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Más allá de Darwin
No se puede decir que Darwin tuviera miedo a las extrapolaciones. De sus observaciones de 1835 en las Galápagos, Darwin no concluyó que algunos pájaros mostraban cierta variabilidad en condiciones concretas de aislamiento geográfico, sino llana y directamente que las especies —así, en general— no eran estables. Eso es una extrapolación, ¿no les parece? Cuando, de vuelta a Inglaterra, su amigo John Gould le dijo que sus especímenes de pinzones no eran distintas variedades de una especie, sino distintas especies, su reacción casi inmediata fue postular que toda la vida en la Tierra había evolucionado a partir de «una o unas pocas formas» simples y primordiales, lo que tampoco está mal como extrapolación. Sin embargo, nunca acabó de animarse a dar un paso más atrás. Darwin podía muy bien haber dicho: Dadme una bacteria y os devolveré un ser humano. Pero nunca pretendió que su teoría de la evolución pudiera explicar la formación de la primera forma de vida primitiva, o de la primera bacteria, como diríamos hoy. Sólo un año después de la publicación de El origen de las especies, Darwin le escribió al naturalista norteamericano Asa Gray: «Me inclino a ver todo como el resultado de leyes diseñadas, con los detalles, sean buenos o malos, dejados a los oficios de lo que podríamos llamar azar». Darwin abandonó su fe cristiana durante la travesía del Beagle, pero nunca la sustituyó del todo por un ateísmo de corte moderno. Más bien, y al igual que su abuelo Erasmus, pareció abrazar una forma de deísmo, la creencia de que Dios había creado el mundo y sus leyes generales y después no había vuelto a intervenir. De ahí las «leyes diseñadas» que aparecen en la cita anterior. La sexta edición del Origen, de 1872, contiene nueve referencias a Dios. He aquí la más significativa:
Autores eminentísimos parecen estar plenamente satisfechos con la opinión de que cada especie ha sido creada de manera indepediente. A mi juicio, se aviene mejor a lo que conocemos de las leyes fijadas en la materia por el Creador el que la producción y extinción de los habitantes pasados y presentes del mundo hayan sido debidas a causas secundarias, como las que determinan el nacimiento y la muerte del individuo.
No podemos culpar a Darwin por esos coqueteos con la divinidad, y tampoco podríamos censurarle por creer que la primera forma de vida (y las leyes que la rigen) habían sido diseñadas por el Creador, si es que es eso lo que creía Darwin. La vida parecía, siempre había parecido, una cosa esencialmente diferente del mundo inanimado, y postular que el primer ser vivo, por simple y primitivo que fuera, se había formado a partir de la materia inerte debía parecer en la época un arrogante y extravagante exceso. Además, el darwinismo no es aplicable a cualquier objeto físico. Para poder actuar, el darwinismo necesita una entidad capaz de replicarse de forma levemente inexacta. Sólo así puede generarse una gama de entidades levemente distintas sobre la que pueda actuar la selección natural, perpetuando a unas y destruyendo a otras. Cualquier ser vivo cumple esas condiciones, y por lo tanto es susceptible de evolución darwiniana, pero la materia inerte nunca se comporta así. La materia inerte nunca saca copias de sí misma, ni exactas, ni levemente inexactas, ni garrafalmente dispares. ¿Cómo puede entonces la materia inerte evolucionar hacia una forma de vida, por simple que sea? Hemos visto varios saltos evolutivos en este libro, y cada uno de ellos ha supuesto un reto al darwinismo, pero todos ellos palidecen frente al origen de la vida. El paso de lo inerte a lo vivo es el salto de todos los saltos. No hablamos ya de un abismo evolutivo: hablamos de un abismo del que ni siquiera está claro que pueda ser evolutivo, un fenómeno que parece quedar fuera del ámbito de aplicación del darwinismo.
Esta situación cambió de golpe el 28 de febrero de 1953, cuando Francis Crick entró visiblemente emocionado en el pub The Eagle, en el centro de Cambridge, y anunció a la parroquia: «Hemos descubierto el secreto de la vida». Crick y Watson acababan de descubrir, a pocos metros del pub, la doble hélice del ADN, la razón última de que los seres vivos puedan sacar copias levemente inexactas de sí mismos. Y nada había de místico ni de especial en esa bellísima estructura: sólo bases químicas apareadas por las más ramplonas fuerzas eléctricas. Puede que Dios hubiera creado la vida, pero entonces Dios no era más que un bioquímico bastante vulgar. O, como hubiera dicho Darwin, «se aviene mejor a lo que conocemos» la idea de que el ADN, o algo parecido al ADN, se había formado en la Tierra a partir de sus rastreros componentes químicos, sin más ayuda que el tiempo y una fuente de energía como la radiación solar. Para redondear esta segunda muerte de Dios, fue en el mismo año de 1953 cuando Stanley Miller y Harold Urey mostraron que los componentes químicos básicos de la vida podían formarse espontáneamente en un recipiente de laboratorio, sin más material de partida que las sustancias químicas más simples, como el agua, el metano y el amoniaco, y un torpe chispazo eléctrico sostenido durante una semana. Los grandes problemas conceptuales para que la vida pudiera surgir de la materia inerte habían sido barridos. Sólo quedaba resolver los detalles.
Pero cincuenta años después, los científicos siguen intentando resolver los detalles. El problema principal es que el ser vivo más simple que conocemos, el más pequeño microorganismo de vida autónoma, es ya extraordinariamente complicado. Si la primera célula, seguramente una bacteria, se formó en la Tierra a partir de la materia inerte, es obvio que no pudo hacerlo en un solo paso. Debió haber numerosos intermediarios. Y si fue así, ¿dónde están sus herederos? Los resultados de los miles de millones de ensayos para construir una bacteria. Los titubeos, las vacilaciones, las salidas en falso. La inmensa mayoría murieron sin dejar descendencia, por supuesto, pero ¿alguien se habría atrevido a predecir, a deducir de los principios darwinianos, que sólo habría un ganador de ese proceso? ¿Que una única célula bacteriana, surgida de la sopa química primordial, sí, pero dotada de toda la desesperante complejidad de cualquier célula por simple que ésta sea, iba a dar lugar a todos, a todos los seres vivos que existen actualmente y a todos los que ya han dejado de existir en este duro mundo de fiera competencia y flaca memoria?
Una solución simple puede muy bien ser única: cualquier instrumento que sirva para comer sopa debe tener la forma aproximada de una cuchara. Pero a nadie se le ocurre que una solución compleja pueda ser única. No puede haber una sola forma de organizar el tráfico en una ciudad de tres millones de habitantes (aunque el alcalde de Madrid parece pensar que no hay ninguna), como no puede haber una sola forma de analizar la historia del arte, ni de improvisar un solo de saxo sobre las armonías del Giant Steps de John Coltrane, ni de escribir una novela policiaca en la que el asesino resulte ser el narrador. Ni siquiera Bill Gates debe estar convencido de que Windows es el único sistema operativo capaz de hacer funcionar a un ordenador. Los problemas complejos siempre tienen numerosísimas soluciones. ¿Dónde están las otras soluciones para generar vida a partir de la materia inerte? Cabría esperar encontrarlas por todas partes, por mucho que, según nuestros criterios antropocéntricos, resultaran menos brillantes, menos compactas o menos evolucionables que la solución que acabó generándonos a nosotros.
Pero el caso es que no es así. Todas las malditas células que constituyen su cerebro, lector, todas las malditas células que forman el hígado de un camello, todas las que conforman el ala de una mariposa y todas las condenadas bacterias que hay en el mundo, que también son células, descienden evidentemente de la misma Eva, de la única madre de todas las células. ¿No es esto sorprendente? Yo creo que es extraordinariamente sorprendente. Y sin embargo no hay la menor duda de que es así. Que Eva es una y sólo una se puede mostrar de muchas formas: la universalidad del metabolismo central, es decir, de las principales y complejas estrategias que todas las células usan para procesar energía; la universalidad de las membranas plasmáticas, las barreras que todas las células usan para individualizarse del entorno y para dividirse en múltiples compartimentos selectivamente estancos; la universalidad del ADN, el soporte que todas las células utilizan para almacenar información y replicarla establemente. Las pruebas son innumerables. Pero ninguna es tan aplastante como la universalidad del código genético.
FIGURA 16.1: El código genético es el diccionario que traduce cada palabra de tres letras en el ARN (por ejemplo CAT, o TAG) por su aminoácido correspondiente.
La expresión «código genético» se utiliza mal el 99% de las veces que se utiliza, que son muchas. Casi todo el mundo la emplea como rimbombante sinónimo de «ADN», de «genoma» o incluso de «herencia», y posiblemente ya sea tarde para evitar la fijación de esos significados corruptos. Pero el código genético es algo mucho más concreto que todo eso: es el sistema de reglas que transforma el lenguaje del ADN (…ACCAGCTTCGAC…) al lenguaje de las proteínas (…alanina-triptófano-glicina-glicina…, véase glosario). Cada serie de tres letras en el ADN de un gen significa un aminoácido en la proteína correspondiente, y el código genético no es más que el diccionario que traduce lo primero en lo segundo. Y la paradoja horrible es que, con extrañísimas e irrelevantes excepciones, ese diccionario es el mismo en todas las especies del planeta Tierra. La paradoja es horrible, como digo, porque no hay ninguna razón física para que «GCT» signifique el aminoácido «alanina», y por lo tanto la universalidad del código genético sólo puede estar revelando que toda la vida de la Tierra proviene de una sola bacteria primitiva que ya utilizaba ese diccionario. Pero entonces, ¿de dónde salió ese diccionario? Esto no supondría un problema asfixiante si el diccionario fuera simple, pero no lo es. El diccionario consiste en veinte proteínas (llamadas, espantosamente, aminoacil-tRNA sintetasas) que se ocupan de fabricar una batería de «adaptadores» (también llamados tRNAs o ARNts). Un adaptador es una molécula que lleva en un extremo tres letras y en el otro un aminoácido: no cualquier aminoácido, naturalmente, sino el aminoácido significado por las tres letras en cuestión. Que los adaptadores vinculen físicamente una serie de tres letras con un aminoácido concreto es la razón última de que el código genético sea el que es, y no otro. Y que los adaptadores sean así se debe a la actividad de la mencionada veintena de proteínas llamadas aminoacil-tRNA sintetasas. Pero estas proteínas no existirían si la información necesaria para construirlas no estuviera contenida en una veintena de genes. Y para traducir esos 20 genes a las 20 proteínas mencionadas se necesita un código genético. ¡Pero el código genético son precisamente esas 20 proteínas! ¿No les dije que era horrible? Parece una pesadilla de Escher.
Intuir cómo pudo evolucionar el código genético a partir de la materia inerte es posiblemente el mayor reto que tiene planteado ahora mismo el evolucionismo precelular. Desde los años sesenta no han faltado intentos de encontrar una solución a este crucigrama astral, pero la verdad es que no han sido muy fructíferos.
FIGURA 16.2: La razón de que el código genético sea el que es (y no otro) son estas moléculas adaptadoras, llamadas tATNs (ARNs de transferencia). Los tATNs llevan en un extremo tres letras de ATN y, en el otro, un aminoácido concreto. La relación entre las tres letras y el aminoácido no tiene una causa física inevitable: cualquier grupo de tres letras podría significar cualquier aminoácido. Que sean las que son es responsabilidad de las enzimas que sintetizan los tARNs: las aminoacil-tRNA sintetasas, que son la esencia última del código genético.
En septiembre de 1971, dieciocho años después de haber entrado en el pub The Eagle anunciando su descubrimiento del secreto de la vida, Francis Crick asistió a una reunión científica sobre «comunicación con la inteligencia extraterrestre» (CETI, en sus siglas inglesas) organizada en Yerevan, en la entonces Armenia soviética. Le acompañaba su amigo Leslie Orgel, uno de los mejores especialistas del mundo en el problema del origen de la vida. Sin duda inspirados por la atmósfera un punto freak que se respiraba en aquel congreso, y quién sabe si también por algún contundente bebedizo eslavo. Crick y Orgel se dejaron invadir por una duda casi metafísica. Así lo contó después el propio Crick:
Leslie Orgel y yo tuvimos la idea de que quizá la vida sobre la Tierra se había originado a partir de organismos enviados en una nave no tripulada procedente de una civilización superior de alguna otra parte. Dos datos hicieron nacer en nosotros esta teoría, uno era la uniformidad del código genético, que nos sugería que la vida había evolucionado a través de una pequeña población, produciendo un cuello de botella. La otra era el hecho de que la edad del Universo parecía ser dos [o tres] veces mayor que la de la Tierra, con lo cual había tiempo para que la vida hubiera evolucionado dos [o tres] veces, desde los comienzos más simples hasta la inteligencia de alta complejidad […]. Llamamos a nuestra teoría panespermia dirigida. (CRICK, 1981.)
Pero ¿qué es esto? ¿Una especie de deísmo científico? Bueno, pues así parece considerarlo casi todo el mundo. Veamos rápidamente unas cuantas reacciones a la panespermia dirigida de Orgel y Crick. El primer ejemplo es de Daniel Dennett: «La razón por la que la ortodoxia prefiere asumir que la vida nació en la Tierra es que ésta es la hipótesis más simple y científicamente accesible. […] Los biólogos serían hostiles a cualquier hipótesis que propusiera que el ADN primitivo fue manipulado por ingenieros genéticos de otro planeta que alcanzaron el dominio de la alta tecnología antes que nosotros y nos hicieron un truco». Veamos otro de Robert Shapiro, químico especializado en ADN de la universidad de Nueva York: «Algunos científicos han sugerido la posibilidad de que la vida se originara en otra parte y desde allí migrara al planeta Tierra. Pero aunque hubiera sido así, seguiría sin resolverse la cuestión fundamental, que es la del mecanismo: ¿cómo llegó la vida a existir?». Aquí va otra, de Michael Ruse: «¡Es una memez! La panespermia no resuelve ningún problema, simplemente se lleva el problema un paso atrás. ¿De dónde salieron esos ingenieros extraterrestres?». Y, para no aburrir, acabemos con una de Lynn Margulis:
La primera bacteria era ya tan complicada que Sir Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN, hizo una propuesta pasmosa. Crick escribió un influyente libro, La vida misma, que argumentaba que la vida, debido a su abrumadora complejidad, debe haber sido traída a la Tierra desde el espacio exterior. Sugirió que la vida bacteriana fue enviada aquí por una civilización extraterrestre para sembrar el planeta Tierra […]. Esta idea, llamada panespermia o pangénesis y postulada desde hace siglos, deriva, en mi opinión, de la ignorancia de la evolución en la Tierra. Transferir el problema del origen de la vida al espacio exterior es insatisfactorio. ¿Por qué la vida se habría originado en otro planeta más fácilmente que en la Tierra? Dondequiera que la vida celular se originara, se enfrentaría a los mismos problemas relativos al origen. (MARGULIS, 1998.)
FIGURA 16.3: Si los marcianos hubieran llegado ya a la Tierra, este sería su retrato de familia: de izquierda a derecha, Francis Crick, Alex Rich, Leslie Orgel y James Watson.
Como se ve, la panespermia dirigida no le gusta a casi nadie, y todos los argumentos contra ella se pueden resumir en uno: no resuelve nada, puesto que ahora hay que explicar cómo evolucionaron los ingenieros extraterrestres a partir de la materia inerte, y volvemos a estar en las mismas. La verdad es que dan ganas de tirar por la borda a la maldita panespermia dirigida, aunque sólo sea por lo difícil que debe resultar poner de acuerdo a Dennett, Ruse, Shapiro y Margulis para denostarla (y es seguro que se podrían añadir varios cientos más de nombres prestigiosos a la lista). Y sin embargo… ¿qué puedo decir? En 1951, el gran científico austríaco Erwin Chargaff, el mayor experto del mundo en la bioquímica del ADN, llamó «payasos» a Watson y Crick. Dos años después, los dos payasos propusieron la doble hélice del ADN, uno de los mayores descubrimientos científicos de la historia. El modelo de la doble hélice no sólo explicaba de inmediato por qué los seres vivos pueden sacar copias de sí mismos, sino que implicaba que la información genética —lo único que es distinto entre dos genes distintos— debía estar contenida en el orden de las bases a lo largo del ADN, al igual que la información literaria está contenida en el orden de las letras en un texto. Crick supo ver esto inmediatamente, pero casi ningún científico aceptó esa idea al principio: parecía demasiado nítida e ingenieril, demasiado informática para ser real. Pero resultó ser verdad. En 1961, colaborando con Sidney Brenner y basándose en un experimento genético insultantemente simple y elegante —el único experimento que Crick ha hecho con sus propias manos en toda su larga vida— dedujo que el código genético estaba compuesto por palabras de tres letras (cada tres bases del ADN significan un aminoácido en la proteína), que no tenía comas y que las palabras sin sentido debían ser bastante infrecuentes. Varios laboratorios de la élite bioquímica —entre ellos el de Severo Ochoa— comprobaron tras años de trabajos forzados que todas esas predicciones de Crick eran exactas. En 1955, Crick postuló, sin más ayuda que la de sus neuronas, que el código genetico, es decir, la traducción de los genes en proteínas, debía basarse en una serie de «adaptadores» —los acabamos de ver más arriba— hechos de ARN que por un lado mostraran un grupo de tres bases y por el otro llevaran pegado un aminoácido. Las tres bases debían ser complementarias a un grupo de tres bases en el gen, y debían unirse a ellas mediante un tipo débil de enlace químico conocido como puente de hidrógeno. El aminoácido, sin embargo, estaría pegado por otro tipo de enlace, más fuerte y llamado covalente, al otro extremo del adaptador. Los adaptadores imaginados por Crick fueron descubiertos muchos años después, y se denominaron ARNs de transferencia (o tARNs). Tenían exactamente las propiedades predichas por Crick. En el campo de la biología del desarrollo, Crick y su colaborador Peter Lawrence apoyaron en los años setenta una vieja teoría —los gradientes— que, tras ser denostada durante dos décadas por el star system científico, reveló en los años noventa su exactitud y fertilidad. En la biología del desarrollo, hoy no se ven más que gradientes por todos lados. En fin, yo me lo pensaría dos veces antes de decir que una teoría de Crick es una memez.
FIGURA 16.4 ¿Dudaría usted de una teoría de este hombre? Francis Crick y su enigmática pizarra, alrededor de 1980.
Es cierto que la panespermia dirigida no resuelve el fondo de la cuestión, puesto que si se acepta la teoría hay que explicar cómo evolucionaron los ingenieros extraterrestres a partir de la materia inerte, y no hemos adelantado nada (más bien hemos retrocedido varios miles de millones de años, y al menos cientos de años luz). Pero fíjense en dos cosas: primera, que el hecho de que una teoría no resuelva el fondo de un problema no quiere decir que sea errónea; y segunda, que el origen de la vida podría ser muchísimo más fácil de explicar en el planeta Mongo que en la Tierra. La dificultad horrible con la que se enfrenta cualquier hipótesis sobre el origen de la vida en la Tierra es que, aparentemente, sólo ocurrió una vez, como revela con particular claridad la universalidad del código genético. Pero ¿quién nos dice que en el planeta Mongo las cosas no sucedieron de otro modo?
Imaginemos, por ejemplo, que en Mongo, y después de unos pocos miles de millones de años de evolución, los primeros seres inteligentes descubrieran, andando la historia, las ciencias de la genética, la evolución y la biología molecular. Y que, tras cultivarlas, se dieran cuenta de que su propia estructura biológica era sólo una entre muchas otras soluciones existentes. Sigamos imaginando que los paleontólogos de aquella civilación alienígena acabaran por descubrir que los primeros organismos vivos tardaron miles de millones de años en aparecer en su planeta, en un inacabable proceso de prueba y error que produjo varios tipos, y no sólo uno, de soluciones viables. Imaginemos que las predicciones darwinianas que nosotros, los terrícolas, hubiéramos hecho hace sólo cincuenta años, y que tan desencaminadas han resultado en la Tierra, fueran correctas en aquel planeta. Pues entonces ya lo tendríamos: nos habríamos llevado el problema a otro lado, en efecto, pero en ese otro lado lo habríamos resuelto, mira tú.
Quizá en Mongo sí hay cientos de formas de transición (entre la materia inerte y la primera célula) que han dejado descendientes para atestiguar la naturaleza gradual del proceso. Quizá en Mongo sí se cumplan las predicciones del darwinismo, o mejor dicho, de la extrapolación precelular del darwinismo: multiplicidad de ensayos, evidencias actuales de la transición gradual que generó la primera célula, pluralidad de códigos genéticos, etcétera. Es en la Tierra donde esas predicciones no parecen cumplirse. En el libro al que se refiere Margulis, que es de 1981, Crick ya planteó ese argumento explícitamente:
Una persona honrada, armada con todo el conocimiento disponible en la actualidad, sólo podría afirmar que, en algún sentido, el origen de la vida parece por el momento casi un milagro […]. De momento no podemos decidir si el origen de la vida en la Tierra fue un suceso extremadamente improbable o [tan probable que resultó] casi inevitable. O cualquier posibilidad entre esos dos extremos. Si fue altamente probable, no hay problema. Pero si resulta que fue muy improbable, estaremos forzados a considerar la posibilidad de que la vida pudiera haber surgido en otros lugares del universo en los que posiblemente, por una razón u otra, las condiciones fueron más favorables. (CRICK, 1981.)
Ésa es la verdadera razón de Crick para proponer una teoría tan lunática y tan mal vista como la panespermia dirigida: que todo indica que la evolución de la vida a partir de la materia inerte fue un suceso muy improbable en la Tierra (si es que ocurrió en la Tierra), hasta el punto de que, si tuvo lugar aquí, sólo ocurrió una vez, y con la consecuencia obvia de que podría perfectamente no haber ocurrido ninguna vez. Esto lo acepta casi todo el mundo. Lo que nos dice Crick es que esas dificultades no tienen por qué ser universales. La vida en otros planetas no tiene por qué mostrar una pauta tan extravagante, con un solo código genético omnipresente pese a su arbitrariedad, y con las primeras bacterias apareciendo en el registro fósil en el mismo momento en que el planeta se enfrió y dejó de ser literalmente bombardeado por millones de devastadores meteoritos, cada uno con una potencia suficiente como para borrar del mapa cualquier intento previo de evolución precelular. Quienes critican a Crick porque su teoría no hace más que llevarse el problema un paso atrás no parecen haber entendido este punto. Y yo creo que ése es el punto crucial. La aparente improbabilidad de la evolución de la primera célula pone el problema del origen de la vida en el mismísimo límite de lo científicamente aceptable. Es necesario encontrar una explicación convincente para sortear ese horrible escollo. La panespermia dirigida es una posible explicación, y no mucho más lunática que las escalofriantes contorsiones que el establishment favorece en la literatura técnica sobre el origen de la vida. Lo que no vale es minimizar la magnitud del problema y seguir repitiendo la parábola de la sopa y el estanque templado como una letanía. Los rezos no son ciencia.
Un tema central de este libro es la evolución modular. ¿Puede ese esquema ayudar en algo en el asunto del origen de la vida? Dan ganas de pensar que sí: seguramente la célebre célula bacteriana primordial —llamémosla Eva— no se formaría de un golpe para pillar por sorpresa a todos los grumos prebiológicos estúpidos que flotaban a su alrededor por el estanque templado o la sopa química en la que evolucionó la vida. Si Eva iba a ser tan compleja, es tentador pensar que sus subsistemas debieron formarse mucho antes que ella. Incluso que las pequeñas partes de sus subsistemas se hubieran ido formando y que, dotadas de cierta autonomía, se hubieran reproducido, esparcido, diseminado. Algunas de sus combinaciones, puestas en común por el azar del encuentro, habrían logrado un éxito parcial de mayor nivel y luego se hubieran diseminado también. Algunas combinaciones de esas combinaciones se habrían alzado a un nivel mayor de integración de sistemas. Al final —al final del principio—, algunas combinaciones de combinaciones de combinaciones de partes (de partes con sentido) hubieran dado lugar a varias Evas que se habrían revelado como un nivel de organización mejor y más eficiente que todo lo anterior, y que habrían propagado su éxito para después seguir evolucionando de forma más fructífera que nunca. Nada se opone a un esquema de este tipo. Es más, muchos científicos que insisten en la naturaleza gradual de la evolución postcelular (a la que se refiere el darwinismo propiamente dicho) aceptarían de buen grado un esquema modular para la evolución precelular.
La idea, sin embargo, se enfrenta a un problema muy grave. Si las cosas hubieran sucedido como acabamos de referir, cabría esperar encontrar por algún lado a los descendientes de esos seres autónomos y parcialmente exitosos que precedieron —y construyeron— a Eva, ¿no? Por incompletos o imperfectos que fueran según nuestras escalas, los descendientes de esas pre-Evas serían hoy seres vivos respetables. Algunos habrían encontrado nuevas combinaciones que, aunque no tan perfectas como Eva, habrían elevado a su estirpe a unos índices de organización más altos. Hoy encontraríamos en los seres vivos muchas formas de que una célula pudiera organizarse de forma compleja, algunas mejores que otras, algunas más flexibles para evolucionar que otras, muchas de ellas igual de buenas y de flexibles pero cada una con sus peculiaridades, con sus distintas soluciones, con sus caprichos. ¿No hubiera usted predicho esto? Yo sí, desde luego.
Echemos un vistazo a los otros ejemplos de evolución modular que hemos considerado en capítulos anteriores. El surgimiento de la célula eucariota no hizo desaparecer a las bacterias —a los módulos— que la constituyeron: los descendientes de esos módulos siguen hoy mismo nadando por ahí. La evolución de Urbilateria no hizo desaparecer a los metazoos de simetría radial que aportaron a Urbilateria sus módulos, formados por un gen selector y una batería coherente de genes downstream. Si la primera bacteria se formó por evolución modular, es decir, por la agregación o duplicación de subsistemas coherentes más o menos autónomos, yo esperaría encontrar rastros actuales de esos subsistemas, o al menos una combinación de ellos que fuera diferente de la omnipresente solución que dio lugar a todos los seres vivos que existen en la Tierra, incluido el código genético universal en este planeta. ¿Dónde están esos rastros del pasado modular de la primera célula? No los hay, que sepamos. Por supuesto, siempre puede uno agarrarse a que la aparición de la vida celular fue un éxito tan rotundo que barrió del mapa a todo lo anterior, pero, sinceramente, creo que las excusas de ese tipo son de todo punto inútiles en la ciencia teórica. Las predicciones naturales de la evolución modular no se cumplen en el caso del origen de la primera célula. Punto.