Reino de los sakas. Profundidades de la selva
Al amparo de la sombra que le ofrecía su choza, el viejo observaba con nostalgia jugar a los niños a perseguirse por la única calle que conformaba el poblado.
Aquella era una de las numerosas aldeas situadas en el corazón del bosque, consideradas como primitivas por los habitantes de los núcleos urbanos, con los cuales no mantenían ningún tipo de contacto ni deseaban tenerlo. Precisamente, su apartada ubicación en las estribaciones de las montañas había provocado que aquellos pueblos tribales se mantuviesen libres de la carga de las castas, pues ningún sacerdote brahmán había llegado hasta allí para predicar el hinduismo.
La hija del anciano salió de la choza para unirse al trabajo. Un grupo de mujeres se dedicaba a destilar alcohol a partir de las flores de maura, de las cuales obtenían un exquisito licor que solían reservar para las ocasiones señaladas.
—¿Cómo te encuentras hoy, padre? —preguntó Chakori.
—Mucho mejor que ayer, gracias.
Después de sufrir una fuerte jaqueca durante todo el día anterior, por la noche el chamán del poblado le había suministrado un cóctel de hierbas medicinales que una vez más había probado ser efectivo.
A continuación, Chakori buscó con la mirada a sus dos hijos.
—Están jugando con los demás —dijo el viejo señalando a un grupo de críos que no paraba de reírse—. Vete a hacer lo tuyo, que yo no me moveré de aquí.
Aunque el clima de aquellas tierras solía ser particularmente cálido, los nativos habían aprendido a protegerse del sol desde tiempos muy antiguos. Los niños iban desnudos y los hombres apenas se cubrían con un taparrabos. Las mujeres, por su parte, usaban una banda de tela enrollada en la cintura y remangada hasta los riñones, y se adornaban con pendientes y aretes nasales que ellas mismas se confeccionaban. Construían chozas sin ventanas, pero con dos puertas alineadas, una frontal y otra posterior, que permanecían abiertas para dejar circular el aire. El techo era de paja y se extendía hacia delante, conformando un porche bajo cuya sombra los más ancianos se pasaban la mayor parte del día.
—Volveré a la hora de comer —dijo Chakori tomando el camino del sur.
En ese momento, su pequeña de apenas tres años acudió a su encuentro al tiempo que la llamaba con su dulce vocecilla.
—¡Mamá! ¡Espera!
Libni era tan hermosa como su madre. Ambas compartían ojos grandes y luminosos, semejantes al reflejo de la luna llena en un estanque de aguas cristalinas.
—¿Puedo ir contigo? —suplicó.
—No —replicó—. Te aburrirías enseguida. Ahora vuelve con tu hermano y seguid jugando hasta que os llamemos.
—¿Dónde está papá?
—Salió a cazar por la mañana temprano. Si necesitas cualquier cosa, pídesela al abuelo.
Libni obedeció y regresó junto a su hermano, que la cogió de la mano para reintegrarla junto al resto de la chiquillería. Kalu era de constitución enjuta, pero todos le decían que pronto crecería y que entonces sería tan fornido como su padre. Tenía cinco años y había desarrollado hacia su hermana pequeña un elevado instinto de protección. Libni, a su vez, lo imitaba en todo lo que hacía y jamás se separaba de él. Lejos de las habituales riñas entre hermanos, ellos se llevaban extraordinariamente bien.
—Ven conmigo, Libni. Estamos jugando a un juego en el que tenemos que escondernos para que no puedan encontrarnos. Ya verás qué divertido.
Los dos críos corrieron y se ocultaron entre unos arbustos que había detrás de una choza. La aldea estaba dispuesta de modo que los ocupantes de una casa podían salir a la puerta a saludar a sus vecinos cara a cara de un lado a otro de la calle. Además, en el centro había una especie de plaza coronada por una pila de piedras que representaba a su divinidad principal: la Madre Naturaleza. El perímetro del poblado, que agrupaba unas treinta familias con un total de doscientas personas, estaba protegido por una modesta valla de madera levantada con el fin de evitar el paso a las bestias salvajes. En concreto, los tigres podían causar estragos entre la población.
—¡Kalu y Libni están aquí!
El muchacho que los había descubierto se llamaba Lohith, aunque todo el mundo solía referirse a él como «el Tuerto», debido a que siendo muy pequeño un leopardo lo había atacado y le había arrancado un ojo, además de desfigurarle el rostro por completo.
—Siempre nos encuentran —se lamentó la niña haciendo un mohín.
—No pasa nada —repuso su hermano—. Buscar a los demás también es divertido.
Seguramente, si Kalu hubiese tratado de esconderse por su cuenta le habría ido mucho mejor, pero prefería no dejar a Libni sola siendo tan pequeña.
Harto de ver a sus nietos perder todo el rato, el anciano se puso en pie y los llamó con un gesto de la mano.
—Escuchadme —susurró—. Os ayudaré a esconderos en un sitio donde nunca os encontrarán.
Los chiquillos no lo dudaron y siguieron a su abuelo hasta un enorme árbol que había en el extremo septentrional del poblado. Parte del tronco estaba hueco y a media altura había un agujero del tamaño de la cabeza de un adulto. El anciano comprobó primero que no hubiese una serpiente dentro y después alzó a Libni y la depositó en el interior.
—Deja hueco para tu hermano. Si os apretáis, habrá espacio para los dos.
Acto seguido, cogió a Kalu y lo ayudó a deslizarse en la cavidad del árbol.
—¿Estáis bien? —inquirió—. Vale. Yo estaré por aquí.
El anciano siguió las evoluciones del juego con una sonrisa en los labios. Tal y como había esperado, ningún crío —ni siquiera Lohith «el Tuerto», que era el mayor y más listo de todos—, fue capaz de hallar a sus nietos por más empeño que pusieron.
Cuando al cabo de un rato se dieron por vencidos, Kalu asomó la cabeza por la abertura del tronco y vociferó para dar a conocer su paradero. Salió del árbol por sus propios medios, aunque no pudo evitar caerse durante el descenso. No le importó. Había conseguido impresionar a sus amigos y se había proclamado vencedor del juego, pese a que había otros niños bastante mayores que él. Su abuelo tuvo que sacar a Libni, porque ella sola no podía salir. La pequeña también celebró la victoria sin parar de reír, orgullosa de poder sentirse la protagonista por una vez.
Al poco tiempo, el padre de ambos —llamado Dhanu—, estaba por fin de vuelta tras haber salido a cazar jabalíes y conejos. El poblado era autosuficiente y, además de la caza, vivía de recolectar frutos del bosque, de unos minúsculos huertos de verduras muy rudimentarios y de criar gallinas y vacas. Asimismo, también practicaban el trueque con otros grupos tribales, a los que ofrecían cambiar su afamado licor por cerámica o pescado. Todo lo que obtenían se repartía de forma equitativa entre las familias de la aldea, en presencia del montón de piedras que simbolizaba el dios de la tribu.
De brazos fuertes y voluntad aún más recia, Dhanu era el jefe del poblado, aunque no tomaba ninguna decisión importante sin antes haber escuchado al consejo de ancianos. Kalu y Libni enseguida lo asaltaron, deseando contarle la hazaña que habían conseguido con la ayuda del abuelo. Dhanu los cogió en brazos y echó a caminar en dirección a la choza que compartían, mientras les escuchaba narrar de forma atropellada el reciente episodio sucedido.
—Estoy orgulloso de vosotros —los felicitó—. Para sobrevivir en la selva, la astucia es más importante que la fuerza bruta.
Tras dejar a sus hijos en el suelo, Dhanu les indicó que preparasen una hoguera. Desde muy pequeños, los niños aprendían a realizar ciertas tareas consideradas básicas para la supervivencia. Kalu se encargó de frotar dos palos de madera muy seca para hacer prender la yesca, mientras Libni traía la leña con que alimentar el fuego recién encendido. Muchas veces, casi sin necesidad de palabras, ambos hermanos se compenetraban a la perfección.
A aquella hora el poblado bullía de actividad: mujeres que adecentaban sus hogares, cocinaban o escardaban las malas hierbas de los huertos; hombres que se dedicaban a reparar los techos de paja de las chozas más deterioradas, a cuidar de los animales domésticos o a tallar las puertas de madera con figuras estilizadas; ancianos que conversaban bajo la sombra de los árboles o del porche de sus casas, y niños que correteaban por la plaza sembrando de risas el lugar.
Dhanu llevaba unos minutos despiezando un conejo, cuando avistó a su mujer, que ya venía de regreso con un cántaro de licor sobre la cabeza. Chakori se acomodó junto a ellos y escuchó a Kalu repetir por segunda vez la historia del escondite que el abuelo les había buscado. Libni asentía y añadía detalles por su cuenta, como si aquella hubiese sido la aventura más increíble de toda su vida. Chakori sonreía. Cuando nacieron, el chamán afirmó que sus dos hijos eran especiales y que estaban destinados a jugar un importante papel en el futuro.
Kalu nació el día más corto del año, justo al amanecer, en ese preciso instante en que la jungla cobra vida prácticamente a la vez y el primer atisbo de claridad asoma en el cielo. El chamán predijo que su hijo sería muy inteligente y artísticamente inquieto. No obstante, aún era demasiado pronto para saber si el presagio del brujo estaba o no en lo cierto.
En lo concerniente a Libni, la niña había nacido de noche, con un cielo sin estrellas y durante una terrible tormenta repleta de rayos y truenos. El chamán le atribuyó a la pequeña una voluntad de hierro, en virtud de la cual sería capaz de hacer cualquier cosa por los suyos. Además, afirmaba que un día embelesaría a los hombres sin esfuerzo alguno, pues nadie habría contemplado antes una belleza como la suya.
Durante los preparativos para la comida, alguien requirió la presencia de Dhanu, que como jefe del poblado siempre estaba disponible para atender cualquier asunto. Quien lo reclamaba era un cazador veterano, que además solía llevar a cabo labores de vigilancia por las zonas aledañas. Su rostro reflejaba un semblante de clara preocupación.
—Nuevos invasores se han instalado en nuestros bosques —desveló en cuanto echaron a caminar—. En la dirección por donde sale el sol, no demasiado lejos de aquí.
—¿Cómo sabes que no son más de los mismos? —inquirió Dhanu.
—No lo son. Sus vestimentas y emblemas son diferentes.
Desde hacía varios meses un regimiento de soldados sakas se había desplazado al interior de la selva, donde hasta entonces no había llegado nadie excepto los propios indígenas que la habitaban. Al principio, los pueblos tribales temieron ser objeto de algún tipo de ataque por parte de los extranjeros. No obstante, el ejército saka no tenía ningún interés en ellos, por lo que se limitó a ignorarlos y abogó por una convivencia pacífica. Al fin y al cabo, la jungla era lo suficientemente grande para los dos. Ahora, sin embargo, otro ejército de origen distinto se adentraba también en aquellas tierras. En este caso, las nuevas tropas invasoras pertenecían al imperio de los Gupta.
—Probablemente los extranjeros de uno y otro bando sean enemigos entre sí, ¿verdad?
—Es lo que parece —convino el indígena.
—Está bien —dictaminó Dhanu—. Nosotros, como siempre, nos mantendremos al margen. Esta no es nuestra guerra.
***
Tropas imperiales se habían desplazado desde Pataliputra al oeste de la India con la misión de poner fin a una rebelión que ya le estaba causando al gobierno de los Gupta más problemas de los que nadie había previsto.
El imperio, tras varias campañas militares, había conquistado finalmente el reino de los sakas —también llamados sátrapas occidentales—, con lo que había logrado salida al mar por el oeste, con los beneficios que para el comercio aquella anexión suponía. De hecho, la capital de los sakas —Ujjain—, pasó a convertirse en la segunda ciudad más importante del Imperio gupta, solo por detrás de Pataliputra.
No obstante, pese a la derrota, un general rechazó someterse al dominio Gupta, huyó con su regimiento a las profundidades de la selva y se declaró en rebeldía. Dicho oficial tenía bajo su mando a medio millar de soldados de infantería, más caballos y elefantes. De cualquier manera, tampoco preocupaba en exceso que una escisión tan pequeña del ejército se hubiese sublevado, pues no tenían ni la más remota posibilidad de reconquistar para los suyos el reino perdido. Los verdaderos problemas surgieron cuando los rebeldes comenzaron a asaltar las caravanas de mercaderes, que nada podían hacer para defenderse ante unos bandidos tan bien preparados. Los asaltos se ejecutaban de forma profesional, y tan pronto como se hacían con la mercancía desaparecían a toda velocidad para perderse de nuevo en el corazón de la selva. De repente, el ejército insurrecto se había convertido en un serio problema. Las rutas comerciales que discurrían por territorio saka ya no eran seguras.
Correspondía al gobierno del imperio garantizar la seguridad de los caminos y, para conseguirlo, se tomó la decisión de enviar un ejército con la misión de buscar y aniquilar al destacamento comandado por el general rebelde. Hasta la fecha, sin embargo, los intentos para derrotarlo habían sido en vano, y las tropas del imperio regresaban vencidas y diezmadas, para frustración del emperador. El éxito de los rebeldes se debía a que empleaban la táctica de la guerra de guerrillas. Ataques rápidos y sorpresivos, emboscadas, ver sin ser vistos y golpear para inmediatamente desaparecer sin dejar rastro. Se conocían al dedillo el territorio en el que se habían escondido —los tupidos bosques y las faldas de las montañas— y estaban siempre moviéndose de un lugar a otro, sin mantener nunca la base de operaciones en un mismo sitio.
Para acabar de una vez por todas con aquella lacra, el trabajo se le encargó a un joven general que venía de encadenar varias victorias de gran importancia y que hasta el momento no conocía el significado de la palabra fracaso. Dicho general, llamado Shakraditya, sabía que si completaba aquella misión con éxito, las puertas de la gloria se le abrirían de par en par a su regreso a la capital del Imperio gupta.
Los oficiales anteriores se habían acuartelado a las afueras de la jungla y desde allí habían enviado expediciones al interior de esta para localizar y destruir a sus enemigos. Shakraditya había considerado aquella estrategia un error y, en cambio, él había decidido levantar un campamento en medio del bosque, tras hallar el lugar adecuado: una amplia llanura radicada en un enclave flanqueado por suaves bordes montañosos. Alrededor del campamento habían cavado un foso y a continuación de este habían levantado una empalizada de madera. Aquellas fuertes medidas defensivas disuadirían a los rebeldes de llevar a cabo un asalto frontal.
Por otra parte, antes de lanzar ningún embate, Shakraditya se había propuesto cartografiar el terreno, porque sabía que el detallado conocimiento que sus enemigos tenían del lugar era la mayor ventaja de que disponían. Además, también se había informado acerca de los indígenas que habitaban la zona de conflicto. Algunas tribus salvajes poseían una larga tradición guerrera y podían plantar batalla si veían que invasores extranjeros penetraban en sus tierras. Por suerte, los pueblos tribales afincados en aquella región remota pertenecían a un grupo de naturaleza pacífica; habría que tenerlos en cuenta, pero al menos no supondrían una dificultad añadida.
Tras varias semanas siguiendo el plan previsto, Shakraditya comenzaba a impacientarse porque lejos de obtener los resultados esperados, todo se le ponía cada vez más en contra.
El general Gupta se hallaba en su tienda de campaña, contemplando un mapa a medio hacer en el que aparecían señalados los accidentes geográficos más importantes de la zona. Hasta el momento, cada vez que enviaba una patrulla de reconocimiento, los rebeldes sakas, que, de un modo u otro siempre se las arreglaban para descubrir en muy poco tiempo su posición, les tendían una emboscada. Dichas escaramuzas no solo les causaban numerosas bajas, sino que además ralentizaban enormemente el trabajo de cartografiado que estaban llevando a cabo.
—El plan avanza con excesiva lentitud —se lamentó Shakraditya.
—¿Y si los atacamos sin más? —terció Punyavan, su segundo oficial y el único integrante de todo el regimiento que osaba hablarle al general con absoluta franqueza.
—¿Atacar qué? ¿Sombras? No pienso apartarme del plan o de lo contrario acabaría cometiendo los mismos errores que ya condujeron a mis antecesores al desastre. —Alto y de complexión robusta, a Shakraditya lo temían incluso sus propias tropas debido al mal genio que gastaba. Pese a su juventud, ya se había granjeado el respeto de la plana mayor del ejército Gupta, y su ambición no conocía límites—. Lo que no entiendo es cómo es posible que los rebeldes intercepten siempre todas nuestras patrullas, sin importar la hora del día a la que salgan. ¿Acaso tienen ojos repartidos por toda la selva?
Punyavan se mordió el labio inferior antes de contestar.
—Quizá los tengan… pero no sean los suyos.
—¿Qué quieres decir?
—Cabe la posibilidad de que los pueblos tribales de la zona les estén prestando ayuda. Además de estar por todas partes, nadie se conoce el terreno como ellos ni se mueve por él con tanta facilidad.
Shakraditya negó con la cabeza.
—Parece poco probable, los indígenas jamás se mezclarían en una disputa que nada tiene que ver con ellos. Al contrario, su deseo es permanecer aislados sin que nadie los moleste.
—Es cierto —admitió Punyavan—. Pero… ¿y si los sakas los tienen amenazados para que colaboren con ellos? Otra opción es que los hayan comprado a cambio de suministros y enseres que los indígenas no podrían obtener por su cuenta.
—Tienes razón. Desde luego, es una alternativa que no habíamos considerado. Habrá que averiguarlo. Mañana nos acercaremos al poblado estratégicamente mejor situado y les haremos una visita.
—¿Amistosa?
—Eso dependerá de su grado de colaboración.