INTRODUCCIÓN
Kumaragupta se hallaba en la soledad de sus aposentos, atormentado por la culpa que lo quemaba por dentro y que cada cierto tiempo se apoderaba de él sin que hubiese nada que pudiera hacer para aliviar su aflicción. El emperador, el rey de reyes o el señor supremo de la tierra de los hijos de Bharata*, como también era conocido, lloraba amargamente por ciertas acciones que había llevado a cabo en el pasado, cuando estuvo al mando de un poderoso ejército ayudando a su padre a conquistar nuevos reinos y a conservar los que ya poseía.
Kumaragupta se sentó al borde de su lecho, cubierto por una manta de seda decorada con motivos geométricos, y sollozó como un niño pequeño al que le hubiesen arrebatado su juguete favorito. Decenas de lámparas de aceite repartidas por toda la estancia bañaban el lugar de una tenue claridad que arrojaba temblorosas sombras sobre los rincones. Tanto las paredes, forradas con láminas de oro puro y grabadas con escenas protagonizadas por los más célebres héroes de la mitología hindú, como la cama, cuyo dosel sostenían cuatro colmillos de elefante, constituían un perfecto ejemplo del lujo que predominaba en la corte de la dinastía Gupta.
Aquella frágil estampa del emperador no casaba con la enérgica imagen que proyectaba entre los suyos, por eso jamás se le habría ocurrido llorar en público, para evitar que sus detractores descubriesen sus debilidades y conspiraran contra él. Kumaragupta había heredado la fuerte constitución de su padre y de su abuelo, una considerable altura y una envidiable musculatura que hacía las delicias de las mujeres de su harén. Por el contrario, y pese a encontrarse todavía en sus treinta y tantos, ya peinaba algunas canas a la altura de las sienes, debido a lo mucho que le afectaba la responsabilidad de gobernar, pues algunas de sus decisiones repercutían sobre los millones de personas que moraban en sus dominios. Su tono de voz era grave, acorde con su apabullante presencia; y la expresión de su rostro, aunque severa por naturaleza, había ido suavizándose con el paso de los años.
Nadie cuestionaba que las guerras sacaban del hombre su lado más cruel, pero Kumaragupta sabía que en ocasiones había llevado las cosas demasiado lejos y había vulnerado ciertos límites que no debían traspasarse. Y aunque al principio no parecía haberle importado, conforme fueron pasando los años su estado de ánimo fue transformándose, hasta que los fantasmas de su pasado comenzaron a recordarle lo sanguinario que había sido. En la actualidad, y tras haber dotado al imperio de un prolongado periodo de paz y prosperidad desde su llegada al trono, Kumaragupta se dedicaba al mecenazgo de las ciencias, así como al disfrute de las artes, sobre todo de la danza y la poesía. Además, también se había centrado en cultivar su lado más espiritual, preocupado como estaba por el destino que correría su alma el día en que finalmente encontrase la muerte. Con todo, sus continuas visitas al templo de Visnú, el dios hindú al que rendía culto, no lograban calmar la profunda inquietud que reinaba en su corazón.
El emperador se llevó la mano al pecho y emitió un largo suspiro. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron sobre la alfombra que se extendía bajo sus pies: la piel de un tigre con cabeza incluida, que mantenía sus fauces abiertas como si lanzase un rugido. ¿Qué atrocidades habría cometido en su juventud como para no haber sido aún capaz de perdonarse a sí mismo?