importancia, en los que la última palabra la tenía siempre el rey. Su hermano, sin embargo, actuaba como si tratara de sacar adelante aquel dictamen sin tenerlo para nada en cuenta—. No sigas por ese camino, te lo advierto.

Bhanugupta se quedó petrificado mientras sentía que una bola de odio se formaba en su interior.

—Pero yo soy el mahamantrin… —argumentó para defenderse.

—¡Y yo el emperador!

Un tenso silencio se apoderó del ambiente.

—¿Podríamos, por favor, rebajar el tono de la conversación? —terció el purohita en tono apaciguador.

—Nuestro padre habría actuado de forma muy diferente… —murmuró Bhanugupta por lo bajo.

—¿Cómo has dicho? —se encaró Kumaragupta amagando con alzarse de la silla.

—Abhimanyu tiene razón —intervino Harshul extendiendo los brazos en actitud conciliadora—. No ganamos nada enfrentándonos entre nosotros.

La tensión de los siguientes minutos alcanzó tal grado de temperatura que evitaron incluso cruzar las miradas para reavivar el conflicto.

—He tomado una decisión —anunció Kumaragupta de repente—. Tengo la fórmula para evitar la guerra, a la vez que recuperamos el favor de los pushyamitras: le ofreceré a su soberano la mano de la princesa, mi hija Rudrabhiravi. El matrimonio armonizará las relaciones entre ambos linajes y habremos salvado así una situación de crisis sin tener que recurrir a las tropas, que seguirán estando a punto por si más adelante tenemos que enfrentarnos a los hunos blancos. —Y antes de que el consejo hubiese digerido aún la noticia, añadió dirigiéndose al astrólogo—: Ponte a trabajar ahora mismo y calcula cuál sería la fecha más indicada para celebrar el enlace, de acuerdo con la posición de los astros. —Y dicho esto, dio por concluida la reunión.

 

 

3

 

Para suerte de Sarasvati, el burdel regentado por la kuttani que la había reclutado constituía una especie de gran familia, al frente de la cual Madunisha se ocupaba de cuidar de sus chicas como una loba lo haría con sus propias crías.

Aparte de Madunisha, la casa estaba habitada por media docena de jovencitas cuyas edades oscilaban entre los trece y los diecisiete años, y sobre las cuales recaía el deber de sacar el negocio adelante. Asimismo, también contaban con dos sirvientas de edad más avanzada, una dedicada a las tareas relacionadas con la limpieza, y la otra consagrada a la cocina.

Sarasvati había recuperado la sonrisa porque podía vestirse con ropa limpia, asearse a diario, comer hasta saciarse y dormir en una confortable cama con un techo sobre su cabeza. Y todo ello, de momento, sin tener que desempeñar el oficio que ejercían sus compañeras, acerca del cual ella aún carecía de la menor noción. Fiel a su palabra, Madunisha no la pondría a trabajar hasta que menstruase y adquiriese desde ese instante su condición de mujer.

No obstante, eso no quería decir que Sarasvati se quedase de brazos cruzados. Todo lo contrario. Durante el día ayudaba a las sirvientas en todo lo que podía, y por las noches se dedicaba a danzar, pues no cabía duda alguna de lo bien que se le daba. En la planta baja del burdel había dos grandes salones dispuestos para el entretenimiento de los clientes: el primero se reservaba para apostar a los dados y otros juegos de azar; y el segundo se destinaba a los espectáculos de música y baile. Un par de músicos contratados ex profeso por la kuttani tocaban allí casi todas las noches, y las muchachas se turnaban para contonearse al ritmo de las sugerentes melodías de corte oriental.

Por otra parte, Sarasvati se encargaba, asimismo, de avisar a la curandera cada vez que alguna de las muchachas requería de sus servicios. Podría decirse que Kundanika, como así se llamaba la mujer, también formaba parte de aquella singular familia cuya vida orbitaba en torno al prostíbulo. La curandera no solo atendía las dolencias de Madunisha y sus chicas, sino que además había impuesto una serie de medidas de higiene que debían seguirse a rajatabla en el burdel. Los clientes, con independencia de su presunta pureza espiritual y de la naturaleza del acto que fuesen a llevar a cabo, tenían que lavarse sus partes íntimas antes de cada encuentro. En adición, Kundanika les proporcionaba a las chicas unos capuchones elaborados con cera de abeja, especialmente diseñados para prevenir embarazos una vez colocados en el interior de la vagina. De ella también se decía que practicaba exorcismos, prescribía remedios contra el mal de ojo y preparaba toda clase de antídotos contra cualquier tipo de veneno conocido.

El negocio le proporcionaba a Madunisha pingües beneficios, pese a que las ganancias de dos días de trabajo por mes de cada prostituta terminaban en las arcas del Estado, debido a que la actividad estaba sujeta a inspección por parte de la autoridad gubernamental. Buena parte de los ingresos se destinaban a cubrir los gastos del local y el sueldo de las sirvientas, y a las muchachas les daba una cantidad simbólica de dinero para que se lo gastasen en caprichos, pues ella ya se ocupaba de que todas sus necesidades estuviesen bien cubiertas.

Cuando alguna de sus chicas alcanzaba los dieciocho años, podía decirse que su carrera en el burdel estaba acabada. No obstante, Madunisha no dejaba a ninguna de ellas en la estacada y les ofrecía una salida imposible de rechazar: un matrimonio que ella misma arreglaba con un hombre decente que residiese en alguna población cercana, pero que desconociese por completo el oficio al que hasta entonces se habían dedicado. Mediante aquella fórmula, sus chicas tenían una segunda oportunidad, y ella misma se ganaba una comisión por su labor mediadora. Las prostitutas callejeras, en cambio, no tenían tanta suerte, ya que solían terminar sus días como mendigas o realizando trabajos de muy baja estofa.

Excepcionalmente, el destino de alguna de las chicas podía ser muy distinto, siempre que adquiriese cierta fama debido a sus exquisitas artes amatorias, hasta el punto de llamar la atención del responsable del harén real. En tal caso, la susodicha podía llegar a ser reclutada como ganika*, con lo que sería inmediatamente trasladada a palacio, donde llevaría a partir de entonces una vida de lujo como concubina del emperador.

La felicidad de Sarasvati alcanzó su punto más alto una mañana en que salió a hacer un recado, cuando su hermano, del que no había vuelto a saber nada desde su separación, la abordó. Su alegría fue aún mayor cuando este le contó que había dejado las calles gracias a la generosidad de una pareja que había decidido adoptarlo y brindarle una educación.

 

 

Aquel tipo de vida, sin embargo, solo le duró un par de meses, hasta que poco después de cumplir los doce años Sarasvati tuvo por fin su primera menstruación.

—Te dije que a partir de este momento todo cambiaría, ¿verdad? —le comunicó Madunisha, tras haberla ayudado a lidiar primero con los aspectos relativos a la higiene derivados de su nueva situación.

—Sí…

—Desde ahora tendrás que hacer el mismo trabajo que tus compañeras.

—¿Dar placer a los hombres?

—Así es. Y te estrenarás con uno de mis clientes más poderosos. ¿Sabías que este hombre está dispuesto a pagar una desorbitada cantidad de dinero solo por estar contigo? —Sarasvati percibía el perfumado aliento de la kuttani mientras escuchaba su discurso—. Tu virginidad es muy apreciada.

—¿Y qué tendré que hacer?

Más allá de lo que las otras chicas le habían contado acerca de sus encuentros, Sarasvati seguía ignorando todo lo relativo al sexo, porque Madunisha así lo había querido. Con independencia del aspecto meramente biológico, la virginidad debía extenderse también al ámbito de la mente. A cambio de su generoso desembolso, el cliente esperaba apropiarse de la inocencia de la niña en toda su amplitud.

—Déjate llevar. Haz lo que te pida. Este servicio es una excepción. Cuanto menos sepas, más satisfecho quedará el cliente.

—De acuerdo.

Madunisha le acarició la mejilla con dulzura.

—No te preocupes —señaló—. Estarás bien. Te lo prometo.

Apenas una semana más tarde todo estaba preparado para el encuentro.

Sarasvati aguardaba en una de las habitaciones de la primera planta, menos nerviosa de lo que en un principio habría creído. Las otras muchachas habían sabido calmarla a base de consejos y palabras de ánimo. Además, y como parte positiva, jamás se había visto tan guapa como en aquella ocasión. La propia Madunisha se había encargado de pintarle los labios, los ojos y también las uñas de los pies. Llevaba una guirnalda de flores frescas en la parte posterior de la cabeza, un sinfín de pulseras en ambos brazos, y, desvestida de cintura para arriba, lucía una larga falda de seda sujeta con una faja tachonada con gemas de color verde.

Era medianoche y el burdel había cerrado mucho antes de tiempo para mantener en secreto la identidad del ilustre cliente. La kuttani esperaba afuera, pero lo hacía en una callejuela que comunicaba con la parte posterior, a salvo de las miradas indiscretas de transeúntes y vecinos.

Al cabo de escasos minutos, un palanquín dorado acarreado por cuatro musculosos sirvientes doblaba la esquina y se detenía a la hora convenida frente a la puerta de atrás. Su único ocupante, haciendo gala de todo su orgullo, descendió trabajosamente del vehículo y rechazó la ayuda de Madunisha, que lo recibió juntando las manos por debajo de la barbilla en señal de namasté.

—¿Todo en orden? —inquirió Abhimanyu.

—Desde luego —contestó la kuttani—. El local está completamente vacío. Tratándose de usted, puede estar seguro de que la discreción constituye siempre mi máxima prioridad.

El purohita sacudió la cabeza en señal de conformidad. Si en la corte se supiese que el sacerdote real visitaba sitios como aquel, aunque fuese muy de vez en cuando, su reputación acusaría un golpe tan fuerte que difícilmente podría recuperarse.

—Sígame, por favor.

Madunisha lo condujo a través de los pasillos y las salas envueltas en penumbra. Solo por aquella noche, el habitual ambiente festivo se había visto sustituido por aquella insólita quietud.

—Por el precio que voy a pagarte, espero que la chica que me tienes preparada merezca la pena —espetó Abhimanyu mientras subían las escaleras camino de la primera planta.

—Llevo demasiados años en el negocio como para jugarme a estas alturas el prestigio que tanto esfuerzo me ha costado ganar.

La kuttani se paró ante la puerta de la habitación en cuyo interior esperaba Sarasvati, y a continuación se retiró mostrando su mejor sonrisa.

—A partir de ahora el resto es cosa suya…

El purohita accedió al aposento, tenuemente iluminado por una serie de faroles dispuestos sobre pequeños nichos abiertos en la pared. El lugar olía a incienso de sándalo mezclado con el aroma aceitoso que las lamparillas desprendían. Por todo mobiliario, había tan solo un taburete y una enorme cama con dosel. Sarasvati aguardaba en pie en el centro de la habitación, en actitud recogida y con las manos apoyadas sobre el regazo.

—Eres muy guapa. ¿Lo sabías?

—Gracias…

Abhimanyu carraspeó y dio un paso al frente, complacido ante la visión de aquella auténtica muñeca de carne y hueso. No cabía duda alguna de que le gustaba lo que veía. Sarasvati, por el contrario, no se esperaba que su primer cliente, aquel llamado a tener el dudoso honor de desflorarla, fuera una persona tan mayor. No obstante, mantuvo su semblante imperturbable para no dejar traslucir lo que pensaba.

—¿Cómo te llamas?

—Sarasvati, señor.

—Me han dicho que ya eres toda una mujer, ¿verdad?

La niña asintió.

—Bien, bien. Eso me deja mucho más tranquilo.

El purohita recorrió la escasa distancia que los separaba para tocarla por vez primera, rozándole la cara con un cierto rastro de veneración. Su mano estaba caliente, pero el tacto le resultó áspero y desapacible. Pese a todo, Sarasvati se esforzó por mantener una sucinta sonrisa en los labios, como si en verdad estuviese disfrutando de todo aquel proceso.

Acto seguido, Abhimanyu se sentó en el borde de la cama y deslizó las manos hacia abajo, palpando con ansia el torso desnudo de la niña, cuyos pechos apenas conformaban un ligero relieve y sus areolas todavía no se habían definido del todo en torno a sus pezones diminutos.

—¿Te gusta? —preguntó con la voz entrecortada.

Al principio, Sarasvati no pudo evitar sentirse ligeramente asqueada. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que más le valía adoptar una actitud más neutra, casi complaciente, si no quería echarlo todo a perder.

—Sigamos descubriendo tu precioso cuerpo… ¿No te parece?

De un tirón la despojó de su falda, hasta dejarla completamente en cueros. Sus ojos se posaron en la vulva, aún desprovista de vello, y sin previo aviso hundió uno de sus dedos en la estrecha cavidad. El purohita comenzó a salivar como un perro al que acabasen de quitarle un hueso, mientras Sarasvati se dejaba hacer sin sentir la menor sensación de dolor o placer, más allá de una cierta incomodidad.

—Conviene que te humedezcas por dentro —masculló con la respiración agitada—. Es por tu propio bien. Ya lo entenderás cuando hagamos lo que viene a continuación.

Un par de minutos después, Abhimanyu se puso en pie cuan largo era y se desprendió de su vasana hasta dejar al descubierto su espartana desnudez.

Sarasvati contempló entonces el lingam* de su cliente con una mezcla de repulsión e interés. Estaba cubierto de venas palpitantes y la punta redondeada se mostraba de un intenso color rojo. No estaba tieso del todo y su tamaño era más bien pequeño. El miembro de su hermano era incluso mayor. Las chicas le habían contado que el sexo consistía básicamente en que los hombres les introducían su falo en el interior de la vagina. Pues bien, si así era, el miembro de aquel hombre no le daba ningún miedo.

La excitación del purohita aumentó aún más si cabía al ver que la niña examinaba su lingam con curiosidad.

—Tócamela —gimió—. Tócamela un poco antes de que te la meta.

Sarasvati extendió la mano y, sin vacilar un instante, le agarró el falo como si sujetase el mango de una sartén. Estaba caliente e inmediatamente lo notó crecer entre sus dedos.

—Vamos, ahora mueve la mano arriba y abajo —le indicó Abhimanyu con el pulso cada vez más acelerado.

Sarasvati obedeció, pero al cabo de unos segundos sucedió algo completamente inesperado. Su cliente se convulsionó de repente y de su lingam brotó una sustancia blanca y pegajosa que le salpicó toda la mano. La niña elevó la mirada y se detuvo sin saber qué hacer, mientras el purohita se recuperaba de su orgasmo anticipado. El hombre parecía aturdido y enfadado consigo mismo, como si aquello no tuviese que haberle ocurrido, pero tampoco hubiese podido impedirlo.

Seguidamente comenzó a vestirse, intentando contener el fuerte sentimiento de culpa que comenzaba a invadirlo. ¿Cuántas ofrendas tendría que realizar a Visnú? ¿Cuántos mantras tendría que recitar y cuántos sacrificios tendría que brindar al fuego sagrado del templo para limpiar su karma tras lo acontecido?

Cuando su cliente abandonó la habitación, Sarasvati suspiró aliviada tras haber salido bien parada de su primera experiencia profesional. Y, aunque sabía que todavía le quedaba todo por aprender, al menos ya había conseguido perderle el miedo.

 

 

4

 

Dattadevi se inclinó sobre el caballete y aplicó una cuidadosa pincelada en el lienzo, que en ese momento acaparaba toda su atención. Después de que Kumaragupta hubiese perdido definitivamente su interés en ella, la primera reina consorte se había refugiado en el arte de la pintura, al que dedicaba incontables horas y para el que había demostrado poseer un talento cada vez mayor.

—No te muevas tanto, Anumita. De lo contrario, vas a conseguir arruinarlo todo.

—Mi señora, si parece que tiemblo como un cervatillo al que estuviesen a punto de dar caza, se debe a la gran excitación que siento por el hecho de que alguien vaya a hacerme un retrato por primera vez. Además, como tampoco estoy acostumbrada a hacer de modelo, me resulta muy difícil mantenerme completamente inmóvil.

Aunque Anumita integraba el harén de palacio, no lo hacía precisamente en calidad de concubina. La mujer era enana —vamanika—, y su principal tarea consistía en distraer a sus compañeras con sus gracias, al modo de los bufones de las cortes europeas.

—¿Y qué vas a hacer con el cuadro cuando esté terminado? —preguntó la reina.

—Ais, el problema es que no tengo dinero para pagarle —suspiró Anumita—. A lo mejor podría darle algunas de mis joyas, aunque ninguna es de gran valor.

—No seas tonta. Pienso regalártelo. ¿Para qué querría yo tu dinero si ya vivo con todas las comodidades que podría desear?

Además, Dattadevi tenía en gran estima a Anumita, pues ambas llevaban juntas en la corte de los Gupta desde los tiempos de Chandragupta II.

—¡Qué bien! En ese caso, me encantaría que el cuadro ocupara un lugar en la sala principal del harén.

La reina sonrió. A ella también le habría gustado ver su obra expuesta ante los ojos de terceros. Por desgracia, todos sus cuadros descansaban en aquella habitación, que formaba parte de sus dependencias privadas. Allí disponía de todo lo necesario para pintar: pinceles de diferentes grosores fabricados con pelo de animal, potes con una amplia variedad de colores, y una enorme cantidad de lienzos en blanco.

—Y dime, Anumita. ¿Has sabido algo nuevo acerca del romance que parece haber surgido entre mi hija Rudrabhiravi y el hijo del recaudador general de impuestos?

La vamanika se cubrió la boca sin poder evitar reírse como si fuese una colegiala.

—Te he dicho que no te muevas —la reprendió Dattadevi—. Coloca la mano donde la tenías y procura conservar la pose.

—Lo siento, mi señora. Pero es que cuando pienso en la princesa y en lo rápido que ha crecido, aún me cuesta creer que ya esté a punto de descubrir los placeres de la carne.

—Aunque en parte ya es una mujer, siento que es mi deber seguir protegiéndola.

—Con todo el respeto, yo me atrevería a decir que Rudrabhiravi ya ha encontrado quien la proteja a partir de ahora —señaló la enana—. De hecho, he oído decir que sorprendieron ayer a la pareja en actitud cariñosa, en uno de los pabellones más lujosos de los jardines de palacio —añadió en un susurro.

Más que por sus respuestas ingeniosas o su capacidad para hacer reír, Anumita se había ganado el corazón de las muchachas del harén debido a que se enteraba de casi todo lo que ocurría en la corte de los Gupta. Desde luego, su baja estatura no le había supuesto un obstáculo para coronarse como la indiscutible reina del cotilleo.

—Pero, entonces… ¿te consta que hayan consumado el acto?

—No, no. En ese sentido puede estar tranquila, que todavía no han encontrado la suficiente intimidad como para poder llegar tan lejos.

El sonido de fuertes pisadas interrumpió la conversación. Acto seguido, alguien apartó la cortina a un lado y se plantó en el umbral de la puerta. Se trataba ni más ni menos que del propio emperador.

La vamanika se postró inmediatamente ante su figura, con la mirada apuntando al suelo y las manos cruzadas sobre las rodillas. Mantenía la boca cerrada en espera de que su señor hablase primero.

—Márchate, Anumita. No te necesito aquí en este momento.

—Sí, rey de reyes. —Y dicho esto, la enana se retiró a toda prisa de allí.

Dattadevi juntó las palmas de las manos e hizo una inclinación de cabeza, sin poder ocultar su extrañeza ante aquella inesperada visita, pues Kumaragupta nunca había pisado antes aquella habitación. Entretanto, el emperador recorría lentamente la estancia observando su colección de pinturas con gran interés.

—Sabía que pintabas, pero no tenía ni idea de que lo hicieses tan bien.

¿Cómo iba a saberlo si llevaba años ignorándola? A la reina le habría gustado decírselo en voz alta, pero tuvo que conformarse con solo pensarlo.

—Gracias…

El emperador se situó entonces frente al caballete y contempló con ojos curiosos el retrato de Anumita que todavía se encontraba a medio hacer.

Aunque le guardaba un gran rencor, Dattadevi sabía que debía hacer todo lo posible por recuperar el favor de Kumaragupta, y aquella constituía la mejor oportunidad que se le había presentado en años. La mujer, experta en el arte de la seducción, se colocó justo detrás y comenzó a masajear los hombros del emperador mientras le restregaba sus voluminosos senos contra la espalda. Un imperceptible suspiro le indicó que transitaba por el camino adecuado. ¿Y si después de todo Kumaragupta había acudido a ella para satisfacer la pasión que bullía en su interior? Había pasado tanto tiempo desde que habían hecho por última vez el amor, que ya ni se acordaba de cuándo había sido. Acto seguido, la reina posó las manos sobre el pecho del hombre que regía los destinos de aquellas tierras y las deslizó hasta la altura de su miembro, que ya palpitaba con furor. Entonces, en un tono inequívocamente sensual, le susurró al oído el nombre de guerra que Kumaragupta había usado en sus tiempos de general, cuando ambos se habían conocido y él la había tomado como esposa.

Por desgracia para ella, su intento por devolverle los recuerdos de aquella época provocó el efecto contrario al deseado.

—¡No me llames de esa manera! —exclamó repentinamente el emperador apartándose de ella—. Yo ya no soy esa persona, ¿entiendes?

—Lo siento, yo… —Consternada, la primera reina consorte se disculpó como pudo.

El emperador se alisó la vestimenta con gesto serio, y se hizo evidente que su arrebato de pasión ya se había extinguido del todo.

—He venido para comunicarte una noticia muy importante. —Y, a continuación, le explicó el problema que tenía con los pushyamitras y la actitud desafiante que habían adoptado contra el imperio. Dattadevi lo escuchaba con atención, sin entender qué podía tener ella que ver con aquella crisis de Estado, hasta que finalmente le desveló la decisión que había tomado para solucionar el problema: Rudrabhiravi tendría que contraer matrimonio con el soberano del reino sublevado.

—Tiene que haber otra salida… —murmuró la reina.

—Sí que la hay: la guerra. Pero no quiero llegar a ese punto si puedo evitarlo.

Dattadevi parecía seriamente afectada.

—¿Cuándo piensas decírselo?

—Cuanto antes… y lo haremos juntos.

—No va a tomárselo nada bien… ¿Sabías que está enamorada de un muchacho de la corte?

—De ese asunto ya me he ocupado —repuso el emperador—. Ya le he hecho llegar a su pretendiente el mensaje de que no vuelva a verla. Lo he hecho por el bien de nuestra hija, para que le sea más fácil aceptar su nuevo destino.

Kumaragupta se había limitado a hablar con el recaudador general de impuestos, que inmediatamente le había comunicado a su hijo lo que tenía que hacer. A ninguno de los dos le convenía poner la menor objeción, pues si bien los cargos ministeriales eran hereditarios, el nombramiento de los nuevos titulares debía ser ratificado por el rey. Por tanto, si el joven aspiraba a suceder a su padre al frente del ministerio, le convenía olvidarse cuanto antes de la princesa.

—De cualquier manera, será muy duro para ella tener que casarse con alguien a quien no conoce, así como trasladarse a vivir a partir de entonces a la corte de un reino distante, debiendo dejar atrás a todas las personas que le importan.

—Le guste o no, tendrá que aceptarlo. Ser princesa no solo conlleva privilegios, sino también obligaciones. Además, no estará completamente sola: tú irás con ella.

A Dattadevi se le heló el corazón. Era cierto que en el palacio de los Gupta apenas tenía influencia desde que el emperador la había dejado de lado. No obstante, como primera reina consorte seguía gozando del respeto de la corte y de una vida de lujo con todas las comodidades. Pero… ¿qué sería de ella en un reino distinto, gobernado por dirigentes en los que no podía confiar? ¿Quién se preocuparía de su seguridad? Por la cabeza de Dattadevi pasaron todo tipo de imágenes fugaces, ninguna de ellas agradable, en las que sufría toda clase de calamidades entre los pushyamitras.

—Así lo haré, mi señor —dijo al fin en un susurro, tratando de contener las lágrimas.

Kumaragupta asintió complacido y, sin decir una palabra más, abandonó la habitación con la mirada apuntando al frente. Seguidamente, Dattadevi rompía a llorar, aterrada ante el futuro que les esperaba tanto a ella como a su hija.

Instantes después, llevada por la rabia, la reina agarró un vaso de pintura y lo arrojó contra la pared, mientras su odio hacia el emperador se hacía cada vez más fuerte.

 

 

5

 

Varios meses después de que hubiese tenido lugar su adopción por el matrimonio hindú, Madhuk no solo había cumplido los catorce años, sino que además su aspecto físico había cambiado por completo tras haber dejado atrás su extrema delgadez. Conforme pasaba el tiempo más los sentía como a sus padres, aunque en realidad aquella pareja no tuviese nada que ver con él. ¿Cómo no estar agradecido ante quienes lo habían rescatado de un final aciago y se habían volcado en proporcionarle afecto, educación y seguridad?

Por otra parte, Madhuk había logrado contactar en secreto con Sarasvati, a la que había encontrado mucho mejor de lo esperado. El muchacho prometió acudir a su encuentro cada cierto tiempo para no perder el contacto y mantener así viva la llama del fin que se habían propuesto alcanzar.

Bindusar se sentía orgulloso del esfuerzo llevado a cabo por el muchacho para adaptarse a su nueva vida de estudiante, pese a haberla iniciado a una edad tan tardía y haber carecido de una base educativa sin la cual todo se le hacía más cuesta arriba de lo normal. Harshali, por su parte, le había entregado todo su amor de madre sin pedir nada a cambio, agradecida al gran Shiva por haberle concedido aquella oportunidad. Por el contrario, seguía pesándole en el ánimo que Madhuk se negase a hablar con ella cuando le preguntaba acerca de su pasado, que todavía continuaba envuelto en un halo de tinieblas.

Los parientes más próximos a Bindusar, sin embargo, no se tomaron a bien la adopción de Madhuk, no solo por su avanzada edad, sino también por las dudas que les despertaba lo incierto de su origen. Los dos hermanos que el maestro tenía, ambos padres de sendas familias numerosas, querían evitar a toda costa la menor mácula que pudiese manchar la casta brahmán a la que pertenecían. Bindusar prefirió tomárselo con filosofía, convencido de que sus hermanos necesitarían algo más de tiempo para aceptar a Madhuk.

 

 

La educación del voluntarioso muchacho avanzaba a grandes pasos. Realizaba el ritual de la sandhya con gran desenvoltura, e incluso ya le arrancaba a la vina un puñado de acordes con cierta musicalidad. Además, el maestro se vio gratamente sorprendido al descubrir en Madhuk un talento oculto que jamás habría imaginado.

—Hijo, he estado leyendo con mucha atención el poema que me entregaste esta mañana. —Madhuk había aprendido a leer y escribir en muy poco tiempo, con lo que había demostrado ser más inteligente que la media de sus alumnos.

—Lo he hecho lo mejor que he podido…

Como parte de su aprendizaje, Bindusar le había pedido que escribiese unos versos acerca del tema que quisiera, en el que respetase una determinada estructura métrica que previamente le había fijado.

—No tengo palabras, Madhuk —confesó sosteniendo en la mano la hoja de palma con el escrito—. Tu poema no es solo impecable desde un punto de vista técnico, sino que además desprende una sensibilidad como pocas veces había conocido.

El poema de Madhuk consistía, básicamente, en una oda a la naturaleza, que describía con gran belleza, pero impregnada a su vez de una melancolía que fluía a lo largo de toda la composición.

—¿De verdad?

—Te lo aseguro —confirmó el maestro—. Creo que tienes un talento especial para la poesía, así que a partir de ahora voy a procurar que te centres en cultivar dicho arte.

Madhuk estaba perplejo, aunque tampoco podía negar que había disfrutado con la escritura de aquellos versos, que le habían surgido de manera natural. ¿Estaría Bindusar realmente en lo cierto atribuyéndole aquella extraordinaria habilidad?

El maestro cambió de tema y dio paso a continuación a la lección que pensaba enseñarle aquel día, relacionada esta vez con la filosofía del pueblo hindú. Aunque Madhuk estaba adaptándose a pasos agigantados, todavía le quedaban aspectos importantes que aprender.

—Además de las cuatro castas y los cuatro ashramas*, la sociedad hindú también se vertebra a través de la doctrina de los cuatro fines del hombre, denominados purusharthas. Esos cuatro objetivos son: dharma, artha, kama y moksha. ¿Te suenan de algo?

Definitivamente, Madhuk conocía el último, aunque sobre el primero también disponía de alguna que otra noción.

—Un poco —contestó.

—Bueno, hoy voy a explicártelos en detalle. Pero antes debes saber que los purusharthas se rigen por una jerarquía en orden de importancia descendente, de manera que, cuando alguno entra en conflicto con otro, se da prioridad al que goza de una posición superior. Y el más importante es el dharma. Por tanto, el resto son lícitos siempre que no se opongan a él. ¿Comprendes?

—Sí —respondió Madhuk algo titubeante.

—El dharma se identifica con la rectitud y equivale al cumplimiento de la ley sagrada. Es lo que se hace porque, aunque no sea placentero ni útil, es correcto hacerlo. El concepto de dharma constituye la base de la ética hindú.

El muchacho entrecerraba los ojos y procesaba aquella información de la mejor manera posible. Ya tendría tiempo de hacer preguntas cuando algo no le quedase claro.

—El artha es la obtención de poder y riquezas —prosiguió Bindusar—. Y, siempre que uno se comporte con honradez, no hay nada de malo en ello. Solo cuando los individuos persiguen artha mediante la codicia y el engaño, apartándose del dharma, se causa un grave perjuicio tanto a las instituciones como a la sociedad en su conjunto.

—Así que, por ejemplo, las ganancias que usted obtiene como maestro formarían parte de ese purushartha, ¿verdad?

—En efecto.

—Entonces, ¿cómo debería perseguir yo artha en mi caso?

—Aguarda, Madhuk. No te precipites. Los cuatro fines del hombre deben interpretarse siempre en conexión con las cuatro castas y las cuatro etapas de la vida ―señaló Bindusar extendiendo las palmas de las manos—. Déjame continuar y al final volveremos sobre eso.

El muchacho se disculpó y asintió con la cabeza.

Kama constituye el tercer fin, que se identifica con el placer. Y, aunque fundamentalmente se refiere a la satisfacción del deseo sexual, también incluye otro tipo de placeres, como por ejemplo los de tipo artístico.

—¿De tipo artístico? —repitió.

—Así es. Me refiero a contemplar una danza, admirar una escultura… o también escuchar una hermosa poesía…

Una sonrisa asomó a los labios de Madhuk tras aquella velada alusión al reciente poema que había escrito.

—Y en último lugar tenemos el moksha, que, como ya sabes, supone la liberación del samsara. No obstante, se considera que muy pocos hombres están preparados para la búsqueda de este fin. Por lo tanto, la mayoría de las personas deberán vivir su vida equilibrando los otros tres objetivos.

En ese momento, Harshali entró en el salón para cambiar las velas de ghee que ya casi se habían consumido del todo. Bindusar aguardó a que terminase y, acto seguido, reanudó la explicación.

—Ahora volvamos al dharma, que, como te dije antes, es el purushartha más importante, y al mismo tiempo aquel que lo engloba todo. Pues bien, aunque hay un dharma común, unas normas generales que, por así decirlo, todo el mundo debe cumplir, también hay un dharma individual, que combinado con la casta propia de cada uno y la etapa de la vida en la que se encuentre determinará el comportamiento que cada persona está obligada a seguir.

—Pero, maestro…

—Espera, déjame terminar —le cortó—. Para que lo entiendas mejor, te diré que no es igual el dharma de un brahmán que el de un shudra. El primero, situado en la cúspide de la escala social, goza de numerosos privilegios, aunque también se encuentra sometido por su posición a normas de vida mucho más estrictas. El segundo, por el contrario, se sitúa en la escala más baja, pero tiene muchas menos obligaciones de tipo ritual. Del mismo modo, tampoco será igual el dharma de un cabeza de familia que el de un sannyasin. El primero tiene la obligación de obtener las ganancias suficientes como para sostener a los suyos, y también buscará el placer para satisfacer a su mujer y generar descendencia. El segundo, en cambio, ya se ha desentendido por completo de los asuntos materiales de este mundo, y su única preocupación consistirá en prepararse para morir. Y así podría continuar ofreciéndote múltiples ejemplos, con todas las alternativas que puedan ocurrírsete: no será igual el dharma de un rey que el de un campesino, el de una madre que el de un sacerdote o el de una prostituta que el de un orfebre.

Madhuk guardó un reflexivo silencio durante largo rato, que el maestro respetó escrupulosamente.

—¿Cuál es mi dharma, entonces? —dijo al fin.

—Buena pregunta —repuso Bindusar—. Piensa y dímelo tú.

—Soy brahmán y… me encuentro en la primera etapa de la vida, la de estudiante. Por consiguiente, en función de mi dharma sería inadecuado perseguir artha y kama en mi actual situación…

—Exacto. Muy bien interpretado.

Madhuk sonrió satisfecho. Poco a poco comenzaba a desentrañar los secretos que encerraba el intrincado pensamiento hindú.

 

 

La época lectiva estaba a punto de comenzar, lo cual significaba que media docena de alumnos se trasladaría a la casa de Bindusar para continuar con sus estudios.

La noticia había provocado en Madhuk un cierto desasosiego que Harshali había detectado casi desde el principio. La disminución de su apetito y sus dilatados silencios constituían claros síntomas de que algo no marchaba bien. A aquellas alturas, la mujer ya conocía a su hijo adoptado como si ella misma lo hubiese parido.

Harshali decidió no esperar más tiempo, sabedora de que Madhuk jamás sacaría a relucir el tema por voluntad propia. Era mediodía y el joven se había refugiado en el jardín, donde solía pasar buena parte de su tiempo.

—¿Te ayudo? —se ofreció tras comprobar que el muchacho se afanaba en arrancar las malas hierbas.

—No hace falta —repuso el chico esbozando una débil sonrisa.

Con todo, la oronda mujer se postró en el suelo y se puso también manos a la obra, acostumbrada como estaba a realizar aquella tarea.

—Madhuk, ¿quieres contarme qué es lo que te ocurre? Ya sé lo mucho que te cuesta abrirte, pero me gustaría que confiases más en mí. —El muchacho giró la cabeza a un lado, incapaz siquiera de sostenerle la mirada—. Te pondré las cosas más fáciles. Es la llegada de los estudiantes de Bindusar lo que te preocupa, ¿verdad?

Tras unos segundos de silencio, finalmente Madhuk asintió con lentitud.

—Pues no tienes motivos para estar intranquilo. Más bien todo lo contrario. Pronto compartirás la primera planta con otros chicos, que se convertirán en tus amigos mucho antes de lo que piensas.

—Ya, pero…

—¿Qué pasa?

—… temo que cuando Bindusar me compare con ellos, se dé cuenta de que yo no soy tan listo.

Harshali no pudo evitar soltar una carcajada.

—¡No digas tonterías! —exclamó divertida—. Para empezar, tú no eres menos listo que nadie y, aunque lo fueras, eso no cambiaría nada. Nosotros somos tus padres y vamos a quererte siempre de forma incondicional.

Acto seguido, la mujer atrajo hacia sí al chiquillo y lo abrazó con todas sus fuerzas. Madhuk sintió que los ojos se le humedecían al tiempo que una amplia sonrisa le regresaba de nuevo al rostro.

—Y ahora vente conmigo a la cocina y ayúdame a preparar el almuerzo —dijo Harshali—. Pero antes no olvides lavarte las manos.

Al cabo de un rato, el ruido de la puerta de entrada los advirtió de la llegada de Bindusar, que llevaba toda la mañana fuera.

—Me han invitado a un encuentro de sabios que tendrá lugar en Gaya —anunció tras irrumpir en la cocina—. Partiré mañana mismo y me ausentaré durante unos cuantos días.

—¿Y tus alumnos? —inquirió Harshali

—No te preocupes. Estaré de vuelta antes de su llegada.

Madhuk fue a decir algo, pero en el último instante pareció echarse atrás. Sus ojos brillaban con especial intensidad.

—Por favor, no te quedes callado —señaló Bindusar—. Puedes hablar con total libertad.

—Maestro, ¿podría ir con usted? ¿Y podría llevarme la vina para practicar por el camino?

Bindusar no estaba seguro de que fuese lo más apropiado llevarlo a un encuentro de aquella naturaleza. No obstante, enseguida recordó lo mucho que Madhuk había disfrutado de su viaje a Nalanda y no le extrañó en absoluto que quisiese repetir.

—Te gusta viajar, ¿verdad?

El muchacho asintió con contundencia.

—Está bien —accedió Bindusar, tras intercambiar una rápida mirada con su esposa—. Iremos juntos a Gaya. Además, yo soy de la opinión de que viajando es como más y mejor se aprende…

 

 

La ciudad de Gaya se encontraba al suroeste de Pataliputra, aproximadamente a la misma distancia que la universidad de Nalanda.

Durante la marcha, Madhuk debía seguir memorizando los Vedas y también otras materias que Bindusar iba enseñándole, aunque por fortuna el nivel de exigencia no era el mismo que cuando se encontraban en casa. Saltaba a la vista que el muchacho disfrutaba del recorrido, y muy especialmente de la naturaleza salvaje que se extendía a su alrededor. Algunos trayectos los recorrían en compañía de peregrinos, que entablaban largos diálogos con Bindusar cuando se enteraban de que se trataba de un maestro brahmán de reconocido prestigio.

—Los devotos se desplazan de un lugar sagrado a otro del país para, de ese modo, purificar su alma —le explicó Bindusar a su hijo—. En nuestro sistema de creencias, la peregrinación ocupa uno de los lugares más destacados.

Antes de llegar a la ciudad, la pareja tomó una ruta distinta, pues su destino final se encontraba verdaderamente a unos veinte kilómetros de Gaya, en unas cuevas situadas en la colina de Barabar. Aquellas cuevas eran en realidad templos excavados en la roca, que el gran emperador Asoka mandó hacer varios siglos atrás para algunas sectas heterodoxas hacia las que sentía un gran apego. A partir de ese punto, comenzaron a cruzarse con monjes de todo tipo, de los que Madhuk no había escuchado hablar jamás.

—Ese es un representante de los ajivikas —dijo Bindusar señalando a un viejo asceta que circulaba lentamente por el camino—. Esta secta es determinista. Aunque creen en la reencarnación de las almas, niegan que las acciones humanas ejerzan influencia alguna sobre el karma, porque según ellos nuestro destino ya estaría escrito de antemano. Cada persona estaría condenada a completar su ciclo de reencarnaciones sucesivas, que serían casi infinitas, hasta encontrar finalmente la paz.

Poco después se toparon con otro monje, que le dedicó a Bindusar una desdeñosa mirada.

—Maestro, ¿quién era ese y por qué lo ha mirado tan mal?

—Bah, no hagas caso. Es un integrante de la escuela lokayata, que niega todo valor a los Vedas y a la liturgia del sacrificio, y proclama la hipocresía de todos los sacerdotes brahmanes. Y por si esto no fuera suficiente, también niegan la existencia del alma, del samsara y de las prácticas ascéticas llevadas a cabo por el resto de las escuelas de pensamiento. Sostienen que solo existe el mundo material y que la felicidad solo depende de los placeres de los sentidos. Es decir, que persiguen artha y kama, pero sin dharma, ni tampoco la meta final del moksha.

—¿Y para qué va a reunirse gente que piensa de modo tan distinto? —inquirió Madhuk.

—Para intercambiar puntos de vista, debatir, exponer nuestras respectivas doctrinas, compararlas y, en algunos casos, ponerlas por escrito. Yo acudiré en representación del hinduismo shivaísta, pero también asistirá un portavoz visnuista. Por descontado, la presencia de monjes budistas está garantizada. Y, desde luego, los jainistas tampoco faltarán, porque son los anfitriones. El jainismo es un credo muy popular, no como las escuelas lokayata y ajivika, que son minoritarias y apenas tienen seguidores.

El fundador del jainismo, llamado Mahavira, compartía con Buda, del que fue contemporáneo, numerosos elementos biográficos en común.

Mahavira pertenecía a una familia noble acomodada, motivo por el cual vivió su infancia y juventud rodeado de los más placenteros lujos. No obstante, a los treinta años renunció a todos sus bienes y se convirtió en asceta errante, decidido a liberarse de las cadenas que lo ataban a este mundo. Tras muchos años sometiéndose a severas penitencias, una noche de verano en que se encontraba meditando alcanzó finalmente la Iluminación. A partir de entonces se dedicó a predicar sus enseñanzas y fundó una comunidad de monjes que se ganó el favor de un grupo de creyentes laicos. El jainismo comparte con el hinduismo y el budismo las ideas del karma y el samsara, si bien ellos promueven el ayuno y la mortificación del propio cuerpo con el fin de alcanzar la liberación.

Al llegar a la cima de la colina, un monje jainista que parecía tener más de cien años les dio la bienvenida, apostado en mitad del camino, completamente ajeno a la furia del sol.

—¡Bindusar! —exclamó abriendo los brazos—. Me alegra mucho que hayas venido. ¿Y se puede saber quién es el muchachito que viene contigo? —añadió.

—Es mi hijo —contestó—. Se llama Madhuk y es adoptado.

—¿Adoptado? ¿Estás seguro? Eso es lo que debe figurar en algún registro, pero… ¿qué es lo que te dice tu corazón? —El monje exhibió una sonrisa sin dientes—. Seguid adelante, por favor. Mis hermanos os esperan en las cuevas.

Tras avanzar unos pasos, Madhuk preguntó:

—¿Qué ha querido decir el anciano? ¿Por qué dudaba de mi adopción?

—No tiene importancia. Los jainistas siempre hablan así, haciendo de todo un enigma. Para ellos la verdad es relativa. Sostienen que la realidad solo puede observarse desde un ángulo concreto y parcial, porque nadie está capacitado para captarla en su plenitud. Las afirmaciones, por tanto, no serían ni verdaderas ni falsas, pues la verdad tendría múltiples caras. Te pondré un ejemplo para que lo entiendas mejor: en una aldea vivían cinco ciegos, que enseguida acudieron al encuentro de un elefante que por vez primera entraba en su territorio. Pero como no podían verlo, comenzaron a palparlo para saber cómo era, tras lo cual comenzaron a discutir. El que había abrazado una de sus patas defendía que era como una columna; el que lo había sujetado por la cola decía que era como una cuerda; el que le había tocado la trompa afirmaba que era como la gruesa rama de un árbol; el que le había acariciado una oreja juraba que tenía forma de abanico; y el que le había agarrado un colmillo argumentaba que aquella criatura se asemejaba más bien a un tubo sólido y puntiagudo. Por fin, un sabio que pasaba por allí les aclaró la situación. «Todos tenéis razón —sentenció—. Lo que ocurre es cada de uno de vosotros ha entrado en contacto con una parte distinta del elefante, que en realidad posee todas las propiedades que habéis mencionado». —El maestro tomó aire antes de continuar—. Lo que el monje jainista ha insinuado es que, pese a ser formalmente adoptado, el amor que Harshali y yo sentimos por ti es indistinto del que sentiríamos por un hijo natural.

Bindusar y Madhuk entraron en una de las cuevas y agradecieron de inmediato la refrescante atmósfera que se respiraba en su interior. La gruta, de paredes perfectamente pulidas, se componía de dos cámaras: una en forma de túnel que servía de antesala, y la segunda situada al fondo, más amplia y de contorno circular. El lugar estaba desprovisto de cualquier tipo de mobiliario, y su única fuente de iluminación era la luz que penetraba por la puerta de entrada. Madhuk se fijó entonces en un grupo de monjes que se cubría tan solo con un paño de color blanco, idéntico al que lucía el anciano que los había recibido fuera, situado frente a otro grupo que no llevaba nada en absoluto.

—Todos ellos son jainistas —le explicó Bindusar al oído—. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo hubo un cisma entre ellos: los del sur, conocidos como digambaras —vestidos de cielo—, son mucho más estrictos, por eso van desnudos en congruencia con la pobreza radical que preconizan. Además, consideran que las mujeres no pueden alcanzar la liberación, porque si se desnudaran provocarían el escándalo social. Los del norte, llamados svetambaras —vestidos de blanco—, son en cambio menos rigoristas.

Uno de los monjes interrumpió su meditación y se acercó lentamente hasta ellos, al tiempo que hacía uso de un plumero para barrer el suelo por delante de él.

—¿Qué hace? —inquirió Madhuk.

—El jainismo promueve la ahimsa, es decir, la doctrina de la no violencia. Bajo ninguna circunstancia debe dañarse jamás la vida de ningún ser vivo, ni siquiera la de un bicho que involuntariamente pudiésemos aplastar bajo nuestros pies.

La doctrina de la ahimsa también la adoptó el budismo prácticamente desde el principio, pese a entrar en aquella época en contradicción con la tradición brahmánica tan extendida relativa a los sacrificios de animales. Con el tiempo, sin embargo, incluso los brahmanes fueron abandonando aquella práctica considerada despreciable y asumieron el vegetarianismo como forma de vida, a semejanza de las escuelas heterodoxas a las que durante tanto tiempo habían criticado. En concreto, los jainistas eran los que habían llevado la doctrina de la ahimsa más lejos, hasta el punto de que algunos se tapaban la boca con una gasa o filtraban el agua que bebían, para impedir tragarse por accidente el insecto más diminuto.

A partir de ese momento, unos y otros acapararon la atención del maestro, y Madhuk quedó relegado a un segundo plano.

 

 

El encuentro entre los representantes de las diferentes escuelas de pensamiento se extendió a lo largo de dos días completos, en los que apenas durmieron e incluso algunos no comieron nada en absoluto. Los debates alcanzaron un nivel de complejidad tan elevado que Madhuk se sintió perdido desde el principio. Ante semejante panorama, Bindusar creyó que no tenía sentido que el muchacho asistiese el acto y le dio permiso para abandonar la cueva y deambular a sus anchas en torno a la colina de Barabar. Madhuk se dedicó a practicar con la vina y también se entretuvo escribiendo un poema por encargo del maestro, que debía reflejar la belleza de las cuevas y del páramo en el que se hallaban.

Cuando iniciaron el camino de regreso, Madhuk aún no había finalizado su composición.

—Tienes que entregármela antes de llegar a Pataliputra —le advirtió Bindusar.

—Lo haré. Solo se me resiste un verso… —Y, a continuación, cambiando radicalmente de tema, añadió: —He estado pensando acerca de una cosa… En realidad hay algo que me gustaría pedirle.

—¿De qué se trata?

—Desearía poder visitar los lugares más sagrados del país —confesó para sorpresa del maestro.

—¿Me estás diciendo que te gustaría llevar a cabo viajes de peregrinación?

—Eso es —confirmó—. Usted mismo me habló de la importancia que atesoran las peregrinaciones en el marco de la religión hindú, ¿verdad?

—Es cierto, pero… —Bindusar sospechaba que el interés de Madhuk estaba más relacionado con sus ganas de viajar que con su reciente conversión—. Bueno, ya habrá tiempo para pensarlo con tranquilidad cuando lleguemos a casa. ¿De acuerdo?

 

 

6

 

Kumaragupta aguardaba a las puertas de palacio la llegada de un invitado muy especial: el nuevo consejero que pasaría a formar parte de su círculo más cercano. A su lado, el purohita negaba repetidamente con la cabeza, dejando así muy clara la magnitud de su disgusto. El habitual séquito de guardias y sirvientes se encontraba a espaldas de ambos, preparado para actuar a la menor necesidad.

—¿Se puede saber qué te ha hecho querer disponer de otro consejero personal? ―inquirió Abhimanyu—. ¿Acaso mi labor ya no te satisface?

—Hazme el favor de no dramatizar. En ningún caso he puesto en duda tu capacidad para asesorarme.

—Ah, ¿no? Pues tienes una manera muy extraña de demostrarlo.

—Creo que me vendrá bien contar con otro punto de vista. Eso es todo.

—¿Y se puede saber a quién has elegido? —El purohita se daba fuertes tirones de la larga barba sin ser siquiera consciente de ello—. No entiendo a qué viene tanto secretismo.

Al fondo de la avenida principal que cruzaba los patios ajardinados, apareció una calesa tirada por caballos enviada por el propio emperador para recoger a su invitado.

—Ya está aquí —dijo Kumaragupta—. Se acabó el misterio. —Y acercando la boca al oído de Abhimanyu, añadió—: puede que al principio no te guste, pero espero que lo trates con el respeto que se merece y que con el tiempo le des una oportunidad. Al fin y al cabo, ambos seréis a partir de ahora mis voces más cercanas.

La calesa se detuvo a los pies de la escalinata y un sirviente se apresuró a abrir la puerta del vehículo, de cuyo interior emergió una rechoncha figura con la cabeza rapada, ataviada con una túnica de color azafrán.

—¡Es un monje budista! —exclamó el sacerdote brahmán.

—Es un hombre sabio y eso es lo único que importa.

El monje acometió el ascenso del primer escalón luciendo una amplia sonrisa, y cuando llegó hasta arriba pegó la frente contra el suelo y se postró ante el emperador.

—Bienvenido, Padmabandhu. Te agradezco mucho que hayas aceptado la propuesta que te trasladé.

—Para mí es todo un honor.

—Te presento a Abhimanyu, el purohita —dijo el emperador—. Mi mano derecha para la mayoría de los asuntos.

Namasté —se saludaron ambos hombres de fe al mismo tiempo.

—Seguramente habrás escuchado hablar de él, pues su fama lo precede —explicó Kumaragupta—. Padmabandhu es el responsable de haber convertido la universidad de Nalanda en el centro de saber más importante del imperio, incluso más allá de nuestras fronteras.

—Mi señor, más vale que deje los elogios o hará que me sonroje.

El emperador se rio de buena gana. Abhimanyu, por el contrario, no alteró ni un ápice su expresión.

—Está bien. Además, estarás cansado del largo viaje —señaló—. Un sirviente te acompañará a los aposentos que te hemos preparado, y más tarde yo mismo te enseñaré el palacio, que se convertirá en tu hogar a partir de ahora.

En cuanto el monje budista atravesó las puertas de la magna residencia, el purohita echó a caminar encolerizado, lo que obligó a Kumaragupta a ir detrás de él.

—¡Quieres hacer el favor de calmarte!

—¡Cómo has podido! —estalló el brahmán—. ¡Es un ultraje!

—No es para tanto. Es más, deberías estar contento de que la sabiduría de Padmabandhu se encuentre ahora al servicio del imperio.

—Eso es precisamente lo que me preocupa, que la filosofía budista influya en la política del gobierno Gupta en perjuicio de la tradición hindú.

—Tu preocupación es infundada —insistió el emperador—. Simplemente creo que si cuento con dos consejeros que defiendan posturas contrarias, tendré una visión más clara de los asuntos.

Mientras discutían, ambos líderes se desplazaban a grandes zancadas a lo largo del recinto exterior de palacio, que se hallaba salpicado de edificios de distinta forma y tamaño según su función. A escasa distancia se encontraban los graneros reales, donde se almacenaban toneladas de cereales en millares de sacos debidamente estampillados por los funcionarios a cargo de la tarea.

—Esto se veía venir —farfulló Abhimanyu.

—¿De verdad?

—Me pregunto en qué me equivoqué al educarte para que cada vez te apartes más del credo visnuista.

—Pues a mí lo que me preocupa es que conforme envejeces, tu intolerancia es cada vez mayor.

Al doblar la esquina del arsenal, el emperador distinguió a su hijo caminando en su misma dirección. A Skandagupta lo acompañaba su tutor, un sacerdote brahmán de la máxima confianza del purohita.

—Ahora me cuestiono incluso qué pretendes para tu hijo, que por si se te había olvidado es el heredero del imperio.

—Estás haciendo una montaña de un grano de arena —replicó Kumaragupta—. Desde su mismo nacimiento, Skandagupta se ha sometido a cada ritual hindú que marca la ley sagrada, y así continuará siendo en el futuro. De hecho, en un par de años alcanzará la edad indicada para llevar a cabo el upanayana, momento en que se convertirá en «dos veces nacido». ¿Te quedas ahora más tranquilo?

A continuación, el niño salió corriendo hacia ellos ante las protestas de su tutor, que no pudo hacer nada por detenerlo.

—¡Padre! —exclamó Skandagupta echándose en sus brazos—. Ya estoy aburrido de tanto estudiar. ¡Llévame a montar en elefante!

—Ahora no es el momento. Yo estoy ocupado y tú también deberías estar atendiendo tus obligaciones. Pero si te portas bien, te prometo que esta tarde pasaremos un rato juntos.

Cuando el tutor los alcanzó, se llevó rápidamente al pequeño de la mano para retomar la lección interrumpida. Abhimanyu y Kumaragupta continuaron su avance durante varios minutos, sumidos en un silencio reflexivo. Guarniciones de soldados patrullaban las avenidas pavimentadas de losas pulidas, en interminables rondas que se extendían hasta la noche.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo al fin el purohita—. Que Padmabandhu no solo está aquí para ayudarte con los asuntos de Estado, sino también con aquellos otros que te afectan a un nivel mucho más profundo. Me refiero a la culpa que tanto te atormenta y que en ocasiones ni siquiera te deja dormir.

—No voy a negarlo —admitió Kumaragupta—. Estoy convencido de que el mal que causé ha ensuciado mi karma de tal manera que me perseguirá de forma implacable a lo largo de mis siguientes vidas.

—Si tan solo me escucharas… —se lamentó Abhimanyu—. Ya te he dicho otras veces que si actuaste conforme a tu dharma, en modo alguno habrás transgredido la ley sagrada.

—No me pidas que entre en detalles… pero puedo asegurarte que lo que hice es imperdonable…

—Todo aquello sucedió durante tu etapa como general, en la que luchabas por el imperio en el contexto de una guerra.

—Incluso en las guerras existe un código de honor.

El purohita resopló con desesperación.

—Estás enfocándolo todo desde el prisma equivocado —razonó—. Lo que tienes que preguntarte es si violaste tu dharma. Y por supuesto que no lo hiciste.

—¿Qué te hace estar tan seguro?

—Para empezar, eres un chatria, perteneces a la casta guerrera y, por tanto, luchar hasta morir o matar es un rasgo inherente a tu condición. Pero eso no es todo; además, eres un rey; para ser exactos, el heredero en aquella época, y los textos sagrados dejan muy claro que es deber del soberano ensanchar sus dominios.

—Los textos también dicen que es deber de un rey construir un imperio de paz duradera.

—Exacto. ¿Y no es cierto que en ocasiones la guerra es el único camino para lograr la paz?

Kumaragupta suspiró desencantado.

—Lo siento, Abhimanyu. Pero aunque tus palabras tengan sentido, en ellas no encuentro el consuelo que busco.

—¿Y crees que con Padmabandhu será distinto?

—No lo sé. Sin embargo, estoy dispuesto a escucharlo.

La paciencia del purohita llegó a su límite y decidió marcharse sin despedirse, llevado por la indignación.

El emperador no hizo nada por detenerlo y prosiguió caminado sin destino aparente, por el mero placer de disfrutar de una mañana soleada en el exterior. En todo caso, sabía que pronto tendría que ponerle fin a ese momento de asueto, pues aunque se tratase de la persona más poderosa del Estado, no por ello estaba menos sujeto a las obligaciones de su cargo.

Fundamentalmente, el monarca desempeñaba una doble función: proteger su reino de invasores extranjeros y procurar que sus súbditos observasen las costumbres, el orden social y las reglas de conducta. Los textos sagrados temían tanto la anarquía, que preferían un rey débil u opresivo a la total ausencia de autoridad. No obstante, eso no quería decir que los reyes no estuviesen sometidos a controles efectivos que garantizasen el cumplimiento de sus deberes. Un soberano que vulnerase la ley sagrada podía ganarse la enemistad de la casta sacerdotal. Asimismo, su consejo de ministros, en caso de ser desoído de forma sistemática, podía urdir una conspiración para deponer a su rey. Y, por último, e igualmente eficiente, el propio pueblo también podía suponer una seria amenaza, en caso de que sus necesidades no fuesen tenidas en cuenta.

De repente, un grito de desesperación llegó a oídos de Kumaragupta, que se dirigió hacia la zona del jardín de donde había provenido el clamor. Tal y como había sospechado, la voz pertenecía a la princesa Rudrabhiravi, que protagonizaba junto al hijo del recaudador general de impuestos una fuerte discusión. El emperador se situó a una distancia prudente, oculto tras unos setos, desde donde podía observar la escena sin ser visto.

—¡Pero tú me querías! —exclamó la princesa golpeando el pecho de su amado con rabia—. ¿Por qué finges ahora lo contrario?

Después de que su padre le hubiese comunicado la noticia relativa a la boda que para ella había pactado, la primera reacción de Rudrabhiravi había sido la de encerrarse en su habitación. De allí no salió en varios días, mientras se negaba a recibir visitas y se sumía en un llanto desconsolado.

—Lo siento, pero las circunstancias han cambiado.

El muchacho parecía realmente apenado, además de sobrepasado por la situación. Kumaragupta no podía reprocharle nada, pues él mismo había conspirado para que actuase de aquella manera.

—No te resignes todavía —suplicó la princesa—. Aún puedo convencer a mi padre para que dé marcha atrás. ¡No tiene ningún derecho a mezclarme en sus intrigas políticas como si yo no fuese más que un instrumento que manejar a su antojo!

El hijo del recaudador general de impuestos ya había dicho todo lo que tenía que decir y no quiso prolongar aquel encuentro más tiempo del necesario. Sopló un beso con la mano a modo de despedida y, tras darse la vuelta, optó por marcharse a toda prisa de allí.

Rudrabhiravi rompió a llorar como si el mundo fuese a acabarse de un instante a otro. A Kumaragupta le disgustaba ver sufrir a su hija de aquella manera. Sin embargo, sabía que abrazarla habría sido un error. En ese preciso momento era la persona menos indicada para ofrecerle consuelo.

 

 

7

 

Cuando Madunisha se enteró de que Sarasvati seguía siendo virgen pese a su encuentro con el purohita, le pidió a un buen cliente, joven y de confianza, que hiciese los honores y la desflorase de una vez por todas. La niña sangró una pizca, lo normal en aquello casos, y, salvo una ligera punzada de dolor durante las primeras embestidas, por fin sintió haberse liberado del estigma que la diferenciaba del resto de sus compañeras.

A partir de ese momento, la kuttani se ocupó de enseñarle todo lo necesario para ejercer aquella profesión al nivel más exigente posible. El formidable prestigio de que gozaba su burdel, conquistado a lo largo de muchos años, podía echarse a perder en unos pocos meses si sus chicas no estaban a la altura de lo que demandaba el negocio en un lugar tan competitivo como la capital del Imperio gupta.

—No debes sentirte avergonzada —le dijo—. Al contrario, nosotras somos mucho más respetadas de lo que crees. Piensa que somos expertas en el arte del kama*.

Además, Madunisha le enseñó que no había que hacer distinciones entre los clientes, ya fuesen feos o guapos, gordos o delgados, jóvenes o viejos, chatrias o vaisyas, budistas o hindúes… Con independencia de su origen, creencias o características físicas, todos los hombres se merecían el trato más exquisito siempre que su cartera estuviese bien repleta.

Pese a todo, aquella regla general contaba con una excepción, pues a nivel interno las chicas sí que clasificaban a los clientes según las dimensiones de su lingam. Los hombres-liebre eran aquellos que la tenían más pequeña; los hombres-toro rondaban un tamaño mediano, y los hombres-caballo gastaban un miembro de proporciones gigantescas. Dicha clasificación guardaba una gran importancia a efectos prácticos, por cuanto las propias chicas, a su vez, encajaban en una determinada categoría según la profundidad de su vagina. De menor a mayor, ellas podían ser mujeres ciervo, yegua o elefante. Las uniones ideales eran aquellas que se producían dentro de una misma categoría, aunque también se admitían aquellas en las que solo hubiese un salto de diferencia. Únicamente debían evitarse dos combinaciones: el hombre-liebre con la mujer-elefante, en tanto que el primero podía sentirse acomplejado y encontrar en el acto escasa satisfacción; y el hombre-caballo con la mujer-ciervo, con el fin de evitarle a esta última un dolor innecesario. A juicio de la kuttani, que llevó a cabo la correspondiente exploración, Sarasvati encajaba en la categoría de mujer-ciervo. Dicha circunstancia, por tanto, habría de ser tenida en cuenta.

Al principio, a Sarasvati le asignaron siempre los servicios más sencillos, con el fin de que fuese haciéndose al oficio de manera progresiva. No le llevó mucho tiempo dominar el coito en sus posturas más habituales, como tampoco le costó demasiado trabajo aprender las diferentes formas de estimular adecuadamente el lingam, tanto con la mano como con la boca. Algunos clientes demandaban ciertas prácticas que se salían de la línea trazada, a las que poco a poco tuvo que acostumbrarse. Para su sorpresa, muchos hombres compartían el deseo oculto de que les introdujesen un consolador de madera por el ano, buscando un tipo de placer distinto.

Aunque la propia Madunisha había sido una afamada prostituta durante su juventud, y aún conservaba gran parte de su belleza, ya casi no ejercía salvo en contadas ocasiones. Por ejemplo, a veces participaba activamente en un servicio con fines ilustrativos, para instruir en una determinada práctica a alguna de sus chicas; o en otros casos atendía un requerimiento específico de algún viejo cliente que sentía hacia ella una especial predilección.

Otro aspecto que la kuttani se tomaba muy en serio era el de la seguridad de sus chicas. No se permitía ningún tipo de violencia, y si algún cliente contravenía esa regla podía estar seguro de que recibiría su castigo. Para muestra, lo que sucedió varias semanas después de la llegada de Sarasvati, cuando un tipo que había bebido más de la cuenta le propinó a una de sus compañeras un puñetazo con tanta fuerza que le hizo saltar un diente. Madunisha no pronunció palabra y dejó que se marchara como si nada hubiese ocurrido. Al día siguiente, sin embargo, dicho cliente apareció tirado en una cuneta, tras haber recibido una paliza de muerte a manos de ciertos delincuentes del hampa con los que la kuttani mantenía tratos cuando era necesario. Aunque no resultara agradable, de vez en cuando era inevitable escarmentar a alguien que se lo hubiese buscado, lo que a su vez servía de advertencia para el resto de su clientela.

Entre las chicas reinaba el compañerismo, y a Sarasvati la acogieron con gran cariño, como si fuese la hermana pequeña de aquella singular familia sin lazos de sangre. En particular, una de ellas destacaba por encima del resto debido a su insultante belleza y al dominio de las artes amatorias que ya acreditaba a los quince años. Vasavadatta, como se llamaba, era la favorita de buena parte de la clientela, y la propia Madunisha admitía que tenía serias posibilidades de ser elegida como ganika, aunque con esas cosas nunca se sabía, pues también dependía de las necesidades que en un momento determinado tuviese el harén real.

Cada noche debían estar preparadas para una nueva jornada de trabajo, y para ello pasaban toda la tarde arreglándose, proceso que Sarasvati disfrutaba de principio a fin. Primero se daban largos baños de agua caliente, en los que además de enjabonarse la piel, también se frotaban las encías con raíces y una pasta a base de miel, pulpa de frutas, sal y aceite. Después de secarse, se untaban una pasta de sándalo por todo el cuerpo, excepto en la zona del pecho, que embadurnaban de azafrán almizclado para darle un brillo dorado que realzaba su belleza. A continuación, se extendían un bálsamo perfumado por las axilas y la parte superior de los muslos, y finalmente se delineaban los ojos con kohl y se pintaban la boca. Por último, elegían entre una gran variedad de ropa y de adornos corporales en forma de brazaletes, collares, gargantillas, ajorcas o anillos, que la kuttani ponía a su disposición.

Madunisha era tan perfeccionista que cuidaba hasta el detalle más insignificante que uno pudiese imaginarse. Era así hasta el punto de que, para que el olor de las vulvas de sus chicas fuese lo más fragante posible, controlaba de forma muy estricta su alimentación, un efecto que conseguía acotando su dieta al arroz, las lentejas, los vegetales y la fruta, todo ello con un limitado uso de las especias, evitando por completo la cebolla y el ajo, y sobre todo la carne en cualquiera de sus vertientes.

Lo que Sarasvati más disfrutaba era bailar en el salón reservado para los espectáculos. Al principio improvisaba y hacía gala de su talento natural, tal y como había hecho en las calles. No obstante, enseguida la hermosa Vasavadatta le enseñó algunos pasos de la danza tradicional india, gracias a los cuales su arte experimentó una notable mejoría, hasta el punto de que los clientes más refinados comenzaron a acudir específicamente los días en que a Sarasvati le tocaba actuar.

En contra de lo que pudiese parecer, las chicas no eran prisioneras ni nada por el estilo. Por lo pronto, podían salir a su antojo, siempre que estuviesen de regreso a la hora convenida. Y, además, podían abandonar el burdel cuando quisieran, sin que nadie se lo impidiese y sin temor a represalias de ningún tipo. Sin embargo, rara vez alguna lo hacía, porque después de todo aquella vida era mejor que la perspectiva de volver a las calles de las cuales habían salido, sin futuro ni porvenir. Madunisha había sabido ganarse el cariño de todas ellas, y Sarasvati en particular agradecía que jamás la hubiese interrogado acerca de su pasado, porque de lo contrario no le habría quedado más remedio que callar o mentir.

 

 

Una mañana, Sarasvati acudió en busca de la curandera porque una de sus compañeras se había pasado toda la noche con diarrea y no podía siquiera levantarse de la cama. Normalmente ya no ejercía de recadera, pero cuando la sirvienta estaba demasiado ocupada con otras tareas, a ella le tocaba siempre realizar aquella función por ser la que menos tiempo llevaba allí.

Cuando Sarasvati entró en el local, el mostrador estaba vacío.

—¿Kundanika? —voceó.

Además del vestíbulo de entrada, al fondo de la planta baja había dos estancias más. Una de ellas servía de consulta, en caso de que algún cliente precisase ser examinado en mayor profundidad, y la otra era una especie de botica, donde Kundanika preparaba sus remedios a base de ingredientes naturales. Su vivienda se encontraba en la parte de arriba.

—Sarasvati, ¿eres tú? —La voz procedía del tosco laboratorio—. Pasa, por favor ―añadió sin esperar respuesta.

La niña obedeció y rodeó el mostrador para acceder a la habitación de la derecha. Allí, inclinada sobre una mesa, Kundanika pulverizaba con mucho cuidado la raíz de una planta que ella misma había recolectado el día anterior. Incluso trabajando, la curandera no renunciaba a ir de punta en blanco, como si perteneciese a las clases altas, aunque no fuese más que una mujer shudra con un negocio que le dejaba más dinero de lo que muchos llegarían a ganar jamás. De semblante bonachón, Kundanika tenía ya una cierta edad, pese a lo cual conservaba un envidiable estado de salud.

—¿Qué ocurre? —replicó alzando un instante la vista de lo que estaba haciendo.

Sarasvati le resumió en pocas palabras el motivo de su visita.

—Tienes que venir al burdel —concluyó.

—Iré enseguida, pero antes tengo que terminar una cosa.

—¿Te espero?

—Vale, solo será un momento.

La niña continuó observando la escena en silencio. Sobre la mesa había también una mangosta encerrada en una jaula de bambú, cuya presencia en algunos hogares no resultaba extraña, debido a que estos animales eran tremendamente eficaces deshaciéndose de los roedores. En el mercado de la plaza central podían adquirirse a un precio muy asequible.

—¿Tienes ratones en casa? —preguntó Sarasvati.

—No —repuso Kundanika mezclando la raíz triturada con una masa de gusanos molidos, que dio como resultado un mejunje repugnante.

—Entonces ¿para qué tienes la mangosta?

—Ahora lo verás.

La curandera depositó el preparado en un pequeño recipiente y se lo dio al animal como alimento. No transcurrió ni un minuto desde la ingesta del primer bocado cuando la mangosta comenzó a sufrir espasmos hasta caer fulminada al suelo.

—¡¿La has envenenado?! —exclamó Sarasvati llena de incredulidad.

—Lo siento, pero forma parte de mi trabajo.

—No lo entiendo. Yo pensaba que tú te dedicabas a sanar. Y esto es justo todo lo contrario.

Kundanika acarició el pelo de la niña en un gesto casi maternal.

—En mi negocio yo atiendo a gente de todo tipo. Y, a veces, algunos clientes me piden que les proporcione ciertas sustancias que producen los efectos que acabas de presenciar. Yo no los juzgo y, siempre que me paguen lo que les pido, me limito a darles lo que necesitan. Lo que hagan después ya no es asunto mío…

Sarasvati permaneció pensativa durante unos segundos, como si tratase de asimilar aquella respuesta.

—Kundanika… ¿tú me enseñarías?

La curandera la miró sin comprender.

—¿Enseñarte a qué?

—A preparar veneno —sentenció.