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Evolución modular

En 1980, el Estado de Arkansas aprobó una ley para que la lectura literal de la Biblia se enseñara en las escuelas como una alternativa al darwinismo, tratada en pie de igualdad con él a todos los efectos. La Unión Americana por las Libertades Civiles recurrió la ley por inconstitucional y, durante el juicio consecuente, citó como testigos en apoyo de sus tesis al evolucionista de Harvard Stephen Jay Gould y al filósofo de la ciencia británico-canadiense Michael Ruse. Durante una de las largas esperas en los pasillos de los juzgados, el reputado creacionista Duane T. Gish, autor del libro Evolución: los fósiles dicen no, que se había vendido como rosquillas en Estados Unidos, abordó a Ruse y le dijo:

—El problema con ustedes los evolucionistas, doctor Ruse. es que no juegan limpio.

—¿Cómo? —dijo Ruse.

—El cristianismo nos dice de dónde venimos, adónde vamos y qué debemos hacer mientras tanto. El evolucionismo les dice a ustedes de dónde vienen, adónde van y qué deben hacer mientras tanto. Ustedes tienen su propio Dios, y Su nombre es Charles Darwin.

Veinte años después, Ruse, que ya era entonces y sigue siendo un darwinista ortodoxo convencido, además de un ateo irredimible, ha confesado que nunca ha logrado quitarse de la cabeza aquel episodio y que, por extraño que pueda parecer, ha llegado a convencerse de que el creacionista Gish terna toda la razón en su crítica. El filósofo ha explicado recientemente:

El evolucionismo nació como una especie de ideología secular, como una alternativa explícita al cristianismo. Uno de los primeros evolucionistas fue el médico del siglo XVIII Erasmus Darwin, el abuelo de Charles. Erasmus no era ateo, pero a diferencia de los cristianos, que creen en un Dios que interviene continua y milagrosamente en el mundo que ha creado, él veía a Dios como un ser que decide al principio el curso futuro de la naturaleza, dicta unas leyes físicas inviolables y no vuelve a actuar. Deísmo, se llama esto, por oposición al teísmo cristiano. Lo que intentó su nieto Charles en El origen de las especies fue proponer una teoría de la evolución menos ideológica, más estrictamente científica. Pero su intención se vio frustrada casi de inmediato por sus seguidores, en particular por su célebre bulldog, el gran científico y reformador social británico Thomas Henry Huxley, que utilizó la teoría de Darwin para minar los cimientos del cristianismo. Huxley veía el cristianismo como un aliado del poder y de las fuerzas reaccionarias a las que quería derribar. (El País, 19 de enero de 2002.)

Ruse cree que, incluso hoy, la evolución sigue siendo promulgada como una religión secular, y que los darwinistas contemporáneos siguen utilizando la teoría de Darwin como una especie de «cimiento metafísico» del que irradian toda clase de principios y directrices que poco tienen que ver con la ciencia. Los evolucionistas Lynn Margulis y Stephen Jay Gould —dos notorias víctimas de la Santa Inquisición neodarwiniana— se han expresado a menudo en parecidos términos, y yo no puedo más que manifestarme de acuerdo con ellos: ya hemos visto en este libro algunos ejemplos de ese tic dogmático. Y no olvidemos que uno de los padres de la teoría sintética, Theodosius Dobzhansky, fue un hombre de gran fervor religioso que veía en la selección natural darwiniana una verdadera escalera al cielo, en un sentido muy literal. En palabras de Ruse:

Desde el principio, Dobzhansky reconoció que se dedicó a la empresa evolucionista con una misión, en su caso religiosa: la esperanza de demostrar que la evolución tiene un propósito divino y que el hombre es su producto más perfecto, la apoteosis de un proceso ascendente y progresivo. (RUSE, 2001.)

Uno de los efectos secundarios de este contradictorio ángulo religioso del evolucionismo es que a menudo parece imposible expresar una crítica científica —no me refiero ahora a los creacionistas— a la teoría de Darwin sin enmarcarla en una especie de declaración de fe, o de falta de fe. «Desde que la aprendí en primero de carrera, siempre me sentí incómodo con la teoría sintética», declaró el físico británico Fred Hoyle antes de desarrollar un soporífero modelo estadístico que pretendía demostrar la imposibilidad de que la selección natural produjera estructuras biológicas complejas. Los prefacios a cualquier propuesta heterodoxa, sensata o no, suelen adoptar la forma de una letanía: nunca he podido creer en la selección natural, siempre he encontrado inconcebible que el gradualismo darwiniano genere progreso, jamás he compartido la fe adaptativa de la teoría sintética, etcétera. A la inversa, cualquier crítica al mecanismo de la selección natural suele ser atribuida por la ortodoxia darwinista a algún turbio prejuicio religioso, ideológico o estético de su ponente, y condenada en consecuencia con los correspondientes anatemas.

Mi ejemplo preferido de este último fenómeno es la conclusión que el filósofo darwinista Daniel Dennett alcanzó en 1995 sobre las verdaderas razones que movieron a Stephen Jay Gould a dudar del poder omnímodo de la selección natural:

¿Qué objetivos ocultos —morales, políticos, religiosos— han motivado a Gould? Por muy fascinante que sea esta cuestión, voy a resistir la tentación de tratar de responderla, aunque en su debido momento consideraré brevemente, como es mi deber, las hipótesis rivales que se han sugerido [por otros darwinistas ortodoxos]. Bastante tengo que hacer con defender la propuesta, reconocidamente chocante, de que la pauta de las revoluciones fallidas de Gould revela que el evolucionista laureado de Norteamérica [el propio Gould] siempre se ha sentido incómodo con el núcleo fundamental del darwinismo. […] Una forma de interpretar las campañas científicas de Gould a lo largo de los años podría ser como un intento de restringir la teoría evolutiva a una tarea apropiadamente modesta, creando un cordón sanitario entre ella y la religión. (DENNETT, 1995.)

Confieso que los argumentos de este tipo me resultan desconcertantes en grado sumo, aunque sólo sea porque conozco muy de cerca un caso que los contradice: el mío. Yo era un darwinista ortodoxo y convencido, y ahora he dejado de serlo. ¿Qué objetivos ocultos han guiado mi pérdida de fe? Era entonces y sigo siendo un correoso ateo, un izquierdista moderado y un amante del jazz. Darwin sigue siendo un modelo intelectual para mí, y sigo valorando el neodarwinismo como lo que es: un sólido argumento matemático para compatibilizar la naturaleza discreta del gen con el gradualismo darwiniano. ¿Cuáles son entonces mis objetivos ocultos? Casi me da vergüenza confesar que no hay ninguno. Mi fe en el darwinismo se ha disipado por las más grises, planas y aburridas razones científicas, exactamente igual que mi fe en que toda partícula infecciosa debe contener su propio ADN se disipó cuando Stanley Prusiner demostró la existencia de los piñones, las proteínas que transmiten el mal de las vacas locas. Pese a las arraigadas convicciones darwinistas de mi juventud, he llegado a persuadirme, a base de palos propinados por la evidencia, de que (al menos algunas de) las principales innovaciones biológicas de la historia de la Tierra tienen un mecanismo causal no darwinista, no explicable por la lenta acumulación de pequeñas mejoras adaptativas. He llegado a la convicción científica de que esas innovaciones tienen una naturaleza modular: consisten en la incorporación, o en la nueva utilización, de módulos genéticos completos y previamente funcionales. Admitiré de buen grado cualquier crítica científica contra esta idea, pero me partiré de risa si alguien pretende adjudicarla a una motivación mística, moral, religiosa o ideológica de cualquier tipo.

¿Qué quiero decir por evolución modular? Ya hemos visto los dos mejores ejemplos. El origen de la célula eucariota fue un caso esencial de evolución modular, como ha demostrado (sobre todo) Lynn Margulis por encima de toda duda razonable. Es difícil imaginar un acontecimiento evolutivo más relevante que la formación de la célula eucariota, y hoy sabemos que el proceso que la generó no fue darwiniano, sino modular. La célula eucariota se formó por simbiosis, es decir, por la suma de tres (o más) módulos genéticos completos y previamente funcionales: tres genomas bacterianos, de hecho. Esto no quiere decir que la selección natural no exista, ni tampoco que no tuviera ningún papel en aquel suceso concreto. Tras la simbiosis, había un montón de trabajo que hacer para ajustar los tres genomas, eliminar redundancias y descartar las versiones deficientes, y esa tarea de edición la ejecutó la selección natural con toda probabilidad. Pero la explicación última del proceso en su conjunto no es la selección natural, sino la evolución modular. Si le queda a usted alguna duda, imagínese que no sabe nada de Lynn Margulis, siéntese un par de horas con un papel y un lápiz e intente postular una ruta darwiniana para crear la célula eucariota desde una sola bacteria, a base de pequeños pasos adaptativos. Es muy posible que lo consiga —varios científicos lo han hecho antes que usted—, pero lo que es seguro es que la ruta que usted proponga no tendrá absolutamente nada que ver con la realidad.

Otro ejemplo de evolución modular, aunque muy distinto y aún demasiado hipotético, es la invención del sistema para organizar el eje anteroposterior en todos los animales bilaterales, basado en la fila Hox. El módulo aquí es un solo gen Hox con su batería de genes downstream, un sistema genético integrado y previamente funcional, posiblemente ya utilizado por la hidra y otros primitivos metazoos diploblásticos para organizar y regenerar sus escasas estructuras diferenciadas. La simple duplicación serial y divergencia del gen Hox inicial generó esencialmente desde dentro del genoma un cuerpo metamérico, organizado a lo largo de su eje por una decena de versiones del módulo genético original. Nuevamente, la selección natural tuvo mucho trabajo que hacer para pulir y elaborar este sistema. Y más aún: es muy posible, en mi opinión, que un esquema calcado de la selección natural, aunque sólo operativo dentro del genoma, actuara durante la serie de duplicaciones y divergencias genéticas que dieron lugar a la fila Hox, como hemos visto en el capítulo 8. Por eso sólo lograron prosperar en el genoma los nuevos genes Hox que incrementaban la afinidad por los genes downstream. Pero, de nuevo, la explicación última del proceso en su conjunto no es la selección natural, sino la evolución modular: la nueva utilización de módulos genéticos complejos, completos y previamente funcionales.

Es evidente que estas ideas no tienen nada de místico, ni de moral ni de religioso. ¿Por qué deberían suscitar el rechazo del establishment de la biología evolutiva? Creo que hay dos razones. Vamos con la primera. Acabamos de ver que Dobzhansky enarboló el gradualismo darwiniano como un último recurso para salvar a Dios y a la cúspide de Su creación, el hombre que Él creó a Su imagen y semejanza. El gradualismo darwiniano representaba para Dobzhansky el único camino seguro hacia los cielos, porque las brusquedades tienen un componente impredecible que encaja muy mal con el plan divino. Las motivaciones religiosas de Dobzhansky son realmente curiosas, porque la insistencia de Darwin en permanecer adherido al más estricto gradualismo se debió en buena medida a todo lo contrario: a la necesidad de eliminar a Dios para permitir que la teoría de la evolución pudiera salir adelante. En palabras de Richard Dawkins:

Para Darwin, cualquier evolución que tuviera que ser ayudada por Dios mediante saltos no era evolución en absoluto. Convertía en un disparate el punto central de la evolución. Bajo este ángulo, es fácil ver por qué Darwin reiteró constantemente el carácter gradual de la evolución. (DAWKINS, 1986.)

Dennett también ha incidido en este punto, aunque refiriéndose sólo a un aspecto parcial (y muy cuestionado en nuestros días) del gradualismo de Darwin, la naturaleza parsimoniosa de las extinciones:

Es verdad que Darwin tendió a insistir, de manera miope, en la naturaleza gradual de todas las extinciones, pero los neodarwinistas han reconocido desde hace tiempo que esto era debido a su ansia de distinguir su punto de vista de las varias formas de catastrofismo que estorbaban la aceptación de la teoría de la evolución por selección natural. Debemos recordar que, en tiempos de Darwin, milagros y calamidades como el Diluvio Universal constituían el principal rival del pensamiento darwiniano. Poco puede sorprender que Darwin tendiera a huir de cualquier cosa que pudiera parecer sospechosamente repentina y conveniente. (DENNETT, 1995.)

Dawkins y Dennett tienen mucha razón, pero precisamente por ello podemos ignorar soberanamente esta primera motivación del establishment para huir de las brusquedades. Estamos en el siglo XXI, y el principal rival científico del pensamiento darwiniano ya no tiene nada que ver con los saltos ayudados por Dios, ni con las varias formas del catastrofismo decimonónico, ni con el Diluvio Universal ni con el portal de Belén. Así que pasemos a la segunda razón del rechazo neodarwinista a cualquier cosa que huela vagamente a un salto evolutivo. Oigámosla, una vez más, expuesta por la inmejorable pluma de Dawkins:

Existen razones generales para dudar que las macromutaciones o los monstruos [en referencia al monstruo esperanzado de Richard Goldschmidt] sean importantes para la evolución. Los organismos son máquinas extremadamente complicadas y finamente ajustadas. Si se toma una máquina complicada, incluso una que no funcione de manera óptima, y se produce una gran alteración al azar en sus entrañas, la probabilidad de que mejore es ciertamente muy baja. Pero, si la alteración aleatoria es muy pequeña, sí se la puede mejorar. […] Cada especie de animal y de planta es una isla de viabilidad situada en un vasto mar de ordenaciones concebibles de las que la gran mayoría, si es que alguna vez llegara a existir, moriría. […] Una pequeña mutación —un alargamiento fraccional de un hueso de la pierna aquí, un delicado ajuste del ángulo de la mandíbula allí— simplemente desplaza al hijo a un sector distinto de la misma isla […], pero una mutación grande, un cambio drástico, monstruoso, revolucionario, es equivalente a un salto alocado hacia no se sabe dónde. (DAWKINS, 1996.)

Bien, esto sí es un argumento científico contra las brusquedades evolutivas, y muy sensato por cierto. Pero un argumento adverso no constituye necesariamente una refutación. La clave de esta discusión, creo, está en el concepto de azar que uno adopte. Si de lo que hablamos es de «una gran alteración al azar en las entrañas», como dice Dawkins, el hijo se nos sale de la isla y se nos cae al mar, qué duda cabe. Pero de lo que hablamos es de la importación, o de la nueva utilización, de módulos genéticos completos y previamente funcionales. Un proceso modular ocurre por azar, pero no por el tipo de azar al que se refiere Dawkins. Si uno bombardea un genoma con rayos X, o le roba a ciegas una cuarta parte del ADN, o le añade los 200 genes que haya elegido un generador de números aleatorios, el resultado será un desastre con toda seguridad. Pero si lo que añadimos es un módulo funcional completo, hay una probabilidad aceptable de que el resultado no sólo sea viable, sino interesante evolutivamente. En vez de caerse al mar, el hijo puede mantener una pierna en nuestra vieja y querida isla mientras apoya la otra con firmeza en una isla distinta. Veamos esto en nuestros dos ejemplos favoritos de evolución modular.

Los tres módulos que originaron la célula eucariota (en dos pasos simbióticos sucesivos) se unieron por azar, sí, pero lo que aportaron a la unión no tenía nada de azaroso: eran genomas bacterianos que ya funcionaban antes de manera integrada, y que en su nueva vida simbiótica siguieron haciendo en gran medida lo mismo que ya hacían antes: replicar, transcribir y traducir el ADN a proteínas (genoma 1), metabolizar, digerir y sintetizar moléculas (genoma 2) y respirar oxígeno para producir energía (genoma 3). Ninguna mano sospechosa guía el proceso, pero el hecho de que el resultado sea coherente —que no se caiga al mar— e interesante —que abra posibilidades antes inexploradas— no es un inconcebible golpe de suerte, ni una violación de las leyes físicas, biológicas o estadísticas: no es más que la consecuencia de que cada módulo ya era una entidad biológica funcional con anterioridad. El monstruo esperanzado de Goldschmidt se parece menos a Quasimodo (una macromutación en el peor de los sentidos) que a la criatura del doctor Frankenstein: una suma de partes previamente funcionales (con la excepción del cerebro, por desgracia en este último caso).

El eje anteroposterior de Urbilateria se generó también por suma de módulos, aunque el mecanismo es bien distinto del anterior. En este caso, todos los módulos provienen de un módulo original por duplicaciones genéticas sucesivas. Cada gen de la fila Hox (con su batería de genes downstream) es capaz de especificar un metámero del cuerpo de Urbilateria porque el único gen Hox original (con su batería de genes downstream) ya se dedicaba más o menos a lo mismo en las hidras primitivas. La fila Hox (con sus genes downstream) se formó por la suma de una decena de módulos. No es una suma simbiótica, sino generada por duplicación genética, pero la razón última de que saliera bien —de que no se cayera al mar y de que abriera posibilidades antes inexploradas— es la misma que en la simbiosis: que cada módulo ya constituía antes una unidad funcional integrada (la misma unidad funcional integrada fue la precursora de todos los módulos, en este caso).

La evolución modular no tiene por qué implicar ningún mecanismo genético extraño o desconocido. Margulis ha documentado abundantemente que la simbiosis, en particular la inclusión de una bacteria en otra, o de una bacteria en una célula eucariota, es un fenómeno muy común. Los genes de la bacteria simbiótica no tienen por qué permanecer en ella para los restos. Los secuenciadores del genoma de la planta Arabidopsis, una suerte de Drosophila de los genetistas vegetales, descubrieron a finales de los noventa que una buena porción del ADN de la mitocondria de esta especie (una antigua bacteria, recordemos) se había duplicado y había insertado una copia en un cromosoma del núcleo. El suceso era relativamente reciente, toda vez que la versión que permanecía en la mitocondria y la copia que había saltado al núcleo eran prácticamente idénticas en secuencia, es decir, que no habían tenido tiempo de acumular mutaciones cada una por su cuenta.

Fuera de la simbiosis, ya hemos visto que otro tipo de evolución modular, la del eje anteroposterior de Urbilateria, requirió poco más que una serie de duplicaciones de un gen Hox. Si la simbiosis es común, las duplicaciones en tándem (las que resultan en dos copias de un gen en fila india) son un fenómeno tan bien documentado como las mismísimas mutaciones puntuales, las sustituciones de una letra por otra en el ADN que, por alguna extraña razón, han resultado ser las preferidas de los darwinistas contemporáneos. De hecho, el premio Nobel Ed Lewis empezó a estudiar los genes Hox de Drosophila en los años cuarenta no por su interés en el control del desarrollo, sino porque prometían ser un caso interesante de duplicación genética. Un alto porcentaje de los genes de cualquier animal aparecen duplicados en su genoma, y lo más normal es que la copia permanezca junto al original en tándem. La duplicación de genes es una auténtica ordinariez evolutiva. Lo que hace especiales a los genes Hox no es que sean producto de una duplicación serial, sino el hecho de que el gen Hox original tuviera ya bajo su control una red integrada de genes (un módulo). La duplicación de los genes Hox tuvo como consecuencia inevitable que ese módulo original resultara también duplicado conceptualmente. Es decir, los genes downstream no se duplicaron físicamente, pero pasaron de tener un solo jefe a tener diez jefes en fila india (y disculpen por esta escalofriante metáfora).

La incorporación o reutilización de módulos en el genoma no tiene por qué tener siempre drásticas consecuencias en la forma de una especie. Siendo estrictos, no tiene por qué tener ninguna en absoluto. Durante ciertas fases de la evolución de los vertebrados, por ejemplo, la fila Hox entera de Urbilateria ha sufrido más de una duplicación. No ahora de un gen o dos, sino de toda la fila a la vez. ¿Qué efecto tendría aquello en el cuerpo del pobre vertebrado primitivo que inauguró ese nuevo módulo de módulos? ¿Se cayó al mar? No tuvo por qué. Como la fila se duplicó entera, con sus regiones de ADN regulador incluidas, no haría nada que no hiciera ya su fila Hox progenitora. Incluso es posible que la nueva copia se insertara en una región cromosómica inactiva y quedara silenciada durante cientos, miles o millones de años. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que una de las nuevas filas Hox se ocupa ahora de organizar un eje que no existía en aquellos tiempos: el que distingue a unos dedos de otros. La moraleja es que la adquisición de un módulo no tiene por qué generar de pronto un monstruo, ni esperanzado ni depresivo. Lo que sí genera, y muy bruscamente, es un potencial evolutivo nuevo, cuya utilización o no dependerá de avalares más tardíos.

FIGURA 11.1: En los vertebrados han ocurrido varias duplicaciones de la fila Hox completa, y una de las nuevas filas se ocupa de organizar el eje de los dedos. En la foto, mutaciones humanas en el gen llamado Hox D13. En el individuo de la izquierda, la mutación ocurre en sólo uno de los dos cromosomas. En el centro (mano) y la derecha (pie), el individuo lleva la mutación en ambos cromosomas.

Pero ¿no es un salto inconcebible que un módulo que se ocupa de organizar el eje anteroposterior del cuerpo pase a encargarse de otros ejes totalmente distintos? No. Lo esencial es que los genes de la fila Hox se activen ordenadamente, de acuerdo con su posición en la fila. Por todo lo que sabemos del embrión de Drosophila, casi toda esa activación secuencial se puede conseguir con un gradiente de concentración de una sola proteína reguladora llamada hunchback. Otros linajes animales utilizan distintos trucos para regular sus genes Hox, pero el ejemplo de Drosophila demuestra que basta con un tipo de esquema muy simple para conseguir su activación ordenada. El problema no es ése. El problema, una vez más, son los genes downstream. Porque es fácil que la fila Hox se duplique entera y que pase a activarse ordenadamente en nuevos ejes y contextos. Pero lo que no puede ser, una vez más, es que el genoma se invente de pronto 100 o 200 genes downstream de cada gen Hox. y que esos genes hagan algo muy notable en el nuevo eje, como dedos y cosas de ese estilo. La nueva fila Hox no tiene más remedio que heredar los genes downstream de la antigua, al menos inicialmente. Por eso es un nuevo módulo (un nuevo módulo de módulos): un sistema genético complejo, integrado y previamente funcional. Para saber en qué se diferencian unos ejes de otros en el mismo animal, tendremos que esperar a saber en qué se diferencia el eje principal de un insecto del eje principal de un ser humano, que es el mismo problema en sentido abstracto: cómo usar la misma fila Hox, con buena parte de los mismos genes downstream, para organizar cualquier tipo de estructura en un eje. Es obvio que estoy exagerando en el uso de la palabra «mismo», pero creo que esto capta la esencia de la cuestión.

Uno, simbiosis. Dos, duplicaciones de genes que a su vez regulan redes integradas de otros genes. ¿Alguna idea más que pueda subyacer a la evolución modular? Sí, hay una tercera muy importante. Vimos en el capítulo 9 un grupo de genes, llamados de polaridad segmental, que no definen ningún órgano o parte del cuerpo concreta. Más bien encarnan una operación abstracta que genera pautas geométricas, formas puras que pueden usarse para distintos propósitos: organizar las células dentro de cada segmento de una mosca, o dibujar círculos en las alas de una mariposa. Los genes de polaridad segmental no están juntos en el genoma, pero son un módulo, porque las proteínas que fabrican actúan siempre juntas para decirle a cada célula dónde está respecto a las otras células. El uso secundario de los genes de polaridad segmental para decorar las alas de las mariposas es un claro ejemplo de evolución modular. Un ancestro de las mariposas reutilizó un módulo genético completo y preexistente para un nuevo fin. Sin embargo, ¿dónde está aquí la supuesta duplicación de genes? Los genes de polaridad segmental no están duplicados: simplemente se activan en un lugar y un tiempo en los que antes permanecían callados. ¿Qué pasa entonces?

Los genes de polaridad segmental no necesitan estar juntos en el genoma para actuar en bloque, porque su activación coordinada está garantizada por las proteínas que fabrican. Ya hemos dicho que algunas de estas proteínas están en el núcleo regulando a otros genes, otras se insertan en la membrana, otras se pasan a la célula vecina y transmiten señales al interior de ésta, y esas señales acaban llegando al núcleo de esta segunda célula y activan a otros genes, algunos de los cuales son también genes de polaridad segmental, etcétera. La simple activación de un solo gen de polaridad segmental, como el llamado engrailed (que veremos en el capítulo siguiente), puede activar a todos los demás genes de polaridad segmental como consecuencia de esa cascada integrada de actividades. ¿Qué hizo, en tal caso, la mariposa? Probablemente hizo esto: hasta entonces el gen engrailed se activaba al principio del desarrolla embrionario (no necesitamos ahora saber cómo) en estrechas franjas transversales. Ese solo hecho dispara, como hemos visto, la red completa de genes de polaridad segmental, que se ocupa de organizar a las célalas de cada segmento tanto en la mosca como en la mariposa. Pero la mariposa encontró una forma de activar el gen engrailed mucho más tarde en su proceso de desarrollo: en una sola célula del primordio del ala. Y ese solo hecho, sin más innovaciones, dispara por sí mismo la activación de la red genética completa, que ahora genera un círculo (alrededor de un punto) en vez de un segmento rectangular (alrededor de una franja estrecha).

¿Por qué engrailed se activa ahora en un punto del ala? No lo sabemos todavía, pero este tipo de cosas son extremadamente fáciles en genética. El lugar y el tiempo en que se activa un gen depende de las zonas de ADN regulador, adyacentes al texto del gen propiamente dicho (véase apéndice). Y esas zonas son susceptibles de cambiar, de mutar, exactamente igual que los textos propiamente dichos. De hecho, son muchísimo más susceptibles al cambio, porque, además de mutaciones pequeñas, como los cambios de una sola letra en el ADN, pueden recibir grandes fragmentos de ADN llegados desde otros lugares del genoma, sin que ello resulte siempre mortal de necesidad: la proteína fabricada sigue siendo la misma, y se sigue fabricando en la zonas corporales de siempre. Pero además, si el fragmento de ADN recién llegado contiene nuevos elementos reguladores (algo muy común, en realidad), el mismo gen también se expresa en otro tiempo y lugar. Un cambio de este tipo en la zona reguladora del gen engrailed puede obrar por sí solo el prodigio de reutilizar el módulo de los genes de polaridad segmental —el módulo completo, con todas sus propiedades integradas y coherentes— en el ala de la mariposa. Tras la simbiosis (mecanismo uno) y la duplicación de genes controladores de otros genes (mecanismo dos), la alteración del ADN regulador de un gen crítico es el tercer mecanismo que quiero proponer para la evolución modular. Puede haber otros mecanismos, pero creo que estos tres son probablemente los fundamentales. ¿Han detectado algún tic místico en todo lo anterior? ¿Algún inconfesable objetivo religioso, moral o político? Ya me imaginaba que no.

Espero haber mostrado que, al menos en principio, las innovaciones evolutivas pueden deberse a procesos no darwinianos: no explicables por la simple acumulación gradual de pequeñas modificaciones adaptativas. Y que ello no implica la invocación a un milagro, ni a una casualidad infinita, ni tampoco revela necesariamente que el proponente haya enloquecido. La clave está en la evolución modular, en la adquisición o puesta en funcionamiento de sistemas genéticos integrados y preexistentes. Los dos principales fenómenos evolutivos que he utilizado para defender esta idea —la célula eucariota y el eje de Urbilateria— no son dos ejemplos cualesquiera: son dos paradojas darwinianas, dos sucesos históricos particularmente difíciles de explicar con el aparato conceptual del darwinismo. Es posible, por tanto, que la evolución modular sea rara, y que la inmensa mayoría de los procesos evolutivos consistan, después de todo, en transiciones graduales y adaptativas del más puro corte darwiniano. Nada permite por ahora excluir este punto de vista. Pero también es cierto que nuestros dos ejemplos no son precisamente dos fenómenos marginales que uno puede ignorar como quien espanta a una mosca. Sin el primero, no existiría vida pluricelular en la Tierra. Sin el segundo, no habría animales que hubieran superado la complejidad de una esponja, una hidra o una medusa: seguiríamos en el planeta Mongo. Reconozcamos llanamente, por tanto, que Darwin no basta para dar cuenta de la historia de la vida en este planeta. Aun si la selección natural acabara ganando al peso, hay buenas razones para tantear la evolución modular como una posible explicación de las innovaciones biológicas de la historia de la vida. El miedo a irritar al establishment es un pésimo consejero en ciencia. Sigan leyendo.