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Coda

¿Recuerdan la metáfora musical del darwinismo que les planteé en el capítulo 2? El problema era transformar una melodia dodecafónica en el tema del Concierto de Aranjuez mediante pequeños pasos, cada uno de los cuales debía suponer una ligera mejora, una ínfima victoria de la tonalidad sobre el magma amorfo del atonalismo. No se trataba de un ejemplo realista, ya que en la historia real de la cultura las melodías tonales, como el Concierto de Aranjuez, no evolucionaron a partir de melodías dodecafónicas (las cosas, en realidad, ocurrieron exactamente al revés). Pero veamos ahora qué puede enseñarnos un ejemplo musical mucho más realista: el jazz, un asombroso invento evolutivo de la cultura humana. El jazz no surgió por una evolución darwiniana, gradual y parsimoniosa a partir del folclore norteamericano. Surgió de la suma constructiva de tres modos (o módulos) musicales que hasta principios del siglo XX habían permanecido totalmente separados e impermeables: el blues, las canciones de trabajo de los negros americanos y las marchas militares occidentales.

El resultado de una suma semejante no puede ser nunca perfecto, y el jazz fue en sus orígenes muy imperfecto, para desesperación de uno de sus primeros formalizadores, el gran Louis Armstrong. Su evolución darwiniana a lo largo de todo el siglo XX lo ha convertido en una forma musical cercana a la perfección. Y a la muerte. Afortunadamente, nuevos sucesos modulares lo han venido a rejuvenecer una y otra vez, en forma de toda clase de fusiones, hibridaciones y mestizajes, desde la incorporación de armonías de la música culta europea que encabezó Charlie Parker en los años cuarenta (el be bop), pasando por sus sucesivos hermanamientos con el rock (fusión), la samba (bossa nova), el folclore africano (afrojazz) y el flamenco (flamenco-jazz) en la segunda mitad del siglo, hasta la pareja de hecho que formó con el acid y otros estilos repetitivos en los noventa. Cada hibridación con otro estilo ha devuelto al jazz su condición original de imperfecto, pero también ha renovado su creatividad, su fertilidad, su evolucionabilidad. No olviden este último y esencial concepto: la naturaleza creativa del jazz no viene de un progresivo, lento y difícilmente explicable incremento de evolucionabilidad a partir de un estilo musical inicialmente rígido y estéril como la marcha militar. Viene de la combinación súbita de tres o más tradiciones musicales rígidas y estériles, pero que dejan de serlo precisamente como consecuencia de su fusión, como resultado inevitable de la suma, por fuerza incoherente, de sus recursos, de sus lenguajes, de sus armonías y sus timbres.

Quisiera haber mostrado en este libro que los grandes acontecimientos creativos de la evolución biológica se parecen mucho al jazz. No quiero decir con ello que la selección natural no exista —en mi opinión es obvio que existe—, ni que el gradualismo darwiniano sea irrelevante en la historia de la vida, ya que seguimos sin disponer de otra teoría capaz de explicar las adaptaciones que las especies muestran a su particular entorno. Lo que quiero decir es que los grandes pasos de la evolución, los incrementos de complejidad, las exploraciones de nuevos espacios de diseño, no consisten en una mera acumulación de ínfimas variaciones fijadas por la selección natural en la inmensidad del tiempo. Esas grandes innovaciones muestran tozudamente una pauta, un método en su locura: son acontecimientos singulares, relativamente súbitos, sin evidencias de transición gradual, y han ocurrido una sola vez en la historia de la Tierra.

Cuando uno se detiene a analizar las tripas genéticas de esos acontecimientos singulares, lo que suele encontrar no son lentas y penosas sustituciones de una letra por otra en el ADN, ni ínfimos sesgos en las sutiles curvas de una proteína. Estas mutaciones puntuales ocurren, por supuesto, pero que ocurran no es más que un signo de que el tiempo pasa, y de que ninguna fotocopiadora es perfecta. Los acontecimientos singulares de la evolución suelen ir acompañados de sucesos modulares en los genomas que los experimentan: incorporaciones de genomas completos, duplicaciones de sistemas integrados preexistentes, reutilizaciones de estrategias complejas cuya eficacia ya había sido probada con anterioridad. Módulos preexistentes que suman sus bien conocidas fuerzas, como en el origen del jazz.

El resultado inicial de los sucesos modulares es imperfecto, como el jazz de 1910, y requiere mucho pulido gradual posterior, basado en la selección natural. Pero el suceso modular también abre espacios de diseño previamente inexplorados, genera soluciones nunca antes atisbadas, crea verdadera novedad. Y la misma imperfección inicial es una indicación de la naturaleza no darwiniana del proceso, porque Darwin sólo nos permite fijar los cambios que supongan un incremento de adaptación al entorno, por mínimo que sea, y la imperfección nunca puede ser adaptativa. La evolución modular no está dirigida por el entorno, sino impulsada desde dentro del genoma, según recetas que muy poco tienen que ver con la adaptación darwiniana y la supervivencia del más apto.

¿Hay progreso en la evolución? La ortodoxia darwinista siempre ha estado dividida sobre esta cuestión, como lo estaba el propio Darwin. La selección natural no garantiza ninguna tendencia evolutiva sostenida, ni hacia el incremento de complejidad ni hacia ninguna otra parte. Todo son adaptaciones locales, transitorias, carentes de norte. Las bacterias no tienen por qué evolucionar hacia la formación de organismos pluricelulares y, de hecho, la aparición de éstos no molestó lo más mínimo a aquéllas, que siguieron practicando su discreto y eficaz estilo de vida sin inmutarse un ápice. Nada obligó a los metazoos radiales a evolucionar hacia Urbilateria, y ahí siguen las medusas 600 millones de años después de aquello. Sin embargo, algunos darwinistas ortodoxos como Theodosius Dobzhansky no dudaron en confesar que habían abrazado la selección natural como única garantía del cumplimiento del plan divino: una escalera al cielo que sólo podía conducir a la evolución del ser humano, la cima de la Creación.

La evolución modular permite mirar al problema del progreso desde un ángulo más sensato. Un suceso modular puede ser todo lo azaroso y errático que se quiera, pero su resultado tiene una probabilidad apreciable de generar progreso. Si varias bacterias se asocian en simbiosis, el resultado será probablemente una entidad más compleja que sus precedentes, por la sencilla razón de que el conjunto de varias cosas suele ser más complejo que una sola cosa. Una fila de diez genes Hox con sus baterías integradas de genes downstream es evidentemente un sistema más complejo que un solo gen Hox con la misma batería. La reutilización del sistema genético de polaridad segmental para dibujar círculos en las alas de las mariposas crea unos círculos que antes, simplemente, no existían. Nada de esto es consecuencia de una tendencia evolutiva sostenida, siempre difícil de explicar bajo los rígidos esquemas de la selección natural. Es consecuencia de la naturaleza aditiva de la evolución modular. Los módulos se incorporan, se duplican, se reutilizan, con el resultado inevitable de un incremento de complejidad. No estoy seguro de que Dobzhansky estuviera dispuesto a llamar «progreso» a esos incrementos de complejidad, pero yo no veo problema en utilizar esa palabra. La selección natural no es una fuente natural de progreso en biología. La evolución modular sí lo es.

¿Y qué hay de usted y de mí, lector? Si la evolución es una ciencia tan interesante es porque afecta inevitablemente a la percepción de nuestra propia naturaleza, a la cuestión inmensa del origen de la consciencia, de la inteligencia, de la creatividad, y ninguna reflexión sobre el darwinismo estaría completa sin medirse contra esas abrumadoras alturas. Es muy probable que los sucesos modulares subyazcan a la rápida evolución del cerebro humano, porque el cerebro no es más que un trozo de cuerpo, y se construye siguiendo los mismos principios básicos que los segmentos de los insectos, las alas de las mariposas y los ojos de los pulpos. La evolución modular es la explicación más probable de las múltiples discontinuidades que se observan en el registro fósil de los homínidos, y recordemos que la última de esas discontinuidades nos trajo a nosotros al mundo hace unos 50.000 años. Lo que ocurre es que, en el caso de un órgano —el cerebro— cuya especialización es precisamente intercambiar información con el mundo externo, el papel de la selección natural, es decir, de la adaptación a ese mismo mundo externo, ha tenido probablemente una importancia capital.

Para mí constituye una grandiosa paradoja que buena parte del mundo científico aceptara la teoría de Darwin para todo excepto para la evolución de la sacrosanta mente humana, que de algún modo debía quedar a salvo de la barbarie mecanicista de la selección natural. Porque si hay un dispositivo biológico que apesta a adaptación darwiniana por todos los poros, ése es precisamente la mente humana. Nuestra consciencia, nuestra inteligencia y nuestra creatividad, en parte heredadas de los primates, y en parte amplificadas en cadena por la invención evolutiva del lenguaje, constituyen un caso escandaloso de adaptación para el manejo casi instantáneo de informaciones muy complejas sobre el mundo y sobre los demás individuos, una habilidad que sin duda ha resultado crucial en el pasado de nuestro linaje. Nada en la consciencia humana tiene sentido si no es a la luz de la adaptación darwiniana por selección natural. Y el efecto Baldwin constituye una poderosísima herramienta a su servicio. Una herramienta tan eficaz como el lamarckismo, pero que no escapa de las fronteras del darwinismo ortodoxo. Me complace que este libro haya resultado al final tan poco dogmático. Y ahora perdónenme, que he quedado para tocar la guitarra.