Reino de los sakas. Profundidades de la selva
Después de varias semanas transcurridas desde su visita al poblado indígena, Shakraditya hacía balance de lo ocurrido desde entonces.
Por desgracia, los avances obtenidos habían sido tan irrisorios como poco significativos. Las tropas del ejército Gupta desplazadas al reino de los sakas para sofocar el alzamiento del general rebelde continuaban instaladas en el campamento que a tal efecto habían construido en mitad de la espesura. Al menos, los asaltos a las caravanas de mercaderes habían disminuido, pues su presencia en las inmediaciones obligaba a sus enemigos a actuar con más cautela. Shakraditya también había adquirido un conocimiento bastante más detallado del terreno, hasta el punto de que en ocasiones había logrado encontrar los restos del campamento donde el regimiento saka se había ocultado por última vez. Con todo, los rebeldes nunca permanecían mucho tiempo en un mismo sitio, con lo que lograban ir siempre un paso por delante en aquel interminable juego del gato y el ratón.
De vez en cuando tenían lugar escaramuzas entre pelotones de ambos bandos, con bajas que caían de uno y otro lado. No obstante, de aquel tipo de enfrentamientos no se sacaba nada en claro. Para obtener resultados, lo que necesitaban era localizar al grueso del ejército enemigo allá donde estuviese escondido y lanzar sobre él un ataque definitivo con la totalidad de los efectivos de que disponían. En una batalla de tales características, los rebeldes sakas tenían todas las de perder.
Shakraditya estaba preocupado porque, si bien no había salido derrotado como les había sucedido a sus antecesores, lo cierto era que tampoco había sido capaz de hacerse con la victoria pese al amplio tiempo transcurrido desde que le habían asignado la misión. El general informaba puntualmente al mando central de Pataliputra acerca de la situación, pero conforme pasaban los meses las respuestas que recibía adquirirían un tono cada vez más apremiante y menos comprensivo. Shakraditya no podía fallar. Le constaba que el propio emperador estaba muy pendiente de él, y no se le escapaba que el éxito o fracaso de aquella particular misión determinaría su futuro más inmediato en el lugar que ocuparía en la jerarquía del Imperio gupta.
En ese momento, su segundo oficial accedió a la tienda que hacía las veces de cuartel general, donde Shakraditya mantenía todas las reuniones y acordaba las estrategias que iban a seguir.
—Por fin hemos tenido un golpe de suerte —anunció Punyavan con el rostro rebosante de satisfacción.
—Ya era hora de que Visnú escuchase nuestras plegarias —replicó Shakraditya—. ¿De qué se trata?
—La patrulla de rastreo que salió esta mañana ha sido víctima de una emboscada. Sin embargo, nuestros hombres reaccionaron a tiempo y plantaron cara al enemigo.
—Es bueno saberlo, pero… ¿en qué cambia eso las cosas?
—Hemos capturado a un rebelde —desveló Punyavan.
Shakraditya comprendió enseguida la importancia de la noticia. Los soldados sakas eran tan fieles a su causa que cuando la huida ya no constituía una alternativa preferían luchar hasta la muerte antes que dejarse atrapar por el enemigo. La alegría estaba justificada. Aquella era la primera vez que lograban hacerse con un prisionero al que poder interrogar.
—Encadenadlo de pies y manos para que no pueda hacerse daño a sí mismo ―advirtió Shakraditya.
—Ya lo hemos hecho —confirmó su segundo oficial.
—Excelente. Llevadlo a una tienda, desnudadlo y atadlo a una mesa para iniciar el interrogatorio.
—Será difícil que hable.
El general reprimió una sonrisa.
—Lo hará —dijo—. Poned unas brasas a calentar; de llevar los objetos punzantes ya me ocupo yo.
Durante la espera, Shakraditya ya paladeaba el sabor de la victoria. El prisionero podía proporcionarles la información que tanto necesitaban para darle la vuelta a la situación: el número de soldados con que contaba el general rebelde, su localización actual así como la forma de organizarse, que les permitía tener ojos repartidos por toda la selva.
Punyavan reapareció poco después.
—Todo está listo, señor.
En una tienda contigua el prisionero esperaba encadenado de pies y manos, tendido sobre una mesa. Era menudo, pero de extremidades nervudas y recias. Shakraditya se plantó frente a él y le lanzó su mirada más abyecta. El rebelde, extrañamente sereno, no rehuyó el contacto visual.
—No hablaré bajo ninguna circunstancia —manifestó—. Mi alma pertenece al gran Shiva, y mi corazón, al emblema de mi reino.
Shakraditya ignoró aquella osada declaración de principios, que pronto se encargaría de hacerle olvidar.
—¿Cómo te llamas? —inquirió.
El prisionero, sin embargo, se negó a decir una sola palabra más.
Tal como había solicitado Shakraditya, en el suelo ardía una hoguera a baja intensidad. El general Gupta cogió un tizón y aproximó el extremo incandescente a la piel del rebelde saka, pero sin llegar a tocarlo. Por ahora, tan solo quería que notase el calor. A continuación, comenzó a dar vueltas a su alrededor, al tiempo que pronunciaba un discurso perfectamente calculado.
—Tu situación es complicada, admitámoslo. No obstante, todavía podrías contar con una posibilidad de salir con bien de todo esto. Si colaboras conmigo y me dices lo que necesito saber, yo me comprometo a mantenerte con vida. En caso contrario, te aguarda el peor de los tormentos. ¿Y para qué? Al final, te lo garantizo, acabarás diciéndome lo que quiero oír. —Shakraditya acercó el tizón a los genitales del reo, aunque lo retiró antes de llegar a quemarlo—. Ahora voy a darte un tiempo para que te lo pienses y tomes así la decisión más inteligente para los dos.
Shakraditya y Punyavan salieron de la tienda para dejar al prisionero solo con sus pensamientos. Por experiencia, el general sabía que la simple amenaza de tortura solía ser suficiente para doblegar la voluntad de la víctima en un elevado porcentaje de los casos. Y aunque no pensaba que fuese a funcionarle esta vez, tenía que intentarlo. Lo que nunca le había fallado era la insoportable agonía a la que lo sometería a continuación.
Pasados unos cuantos minutos, la pareja de oficiales accedió de nuevo al interior. Sin embargo, Punyavan advirtió enseguida que algo no marchaba bien. El rostro del rebelde se había tornado blanco, las pupilas se le habían fijado en la parte alta de los globos oculares y el pecho se le estremecía en cortos espasmos.
—¡¿Qué ocurre?! —exclamó Shakraditya.
Punyavan ya se había volcado sobre el cuerpo del prisionero buscando la respuesta.
—¡Está asfixiándose con su propia lengua!
Shakraditya trató de abrirle la boca para extraerle la lengua de la garganta, pero la mandíbula parecía estar herméticamente sellada. Para cuando la separó, ya era demasiado tarde. El rebelde exhaló su último aliento y los párpados se le cerraron. Había muerto con una ligera sonrisa prendida en la comisura de los labios.
Un ataque de furia se apoderó de Shakraditya, que comenzó a maldecir gritando a todo pulmón. Acto seguido le propinó un empujón a la mesa donde yacía el cadáver del prisionero, que se estrelló contra el suelo con un golpe sordo. Después les dio una patada a las brasas ardientes de la hoguera, y un puñado de ascuas encendidas salieron despedidas en todas direcciones. Punyavan tuvo que refrenarlo o en su afán destructivo habría acabado provocando un incendio sin querer.
El general Gupta no logró tranquilizarse hasta pasadas unas cuantas horas. No obstante, todavía se lamentaba de la oportunidad que había dejado escapar. Seis meses después volvía a encontrarse en el mismo punto que al principio, pero con las tropas hastiadas y bajas de moral.
—Seguir haciendo lo mismo no va a conducirnos a ninguna parte —se lamentó—. Esta es una guerra de desgaste y nuestro enemigo sabe lo que se hace mucho mejor que nosotros. A este paso, saldrán victoriosos. Ellos cuentan con todo el tiempo del mundo y no tienen que rendirle cuentas a nadie. A nosotros, en cambio, nos ocurre todo lo contrario.
—Tampoco conviene que nos precipitemos y hagamos alguna tontería de la que podamos arrepentirnos —advirtió Punyavan—. Eso es justamente lo que pretenden.
—Estaba pensando en las tribus locales.
—¿A qué se refiere? No hay duda alguna de que los indígenas se mantienen ajenos al conflicto.
El poblado de Dhanu no era el único que Shakraditya había visitado, y en ninguno de ellos había encontrado el menor indicio de que colaborasen con los rebeldes.
—A eso mismo me refiero. Si logramos que se pongan de nuestra parte, se convertirían en nuestros ojos y oídos incluso en las áreas más remotas de la región. Su ayuda podría constituir la clave que desequilibre la balanza a nuestro favor.
Punyavan emitió un chasquido de objeción.
—Se negarán a intervenir en el conflicto. Lo sabes tan bien como yo.
—No pienso dejarles elección. Si no lo hacen por las buenas, lo harán por las malas…
***
Cuando los vigías vieron a una patrulla del Imperio gupta dirigirse al poblado por segunda vez, enseguida dieron la voz de alarma. No obstante, dada la experiencia de la vez anterior, en esta ocasión prefirieron dejar la entrada abierta, porque sabían que de lo contrario Shakraditya derribaría la valla solo por placer.
La presencia de los extranjeros en sus tierras había aumentado la preocupación de los indígenas, aunque por desgracia había muy poco o nada que ellos pudiesen hacer. El consejo de ancianos había recomendado evitarlos a toda costa, así como permanecer completamente al margen de sus conflictos. Los forasteros no tenían intención de quedarse para siempre. Era cuestión de tiempo que se marchasen para no volver.
Dhanu se cubrió la cabeza con el tocado de plumas que lo señalaba como jefe del poblado y se preparó para llevar a cabo una recepción formal. Las mujeres y los niños no se escondieron porque hacerlo ya no tenía sentido. Algunos habitantes de la aldea optaron por no alterar su rutina habitual y se concentraron en sus tareas. Otros, sin embargo, se arremolinaron en la plaza para no perderse detalle del encuentro. Algunos de los críos más valientes se hallaban entre ellos. Los mellizos Bair y Baru, Lohith «el Tuerto» y los hijos de Dhanu se situaron prácticamente en primera fila, como la pandilla que nunca se separaba.
Shakraditya y Punyavan accedieron al poblado seguidos de una veintena de efectivos de infantería. También los acompañaba un elefante, aunque no se trataba del mismo que les había causado tantos problemas la vez anterior. El general le dedicó a Dhanu una amplia sonrisa, como si ambos fuesen viejos amigos que llevasen un tiempo sin verse.
—Estoy seguro de que te preguntarás por qué estoy de nuevo aquí —dijo—. Quédate tranquilo. Son buenas noticias. He venido a traeros algunos regalos.
—No, gracias —replicó Dhanu.
Shakraditya ignoró sus palabras e hizo una señal con la mano. De inmediato, varios de sus hombres descargaron unos sacos que el elefante había transportado y vertieron su contenido en el suelo, a la vista de todos. El botín estaba compuesto por cuchillos de hierro, cazos de metal y espejos de cristal de pequeño tamaño. Aunque aquellos singulares objetos llamaron inevitablemente la atención de los indígenas, ninguno de ellos se acercó a examinarlos. Ninguno salvo una niña que, movida por la curiosidad, no pudo evitar coger un espejo y sorprenderse ante el nítido reflejo de su propia imagen en el cristal.
—Libni, por favor. Deja eso ahora mismo.
La niña estaba demasiado ensimismada como para escucharlo, y Kalu intervino para solventar la situación. El crío le quitó el objeto a su hermana y, tratando de evitar que llorara, se la llevó de la mano hasta donde se hallaba su madre.
—¿Tus hijos? —inquirió Shakraditya siguiéndolos con la mirada.
Dhanu asintió sin cambiar un ápice su expresión de contrariedad. Saltaba a la vista que tras aquella máscara de cordialidad se escondían segundas intenciones.
—Yo también soy padre —terció el general, que insistía en utilizar un tono afable a todas luces impostado—. Así que podrás imaginarte lo mucho que echo de menos a mi única hija desde que me enviaron aquí.
—No queremos vuestras cosas —espetó Dhanu—. No las necesitamos.
—Deberíais aceptarlas. Os harán la vida más fácil.
Shakraditya dio un nuevo paso al frente hasta situarse a un palmo escaso del jefe del poblado.
—Me gustas, Dhanu —señaló—. Has demostrado ser un hombre inteligente y resolutivo, y un buen líder para tu pueblo. Por eso voy a ofrecerte una alianza muy favorable para los dos. Mis enemigos, los rebeldes sakas de que te hablé, se esconden en la selva y no tengo forma de acabar con ellos porque eluden un enfrentamiento directo entre su ejército y el mío. No obstante, si contase con vuestra ayuda, todo sería muy distinto.
—Nosotros tenemos por norma no interferir en los asuntos de los extranjeros. Y los rebeldes que mencionas jamás nos han perjudicado, al menos hasta ahora. Sin embargo, en el momento en que tomemos partido eso puede cambiar.
—Aunque no puedo negar la lógica de tu razonamiento, deberías pensar a lo grande. En última instancia, la victoria de mi ejército redundaría en vuestro propio beneficio. Cuanto antes los derrotemos, antes nos marcharemos. Y toda la región volverá a perteneceros.
Dhanu negó con la cabeza.
—No seas testarudo —insistió Shakraditya—. Tan solo necesitamos de vosotros que llevéis a cabo una labor de vigilancia. Bastaría con que nos mantuvieseis al corriente de sus movimientos y de los lugares donde se ocultan. Tú podrías convencer fácilmente al resto de los poblados para que se unan, formando así una alianza que se extendería por buena parte del territorio.
—He dicho que no —zanjó Dhanu, a sabiendas de los riesgos que implicaba contrariar al temperamental general Gupta.
Shakraditya perdió definitivamente la paciencia. El rostro se le desencajó y sus facciones dejaron entrever una furia infinita.
—Cuando me encargan una misión jamás dejo que nadie, desde el hombrecillo más insignificante hasta el rey más poderoso, se interponga en mi camino. Y estoy dispuesto a lo que sea para hacerla cumplir. ¿Entiendes?
Acto seguido, extrajo una daga que portaba al cinto y la clavó en las brasas de la hoguera más cercana, de las muchas que salpicaban el poblado. Después se encaró nuevamente a Dhanu.
—Acepta mi propuesta y colabora conmigo.
Aunque Dhanu no podía evitar sentirse cada vez más intimidado, se mantuvo firme en su postura.
—Dejadnos en paz. Esta no es nuestra guerra.
Shakraditya cruzó una mirada con Punyavan, que enseguida comunicó al resto de los soldados las órdenes a seguir. El escenario adverso al que se enfrentaban no los había cogido por sorpresa. Sin duda, ya se habían preparado para aquella eventualidad. Los guerreros se mezclaron entre los indígenas y tomaron posiciones para lo que estaba por venir.
—Esta es la tercera y última vez que voy a pedírtelo —espetó Shakraditya con los ojos inyectados en sangre—. Únete a mí o atente a las consecuencias.
Dhanu sabía que Shakraditya sería capaz de hacer cualquier cosa, pero él tampoco tenía elección.
—¿Qué harás? ¿Matarme? ¿Matarnos a todos? ¿Y qué conseguirás con eso?
El general no dijo nada. En su lugar, recogió de nuevo la daga que había dejado en las brasas y se dirigió hacia Dhanu esgrimiendo el arma en alto. El jefe del poblado se temió lo peor, pero no se encogió ni esquivó la mirada. Shakraditya, sin embargo, pasó de largo y encaminó sus pasos hacia un objetivo muy distinto. Entre los indígenas cundió el pánico y se escucharon algunas exclamaciones ahogadas. El general se acercó al grupo de niños y paseó la mirada entre los mellizos y Lohith «el Tuerto». No obstante, finalmente eligió al pequeño Kalu, al que agarró por el brazo y lo atrajo hacia sí.
Dhanu intentó acudir en su ayuda, pero Punyavan se lo impidió reteniéndolo por los brazos. Los soldados que se habían mezclado entre la multitud redujeron de inmediato a otros indígenas que también trataron de intervenir.
—¡No! ¡Suéltalo! —gritó Dhanu— ¡Solo tiene cinco años!
Kalu pataleó y se resistió con todas sus fuerzas, pero Shakraditya se bastó para inmovilizarlo con una sola mano. Con la otra alzó la daga, cuya hoja estaba al rojo vivo, y presionó el lateral de la punta contra el cuerpo del niño, a la altura de la cadera, como si estuviese marcando a fuego una res. Los aullidos de Kalu resonaron por todo el poblado, y el hedor a carne humana quemada penetró en escasos segundos en las fosas nasales de todos los presentes.
Shakraditya buscó a Dhanu con la mirada.
—¡Voy a hacerle tres marcas! —tronó—. ¡Una por cada vez que te has negado a aceptar mi propuesta!
—¡No! ¡Por favor! —Dhanu estaba desquiciado y Punyavan precisó la ayuda de otro soldado para mantenerlo bien sujeto.
El general ignoró los gritos de súplica del indígena y volvió a quemar al crío por dos veces más. A la tercera, Kalu puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento tras soportar un dolor inimaginable. Shakraditya lo dejó caer al suelo y, a continuación, dio unas cuantas instrucciones a sus hombres para que se replegasen.
Sin perder un instante, Chakori se inclinó sobre su hijo y, tras comprobar que respiraba de forma acompasada, lo cogió en brazos y lo llevó de inmediato a la choza del chamán para que este se ocupase de sus heridas. Libni fue tras ella llorando a lágrima viva, horrorizada por el daño que le habían hecho a su hermano.
Antes de abandonar el poblado, Shakraditya se encaró con Danhu por última vez.
—Voy a darte un tiempo para que reconsideres tu postura —le advirtió—. Y espero que cuando vuelva me des por fin la respuesta que necesito…