Pataliputra. Capital del Imperio gupta

 

1

 

Faltaba menos de un mes para que la boda entre la princesa Rudrabhiravi y el rey de los pushyamitras tuviese lugar, en la fecha especialmente señalada por el astrólogo de palacio.

Dattadevi sabía que ese era el tiempo del que disponía para actuar, si quería eludir su destino. Sin embargo, envenenar al emperador, como había planeado, constituía una tarea mucho más difícil de lo que en un principio había previsto. Kumaragupta contaba con catadores que se encargaban de probar las comidas y bebidas antes de que se las sirviesen, capaces de detectar cualquier tipo de veneno que estuviese disimulado dentro de una preparación.

Con todo, la primera reina consorte conocía bien a su ilustre esposo y sabía que este adolecía de un punto débil. Tras su entronización, el emperador comenzó a sentirse acosado por terribles pesadillas que lo retrotraían a su etapa como general y que lo despertaban en mitad de la noche, angustiado y envuelto en sudor. Cuando tal cosa ocurría, Kumaragupta hacía sonar una campanilla que alertaba a su lacayo personal, el cual se levantaba a toda prisa para prepararle un vaso de leche con azúcar, almendras trituradas y azafrán, sin el cual se sentía incapaz de volver a conciliar el sueño. Así pues, esa era la única ocasión en que un catador no participaba del proceso establecido, puesto que Kumaragupta tenía plena confianza en su lacayo, un hombre de avanzada edad que llevaba sirviendo en palacio desde los tiempos de su abuelo, el emperador Samudragupta.

De cualquier forma, Dattadevi se enfrentaba a dos problemas que dificultaban en gran medida la puesta en marcha de su plan. Por un lado, ya no compartía cama con Kumaragupta desde hacía varios años, y por otro, aquellas espantosas pesadillas que antaño lo asaltaban con cierta frecuencia, en la actualidad ya solo tenían lugar muy de vez en cuando. Por ello, desde hacía varias semanas apenas dormía por la noche, atenta al sonido de la campanilla para poder intervenir.

Y, entonces, cuando ya había perdido casi toda esperanza, por fin ocurrió…

La primera reina consorte, temblando de arriba abajo, se dirigió a toda prisa a las cocinas para fingir un encuentro casual con el lacayo, que pronto se desplazaría hasta allí. Los pasillos, iluminados por antorchas ancladas en las paredes, lucían desérticos salvo por la presencia de soldados haciendo guardia en determinadas posiciones clave. Dattadevi llegó a la cocina, encendió una lámpara de aceite y esperó tratando de contener los nervios. Ante el lacayo debía actuar con toda la naturalidad que fuese capaz de transmitir.

El hombre del servicio apareció escasos minutos después.

—Mi señora… —manifestó sorprendido.

—Ahinagu, me he despertado tan hambrienta que no he podido esperarme hasta mañana.

—Podría haber enviado a una de sus sirvientas.

—Lo sé —repuso armando una sonrisa—, pero no he querido molestar a nadie a estas horas de la madrugada por una cosa que puedo hacer yo misma.

El lacayo asintió, satisfecho con la respuesta.

—Yo ahora debo encargarme de…

—Desde luego —lo interrumpió Dattadevi—, las necesidades del emperador deben ponerse siempre en primer lugar.

Mientras Ahinagu preparaba el vaso de leche al gusto de Kumaragupta, la reina aparentó examinar varias bandejas que contenían los dulces sobrantes del día anterior.

—Disculpa un momento —terció a continuación—, pero se me han antojado unas uvas y no veo ninguna por aquí.

El solícito sirviente aplazó un instante lo que estaba haciendo y arrastró los pies hasta el otro extremo de la cocina para complacer la petición de Dattadevi. En cuanto le dio la espalda, esta aprovechó para verter el veneno en la leche y removerla con el dedo. El lacayo regresó al cabo de unos segundos y le tendió un racimo de uvas que previamente había depositado en un bol. Todo estaba como lo había dejado y no advirtió nada extraño.

—Gracias, Ahinagu —repuso la reina—. Buenas noches. —Y, dicho esto, enfiló el camino de vuelta a su dormitorio

Dattadevi alcanzó sus aposentos y se echó en la cama tratando de calmar su corazón, que todavía le latía de forma desbocada. Se le presentaba por delante una noche larga en la que apenas podría dormir. Los acontecimientos no se desencadenarían hasta la mañana siguiente, cuando encontrasen al emperador muerto en sus propias dependencias. Poco a poco, un cierto alivio fue apoderándose de ella, al tiempo que dejaba escapar una siniestra carcajada.

Lo más difícil ya estaba hecho.

 

 

El día amaneció tranquilo, sin que el revuelo que la reina esperaba se hubiese producido aún. Todavía era pronto para preocuparse, cuando una de sus sirvientas le indicó que se requería su presencia.

—¿Quién me llama?

—Lo siento, señora. Pero no me lo han dicho…

En el pasillo la aguardaban un par de soldados que, sin pronunciar una sola palabra, la guiaron hasta los aposentos del emperador. Durante el trayecto, Dattadevi se preparó para fingir un gran pesar cuando le mostrasen el cuerpo sin vida de su marido. Puede que también quisiesen hacerle algunas preguntas, lo cual era perfectamente razonable en dicha situación.

Tan pronto como accedió al dormitorio, se quedó petrificada. Kumaragupta se hallaba en pie en mitad de la estancia, en aparente buen estado de salud.

—¿Sorprendida?

La primera reina consorte disimuló como pudo.

—¿Cómo no iba a estarlo? Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que reclamaste mi presencia en tu alcoba que ya ni me acuerdo.

Kumaragupta ordenó a los guardias que los dejasen a solas. En sus ojos se reflejaba un brillo de rabia que no ocultaba una cierta decepción. Mientras tanto, Dattadevi buscaba desesperadamente con la mirada el vaso de leche que el lacayo le había llevado la noche anterior. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso al final no se lo había bebido? ¿O es que el veneno no le había causado el efecto esperado?

—Tu expresión es tan reveladora que prácticamente puedo leer tus pensamientos ―dijo el emperador—. El vaso de leche que Ahinagu me preparó anoche acaban de dárselo a un perro. Y, por lo visto, ha muerto en el acto. ¿No te parece raro?

—Lo siento, pero no entiendo nada de lo que…

—Cállate, por favor. No te molestes en negar lo obvio. Atentar contra la vida del emperador se castiga con la muerte. Sin embargo, Padmabandhu me ha hecho ver que no debo tomar una decisión bajo el dominio de la ira, que como comprenderás es justo lo que ahora mismo siento. Y voy a hacerle caso. Así que, de momento, voy a encarcelarte. Agradécele al budista cada día que permanezcas con vida, hasta que definitivamente decida lo que vaya a hacer contigo.

Dattadevi se mordió el labio inferior al tiempo que reprimía el llanto que le surgía de la garganta, para no darle el gusto a Kumaragupta de verla derrotada por completo.

—¡Te equivocas! —clamó.

—No malgastes tu aliento.

A una señal suya, los guardias se llevaron a la reina, que pese a todo se negaba a admitir su participación en lo ocurrido.

Descubrir lo que Dattadevi pretendía llevar a cabo había sido muy sencillo. Tan pronto como el astrólogo lo previno acerca del atentado, el emperador había puesto en alerta a su cuerpo de espías. Y, precisamente, había sido uno de ellos quien le había advertido acerca del sospechoso comportamiento de su primera mujer.

—Ya puedes salir —dijo Kumaragupta.

Una cortina se descorrió a un lado, tras la cual emergió la menuda figura de Anumita. La vamanika gozaba de la entera confianza de las dos reinas consortes, así como de buena parte del harén. No obstante, su lealtad más absoluta solo estaba del lado de su rey. Chandragupta II la había reclutado como espía de la corte, y la enana había extendido su compromiso al reinado de su hijo.

—Buen trabajo, Anumita. Serás especialmente recompensada.

—Mi mayor recompensa es poder continuar sirviéndole como hasta ahora.

Anumita sabía que Dattadevi había comprado veneno porque ella misma le había indicado dónde adquirirlo. Sin embargo, no informó al emperador acerca de ello hasta que tuvo conocimiento de la predicción del astrólogo, pues solo entonces se hizo evidente que muy probablemente el objetivo de la reina pudiese ser él. Sabiendo lo que sabía, Kumaragupta sospechó enseguida de la leche que su lacayo le había llevado, después de saber por boca de este que había coincidido con Dattadevi en las cocinas.

La vamanika se retiró haciendo una reverencia y Kumaragupta se abstrajo durante algunos minutos. Evitar el atentado contra su vida había resultado más fácil de lo previsto y mucho más de lo que el propio astrólogo había anunciado. En todo caso, debía ser justo con Cidambara y reconocerle su trabajo. En el fondo, había acertado de pleno.

El emperador se desplazó personalmente al torreón donde Cidambara se pasaba encerrado la mayor parte del día. Accedió a la cámara sin avisar y no halló a nadie en su interior. El lugar, poco ventilado, olía a rancio y a moho. Sobre un escritorio reposaban un sinfín de hojas de palma con enmarañados cómputos matemáticos y símbolos planetarios que él jamás habría sabido descifrar. Un extraño cachivache compuesto por ruedas y palancas, y que seguramente servía para calcular el movimiento de los astros, ocupaba el centro de la habitación.

—¿Cidambara?

Un instante después, una figura comenzó a descender lentamente por una escalera de mano que conducía al diminuto observatorio situado en la parte más elevada del edificio. El astrólogo no dio crédito cuando vio al propio emperador, al que jamás se habría imaginado dejándose caer por sus dominios, plantado en el umbral de la puerta.

—Mi señor —dijo sacudiéndose el polvo de la vasana—. Si me hubiesen informado de su visita, yo mismo me habría ocupado de adecentar el torreón.

Kumaragupta fue directo al grano y le habló del intento de envenenamiento perpetrado por Dattadevi, que finalmente había podido atajar. La profecía cifrada en las estrellas se había hecho realidad.

—He venido para agradecerte en nombre del Imperio gupta y del mío propio el extraordinario valor de tu trabajo. No te quepa la menor duda de que serás recompensado.

Cidambara debería haberse alegrado tras escuchar aquellas palabras, pero sucedió todo lo contrario. La expresión de su rostro se tornó en una mueca de preocupación.

—¿Qué ocurre? —inquirió el emperador.

—Señor, me temo que el incidente que me ha descrito no tiene nada que ver con el que yo le había anunciado.

—Discúlpame, pero lo que dices no tiene sentido.

El astrólogo se aclaró la garganta antes de continuar.

—Déjeme explicarle. La cuestión es que la luna roja que tuve la oportunidad de distinguir durante el último eclipse, y que se reveló como uno de los elementos clave de mi predicción, implicaría que el atentado vendría acompañado por un cierto derramamiento de sangre, y el episodio que me ha narrado de ningún modo casa con el patrón descrito.

Kumaragupta frunció el ceño, terriblemente disgustado.

—¿Quieres decir entonces que el peligro todavía no ha pasado?

—Exacto. La amenaza aún sigue vigente.

 

 

2

 

Madhuk pasó la noche en la miserable cabaña de los intocables, durmiendo en el suelo bajo una manta raída y soportando el intenso frío que se instalaba en los campos de cremación. La familia de Kumaresh lo miraba de forma extraña, sin comprender cómo era posible que un brahmán se dignase a relacionarse con ellos. Con todo, le dispensaron un trato amable, sabedores del difícil trance por el que debía de estar pasando.

La estancia en aquel lugar no resultaba agradable. La mujer se pasaba el día llorando, sin dejar de acunar constantemente al bebé que sostenía en brazos, como si de algún modo ese gesto pudiese paliar el dolor que la afligía. El origen de aquella tristeza se debía a la pérdida de su hija, que había muerto en fechas muy recientes de forma totalmente inesperada. Kumaresh sospechaba que a su pequeña la habían asesinado, a tenor del relato de los hechos que el propio Rashmi les había ofrecido. De cualquier manera, sabía que denunciarlo no serviría de nada, pues las autoridades no pondrían interés alguno en investigar la muerte de un chandala, que además resultaba ser una niña.

A Madhuk le horrorizó escuchar aquella terrible historia de boca del sepulturero. No obstante, en función de lo que llevaba aprendido desde su llegada a Pataliputra, tampoco le sorprendió lo más mínimo que injusticias tan notorias como aquella formasen parte de la vida cotidiana propia de la sociedad hindú.

El crío se mostró algo más comunicativo con Madhuk, aunque tampoco en exceso. Rashmi poseía un loro de plumaje colorido, que curiosamente había recibido de manos del presunto asesino, al que jamás se le había vuelto a ver por allí. Al pájaro le había cogido un gran cariño, a pesar de su carácter nervioso y sus constantes graznidos, que a veces no lo dejaban dormir. Además del loro, aquel siniestro individuo también le había dado un anillo, del que su padre se había desprendido a cambio de toda la comida que pudo obtener.

Por la mañana, Kumaresh y Rashmi se marcharon para cumplir con sus quehaceres diarios, mientras Madhuk se pasaba todo el día encerrado en la choza, recomponiéndose del golpe que la pérdida de sus padres adoptivos había supuesto para él. La mujer del sepulturero, abrumada por su inexplicable presencia allí, apenas le dirigía la palabra, como si temiese sufrir una dura represalia por incumplir de forma tan flagrante los dictados de la ley.

Al caer la noche, el muchacho pernoctó por segunda vez en el hogar de los chandalas, que seguían dispuestos a darle cobijo.

Al día siguiente, sin embargo, Madhuk sabía que tenía que marcharse de allí. Aquella familia había compartido con él lo poco que tenía, cuando a ellos apenas les alcanzaba para sobrevivir. Su presencia no era más que una carga y no podía ni debía abusar de la hospitalidad de Kumaresh. Con el alba, Madhuk se despidió de la familia del sepulturero y encaminó sus pasos de vuelta a la ciudad.

Tras la muerte de Bindusar y Harshali, volvía a estar de nuevo como al principio. Su primer instinto fue acudir a su antiguo hogar, aunque nada más llegar advirtió que la casa se encontraba vigilada. Madhuk habló con un vecino y enseguida averiguó que había sido puesta a la venta, circunstancia que lo entristeció aún más si cabía. Por su mente pasó la idea de recurrir a las autoridades para reclamar la propiedad de la vivienda, que en justicia le correspondía por herencia. No obstante, no se sentía con fuerzas para enfrentarse a los hermanos del maestro, que ya habían demostrado ser capaces de hacer cualquier cosa con tal de salirse con la suya.

Luego pensó en Sarasvati; a lo mejor ella podía prestarle ayuda ahora que tanta falta le hacía. Los contactos con su hermana debía llevarlos a cabo de forma discreta, de modo que aguardó en las inmediaciones del burdel donde vivía, para abordarla en cuanto saliera. No lo hizo en todo el día y, desesperado, decidió preguntar por ella a un cliente, que le desveló que la muchacha a la que se refería ya no trabajaba allí. Aquella noticia le supuso un revés inesperado. Pese a todo, en su situación tampoco podía permitirse el lujo de emprender la búsqueda de Sarasvati, pues antes tenía problemas más acuciantes que resolver.

Aquella noche la pasó en la escalinata del templo de Shiva, junto a un grupo de peregrinos y ascetas errantes, que fueron lo suficientemente compasivos como para ofrecerle algo de comer. Madhuk se pasó toda la noche rumiando acerca de su futuro. Por nada del mundo quería tener que volver a ejercer la mendicidad.

A la mañana siguiente se despertó con las ideas algo más claras. ¿Acaso él no era un brahmán que se encontraba en su etapa de estudiante? Pues bien, entonces sus esfuerzos debían centrarse en retomar dicho camino con el fin de completar su formación. Madhuk necesitaba encontrar un maestro que, como Bindusar, lo acogiese en su hogar con el resto de sus alumnos, al menos mientras durasen sus estudios. Aquello le permitiría seguir llevando una vida digna, con todas sus necesidades básicas bien cubiertas. Nada, sin embargo, salió como esperaba.

Ninguno de los compañeros del maestro a quienes visitó se avino a tomarlo como alumno. Por un lado, resultaba innegable que él no tenía nada con qué pagarles, y la promesa de compensarlos en el futuro no convenció a ninguno. No obstante, el muchacho tuvo la impresión de que los motivos que explicaban su rechazo tenían muy poco que ver con lo pecuniario y que las verdaderas razones apuntaban más a una intervención de los hermanos de Bindusar, que habrían dejado muy claro a todos los asistentes al funeral que Madhuk debía ser tratado como si nunca hubiese existido.

Al tercer día se pateó un sinfín de talleres y negocios de todo tipo para encontrar trabajo de lo que fuese. No sirvió de nada. El cordón sagrado que lo identificaba como brahmán provocaba que nadie lo emplease para ejercer una labor que no se adecuara con la casta a la que pertenecía. Con todo, por el momento decidió no deshacerse de él, puesto que al menos la gente lo trataba con respeto, e incluso los peregrinos junto a los que dormía en las escaleras del templo compartían con él su comida.

Madhuk ya no sabía qué hacer para salir adelante, cuando una mañana que paseaba por las calles de Pataliputra se topó de frente ante la que podía constituir la salida a todos sus problemas.

Como siempre, al llegar a una plaza comprobó que estaba llena de buscavidas, ya fuesen adivinos, saltimbanquis o encantadores de serpientes. Pero esta vez, además, observó a un hombre subido a un pedestal, que se dedicaba a recitar con locuacidad unos versos que él mismo había compuesto. Los viandantes se arremolinaban a su alrededor y le dejaban generosas propinas tras haber podido disfrutar de un arte tan exquisito. El muchacho ni siquiera vaciló. ¿Qué le impedía a él mismo convertirse en poeta callejero?

Madhuk no tenía dudas de que estaba capacitado para ello. No obstante, se le ocurrió que si acompañaba la actuación con los acordes de su vina, marcaría aún más la diferencia. La idea sonaba increíblemente bien, pero el problema radicaba en que el instrumento se hallaba en la vivienda del maestro.

Aunque en la puerta de la casa todavía continuaba apostado el vigilante encargado de custodiarla mientras estuviese vacía, Madhuk sabía que podía entrar a través del jardín situado en la parte posterior. Nervioso pero decidido, esperó al atardecer para poner en marcha su plan, con el tiempo justo para llevarlo a cabo antes de que se hiciese de noche. Cruzar el jardín vecino sin ser visto le resultó bastante sencillo, lo mismo que colarse por la puerta trasera que nunca se cerraba con llave. Desplazándose sin hacer ruido, subió a la primera planta, donde aprovechó para meter en una bolsa de lona algo de ropa. Ya en la segunda, accedió al despacho de Bindusar y cogió la vina que colgaba de la pared. Además, se llevó también consigo todos los poemas que había escrito, pues su padre adoptivo los había guardado desde el primero hasta el último perfectamente ordenados en una esquina de la mesa.

Fue en ese momento cuando el claro eco de unas pisadas llegó hasta sus oídos. El vigilante había entrado y en apariencia se dedicaba a recorrer las diferentes estancias de la planta baja. Madhuk ignoraba si de algún modo lo había detectado o si tan solo estaba llevando a cabo su ronda habitual. En todo caso, se quedó quieto como una estatua, atento al menor sonido procedente del interior de la casa.

Instantes después escuchó sus pasos ascender por las escaleras.

Madhuk carecía de alternativas y todo cuanto pudo hacer fue esconderse en la pequeña pieza que hacía las veces de capilla, donde esperaba que al vigilante no se le ocurriese mirar.

Los pasos se oían cada vez más cerca. Madhuk se dio cuenta entonces de que si el vigilante era lo suficientemente observador, advertiría la ausencia de la vina. No obstante, era muy poco probable que notase un cambio tan sutil en la decoración de la vivienda.

El desconocido llegó a la segunda planta y su presencia se hizo más palpable que nunca. Madhuk aguantó la respiración para evitar ser descubierto. La talla de Shiva se encontraba cubierta de polvo y estaba rodeada de flores marchitas. Desde la muerte de Harshali, nadie se había ocupado de ella, ni tampoco parecía que nadie fuese a hacerlo hasta que nuevos habitantes se instalaran en la vivienda.

Por momentos, el intenso recuerdo de su madre adoptiva casi lo delata, tras dejar escapar un sollozo cuyo sonido apenas logró amortiguar. Afortunadamente, para entonces el vigilante ya había iniciado el descenso de las escaleras, y el ruido jamás llegó hasta sus oídos.

Madhuk dejó escapar un suspiro de alivio y, cuando estuvo seguro de que el individuo salía de la casa, se marchó por donde había llegado, satisfecho con el valioso botín.

Al día siguiente se aseó en el río y se vistió con una vasana limpia. Acto seguido, afinó el instrumento y memorizó algunas de sus mejores composiciones. A mediodía se sintió preparado y acudió a una de las plazas más concurridas, donde se situó en el mejor lugar que pudo encontrar a aquellas alturas. Antes de empezar, Madhuk temblaba como un niño asustado, convencido de que la voz no le saldría de la garganta. Primero acarició las cuerdas de la vina para arrancarle unas cuantas notas y a continuación dejó atrás sus miedos y comenzó a recitar uno de sus poemas.

Los primeros instantes fueron de absoluta frustración. Lejos de detenerse a escucharlo, los viandantes pasaban de largo ignorando su presencia. ¿Acaso lo veían demasiado joven, o es que no era tan bueno como había creído? Madhuk no se desanimó y continuó adelante con su humilde representación, sabedor de las dificultades que conllevaba buscarse la vida en la calle. Desde luego, no se daría por vencido a las primeras de cambio.

Tras su poco prometedor inicio, el panorama dio un giro radical cuando menos se lo esperaba. Bastó que una sola persona se parase para que otros la imitasen siguiendo su ejemplo. Al principio, las miradas de sus espectadores fluctuaban entre la curiosidad y el escepticismo, pero en cuanto se dejaban seducir por sus versos, la audiencia acababa cayendo rendida ante el talento de Madhuk.

El repiqueteo de las monedas que comenzaron a arrojar a sus pies lo convenció de que por fin había encontrado una forma de ganarse la vida.

 

 

3

 

La vida en el harén de palacio no era como Sarasvati se había imaginado antes de que la enviasen allí. Ni mejor ni peor, tan solo distinta.

Para empezar, lo primero que le hicieron saber fue que una valiosa ganika debía ser una mujer cultivada, capaz de entretener a su señor proponiéndole adivinanzas, juegos de palabras o incluso improvisando algún sencillo poema. Por tanto, en cuanto Purumitra supo de su analfabetismo, se encargó de que aprendiese rápidamente a leer y escribir. Era responsabilidad del eunuco que todas las integrantes del harén estuviesen a la altura de lo que se esperaba de ellas.

Aquella constituyó, por tanto, su primera sorpresa. Al arte del kama, en realidad, se dedicaría mucho menos de lo que había creído en un principio. El emperador contaba con una serie de favoritas —entre las que se incluía Savitridevi, su segunda esposa—, que solían encargarse de satisfacer sus necesidades de tipo sexual. Nadie más podía mantener relaciones íntimas con las concubinas, salvo que el propio Kumaragupta lo autorizase. Aquello podía ocurrir cuando acudía de visita el soberano de un reino vasallo o cualquier otro personaje ilustre, en cuyo caso Sarasvati debía estar preparada para proporcionar un buen servicio. En este sentido, a diferencia de su etapa en el burdel, donde Madunisha les enseñaba a buscar una rápida satisfacción del cliente, en el harén la filosofía era completamente distinta. Purumitra les inculcaba el valor de cada caricia, cada mirada y cada susurro, como parte esencial del arte del kama, previo al momento del acto sexual propiamente dicho.

Aunque cada una de las ganikas destacaba por un arte en concreto, en el cual se especializaba, al mismo tiempo también tenían que aprender a realizar otras actividades asociadas a su nueva profesión. Además de danzar y cantar, dichas habilidades también comprendían otras muchas, tales como pintar, bordar y coser, efectuar arreglos florales, masajear y peinar, mezclar perfumes, preparar zumos de frutas y otras bebidas, o recitar una composición poética, por mencionar tan solo unas pocas de una interminable lista. Sarasvati, desde luego, no tenía tiempo para aburrirse, y cuando se tumbaba en la cama al final del día caía rendida de inmediato.

Con todo, las concubinas también tenían tiempo para distraerse, pues buena parte del día la destinaban a aplicarse cuidados de belleza, porque de ellas se esperaba que estuviesen siempre hermosas y dispuestas, en caso de que fuesen requeridas de improviso. Además, contaban con sirvientas que se encargaban de atender todas sus necesidades, desde lavarles la ropa hasta ayudarlas a vestirse y desvestirse. Sarasvati encontraba extraño vivir rodeada de tanta esplendidez, especialmente cuando recordaba lo difíciles que fueron sus inicios en Pataliputra y lo lejos que había llegado en apenas año y medio.

No obstante, aquel tipo de vida también tenía su lado negativo. Las ganikas vivían recluidas en el harén, que en última instancia no era sino una cárcel de lujo custodiada día y noche por centinelas de palacio.

El perímetro de la construcción albergaba una porción de jardín, que al menos les proporcionaba una falsa sensación de libertad que animaba su espíritu. De vez en cuando, y siempre bajo la estricta vigilancia de Purumitra, llevaban a cabo excursiones por motivos muy variados —visitar un lugar de peregrinación, acudir a un festival o participar en un desfile—, que las muchachas celebraban con gran regocijo. De cualquier modo, nada hacía más feliz a una concubina que recibir la llamada del emperador para satisfacer sus deseos y complacerlo de la mejor manera posible.

Del mismo modo que las concubinas no podían salir del recinto donde pasaban su día a día, ningún hombre tenía permitida la entrada en el harén, excepto Purumitra y, por descontado, el propio emperador. Algunas suplían la ausencia de una figura masculina echando mano de un consolador de madera o de marfil. Las más atrevidas, sin embargo, se arriesgaban a mantener un romance a escondidas con un miembro de la guardia real, a sabiendas del severo castigo que uno y otro recibirían en caso de ser descubiertos. Pese a la tajante prohibición de abandonar el serrallo, no eran pocas las que ignoraban el mandato, para lo cual sobornar a los centinelas era la mejor opción. En ocasiones, incluso, algún galán enamorado había llegado a colarse dentro disfrazado de mujer.

Su permanente estado de reclusión también les impedía visitar libremente el templo de palacio. Para remediarlo, las instalaciones del harén contaban con una capilla propia donde cumplir con sus obligaciones de tipo religioso.

Al poco de su llegada, Purumitra se encargó de mostrarle a Sarasvati aquel lugar de recogimiento y oración.

—Aquí podrás realizar cuantas ofrendas desees a tu divinidad preferida. —A izquierda y derecha podían verse pequeños templetes de madera labrada, con sus columnas y su cúpula, en cuyo interior se alojaba la talla de algún dios hindú—. El propio purohita se había ocupado personalmente de llevar a cabo los ritos apropiados para consagrar las imágenes.

Sarasvati se paseó lentamente por la capilla, contemplando con curiosidad las diferentes deidades expuestas a su alrededor. Shiva aparecía representado con su habitual aspecto de asceta en estado de meditación, y un tercer ojo en la frente. Su opuesto, Visnú, considerado como el origen del universo y de todas las cosas, adoptaba la figura de un hombre de piel de color azul y cuatro brazos, que sujetaba una caracola, un disco, una maza y una flor de loto. Su séptimo avatar, Rama, presentaba un aspecto muy parecido, pero solo tenía dos brazos, uno de los cuales sostenía un arco y el otro realizaba un gesto de promesa de protección. Otro de sus avatares más populares también contaba con una reproducción: Krishna, al que se le representaba tocando una flauta con la que atraía a las pastoras de ganado.

—¿A cuál de ellos rindes culto de forma habitual? —inquirió el eunuco.

Aquella pregunta cogió a Sarasvati tan desprevenida que no supo cómo reaccionar. Purumitra captó la confusión que se reflejaba en el rostro de la muchacha, que no parecía estar demasiado familiarizada con los dioses hindúes.

—No serás budista, ¿verdad?

Sarasvati negó con la cabeza al intuir que aquel credo no era precisamente del agrado del responsable del harén. Al mismo tiempo prosiguió con su recorrido, contemplando los últimos dioses dispuestos en la capilla. Uno de ellos era Ganesh, hijo de Shiva, al que se le solía rezar cuando se planeaba comenzar una nueva tarea, puesto que se le consideraba como el encargado de eliminar los obstáculos. Tenía cuerpo de hombre y cabeza de elefante, y se desplazaba sentado sobre una rata que representaba los deseos más mundanos.

—Te comportas de forma extraña —insistió Purumitra—. ¿Es que no veneras a ninguna de estas deidades?

Sarasvati no lo hacía, y supo al instante que aquello podía causarle serios problemas. Fue entonces cuando posó la mirada en la divinidad que cerraba aquel complejo panteón, momento en que el rostro se le iluminó como por arte de magia. Acto seguido se postró ante aquella talla que había llamado su atención y hundió la cabeza entre las manos en un indiscutible gesto de reconocimiento y respeto. Se trataba de Hanumán, el dios mono adorado por los hindúes, caracterizado por su fuerza física y su carácter virtuoso.

—Así que Hanumán, ¿eh? —señaló el eunuco—. Realmente no me lo esperaba.

—Siempre me ha protegido, desde que era una niña —replicó Sarasvati con franqueza.

Purumitra suavizó la expresión de su rostro, satisfecho con la respuesta de la muchacha.

—El dios mono es una gran elección —sentenció—. Además de su fuerza, también destaca por su erudición. Y si es tan querido se debe a que fue un fiel compañero de Rama, al que ayudó a derrotar al demonio Rávana.

 

 

La acogida de Sarasvati por parte del resto de las concubinas fue tan fría como de todos modos cabría esperar. En el fondo, entre todas ellas existía una rivalidad por conquistar el corazón de Kumaragupta, y la llegada de una nueva compañera tenía como consecuencia que la competencia fuese aún mayor. En ese sentido, la función de Anumita resultaba crucial, pues la vamanika se encargaba de darles la bienvenida a las recién llegadas, a las que procuraba integrar poco a poco en la rutina diaria, hasta que fuesen aceptadas como una más dentro del harén.

—Has tenido suerte —le había dicho la enana—. Purumitra no suele escoger a muchachas tan jovencitas. Normalmente las prefiere con más experiencia.

—Jamás imaginé que pudiesen seleccionarme. Ni siquiera era algo que buscara.

—Pues ya que has llegado hasta aquí, no desaproveches la oportunidad.

Anumita se ganó enseguida la confianza de Sarasvati, que agradeció enormemente poder contar con una cara amiga en un entorno inicialmente extraño para ella. Por supuesto, la enana tenía sus propias razones para comportarse de forma tan hospitalaria. Por un lado, gracias a la información que obtenía, podía dar rienda suelta a su faceta de alcahueta que tanta popularidad le granjeaba entre sus compañeras. Y, por otro, así cumplía con su cometido de espía, de cuya labor tan solo rendía cuentas directamente al emperador.

—Desde luego, salta a la vista que eres muy hermosa —había afirmado Anumita—. Pero tiene que haber algo más para que Purumitra te haya escogido. Pronto te darás cuenta de lo exigente que es.

—A los hombres les gusta cómo bailo.

—Ah, en ese caso puedes considerarte afortunada. La danza es una de las artes favoritas de nuestro rey de reyes, el gran Kumaragupta.

La enana averiguó que Sarasvati era huérfana y que aproximadamente durante el último año había trabajado en el burdel de Madunisha, hasta el momento en que la reclutaron para el harén. No obstante, lo más interesante de todo fue darse cuenta de lo mucho que ocultaba. Anumita se propuso entonces descubrir qué había detrás de tanto secretismo. Le llevaría su tiempo, pero estaba segura de que antes o después lo conseguiría. Después de todo, aquella era su especialidad.

La actividad a la que Sarasvati tenía que dedicar más tiempo era la danza. La muchacha se pasaba las horas ensayando frente a un espejo de alabastro adherido a la pared, instruida por el propio Purumitra, que se mostraba tan duro como Anumita le había contado.

—¡El simple movimiento de una ceja o del dedo meñique tiene un significado! ―solía gritarle el eunuco para que olvidase su antigua mentalidad.

Sarasvati se vio obligada a aprender prácticamente de cero, ya que salvo algunos gestos puntuales que sus antiguas compañeras del burdel le habían enseñado, ella había bailado siempre de forma improvisada, ignorando el riguroso código por el que se regía la danza tradicional india. Las posturas que podían adoptarse con las diferentes partes del cuerpo eran tantas que Sarasvati creía que jamás sería capaz de dominar un abanico tan amplio de combinaciones. La extremidad que más posibilidades admitía era la mano, cuyos gestos, denominados mudras, eran capaces de reflejar multitud de imágenes, acciones y sentimientos. Solo las manos abarcaban cerca de cuarenta mudras distintos.

Para perfeccionar la técnica, Purumitra empleaba un sistema que denominaba «la danza de medio cuerpo», que consistía en que la bailarina solo podía mover un pie, una mano, un ojo, un costado de la nariz y la mitad de la boca, mientras el resto del cuerpo debía permanecer rígido como una piedra. Aquel ejercicio era extremadamente complicado, pero muy útil para aprender a controlar las diversas partes de la anatomía con extraordinaria precisión.

Con todo, Purumitra insistía mucho en la idea de que, aun ciñéndose al rigor propio de la danza tradicional india, Sarasvati debía saber conservar la esencia que la había llevado hasta allí. De manera que, por muy exquisita que fuese su técnica, si su talento natural se perdía en el camino, de nada le habría servido todo aquel esfuerzo.

—Si en seis meses has mejorado lo suficiente —prometió el eunuco—, dejaré que bailes por primera vez ante el mismísimo emperador.

 

 

4

 

Una terrible desgracia sacudió la corte de los Gupta como consecuencia de la trágica e inesperada muerte de Rudrabhiravi.

El cuerpo de la princesa había aparecido flotando boca abajo en un estanque de los jardines de palacio que formaban parte del recinto del harén. Nadie había sido testigo de cómo había ocurrido, aunque todo apuntaba a un suicidio, porque no había el menor indicio de lo contrario. Todo el mundo sabía que Rudrabhiravi llevaba meses deprimida desde que el emperador arreglase su matrimonio con el soberano de los pushyamitras, junto al que tendría que trasladarse a vivir a su lejano reino situado en la India central. Además, el reciente encarcelamiento de Dattadevi no había hecho sino empeorar aún más la situación. Si finalmente ejecutaban a su madre, como todo apuntaba que sucedería, le habría resultado aún más difícil tener que marcharse sola.

Un grupo de ganikas habían sido las últimas personas en verla con vida. Todas habían confirmado que la joven paseaba sola, y ninguna había notado nada extraño en su comportamiento. Si la princesa hubiese dejado una nota de suicidio habría despejado cualquier sombra de duda acerca de un posible asesinato, pero en todo caso no había un solo dato que señalase en aquella dirección.

La muerte se había producido a tan solo una semana de la fecha indicada por el astrólogo para la celebración de la boda, lo cual reforzaba aún más la hipótesis del suicidio.

Todas las audiencias se cancelaron y la vida de palacio se paralizó de repente. Sin tiempo que perder, comenzaron a llevarse a cabo los preparativos para el funeral que tendría lugar al día siguiente, con toda la pompa que la ocasión requería. Un desfile en el que participaría lo más granado de la corte atravesaría la capital para que toda la ciudadanía tuviese la oportunidad de despedirse de la hija del emperador.

Al amanecer, los barrenderos limpiaron y regaron las calles por las que pasaría el cortejo fúnebre. De las fachadas se colgaron piezas de lino y seda; y los tejados y azoteas se adornaron con pendones y estandartes. En diferentes trechos de la vía se colocaron montones de madera de sándalo y aloe, para que al quemarse impregnaran el aire con su aromático perfume. Los habitantes atestaban los balcones y terrazas casi desde primera hora de la mañana, ávidos por no perderse detalle de un acto de semejantes características.

El propio Madhuk se había encaramado a una azotea para contemplar el desfile del que todo el mundo hablaba. De todas formas, aquella mañana nadie se pararía a escuchar sus poemas en la plaza, de manera que tampoco tenía otra cosa mejor que hacer. Quizá el multitudinario funeral le inspirase una nueva composición poética que incorporar a su repertorio. Seguro que aquel tema despertaría entre su público un gran interés.

Al frente de la procesión se encontraba un conjunto de músicos de palacio, que hacían sonar las caracolas a modo de lamento y los tambores como una tétrica advertencia de que ni siquiera los miembros de la realeza escapaban a la implacable avidez de Yama, el dios de la muerte.

A continuación, el purohita encabezaba una distinguida delegación compuesta por una docena de sacerdotes brahmanes, los cuales entonaban ciertos himnos del Rigveda con el fin de favorecer el tránsito de la princesa de la presente vida a la siguiente. Abhimanyu iba repartiendo bendiciones entre la gente, pues el cargo que ocupaba hacía que muchos de ellos lo percibiesen como el hombre más santo del imperio.

El cadáver de Rudrabhiravi yacía sobre una majestuosa carroza tirada por caballos, que ardería por completo cuando llegasen a los campos de cremación. La princesa lucía igual de hermosa que si estuviese viva. Expertos en el aseo mortuorio la habían maquillado, arreglado el pelo, cortado las uñas, untado aceite perfumado y puesto un vestido de seda nuevo. Un mar de guirnaldas rodeaba su cuerpo, expuesto a la vista de todos en lo alto del vehículo.

Justo detrás de la carroza funeraria avanzaba un elefante sobre el que se había montado una howdah*, en cuyo interior viajaban Kumaragupta, su hijo Skandagupta y la madre de este, Savitridevi. El paquidermo iba suntuosamente ataviado: un tapiz a cuadros le cubría el lomo y le caía por los costados, una cinta dorada le adornaba la cabeza, coronada con una tiara de orfebrería, y unas anillas de metal precioso rodeaban sus enormes patas.

El emperador tenía que hacer un esfuerzo para evitar llorar delante de su pueblo debido al inmenso dolor que le producía el fallecimiento de su hija. También debía mantenerse firme, para poder así consolar a Skandagupta, que a sus escasos ocho años acababa de conocer el verdadero significado de la muerte, tras la repentina pérdida de su querida hermana. El heredero había vivido entre algodones hasta que la verdadera naturaleza del mundo lo había despertado de golpe a la cruda realidad.

—¿Seguro que está muerta? —inquirió Skandagupta contemplando el cuerpo de la princesa, que por su aspecto se diría que solo estaba durmiendo.

—Así es —afirmó Savitridevi acariciándole la mejilla.

El rostro del crío se contrajo conformando una mueca compungida, recordando con cariño los momentos en que su hermana le daba golosinas a escondidas de todo el mundo.

—Pero… padre —balbució—. Usted es el emperador, el rey de reyes, el señor supremo de la tierra de los hijos de Bharata… ¿No hay nada que pueda hacer para evitarlo?

—Lo siento —repuso Kumaragupta—. Determinados asuntos, como la muerte, conciernen tan solo a los dioses.

Además de afligido, Kumaragupta también se sentía furioso consigo mismo por no haber sido capaz de anticiparse a la drástica decisión de su hija, pese a ser perfectamente consciente del delicado momento anímico por el que atravesaba. Si hubiese estado más pendiente de ella, quizá aquella desgracia no habría ocurrido.

La comitiva funeraria proseguía lentamente su curso.

Al elefante lo seguían varios carros de guerra especialmente engalanados para la ocasión, destinados a nobles y cortesanos.

Bhanugupta iba en el primer carro, junto a los principales ministros que formaban parte del consejo. El mahamantrin no estaba demasiado afectado por la muerte de su sobrina y su mente no hacía otra cosa que divagar acerca de las consecuencias políticas que de aquella tragedia se derivarían. De cualquier manera, no realizaría ningún movimiento estratégico hasta que los funerales hubiesen concluido. Cidambara, el astrólogo, y Padmabandhu, el consejero budista, ambos ubicados en el mismo vehículo, parecían bastante más consternados que él.

Las concubinas se desplazaban a pie, con Purumitra a la cabeza, portando bandejas repletas de flores que arrojaban a su paso. La mayoría lloraba de forma sincera debido a que habían conocido bien a la princesa, aunque también las había que lo hacían para no desentonar. Las lágrimas de Anumita eran, sin duda, las más genuinas. Después de todo, ella la había visto crecer desde su mismo nacimiento. Pese a su profunda tristeza, la enana no perdía detalle de cuanto acontecía a su alrededor, hasta el punto de que un hecho había llamado su atención, aunque para el resto hubiese pasado completamente desapercibido. Durante los preparativos para la comitiva, antes de partir, Anumita había notado cómo Sarasvati había tratado de ocultarse de la vista del purohita cuando este había pasado cerca del grupo de concubinas. Detrás de aquel extraño comportamiento debía de haber alguna explicación, que la vamanika, a su debido tiempo, ya se encargaría de descubrir.

Precisamente, Sarasvati se dio cuenta en ese instante, mientras avanzaba por el centro de la calzada junto al resto de sus compañeras, de que Madhuk observaba el desfile desde lo alto de una azotea. La muchacha, que ignoraba si él la había visto, se permitió el lujo de sonreír por un instante. Sin embargo, se abstuvo de hacerle ningún gesto para evitar llamar la atención. Aunque fuese fugazmente, por lo menos había vuelto a ver su hermano, al que a juzgar por su aspecto parecía que las cosas seguían yéndole bien.

Madhuk, por su parte, no advirtió la presencia de su hermana en la comitiva hasta el último momento. Sarasvati no solo llevaba una abundante capa de maquillaje e iba elegantemente vestida al estilo de las ganikas de palacio, sino que además se había producido en ella un gran cambio, pues había pasado de niña a mujer. Su hermana debía de estar a punto de cumplir los trece años, y en sus formas ya se adivinaba la belleza que un día llegaría a poseer. Madhuk se sintió orgulloso de ella, tras haber logrado llegar incluso más lejos que él.

Una pequeña representación del ejército, encabezada por Harshul, cerraba el cortejo fúnebre como muestra de solidaridad y respeto hacia el emperador. Asimismo, había guardias repartidos a lo largo de toda la comitiva, encargados de velar por la seguridad de los integrantes del desfile y de que este se desarrollase con total normalidad.

A la altura del cruce de mayor tránsito, las autoridades habían cortado la calle transversal para impedir aglomeraciones en dicha intersección. Por desgracia, Kumaresh se había quedado atascado con su carro en ese punto y no podría ponerse de nuevo en marcha hasta que el tráfico se hubiese restablecido. El chandala se había desplazado a Pataliputra como cada día, ignorando que los funerales de la princesa se celebrarían aquella misma mañana. De haberlo sabido, no habría entrado en la ciudad hasta que la comitiva no hubiese finalizado su recorrido, y así habría evitado verse atrapado en aquella incómoda situación.

Kumaresh le había dado una palmada al buey y había situado el carromato junto a la pared, tratando de molestar con su presencia lo menos posible. Los ciudadanos que contemplaban pasar la comitiva a pie de calle habían dejado un hueco en torno al carro del sepulturero, para evitar así contaminarse de su impureza. Kumaresh había pegado la espalda contra la pared y también mantenía la cabeza gacha para eludir cualquier tipo de problema. A su lado se encontraba Rashmi, que ya comenzaba a iniciarse en el oficio.

—No te separes de la pared y tampoco mires a nadie a los ojos —le advirtió.

—Sí, padre.

Sobre el hombro de Rashmi correteaba el loro al que había estado criando y que nunca se separaba de su lado, ni siquiera para dormir. Lo alimentaba a base de semillas y agua, y ya le había enseñado a decir algunas palabras, con lo que había demostrado ser lo suficientemente responsable como para hacerse cargo de él. Rashmi le había cogido un gran cariño, como si su compañía supliese de algún modo la ausencia de su hermana, a la que aún recordaba desplomarse delante de sus ojos poco antes de morir.

Cuando la comitiva ya se aproximaba a la altura del carromato del chandala, Abhimanyu se llenó de indignación al darse cuenta de su inaceptable presencia allí. ¿Cómo se atrevía aquel desgraciado a dejarse ver tan cerca de las principales personalidades del imperio? ¿Acaso no tenía claro el lugar que debían ocupar los suyos en la jerarquía de la sociedad hindú? En circunstancias normales, el purohita habría conminado a los guardias a que lo amonestasen severamente, pero en el último momento prefirió dejarlo correr para no distraer la atención de lo único que importaba: homenajear a la princesa Rudrabhiravi el día de su despedida.

Con todo, un incidente fortuito iba a darle por completo la vuelta a la situación.

Cuando los músicos retomaron la marcha fúnebre y los tambores retumbaron a toda potencia, el loro de Rashmi se asustó tanto que saltó del hombro de su dueño e inició una atolondrada carrera sin dirección ni sentido. El joven pájaro, que tan solo podía volar a ras de suelo, se metió en el bosque de piernas de los asistentes al desfile, sorteando los obstáculos de la mejor manera que podía. Rashmi supo enseguida que si no corría inmediatamente tras él jamás lo recuperaría, o si lo hacía se limitaría a recoger su cadáver del suelo como consecuencia de un pisotón inoportuno.

El niño no se lo pensó dos veces y salió disparado tras la mascota a la que tanto quería.

—¡Hijo! —exclamó Kumaresh—. ¡Vuelve aquí ahora mismo! ¡No puedes mezclarte con la multitud!

Rashmi no escuchó a su padre y se abrió paso entre el gentío a empujones y codazos, intentando por todos los medios no perder de vista a su objetivo. El loro, sin embargo, superó la primera barrera formada por el público y continuó revoloteando en dirección a la comitiva. De hecho, iba directo hacia donde se encontraba el purohita.

Kumaresh observaba la escena paralizado por el terror. Si ya de por sí Rashmi podía haberse metido en un buen lío por lo que llevaba hecho hasta ahora, todavía podía ser mucho peor si durante la persecución del dichoso pájaro tocaba accidentalmente al alto brahmán del reino, aunque solo fuese mediante un ligero roce. En tal caso, todo el peso de la ley sagrada recaería sobre él.

Abhimanyu giró la cabeza justo a tiempo de ver un pájaro pasarle entre las piernas, aleteando despavorido. Desconcertado, elevó la mirada y distinguió al niño chandala cuya presencia en las proximidades tanto lo había indignado, correr frenéticamente tras él. Pese a que Rashmi mantenía los ojos clavados en el loro, sus buenos reflejos le permitieron esquivar en el último instante al hombre de la larga barba que se había interpuesto en su camino. El crío lo sorteó con un quiebro y, acto seguido, logró atrapar a su presa, que durante los últimos metros había aminorado la velocidad.

Kumaresh suspiró aliviado. Aunque había estado muy cerca, definitivamente su hijo no había tocado al sacerdote brahmán. O al menos eso había creído.

—¡Prendedlo! —ordenó Abhimanyu a voz en grito, señalando aparatosamente al niño.

Los guardias inmovilizaron fácilmente a Rashmi, que de pronto sintió que una oleada de pánico le ascendía por el cuerpo. Kumaresh acudió a toda prisa y se arrojó al suelo a una prudente distancia del purohita, al que se dirigió con el máximo respeto.

—¡Por favor! —suplicó evitando mirarlo a los ojos—. ¡Deje que mi hijo se vaya! Admito que ha sido imprudente, pero al final ni siquiera lo ha tocado.

Abhimanyu se encendió aún más si cabía.

—¡Claro que sí! —replicó—. ¡Su sombra ha pasado por encima de mi cuerpo!

Kumaresh comprendió en ese momento que todo estaba perdido.

—¡Lleváoslo de aquí! —añadió—. Ya me ocuparé de este asunto más delante. —Y, dicho esto, reanudó de nuevo la marcha que durante unos minutos había permanecido detenida.

Kumaresh observó con impotencia como los guardias se llevaban a su hijo, que lloraba pidiendo auxilio como el niño que era. El sepulturero sabía muy bien lo que le esperaba. A Rashmi lo encarcelarían en una miserable mazmorra a la espera de un juicio cuya sentencia estaba dictada de antemano. Y eso si antes no sucumbía a las pésimas condiciones que tendría que soportar durante su estancia en prisión.

 

 

5

 

Kumaragupta y Padmabandhu se hallaban en los aposentos privados del primero, enfrascados en una conversación que fluctuaba entre lo espiritual y lo mundano. Se hallaban completamente solos, sin la presencia de sirvientes dedicados a abanicarlos ni tampoco a espantarles las moscas. La capacidad de influencia del consejero budista ya superaba con mucho la que ejercía el purohita, cuya labor de asesoramiento había quedado relegada a un segundo plano.

La muerte de Rudrabhiravi, de la cual ya se cumplía una semana, había afectado tanto al emperador que mientras durase su duelo había decidido mantenerse apartado de las reuniones del consejo.

—Tendría que haberlo visto venir —se lamentó Kumaragupta.

—No te tortures. Aunque todos sabíamos que la princesa estaba triste, a ninguno se nos ocurrió pensar que pudiese llegar tan lejos.

El emperador dejó caer los hombros en un gesto de derrota.

—No lo entiendo. En los últimos tiempos parecía incluso que finalmente había aceptado que ella también jugaba un papel destacado en el sostenimiento de la dinastía Gupta.

—Es cierto —repuso Padmabandhu—. Estaba madurando muy deprisa. Sin embargo, atravesaba una edad muy conflictiva. ¿Quién podría haberse imaginado lo que pasaba por su cabeza?

Además del dolor de la familia, el fallecimiento de Rudrabhiravi también había ocasionado importantes consecuencias de naturaleza política, desfavorables para el imperio. Su plan para ganarse el favor de los pushyamitras se había frustrado por completo, y su soberano había vuelto a adoptar la misma postura desafiante del pasado año, negándose a pagar el tributo que como reino vasallo le correspondía. Dadas las circunstancias, el consejo de ministros había abordado el problema de la forma en que su hermano siempre había defendido. Bhanugupta había movilizado parte del ejército y lo había enviado a territorio de los sublevados, con el fin de establecer un campo atrincherado en las proximidades de la capital. El rey de los pushyamitras todavía tendría una oportunidad de evitar la guerra si, ante la visión de las tropas del imperio, recuperaba la sensatez y acataba de forma inmediata la rendición. No obstante, casi nadie apostaba por ello.

—Resulta de lo más irónico —confesó Kumaragupta—. El astrólogo me dijo que mi vida corría peligro, pero nada me advirtió acerca de la de Rudrabhiravi.

Padmabandhu enarcó las cejas con gran sorpresa.

—¿De qué hablas? —inquirió.

Salvo a sus espías de palacio, el emperador no le había confesado a nadie la predicción de Cidambara, al que le había pedido que lo mantuviese en secreto. Haberlo hecho público tan solo habría servido para generar en la corte un estado de paranoia insoportable para todos. Además, aquello le daba una cierta ventaja frente al potencial asesino, que desconocía que el emperador estaba sobre aviso acerca de sus intenciones. De cualquier manera, Kumaragupta había decidido ponerlo en conocimiento del budista, en cuyo criterio tanto confiaba.

—Pero, entonces… —terció Padmabandhu tras haberlo escuchado—, ¿la profecía no se habría cumplido ya cuando Dattadevi trató de envenenarte?

—Eso mismo pensé yo, pero Cidambara me hizo ver que estaba equivocado. La amenaza sigue viva.

Un breve silencio se desplomó sobre la estancia.

—Y, por cierto, ¿sabes ya lo que vas a hacer con ella?

Dattadevi llevaba un mes encerrada en una celda, sin más compañía que la del carcelero que la alimentaba y las esporádicas visitas que estaba autorizada a recibir.

—Antes estaba decidido a ordenar su ejecución. Por lo que hizo, el castigo se lo tiene más que merecido. No obstante, la muerte de Rudrabhiravi ha debido de suponerle un golpe muy duro. Madre e hija estaban muy unidas. Además, se enteró de lo ocurrido por boca del carcelero, ¿lo sabías?

—Solicitó permiso para asistir al funeral, ¿no es así?

—En efecto. Y yo se lo denegué.

—¿Crees entonces que ya ha tenido suficiente castigo?

—Es posible… —admitió el emperador.

El consejero budista se inclinó ligeramente hacia adelante y adoptó un tono de voz confidencial.

—De cualquier manera, has de aprender a perdonar —señaló—. Solo cuando comiences a perdonar a los demás, podrás perdonarte a ti mismo por esa parte de tu pasado que aún te atormenta en el presente.

Kumaragupta se abstrajo durante unos segundos.

—Puede que tengas razón —reconoció—, pero si finalmente libero a Dattadevi a pesar de lo que hizo, el pueblo creerá que soy un rey demasiado blando.

—O magnánimo, según como se mire —puntualizó Padmabandhu—. Si argumentas tus resoluciones, la gente comprenderá los motivos.

En ese momento, una tercera persona echó la cortina a un lado y cruzó el umbral de la puerta. Era Savitridevi, su segunda esposa.

—Mi señor, siento interrumpir…

—Yo ya me iba —se apresuró a decir el consejero budista, que abandonó la estancia a toda prisa haciendo gala de su sencillez.

Si la belleza de Dattadevi orbitaba en torno a su exuberancia y voluptuosidad, la de Savitridevi se fundamentaba en todo lo contrario. La segunda reina consorte era una mujer menuda, de cara aniñada y rasgos tan delicados como los de una flor. Todavía no había cumplido los treinta y su mirada transmitía una dulzura que hechizaba a los hombres, que caían bajo su influjo.

—No te quedes ahí —dijo el emperador—. Acércate y dime qué ocurre.

Savitridevi obedeció y, antes de hablar, se postró ante su esposo con la diligencia debida.

—Se trata de Skandagupta —desveló—. Desde hace unos días nuestro hijo ha dejado de ser el de siempre. Está triste y decaído. Y de nuevo está comiendo dulces en exceso, que él mismo roba de las cocinas.

Debido a la estricta educación a la que era sometido, al heredero le dejaban muy poco tiempo para divertirse. Además, salvo en contadas ocasiones, casi nunca le permitían jugar con otros niños. En tales circunstancias, la figura de su hermana, pese a la diferencia de edad, había constituido un pilar clave a lo largo de toda su vida.

—Supongo que es normal, ¿no? —adujo Kumaragupta—. La pérdida de Rudrabhiravi nos ha afectado a todos en mayor o menor medida.

—Sí, pero estoy preocupada. Solo te pido que pases más tiempo con él ahora que tanto lo necesita. Al menos hasta que vuelva a ser el de antes.

El emperador movió la cabeza en gesto afirmativo.

—Sabes que mis obligaciones apenas me dejan tiempo, pero lo haré. Te lo prometo.

Una luminosa sonrisa acudió al rostro de Savitridevi, que besó a su esposo en los labios en señal de agradecimiento. Aunque el beso no encerraba el menor rastro de lujuria, el simple roce de sus labios despertó en Kumaragupta un deseo que había mantenido bajo llave desde hacía una semana, para de ese modo no ensuciar en modo alguno la memoria de su hija. Sin embargo, ya tocaba de nuevo celebrar la vida. El emperador tendió a la reina sobre un lecho de cojines y le estrujó sus pequeños senos, erguidos y turgentes, mientras sentía que se le inflamaba el sexo con su ardor habitual.

Escasos minutos después ambos alcanzaron el orgasmo de forma simultánea, tras haberse entregado al amor con la pasión de las primeras veces.

 

 

6

 

Bhanugupta y Harshul se hallaban en la principal sala de baños de palacio, tendidos bocabajo sobre sendas camillas cubiertas con un paño de seda, muy cerca el uno del otro. El mahamantrin y el mahasenapati acababan de salir de un ostentoso estanque artificial y, después de secarse, aguardaban la llegada de dos ganikas para recibir un masaje relajante que aliviase sus tensiones.

—Mi hermano aún se encuentra demasiado afectado por la muerte de Rudrabhiravi como para ocuparse debidamente de los problemas del imperio.

—Ya lo he notado —repuso Harshul—. Se ha ausentado de las últimas reuniones del consejo dejando en tus manos el control de la situación.

—Pero no será así para siempre.

Al cabo de un instante, accedieron a la sala las dos integrantes del harén que estaban esperando. Una de ellas era Sarasvati, que seguía a una compañera de mayor veteranía llamada Sakuntala, de boca grande y ojos almendrados. Las ganikas hicieron una reverencia y a continuación atravesaron la estancia de suelo de mármol, dotada de amplios ventanales labrados que arrojaban afilados haces de luz en polvo.

Sarasvati era presa de los nervios, pues al contrario que la danza, el masaje no se le daba excesivamente bien. Sakuntala había estado enseñándole, pero más allá de practicar entre ellas, aquella era la primera vez que la muchacha debía prestar un servicio genuino. Por si no fuera suficiente, su compañera le había advertido que los miembros de la corte a los que atenderían eran dos de las personalidades más poderosas del imperio. Sarasvati tenía que hacerlo bien.

Sakuntala se situó junto a Bhanugupta y, con un gesto de cabeza, le indicó a Sarasvati que se ocupase de Harshul, que era, con diferencia, el más corpulento de los dos. La elección no era casual, el principio de artritis que padecía el hermano del emperador debido a su enfermedad congénita aconsejaba que lo tratase la masajista de mayor experiencia de las dos.

Sarasvati dejó que unas gotas de aceite le cayeran sobre las manos y, acto seguido, las posó en la espalda del mahasenapati para untarle el fragante ungüento en la piel.

—¡Tienes las manos frías! —protestó.

—Lo siento —murmuró Sarasvati con un hilo de voz, al tiempo que soportaba la reprobatoria mirada de Sakuntala. Tendría que haberse frotado las manos para evitar que tal cosa ocurriera.

Por suerte, no surgió ningún otro inconveniente durante los primeros compases del masaje, y ambos hombres se relajaron, recuperando el diálogo entre ellos. El mahasenapati acababa de regresar del centro de la India, donde parte del ejército permanecía apostado en tierras de los pushyamitras, firmes en su propósito de sitiar la capital.

—¿Cuál es tu diagnóstico acerca del conflicto? —inquirió Bhanugupta, cuyo bigote acabado en punta se hallaba enmarañado tras el baño—. Han pasado varias semanas y parece que la presencia de nuestras tropas no les ha afectado lo más mínimo.

—Salvo algunas escaramuzas y ciertas trifulcas de carácter puntual, nada ha cambiado. Nuestro principal objetivo sigue siendo atraer a los sitiados a campo abierto para librarles batalla en condiciones de igualdad.

—No surtirá efecto. El rey de los pushyamitras pretende dárselas de intrépido, pero en el fondo no es más que un cobarde. De lo contrario, ya se habría enfrentado a nuestras fuerzas.

—Eso es justo lo que queremos, que pase por un cobarde ante los ojos de su pueblo y de los reinos vecinos. Quizá la vergüenza le haga dar la cara.

Sarasvati se había calmado un poco, aunque no lo suficiente como para sentirse plenamente serena. Contaba con la ventaja de que le bastaba con imitar los diferentes movimientos que empleaba Sakuntala, de la que apenas la separaban unos escasos metros, para salir bien parada de la situación. No obstante, si el miembro de la corte al que masajeaba no quedaba satisfecho y su queja llegaba a oídos de Purumitra, el eunuco se encargaría de tomar medidas para que tal cosa no volviese a suceder.

Sakuntala se centró a continuación en la zona lumbar de su cliente, y ella también hizo lo propio.

—De cualquier manera, deberíamos ponerle una fecha límite a dicha estrategia ―adujo el mahamantrin.

—Y después qué… ¿Acaso sugieres que los asaltemos por las buenas? La ciudad se encuentra completamente fortificada.

—A pesar de todo venceríamos, ¿no?

—Sí —estimó Harshul—, pero a costa de un excesivo número de bajas.

En ese momento, el mahasenapati giró la cabeza hacia un lado y se dirigió a su masajista con un feroz rugido:

—¡¿Quieres hacer el favor de apretar con más fuerza?! ¡Apenas siento tus manos!

Sarasvati dio un respingo.

—Lo que pasa es que es nueva —aclaró Bhanugupta, que hablaba como si las ganikas no estuviesen allí o como si su presencia equivaliese a la de seres carentes de capacidad cognitiva.

El mahasenapati gruñó, pero volvió a apoyar la cabeza en su sitio. Sarasvati recuperó el aliento y enseguida tuvo en cuenta la indicación de Harshul. Luego intercambió una fugaz mirada con Sakuntala. Teniendo en cuenta su escasa experiencia, estaba haciéndolo lo mejor que podía.

—¿Y cuál es la última hora acerca de los hunos blancos?

—Ya les hemos hecho llegar más de una advertencia por vía diplomática —repuso Bhanugupta—. No obstante, sus respuestas suelen ser ambiguas, cuando no desafiantes en la mayoría de los casos.

—Khingila es un rey joven y ambicioso. Antes o después querrá expandir sus territorios conquistados, y nuestras amenazas no lo disuadirán de su propósito. Tenemos que proteger las fronteras y prepararnos para un posible ataque.

A lo largo de la frontera noroeste se extendían cientos y cientos de kilómetros de interminables cadenas montañosas que facilitaban su protección. Sin embargo, al ejército indio le resultaba humanamente imposible defender todos los pasos que se abrían de un extremo a otro. El peligro radicaba en que si las huestes enemigas cruzaban por cualquiera de ellos, se adentrarían inmediatamente en las llanuras, donde infligirían un daño terrible hasta que pudiesen contener la brecha.

—Al final vamos a tener que hacer frente a los dos conflictos al mismo tiempo ―añadió el mahasenapati—, lo cual nos obliga a mantener el ejército partido en dos.

—Agradéceselo a mi hermano. Si nos hubiésemos ocupado de los pushyamitras a su debido tiempo, no nos veríamos ahora en esta situación.

Sarasvati observó que la piel del hombre al que masajeaba estaba llena de cicatrices, al contrario que la del de su compañera, que lucía tersa y lustrosa. Sin duda, uno era un hombre de guerra, mientras que el otro se había dedicado toda la vida a tareas más propias de gobierno y administración.

—¿Alguna idea acerca de cuándo piensan los hunos blancos lanzar su ofensiva?

—Imposible estar seguros —contestó Harshul—. Nos conformaríamos con saber qué pasos utilizarán para cruzar la frontera: los del norte o los del oeste. Mientras tanto, no nos queda más remedio que mantener nuestras fuerzas militares divididas para defender ambos flancos.

—Si hacemos las cosas bien, podríamos anticiparnos y esperarlos con el grueso de nuestro ejército para obligarlos a batirse en retirada.

—En eso estamos. Hemos desplegado pequeñas patrullas de reconocimiento en torno a la cordillera, con la misión de descubrir las posiciones del enemigo. Además, estamos convenciendo a las tribus de la zona para que nos informen de cualquier presencia extraña en las proximidades. A los indígenas locales no se les escapa nada de lo que sucede en sus tierras. Y, por supuesto, tenemos muy en cuenta las predicciones astrológicas de Cidambara, cuyo nivel de acierto es extraordinariamente alto.

En ese instante, Sakuntala terminó con la parte superior del tronco y se centró a continuación en las piernas. Sarasvati la imitó enseguida, con tan mala suerte que al coger el frasco de aceite para acercárselo, este se le escurrió entre los dedos. Antes de estrellarse, Sarasvati tuvo tiempo de imaginarse el tarro haciéndose añicos contra el mármol, como una especie de alegoría del calamitoso futuro que la aguardaba dentro del harén. No obstante, cuando ya todo parecía perdido, Harshul estiró el brazo y atrapó el frasco en el aire antes de que tocase el suelo. Pese a su edad, el mahasenapati aún conservaba buenos reflejos de su etapa como guerrero.

—Gracias —musitó Sarasvati.

Harshul no le dio la menor importancia y se limitó a retomar la conversación mientras proseguía disfrutando del masaje.

—Mañana regresaré a territorio pushyamitra y me pondré de nuevo al mando de las tropas.

—De acuerdo —dijo Bhanugupta—. Con la ayuda de Visnú aplastaremos a todos nuestros enemigos.

 

 

7

 

Aunque Madhuk no ganaba mucho como poeta callejero, al menos le daba para para dormir bajo techo en una pensión de mala muerte, así como para alimentarse tres veces al día.

No todo el mundo lo recompensaba con monedas; los menos pudientes le pagaban en especie, en ropa o en comida. El muchacho lo agradecía igualmente, pues cualquier muestra de generosidad era bienvenida. En muy poco tiempo tuvo que escribir nuevos poemas, pues su público más fiel ya se conocía su repertorio casi de carrerilla. Fue entonces cuando compuso una oda en memoria de la princesa Rudrabhiravi, que rápidamente se convirtió en la composición favorita de la gran mayoría.

Madhuk coincidía a veces con el poeta en el que se había inspirado para llevar a cabo aquel tipo de vida. Normalmente trataba de evitarlo, pero de vez en cuando actuaban en la misma plaza, de manera que, sin pretenderlo, competían por la misma audiencia. No obstante, cuando aquello ocurría, se notaba que Madhuk era capaz de arremolinar a su alrededor a un público más numeroso. Para su sorpresa, los aficionados a la poesía parecían preferirlo a él.

Un día, el otro poeta se mezcló entre sus espectadores y se quedó allí hasta el final de su actuación. Acto seguido, lo abordó esgrimiendo una confiada sonrisa.

—Confieso que tu lírica no se parece a nada que haya escuchado antes —explicó—. Y el acompañamiento que haces de ella con la vina la mejora más todavía. Así no me extraña que, pese a tu insultante juventud, atraigas a más público que yo. Por cierto, me llamo Navashen.

Madhuk lo radiografió con la mirada. Físicamente poco agraciado, Navashen debía de rondar los veinticinco años, aunque aparentaba unos cuantos más. Tenía la nariz grande y las orejas despegadas, aunque esto último lo disimulaba gracias al uso de un grueso turbante. Sobre el pecho le caía un cordón sagrado que lucía con orgullo y que lo identificaba como integrante de la casta brahmán.

—Gracias por tus palabras. Yo soy Madhuk.

—Y, dime… ¿Esas composiciones que recitas son originales tuyas o pertenecen a algún ilustre poeta del que yo no tenga conocimiento?

—Yo las escribí.

—Es admirable.

Ambos poetas echaron a caminar sin rumbo fijo por las calles de Pataliputra, al tiempo que se enfrascaban en una larga conversación.

Navashen le contó que siempre había deseado ser poeta y que tan pronto como finalizó sus estudios comenzó a vagar de un sitio a otro, a lo largo y ancho del imperio, ofreciendo su arte en plazas y aceras, e incluso en las cortes principescas de los reinos más pequeños, donde a veces lo habían admitido. Navashen soñaba con cautivar con sus versos a un rey importante que patrocinase su arte y lo convidase a una vida de placeres en palacio.

Madhuk también le habló de sí mismo, aunque evitando entrar en detalles y limitándose a desvelar lo mínimo imprescindible. Al menos, a Navashen no pareció molestarle que Madhuk perteneciese a su casta como consecuencia de una adopción, en lugar de haber sido un brahmán de origen.

Pasaron una tarde agradable y, antes de despedirse el uno del otro, Navashen le propuso a Madhuk una colaboración profesional que no se esperaba.

—¿Te gustaría que actuásemos juntos? Si combinásemos nuestras habilidades atraeríamos a una gran cantidad de público, lo que a su vez provocaría la curiosidad de más gente. Con un poco de suerte, quizá logremos quitarles a los encantadores de serpientes y adivinos parte de su audiencia.

A priori, Madhuk no habría sido partidario de una alianza de ese tipo. Sin embargo, el carácter tolerante del poeta, así como su aparente modestia, lo llevaron a cambiar de opinión.

—De acuerdo —concedió—. Estoy dispuesto a intentarlo.

La unión funcionó del modo en que Navashen había previsto. Su número de espectadores aumentó y la presencia de ambos en la plaza causaba más revuelo que antes. Obviamente, las ganancias se dividían entre los dos, pero ahora obtenían más que cuando actuaban por separado.

Aunque al principio se dedicaron a recitar los poemas que ya formaban parte de su repertorio, enseguida compusieron nuevas piezas a cuatro manos, en las que se establecía una especie de diálogo donde cada uno adoptaba el papel de un personaje, de lo que resultaba una especie de espectáculo a medio camino entre el teatro y la lírica. La fórmula probó ser lo suficientemente exitosa como para apostar por aquella línea de trabajo a corto plazo, al menos mientras siguiesen contando con los aplausos del público.

Si a nivel profesional la alianza estaba dando buenos resultados, a nivel personal podía decirse exactamente lo mismo. Ambos se hicieron grandes amigos y se pasaban el día juntos desde que se encontraban por la mañana hasta que se despedían al anochecer. Navashen era un devoto shivaísta que acudía al templo a diario y que siempre le dejaba una propina al sacerdote de turno para que la imagen de su dios se mantuviese pulcra y atendida. Por otra parte, era un romántico empedernido, aunque debido a su escaso atractivo físico gozaba de muy poco éxito entre las féminas, que además preferían candidatos consolidados en el artha*, condición que en sus circunstancias él no podía ofrecerles. Por las noches, Navashen solía frecuentar tabernas de mala muerte y cuando lograba reunir algo de dinero, se lo gastaba en una prostituta.

Sin duda, Navashen tenía sus virtudes y también sus defectos. En todo caso, Madhuk le había tomado un gran afecto, pues era el primer amigo verdadero que había tenido desde su llegada a la capital del Imperio gupta. Los alumnos de Bindusar con los que había compartido estudios jamás lo habían aceptado como uno de los suyos, y sus numerosos viajes de peregrinación los había llevado a cabo siempre en solitario. Para variar, estaba bien compartir momentos con alguien al que poder llamar amigo.

A Navashen también le agradaba la compañía de Madhuk, aunque había detectado en el muchacho un patrón de conducta que le parecía algo sospechoso. Por casualidad, un día lo vio departir con un individuo obeso y de barba rizada, por cuyo aspecto podía tratarse de un comerciante extranjero. La cuestión es que pronto averiguó que aquellos encuentros secretos se repetían cada cierto tiempo, sin que Madhuk hiciese acerca de ellos el menor comentario.

Intrigado, Navashen decidió una tarde confrontarlo con los hechos.

—¿Quién es el tipo ese con el que te reúnes de vez en cuando? Y no te hagas el despistado. Me refiero al gordo ese de la barba retorcida.

Aunque el rostro se le demudó, Madhuk logró improvisar en el último momento una respuesta medianamente satisfactoria.

—Es un pervertido al que no puedo quitarme de encima —explicó—. Dice que se ha enamorado de mí e insiste en ofrecerme dinero a cambio de que me acueste con él. Espero que no siga importunándome o acabaré por denunciarlo a las autoridades.

 

 

Fue en esa época cuando Navashen le habló por vez primera del torneo lírico que se celebraba cada año en la ciudad, motivo principal por el que él se encontraba allí.

—¿Una competición lírica? —inquirió Madhuk.

—Así es —afirmó el poeta—. Auténticas justas literarias, por así decirlo. Un grupo de poetas consagrados organiza el evento y asume también el papel de jurado. El ganador recibe una generosa recompensa económica y un título honorífico de enorme prestigio.

—¿Y tú has participado alguna vez?

—Desde luego. Tres veces. Aunque nunca he ganado. La competencia es muy dura. A la cita acuden jóvenes aspirantes de todo el país. —Navashen lo señaló con el dedo―. ¡Tienes que apuntarte!

Madhuk, sin embargo, se mostraba dubitativo.

—Ni siquiera sé en qué consiste.

—La mecánica es sencilla. Por un lado, los jueces pondrán a prueba tu habilidad con las palabras, para lo cual te plantearán diferentes desafíos, como encontrarle a una frase su doble sentido o buscar la rima apropiada. Pero la parte más importante es la de los duelos.

—¿Duelos? ¿Qué quieres decir?

—En un duelo dos contendientes se desafían entre sí. Uno le propone una palabra al otro, en torno a la cual tiene que improvisar un breve poema, y viceversa. Los jueces valorarán el resultado y determinarán el ganador. El que pierde, cae eliminado. ―Navashen frunció el ceño en señal de concentración—. Vamos, hagamos una prueba. Sugiéreme una palabra.

—¿La que quiera?

—Tienes total libertad.

—«Lluvia» —dijo.

Navashen solo precisó de unos instantes para ofrecer su respuesta.

 

La lluvia brota del cielo.

Un sentimiento desde el fondo

del corazón. Si quisiera empaparte

el alma. ¿Cuán alto habría de subir

para demostrarte mi amor?

 

Madhuk reconoció el ingenio de su amigo, que había llevado el poema a su terreno favorito: el romanticismo.

—Ahora te toca a ti superar la prueba. Y has de ser rápido; si te tomas demasiado tiempo para pensar, te descalificarán. Esta es la palabra: «bondad».

Las palabras le fluyeron de forma natural.

 

La bondad no se ve ni tampoco se toca,

no se vende ni se compra,

pero se esconde en el interior

de todas las personas.

 

—No está mal. Aunque ante un rival experimentado perderías casi seguro.

Madhuk sabía que podía hacerlo mejor. Con todo, se sorprendió a sí mismo ante su propia capacidad de improvisación.

—Me gustaría intentarlo otra vez —pidió.

—Vale, ahora prueba con la palabra «aroma».

Se produjo una breve pausa de tres o cuatro segundos, y a continuación recitó:

 

La esencia de un templo sagrado,

un recuerdo de la infancia,

un amor del pasado.

El aroma adopta tantas formas

como caras tiene el ser humano.

 

—¡Bravo! —lo vitoreó Navashen—. Mucho mejor.

—Solo una vez más, por favor. —Madhuk encontraba el reto tan estimulante como divertido.

—De acuerdo. Aunque ahora voy a complicarte algo más las cosas —advirtió Navashen—. A ver qué eres capaz de sacar a partir de esta palabra: «antiesti».

El rostro de Madhuk se transformó de repente. Su sonrisa se desvaneció para dar paso a una expresión cargada de tristeza. La palabra antiesti, que hacía referencia al conjunto de ritos mortuorios que el hijo realizaba durante el funeral de su padre, le recordó que no había sido capaz de cumplir la última voluntad de Bindusar, del que tampoco había podido despedirse como era debido.

—No sé lo que te ha pasado —terció Navashen—. Pero has dejado pasar demasiado tiempo sin decir nada.

Madhuk le explicó entonces el motivo de su bloqueo y la increíble angustia que había sentido.

—Lo comprendo… No obstante, no puedes permitir que algo así te ocurra durante el torneo, o de lo contrario habrás perdido el duelo.

 

 

Ambos se inscribieron en la competición y durante la semana previa a ella estuvieron preparándose a conciencia, poniéndose a prueba el uno al otro de forma constante. Madhuk no creía que pudiese ganar, aunque no podía ignorar que el premio económico le habría venido extraordinariamente bien. No obstante, sí que le interesaba vivir la experiencia, para quizá el año próximo presentarse con un bagaje del que ahora carecía. Para Navashen, en cambio, después de tres años consecutivos en los cuales se había quedado a las puertas, obtener la victoria se había convertido en una obsesión.

La competición tendría lugar en el templo de Visnú, en el edificio anexo que acogía la sala a la que Sarasvati tantas veces había acudido para ver actuar a su amado Gauresh. Los candidatos aguardaban entre bastidores a la espera de su turno. Había como un centenar. Y, a sus quince años recién cumplidos, Madhuk era el más joven de todos ellos. Durante la primera parte del torneo, cada uno de los candidatos salía al escenario, donde primero recitaba una composición de su propia autoría y luego se sometía a las pruebas de los jueces. Esta ronda servía para hacer una gran criba, tras la cual solo se clasificaban los veinte mejores. La fase final se dirimía por el procedimiento de los duelos que Navashen ya le había explicado.

Instantes antes de que diese comienzo el certamen, Navashen y Madhuk se abrazaron de corazón.

—Suerte, amigo —dijo el primero.

—Para ti también.

Los jóvenes poetas fueron pasando por el escenario hasta que por fin llamaron a Madhuk, que no pudo evitar sentirse ligeramente intimidado cuando vio la sala abarrotada por completo. No obstante, enseguida pudo controlar los nervios, pues si bien él nunca había actuado ante una audiencia tan numerosa como aquella, era evidente que ya contaba con bastante experiencia a la hora de manejarse en público. Al pie del escenario, en primera fila, se hallaban los tres jueces que examinaban a los candidatos. Lo que muy pocos sabían era que, mezclado entre el público, se encontraba Kalidasa, primer poeta de la corte y protegido de Kumaragupta que, pese a haber declinado formar parte del jurado, no había querido perderse el torneo a nivel particular.

—Adelante, muchacho —dijo uno de los jueces—. Recita en voz alta el mejor poema que hayas escrito.

Madhuk tenía varios donde elegir, pero había uno en particular que Bindusar había elogiado siempre por encima del resto. Y qué mejor criterio que el de su querido padre adoptivo, al que todos habían considerado en vida como un gran experto en la materia. Si luego le pedían otro, echaría mano de la oda a la princesa Rudrabhiravi, que solía proporcionarle el unánime aplauso de sus oyentes.

 

Cuando el sol se despereza y aúlla,

la vida estalla en el corazón del bosque,

donde flora y fauna mezclan texturas y

colores, hasta que todo se marchita

con el inevitable regreso de la noche.

 

Este era tan solo el primer párrafo de una extensa composición dedicada a la naturaleza —los pájaros, los animales salvajes, las plantas y las flores, el clima y las estaciones—, descrita con mimo y detalle, que insinuaba la fragilidad del ser humano ante la grandiosidad de la Creación, en cada uno de sus versos.

Cuando terminó, el semblante del jurado no se alteró un ápice. Sin embargo, por la atronadora ovación del público supo lo mucho que a todos les había entusiasmado. Después se enfrentó a las pruebas de los jueces, que superó sin la menor dificultad. Madhuk se clasificó para la fase final, y según los entendidos lo hizo además como uno de los favoritos para ganar la competición.

La audición de Navashen fue una de las últimas en tener lugar. El joven se lució con un poema de amor rebosante de pasión y una elevada dosis de erotismo, que aceleró el pulso de todos los presentes. Por descontado, lo seleccionaron para competir en el tramo decisivo del torneo.

Los cruces entre los candidatos se echaban a suertes.

—¿Y si nos toca enfrentarnos? —A Madhuk no le gustaba la idea de antagonizar con su amigo.

—No creo que tengamos tan mala fortuna —replicó Navashen.

Los jueces llevaron a cabo el sorteo, y el cuadro con los cruces quedó expuesto a la vista de todos. Madhuk respiró aliviado. No se enfrentaría a Navashen hasta una hipotética final, que difícilmente se produciría teniendo en cuenta el alto nivel de los participantes. Seguramente, antes caería eliminado uno de los dos.

Sin tiempo que perder se dio paso a los duelos, que se desarrollaron del modo previsto. Los candidatos se desafiaban con palabras, a partir de las cuales cada uno de ellos debía improvisar el mejor poema posible. Los jueces valoraban especialmente la adecuada integración del vocablo en la composición, y a continuación tenían en cuenta otro tipo de factores, como la métrica, la rima o la belleza interna del poema. Los poetas sugerían todo tipo de palabras para desconcertar al adversario: «libertad», «nube», «artha», «cacería», «aflicción»… Pero nada era seguro. Las que parecían más complicadas podían constituir el germen de la lírica más hermosa, y todo lo contrario. Algunos concebían sobre la marcha versos extraordinarios, mientras que otros se quedaban en blanco y ni siquiera llegaban a abrir la boca. En realidad, todo dependía de la habilidad del candidato.

Tanto Madhuk como Navashen fueron pasando sus respectivas eliminatorias, hasta que ocurrió lo impensable: ambos lograron plantarse en la final.

El duelo por la victoria se presentaba apasionante. Cada uno de ellos había demostrado poseer un estilo propio y diferenciado. Con bastante probabilidad, vencería aquel que fuese capaz de mantener la cabeza fría en el momento de mayor tensión.

—Me duele tener que enfrentarme a ti —dijo Madhuk—. Sé lo mucho que para ti significa este torneo.

—Démosle al público lo mejor de nosotros mismos y dejemos que los jueces decidan —repuso Navashen con una sonrisa—. Si he de perder, al menos será un consuelo hacerlo frente a ti.

Había llegado la hora de la verdad. Los finalistas se hallaban sobre el escenario, conteniendo la respiración. La audiencia, que guardaba un silencio sepulcral, estaba ansiosa por ver proclamarse a un vencedor tras disfrutar de una magnífica velada de poesía.

El juez principal dio las correspondientes instrucciones. Navashen sería el primero en responder al desafío de su rival.

Madhuk ya había pensado en una palabra. Se trataba de un término bastante neutral, aunque usado con ingenio podía sacársele mucho partido. Sin duda, podía habérselo puesto más difícil, pero al tratarse de su amigo se sintió incapaz de hacerlo.

—«Fuente» —dijo con voz alta y clara.

Transcurrieron cuatro o cinco segundos que se hicieron eternos, hasta que Navashen brindó por fin su réplica.

 

Eres como el fuego que todo lo devora,

fuente inagotable de besos, caricias, y

un deseo irrefrenable que me condena

a venerarte como si fueses una diosa

ante la que postrarme a todas horas.

 

Navashen había sabido llevarse la palabra a su terreno, y el resultado había superado todas las expectativas. Madhuk iba a tenerlo muy difícil para hacerlo mejor. Entre el público se había levantado un murmullo como consecuencia de la emoción. Muchos de los presentes apostaban por uno u otro de los dos, de igual manera que se hacía con las peleas de gallos.

Navashen clavó los ojos en Madhuk antes de pronunciar la palabra que utilizaría para desafiarlo.

—«Antiesti» —articuló, apartando la mirada de inmediato.

El efecto que el vocablo en cuestión produjo en Madhuk fue devastador. Se quedó petrificado. Sin habla. Navashen, al que había creído un amigo leal, no había tenido escrúpulos en aprovecharse de la confianza que los unía para atacarlo por su flanco más débil. El problema ya no era que aquella palabra le recordase a Bindusar y todo lo que había rodeado su muerte, sino la terrible sensación de haber visto traicionada su amistad, que Navashen no había dudado en sacrificar con tal de asegurarse a toda costa ganar el dichoso torneo.

La voz del juez principal devolvió a Madhuk a la realidad, tras haberse extraviado en un torbellino de pensamientos que no lo condujeron a ningún sitio.

—Lo siento, pero has dejado pasar demasiado tiempo sin ofrecer una respuesta.

El jurado oficializó la victoria de Navashen, que elevó los brazos en señal de triunfo. El joven poeta por fin tenía lo que tanto había perseguido: el dinero del cuantioso premio y el título honorífico que le abriría todas aquellas puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas para él. Parte de los asistentes irrumpieron en el escenario y rodearon al campeón, que comenzó a recibir todo tipo de halagos y muestras de respeto. Navashen gozaba del momento como si hubiese conquistado todo un imperio.

Madhuk se escabulló como pudo del tremendo barullo que se había formado sobre el escenario y se ocultó entre bastidores para obtener cierta paz. La derrota no le importaba, como tampoco aquel maldito torneo del que hacía tan solo una semana ni siquiera había oído hablar. La traición de Navashen, en cambio, le había desgarrado el alma por la mitad.

Al cabo de un minuto, un individuo alto y de rostro afilado apareció justo a su espalda. El hombre tosió para llamar su atención.

—Enhorabuena —declaró—. He seguido la competición desde el principio.

—Gracias. —Madhuk pensó que lo felicitaba porque, después de todo, haber quedado segundo también tenía su mérito.

—Me llamo Kalidasa. ¿Sabes quién soy?

Al principio, aquel nombre no le dijo nada, pero entonces recordó que Navashen lo había mencionado en más de una ocasión. A Kalidasa se le consideraba el mejor poeta y dramaturgo de todo el país.

—Lo conozco —repuso.

—Pues bien —prosiguió—. Estoy aquí porque quiero tomarte como alumno. Y, aunque nunca antes había tenido un pupilo a mi cargo, contigo quiero hacer una excepción.

Madhuk parecía confundido. Aquella propuesta, además de un honor, constituía una oportunidad de las que solamente se presentaban una vez en la vida.

—Pero… yo he perdido. Ya lo ha visto. El ganador es Navashen.

—Lo sé. Sin embargo, tu talento es mucho mayor.

Kalidasa estaba impresionado. Los poetas indios, incluido él mismo, cuando trataban la naturaleza le otorgaban siempre una posición subordinada al hombre, y sus distintos elementos —el sol, los árboles o los animales— se empleaban para enmarcar las emociones humanas o se personificaban para que actuaran como contrapunto de los protagonistas del poema. Madhuk, sin embargo, describía la naturaleza por sí misma y era capaz de convertirla en el centro de la composición. Aquel enfoque resultaba completamente innovador y podía constituir una valiosa aportación a la lírica hindú. Además, debido a la juventud del muchacho, Kalidasa estaba convencido de que aún tenía por delante un amplio margen de mejora.

—¿Qué dices entonces? ¿Aceptas?

—Sí… —replicó Madhuk todavía sin poder creerlo.

—Me alegro. Acompáñame.

—¿Adónde iremos? —inquirió.

—Al palacio del emperador, por supuesto —contestó Kalidasa—. Será allí donde vivirás a partir de ahora.