Reino de los sakas. Profundidades de la selva

 

El poblado indígena se preparaba para una de sus habituales celebraciones, en las que comerían, bebería, cantarían y bailarían, y también darían gracias a su divinidad.

Dhanu, el regente de la aldea, iba de un lado para otro dando instrucciones para que al atardecer todo estuviese dispuesto para el acto. Las mujeres se encargaban de guisar el banquete, mientras los hombres se ocupaban de preparar una pira en el centro de la plaza, junto al sagrado cúmulo de piedras que luego harían arder en cuanto se hiciese de noche. El chamán dirigiría la ceremonia, pues además del lado lúdico, el apartado espiritual de esta también debía tenerse en consideración.

—¿Quieres estarte quieto, por favor?

Chakori aplicaba sobre el torso de su hijo una mezcla de pigmentos vegetales para pintarle ciertos dibujos ancestrales que poseían una fuerte carga simbólica. Kalu, sin embargo, no tenía paciencia para permanecer inmóvil durante tanto tiempo, y todo lo que deseaba era salir corriendo a jugar con sus amigos.

—¿Vas a tardar mucho? —inquirió.

—Lo que sea necesario. Si acudes a la ceremonia sin llevar los grabados tradicionales, el chamán se enfadará contigo. Aparte, siendo hijo de quien eres, tú más que ningún otro niño deberías dar ejemplo.

—Pues cuando yo sea el jefe del poblado haré lo que quiera —dijo Kalu.

—No digas tonterías —replicó Chakori—. Además, ese puesto tendrás que ganártelo. No pienses que vas a heredarlo sin antes demostrar que estás preparado.

La pequeña Libni, por el contrario, parecía encantada con tener que arreglarse para la fiesta, lo que en su caso significaba vestirse con una falda y ponerse una flor en la cabeza.

—Mamá. ¿A mí no vas a pintarme el pecho?

—En cuanto acabe con Kalu. Pero a ti solo la frente, como nos corresponde a las mujeres.

A continuación, aparecieron los mellizos Bair y Baru armando un gran escándalo, simulando ser cazadores que disparaban flechas imaginarias.

—Vente a jugar con nosotros, Kalu —le pidieron—. A nosotros ya nos han pintado, ¿ves?

Los mellizos eran primos de Kalu y Libni, y se pasaban la mayor parte del día juntos.

—Ahora mismo podrá irse —señaló Chakori—, pero tenéis que procurar que no se os estropeen los dibujos.

Bair y Baru adoptaron una actitud sumisa, aunque a la hora de la verdad eran los críos más traviesos del poblado.

—Ya casi estoy listo —dijo Kalu.

—Eso sí. En cuanto dé comienzo la ceremonia tenéis que comportaros. ¿De acuerdo?

—Vale, mamá.

La atmósfera festiva que se respiraba en la aldea se vio de repente interrumpida por la llegada de uno de sus miembros. El hombre reclamó de inmediato la presencia de Dhanu, mientras recuperaba el aliento después de haber venido corriendo tan rápido como había podido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dhanu.

—Vienen hacia aquí.

—¿Quiénes?

—Los extranjeros que se instalaron en la llanura del valle —aclaró—. Forman un grupo amplio, van armados y llevan consigo un elefante.

Hasta ahora, aquellos forasteros no les habían molestado, como tampoco lo habían hecho aquellos otros que llevaban mucho más tiempo ocultándose en las estribaciones de las montañas. Sin embargo, parecía que la situación estaba a punto de cambiar. Dhanu pensó a toda velocidad. Tenía que decidir cómo actuar y no había tiempo para consultarlo con el consejo de ancianos.

Varios indígenas más ya se habían congregado a su alrededor para saber lo que ocurría. Dhanu respiró hondo y les explicó lo que había resuelto hacer.

—Avisad a todo el mundo. Las mujeres y los niños que se refugien ahora mismo en las chozas y que no salgan hasta que el peligro haya pasado. Los hombres reuníos en la plaza. Desarmados. No quiero a la vista los arcos de caza ni armas de ningún otro tipo. Mostraos serenos, pero firmes. En todo caso, no dejéis traslucir el menor signo de hostilidad.

Por descontado, la entrada del poblado estaba cerrada. Todavía cabía la posibilidad de que los forasteros comprendiesen sus deseos de no establecer contacto de ningún tipo. A nadie se le escapaba que lo contrario no traería más que problemas.

En ese momento, Dhanu sintió que alguien le tiraba del taparrabos. Era su hijo Kalu, que ya lucía en el pecho los dibujos rituales para la ceremonia.

—Papá, ¿qué pasa?

—Vuelve ahora mismo a la choza con Libni y tu madre. Y que no se os ocurra salir. ¿Entendido?

No hubo tiempo para más. El furioso barrito de un elefante les advirtió de que ya los tenían encima. Dhanu apretó los puños y tensó los músculos de los brazos. Instantes después, el paquidermo irrumpía en el poblado arrasando la valla que lo circundaba como si fuese de papel. No se detuvo de inmediato y continuó trotando peligrosamente en dirección a una hilera de chozas que había frente a él. El mahout* parecía incapaz de controlarlo y, solo después de clavarle el ankus* en la cabeza y retorcerlo a conciencia, el animal frenó su carrera debido al dolor.

El método más efectivo que los ejércitos indios utilizaban para capturar a los paquidermos consistía en cavar una profunda zanja con terraplenes accesible mediante un endeble puente camuflado con tierra y hierba. En el interior se colocaban dos o tres hembras, cuyo olor atraía a los machos; una vez dentro del recinto, los capturaban levantando el puente tras su paso. Para amansarlos, normalmente se les ataba a un poste junto a elefantes ya domesticados, para que poco a poco perdiesen su agresividad siguiendo su ejemplo. Si se resistían, se les hacía pasar hambre para debilitarlos, hasta que permitiesen a un hombre subirse a su lomo. Era entonces cuando comenzaba su adiestramiento y se les enseñaba una gran variedad de maniobras que llevar a cabo: saltar por encima de taludes y fosos, sentarse y levantarse a la voz de mando, marchar o servir de ariete contra las fortificaciones enemigas.

Tras el susto inicial, una patrulla militar penetró en el recinto haciendo gala de un indiscutible aire de superioridad, portando un estandarte con el emblema de la dinastía Gupta. Los soldados esgrimían sus armas reglamentarias —arcos y flechas, espadas, lanzas y escudos— y se cubrían la cabeza con gruesos turbantes envueltos con firmeza, que les proporcionaban cierta protección. Incluso habían ataviado al elefante con una pesada cota de malla, además de atarle cuchillas a los colmillos con el fin de multiplicar su capacidad de destrucción.

Dhanu intentaba no dejarse impresionar, aunque reconocía que era difícil no hacerlo. Un tocado de plumas blancas que se había adherido a la coronilla lo identificaba como la máxima autoridad. Por el bando del ejército Gupta, el temible general Shakraditya hizo notar su presencia avanzando lentamente hacia él. Punyavan, su segundo oficial, le pisaba los talones.

Ambos dirigentes se situaron frente a frente, estudiándose con la mirada. Dhanu adivinó en el rostro del extranjero la repulsa que el poblado y sus gentes le provocaban. Desde el punto de vista de aquellos que se consideraban a sí mismos como civilizados, ellos no eran más que un pueblo atrasado que llevaba anclado desde hacía miles de años en un sistema de vida arcaico y primitivo. Dhanu, sin embargo, lo veía de modo muy distinto. Aunque ellos no tenían propiedades, allí nadie pasaba hambre. Trabajaban con dureza, pero también disponían de tiempo libre, que empleaban en celebraciones y bailes. Todos se ayudaban de manera solidaria, no existía la delincuencia y las principales decisiones se tomaban de forma consensuada. ¿Llevaban un tipo de vida simple? Sin duda. Con todo, para ser felices ellos no necesitaban más.

—Supongo que tú eres el jefe de este sitio, ¿verdad? —inquirió Shakraditya—. ¿Cómo te llamas, salvaje?

—Mi nombre es Dhanu, y mi pueblo no desea mantener relación alguna con el suyo.

El general lo examinó de arriba abajo y, acto seguido, dejó escapar una aparatosa carcajada.

—Escúchame bien, salvaje. O Danhu. Lo que sea. Yo soy Shakraditya, y a todos los efectos hablo por boca del mismísimo emperador, que por si no lo sabías es el señor que gobierna sobre estas tierras, que acaba de conquistar.

Dhanu no le contradijo. Se limitó a sostenerle la mirada y a dejarlo hablar. En primer lugar, Shakraditya le explicó el motivo de su presencia allí. Al parecer, su misión consistía en acabar con una escisión del ejército saka que se había refugiado en la selva tras negarse a aceptar la derrota de los suyos, y la consiguiente anexión de su reino al imperio que él representaba. Pues bien, dichos rebeldes se habían hecho en aquella remota zona mucho más fuertes de lo esperado, y Shakraditya sospechaba que podían estar recibiendo ayuda de los poblados indígenas como en el que ahora mismo se encontraba.

—Los hemos visto y sabemos de su existencia —repuso Dhanu—. Pero jamás han establecido con nosotros contacto alguno.

—¿Y con alguna otra aldea?

El general había elegido aquel poblado en particular por su inmejorable situación estratégica, pero había muchos más repartidos por toda la selva. De hecho, no era la única visita que pensaba hacer aquel día.

—Ni con esta ni con ninguna otra —replicó Dhanu de forma tajante. Aunque cada poblado era autosuficiente, todos pertenecían a la misma etnia tribal y se relacionaban a diario. Sin ir más lejos, un gran número de matrimonios se conformaban entre contrayentes de asentamientos vecinos.

—Te creo —dijo Shakraditya en tono condescendiente—. Pese a todo, prefiero comprobarlo para despejar cualquier duda.

—¿Qué?

—Mis hombres van a registrar el lugar. —Si encontraban enseres de manufactura avanzada, como por ejemplo cuchillos o herramientas de metal, que de ninguna manera los salvajes podían haber fabricado por su cuenta, podrían demostrar que los sakas les suministraban aquellos obsequios a cambio de su ayuda—. Así que mejor será que adviertas a los tuyos para que no causen problemas.

Shakraditya no esperó una respuesta y, tras intercambiar unas palabras con Punyavan, este se encargó de coordinar el registro de la aldea.

Los soldados se dividieron en parejas y comenzaron a inspeccionar las chozas una por una. Dhanu hizo un llamamiento a la calma para evitar cualquier tipo de conflicto. Cuanto antes terminasen, antes se marcharían de allí.

Las mujeres y los niños se vieron obligados a salir de las casas, donde hasta entonces habían permanecido ocultos de las miradas de los extranjeros. Bair y Baru, los mellizos, se separaron de su madre y se fueron con Lohith «el Tuerto», que observaba a los visitantes con una mezcla de miedo, curiosidad y un respeto desmedido. Los soldados que pasaron junto al niño de la cara desfigurada y un ojo de menos lo miraron fijamente sin disimular un ápice la repulsión que su aspecto les produjo. Uno de ellos hizo un comentario despectivo que a su compañero le pareció divertido, a tenor de sus estruendosas carcajadas. Por suerte, los indígenas que fueron testigos de la ofensa no cayeron en la provocación.

Todo transcurría sin incidentes, hasta que de una de las chozas se oyeron gritos seguidos del sonido de lo que parecía un forcejeo.

Un soldado salió y dijo:

—Aquí hay un salvaje que se niega a que entremos en el cobertizo que hay en la parte de atrás.

Se trataba de la casa del chamán, y Dhanu entendió enseguida la naturaleza del problema. Shakraditya, sin embargo, actuó antes de dejarlo hablar, apartando al brujo del medio y arrojándolo al suelo con gran violencia. Después entró en la casa y accedió al cobertizo al que les había prohibido la entrada. Estaba vacío. Shakraditya regresó sobre sus pasos entre frustrado y confundido.

—El cobertizo del chamán constituye la capilla sagrada e inviolable de los espíritus de los antepasados —aclaró Dhanu—. Por su culpa, ahora tendrá que prenderle fuego y volver a construirla.

A Shakraditya le importaban muy poco las supersticiones de los salvajes y se limitó a asentir con indiferencia. A continuación, Punyavan se acercó hasta él y le comunicó que el poblado estaba limpio. No habían encontrado nada que conectase a los indígenas con los rebeldes sakas.

—Nos marchamos —anunció el general.

Dhanu respiró aliviado. El balance tras el paso de los extranjeros por la aldea no había sido tan malo: una valla rota que tendrían que reparar de inmediato y el percance sufrido por el chamán, que al menos físicamente parecía encontrarse bien.

Pero entonces surgió un problema que nadie habría podido prever. El elefante del ejército Gupta se negaba a moverse, pese a las insistentes órdenes que le daba su mahout. Por toda respuesta, el paquidermo alzaba la trompa y barritaba de forma desaforada, armando un gran escándalo. En la antigua India se creía que un elefante podía llegar a ser perverso por naturaleza si se mostraba excesivamente obstinado, exhibía un fuerte temperamento y una sospechosa animadversión al trabajo. En tales casos, la única manera de entrenarlos era mediante el castigo físico continuado. El mahout estaba convencido de que su montura respondía a dicho canon, y una vez más empleó el ankus para clavárselo en la cabeza y obligarlo así a obedecer.

Más que ayudar, aquello enfureció todavía más al animal, que amenazaba con emprender una alocada carrera de un momento a otro. Dhanu supo que tenía que intervenir. Si el elefante se desbocaba, podía acabar destrozando media aldea y llevarse por delante a unos cuantos. Su experiencia al cuidado de los paquidermos era de sobra conocida. Habitualmente, entre varios poblados solían adoptar un elefante al que domesticaban desde pequeño, para que los ayudase con tareas de todo tipo: transportar troncos, despejar caminos de obstáculos pesados, cruzar ríos o hasta para apagar incendios usando su trompa como manguera. El elefante solía pasar una temporada en cada aldea, y Dhanu venía haciéndose cargo de él cuando les tocaba en la suya, desde hacía muchos años.

—Déjame intentarlo a mí —le pidió a Shakraditya—. Yo puedo hacer que me obedezca.

Su primera reacción fue la de reírse a carcajadas. No obstante, se lo pensó dos veces y ordenó al mahout que descendiese del elefante.

—Pero, señor, ¿cree que es buena idea dejarlo en manos de un salvaje?

Dhanu dio un paso adelante.

—Para el elefante, ni tú eres un soldado ni yo soy un salvaje. Su respuesta vendrá dada por el modo en que se le trate.

Aunque a regañadientes, el mahout se acabó echando a un lado.

—Este animal es tan perverso como peligroso —le advirtió a Dhanu cuando se cruzó con él—. No tienes ni idea de dónde te metes.

—Te diré algo —replicó el jefe del poblado sin arredrarse—. Los elefantes perdonan mucho más que nosotros, pero jamás olvidan. El día menos pensado, este de aquí te agarrará con la trompa y te estampará con todas sus fuerzas contra el tronco de un árbol.

Dhanu comenzó a palpar al elefante para que este se familiarizase con él. Durante varios minutos no hizo otra cosa que regalarle un sinfín de caricias, mientras prestaba especial atención a los berridos cortos y estridentes que el animal no dejaba de emitir. Los elefantes son criaturas ruidosas que para expresarse profieren toda suerte de sonidos. En función de si sienten miedo, ira, alegría o sencillamente quieren intimidar a uno de sus congéneres, su característico barrito adquiere matices diferentes, que pueden asemejarse a un ronroneo, un bufido o un resoplido. Y en este caso en concreto, Dhanu estaba seguro de que sus berridos eran de dolor.

El paquidermo tenía quemaduras en la piel provocadas por el sol, y también heridas en la cabeza y las orejas, que el propio mahout le había causado debido al excesivo uso que hacía del ankus para manejarlo. No obstante, Dhanu creía que el dolor que tanto lo torturaba debía tener un origen distinto. Fue entonces cuando se fijó en las cuchillas que los soldados le habían adherido a los colmillos. Una de ellas no estaba bien puesta, de manera que se le clavaba en la parte donde el colmillo se unía con la carne. A continuación, Dhanu procedió a retirar aquel accesorio letal y el elefante se sintió automáticamente aliviado.

Con el animal mucho más calmado, Dhanu se subió a su lomo y, simplemente dándole unos sutiles toques en la base de las orejas con los pies, se bastó para conducirlo hasta la puerta del poblado. Allí se bajó de un salto, esperando que los extranjeros se marchasen para no volver.

Pero a Shakraditya aún le quedaba algo por hacer.

—Te has ganado mi respeto, Dhanu —dijo. Después se giró y las siguientes palabras se las dedicó a su mahout—. Tú, por el contrario, me has causado una inmensa decepción. Un mahout que no conoce a su elefante, no sabe cuidarlo ni es capaz de conseguir que lo obedezca no merece formar parte de mi ejército, donde solo quiero a los mejores.

El mahout palideció y, sabiendo lo que le esperaba, comenzó a balbucir un alegato de disculpa.

Shakraditya dio una orden y varios de sus hombres inmovilizaron al pobre desgraciado, al que tumbaron en el suelo. Al principio, el mahout gritó y se resistió ligeramente, pero enseguida aceptó su destino.

—¿Qué te propones? —inquirió Dhanu, cada vez más desconcertado por la situación.

—¿Yo? Nada —repuso el general mostrando una siniestra sonrisa—. Será su propio elefante quien se encargue de castigarlo como se merece.

El mahout se había puesto a llorar al tiempo que murmuraba una oración a su divinidad hindú predilecta.

—Ahora bien —prosiguió diciendo Shakraditya—, reconozco que voy a necesitar tu ayuda. ¿Podrías indicarle al elefante que utilice una de sus patas para aplastarle la cabeza? Sin duda, a ti te obedecerá.

Dhanu se sintió entre la espada y la pared. Aunque no deseaba tener nada que ver con aquella ejecución, sabía que negarse solo le traería problemas. Al menos, si hacía lo que se le pedía, lograría que las dichosas tropas del Imperio gupta se marchasen definitivamente de allí.

—Está bien —accedió.

Antes de nada, el jefe del poblado se encargó de que los niños que estaban en la plaza, incluidos los suyos, no presenciasen lo que iba a ocurrir. Luego se acercó al elefante y lo situó junto al mahout, al que mantenían inmovilizado contra el suelo. Dhanu palmeó la pata delantera derecha del paquidermo, que por su dócil comportamiento dio muestras de que ya tenía experiencia llevando a cabo aquella tarea. El animal alzó la pata y a continuación la dejó caer sobre la cabeza del mahout. No obstante, no aplicó una excesiva fuerza, lo que hizo que la muerte resultase más dolorosa de lo previsto. La víctima aulló. Los ojos se le salieron de las órbitas, los dientes se le astillaron y el cerebro le brotó por los oídos.      

Shakraditya se frotó las manos con satisfacción y, tras mandar recoger el cuerpo del fallecido, abandonó el poblado sin ninguna prisa.

Dhanu los observó partir en silencio y deseó con todas sus fuerzas no tener que volver a saber nada más de ellos.