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Evolución humana: un caso práctico

¿Qué tiene que decir el pensamiento evolutivo sobre la naturaleza humana? Todo en un sentido, porque nuestro cerebro es el resultado de la evolución. Nada en otro, porque las altas funciones de la inteligencia —la formación de conceptos, la manipulación de abstracciones, la lógica, el lenguaje, la percepción ética, las tendencias estéticas, la creatividad—, por mucho que sean meras propiedades de un órgano creado por la evolución, son también capaces de generar un tipo de conocimento independiente de sus raíces biológicas, y menos condicionado por la zoología que por la experiencia, el aprendizaje y la acumulación de cultura. Estas dos posiciones extremas, que suelen percibirse como excluyentes y contradictorias, han sustanciado algunas de las guerras científicas más perdurables y encarnizadas del siglo XX, que en gran medida siguen abiertas y nos acompañarán, sin la menor duda, durante buena parte del XXI.

Darwin reflexionó incesantemente sobre la evolución del cerebro humano, y tomó muchas notas durante 30 años, pero no tenía la menor intención de publicarlas. Bastante barahúnda se había liado ya con El origen de las especies como para andar echando leña al fuego con la más escandalosa de sus implicaciones: que el alma humana no era la cima perfecta de la Creación, el más sublime diseño que había salido del laboratorio divino, sino una simple desviación evolutiva, tal vez no demasiado brillante, del estúpido cerebro de un mono. Cualquiera aguantaba otra vez a la grey del obispo Wilberforce. Darwin sólo se animó a dar a la imprenta el manuscrito de su obra sobre la evolución humana, The Descent of Man, en 1871, doce años después del Origen, tras comprobar que el evolucionismo había seducido ya a algunos naturalistas de su generación, y a casi todos los científicos más jóvenes. Se dice a veces que la ciencia no progresa por persuasión, sino por fallecimiento, y algo habrá de verdad en ello. Una buena muestra de la autoconfianza que Darwin había adquirido por esas fechas se puede leer en la introducción del libro:

La conclusión de que el hombre es co-descendiente con otras especies de alguna forma antigua, primitiva y extinta no tiene nada de nueva. Lamarck llegó hace mucho a esa misma conclusión, que recientemente ha sido sostenida por varios naturalistas y filósofos eminentes, como Wallace, Huxley, Lyell, Vogt, Lubbock, Büchner, Rolle y, especialmente, Häckel. […] El doctor Fancesco Barrago ha publicado (1869) otro trabajo, titulado en italiano: «El hombre, hecho a imagen de Dios, también fue hecho a imagen del mono».

Una de las cosas que más interesan a Darwin en esa obra es documentar que los seres humanos actuales presentan muchas variaciones cuantitativas en su capacidad mental, y que gran parte de ellas son heredables. Es lógico, puesto que ésos son los elementos necesarios para que opere la selección natural:

La variabilidad o diversidad de las facultades mentales entre hombres de la misma raza, para no mencionar las diferencias aún mayores entre hombres de distintas razas, es tan notoria que no hace falta decir aquí ni una palabra más. […] Pese a gustos y hábitos especiales, la inteligencia general, el valor, el buen o mal carácter, etcétera, son ciertamente transmitidos [hereditariamente, tanto en los animales domésticos como en casi cualquier familia humana]. Y ahora sabemos, gracias al admirable trabajo del señor Galton, que el genio, que implica una combinación de altas facultades maravillosamente compleja, tiende a ser heredado; por otro lado, es obvio que la locura y los poderes mentales deteriorados tienden también a agruparse en familias.

Si la especie humana posee hoy un gran repertorio de variación heredable y continua en sus capacidades mentales, es obvio que lo mismo habrá ocurrido en cualquier momento pasado, durante la evolución de la especie a partir de sus simiescos orígenes, y por tanto será posible que la selección natural sea la principal (o la única) responsable de la evolución del cerebro humano. Curiosamente, el codescubridor del mecanismo de la selección natural, Alfred Russell Wallace, había publicado dos años antes (1869) un artículo en el que consideraba imposible que el cerebro humano hubiera evolucionado gracias a ese mecanismo, y Darwin no pudo resistirse a polemizar con él:

El descubrimiento del fuego, probablemente el mayor logrado nunca por el hombre, excepto el lenguaje, data de antes del amanecer de la historia. Estas invenciones, por las que el hombre en el estado más rudo se ha vuelto tan preeminente, son el desarrollo directo de sus poderes de observación, memoria, curiosidad, imaginación y razón. No puedo, por lo tanto, comprender cómo es que el señor Wallace sostiene que «la selección natural sólo podría haber dotado al salvaje de un cerebro un poco superior al de un mono».

Darwin celebró el presunto hallazgo, publicado dos años antes (1869) por J. Bemard Davis, de que la capacidad craneal formaba un espectro continuo en la humanidad actual, con un máximo en los europeos, un mínimo en los australianos aborígenes y varios grados intermedios en otras colonias del Imperio; y hasta dio por bueno, en la segunda edición de The Descent of Man (1874), un trabajo de 1873 en el que Broca decía demostrar que los cráneos parisinos del siglo XIX eran significativamente mayores que los del siglo XII. Darwin aceptó también con todo desparpajo las tesis de Lubbock, que aducían la incapacidad de cierta tribu salvaje para contar más allá del número cuatro como una prueba irrefutable de que su inteligencia era inferior, aunque admitía —gracias a Dios— que incluso esas formas primitivas de la mente humana estaban todavía por encima del raciocinio de un mono. La obsesión de Darwin era demostrar que las altas funciones de la inteligencia humana, por muy asombrosas que pudieran parecer, no eran cualitativamente distintas de las capacidades cerebrales de un primate o cualquier otro animal, sino que suponían una simple mejora cuantitativa respecto a ellas, y cualquier supuesta diferencia de inteligencia entre etnias o poblaciones humanas le venía al pelo en apoyo de sus ideas. Darwin se esforzaba por aplicar los esquemas conceptuales del gradualismo al monumental problema de la evolución del intelecto: gradualismo en el pasado y en el presente, desplegado a lo largo del tiempo o a lo ancho de la geografía imperial. Eso era lo que requería su teoría de la selección natural si quería hacerse responsable de la evolución del cerebro humano.

Los evolucionistas actuales ya no piensan en esos términos. Los seres humanos contemporáneos no sólo forman obviamente una única especie, sino que su llegada al mundo es tan reciente que la escasa variabilidad actual en las capacidades mentales de unos y otros individuos resulta por completo despreciable en comparación con el foso que nos separa de nuestros parientes vivos más próximos, los chimpancés. Pero si bien los ejemplos citados por Darwin no resistirían hoy un somero análisis, el objetivo final de su argumento, una vez despojado de sus embarazosos sesgos racistas, permanece esencialmente válido: la inteligencia humana nos puede parecer cualitativamente distinta de la de cualquier otro animal, pero nada impide tratarla biológicamente como el último eslabón de un continuo histórico. La razón del salto cualitativo que apreciamos hoy entre los humanos y los monos es, simplemente, que las formas intermedias de la evolución del cerebro se han extinguido. Por expresarlo en palabras de Stephen Jay Gould:

Estamos relacionados con los chimpancés (y a más distancia con cualquier otra especie) por cadenas completas de formas intermedias […]. Pero todas esas formas intermedias están extintas y, en consecuencia, el salto evolutivo entre los chimpancés y los humanos modernos aparece como absoluto c inviolable. En este sentido genealógico, que es el crucial, todos los seres humanos comparten igual estatus como miembros de la especie Homo sapiens. En términos biológicos, con las especies definidas por sus conexiones históricas y genealógicas, el más deficiente mental de entre nosotros es tan enteramente humano como Einstein. (GOULD, 1999.)

El reto al que nos enfrentamos no es, por lo tanto, explicar las diferencias intelectuales entre los seres humanos actuales, que se pueden considerar nimias a todos los efectos biológicos, sino entender cómo surgieron durante nuestra historia evolutiva las asombrosas capacidades mentales que todos los miembros de la especie Homo sapiens tenemos en común. En particular, nuestra capacidad para comprender, formar, manipular y comunicar conscientemente conceptos abstractos.

Lo primero que debemos preguntarnos es qué nos dice sobre esta cuestión la paleoantropología, la disciplina que estudia la evolución humana en el registro fósil. La discusión siempre ha sido y sigue siendo muy activa en este campo, por expresarlo de una manera suave. Pero no es arriesgado afirmar que el árbol que forma el registro fósil de nuestros antepasados directos, un tipo de primates extintos a los que los paleontólogos llaman homínidos, podría utilizarse sin sonrojo como una diapositiva en cualquier conferencia sobre la teoría del equilibrio puntuado de Gould y Eldredge, que vimos en el capítulo 5.

La mayoría de los antropólogos creen que, desde la entrada en escena del Australopithecus anamensis en las orillas del Lago Turkana (Kenia), hace 4,2 millones de años, han evolucionado en África no menos de una veintena de especies distintas de homínidos. Con pocas excepciones, cada especie permanece estable durante toda su existencia —«no parece ir a ningún lado evolutivamente hablando», por usar la frase de Eldredge—, y casi todo el cambio evolutivo que conduce desde aquel mono hasta la única especie de homínido actualmente viva, el Homo sapiens, aparece casi exclusivamente asociado a la aparición rápida de nuevas especies. Al menos tres autoridades contemporáneas en la evolución humana, Ian Tattersal, Jeffrey Schwartz y Juan Luis Arsuaga, consideran que la historia de nuestro linaje se puede representar mejor con los esquemas conceptuales del equilibrio puntuado (cambio rápido y restringido a los sucesos de especiación) que mediante la acción permanente, continua y gradual de la selección natural. En palabras de Arsuaga:

La evolución humana se ha visto muchas veces como una historia de progreso incesante, que sigue una dirección neta y sin vacilaciones en su avance hacia la complejidad. [… ] Los fundadores de la síntesis [neodarwinista] adoptaron al principio un esquema lineal para la evolución humana, fiel a su pensamiento de que es este modo de evolución, y no la especiación, el responsable de las tendencias evolutivas. […] El tiempo, sin embargo, ha ido desvelando una geometría de la evolución humana muy ramificada, más acorde con la visión propia del equilibrio puntuado, que favorece la cladogénesis o evolución por escisión, frente a la anagénesis o evolución lineal. (ARSUAGA, 2001.)

Esto no quiere decir que los homínidos hayan evolucionado al margen de la selección natural. Recordemos que, según uno de los formuladores del equilibrio puntuado, Niles Eldredge, esta teoría no necesita mecanismos ajenos a la mera selección natural, siempre que ésta actúe muy rápido durante las infrecuentes crisis, o «puntuaciones», que conducen a la formación de una nueva especie. Además, los fósiles de homínidos presentan convincentes signos de adaptación al entorno cambiante, y ello debe considerarse una prueba de la selección natural en acción: la única teoría sólida de la que disponemos para explicar que la genética de un organismo se adapte al entorno es la selección natural. Lo que ocurre, como hubieran predicho Gould y (sobre todo) Eldredge, es que esos cambios adaptativos ocurren a menudo en los sucesos de especiación. El resto del tiempo, las especies de homínidos permanecen esencialmente estables. Por ejemplo, el ya mencionado Australopithecus anamensis, un primate no muy diferente de un chimpancé, fue uno de los primeros homínidos (tal vez el primero, aunque esto está en cuestión) en adoptar una postura bípeda, y exhibía unas muelas grandes y fuertes, apropiadas para comer productos vegetales duros y pobres en calorías: dos probables adaptaciones al paisaje relativamente seco y despejado de árboles en que le tocó evolucionar a esta especie, un entorno muy distinto de la selva frondosa y húmeda en la que vivieron sus precursores del género Ardipithecus. Pero las cualidades morfológicas de los Australopithecus anamensis no se modificaron durante toda la existencia de este homínido, que se prolongó en tierras africanas durante unos 300.000 años (véase la figura 13.1).

Coincidiendo más o menos con su desaparición, hace 3,9 millones de años, surgen los primeros representantes de una especie distinta, Australopithecus afarensis, a la que pertenece la famosa Lucy, un esqueleto femenino fósil nombrado así en referencia a una canción de John Lennon (Lucy in the Sky with Diamonds, y cuidado con las iniciales de ese título). Al igual que sus predecesores inmediatos de la especie anamensis, Lucy y los suyos vivieron en Etiopía y Tanzania, pero no hay en la zona ninguna evidencia de una transición gradual entre ambas formas. Y el salto no es trivial. Según Arsuaga, «la morfología de todo el esqueleto [del Australopithecus afarensis], desde la base del cráneo hasta los huesos del pie, se ha modificado para hacer eficaz la bipedestación». Esta especie nunca utilizó herramientas, pero sí inventó una mano con el pulgar enfrentado a los demás dedos, útil para agarrar semillas y otros objetos naturales pequeños. Todas estas características son posiblemente adaptaciones, pero el caso es que aparecen ya formadas en el ejemplar fósil más antiguo de esta especie y luego permanecen constantes durante el millón de años que Australopithecus afarensis dura en el mapa. El cerebro era pequeño cuando apareció la especie, y así siguió durante toda su estancia en el mundo de los vivos.

FIGURA 13.1: La evolución de nuestra especie (tomada aquí de Juan Luis Arsuaga) dibuja un árbol típico del equilibrio puntuado, con especies estables, y cambios restringidos a los sucesos de formación de nuevas especies.

Lucy y los suyos se extinguieron hace 2,9 millones de años. Durante el siguiente millón y medio de años aparecieron en distintos lugares de África otras seis especies distintas de Australopithecus, cada una de ellas estable durante los cientos de miles de años que perduró. En cualquier caso, toda esta vía evolutiva se extinguió por completo hace 1,5 millones de años sin haber salido de África y sin haber experimentado un aumento en el tamaño del cerebro. Hasta aquí llegaron los Australopithecus.

El genero Homo al que pertenecemos hizo su aparición, también en Etiopía, hace unos 2,5 millones de años, y por lo tanto coexistió con varias especies de Australopithecus durante casi un millón de años. La aparición del género Homo coincide con las primeras herramientas de piedra tallada, que, pese a su tosquedad, permitieron a nuestros ancestros despiezar y deshuesar a los animales, e incorporar así la carne a su dieta. Una de las primeras especies de este género, el Homo habilis, tenía aún las dimensiones aproximadas de un chimpancé, pero mostraba desde su aparición una cara más pequeña y un cerebro más grande que el de los chimpancés y los Australopithecus. El cerebro del Homo habilis ya era así desde que la especie apareció, y permaneció en ese tamaño durante los 300.000 años de su permanencia en la Tierra. Aparentemente, fue precisa la aparición (también en Etiopía y hace cerca de dos millones de años) de una especie distinta. Homo erectos, para que el cerebro creciera de nuevo. El surgimiento de esta especie coincide con el de un tipo de herramienta de piedra más avanzado que el de Homo habilis. No hay signos de una transición gradual entre Homo habilis y Homo erectos. De hecho, ambas especies surgieron casi a la vez, aunque Homo erectos, el de mayor cerebro, siguió vivo muchísimo después de que Homo habilis se hubiera extinguido. Homo erectus, cuyas piernas le permitían andar largas distancias, fue el primer homínido que salió de África, hace 1,8 millones de años, coincidiendo con el inicio del Pleistoceno. Poco después se extendió por toda Asia, llevando consigo su tosca tecnología de la piedra tallada.

FIGURA 13.2: El aumento del tamaño del cerebro ha sido progresivo (siga la línea negra), pero no gradual (cajas rectangulares de cada especie).

Gracias al asombroso yacimiento de Atapuerca (Burgos), cuyas excavaciones codirige el propio Arsuaga, hemos podido saber que una especie probablemente derivada de Homo erectus, bautizada por los científicos españoles como Homo antecessor, debió surgir en África hace algo más de 800.000 años, y luego migró hacia Europa (sus restos en Atapuerca tienen 800.000 años). Aquí el cuadro empieza a complicarse. La mayoría de los antropólogos ve actualmente el resto de la evolución humana como una serie de migraciones discretas procedentes de África hacia el resto del Viejo Mundo: primero salió Homo erectus (hace 1,8 millones de años), luego tal vez Homo antecessor (hace unos 800.000 años), luego una especie de «preneandertal» a la que muchos científicos prefieren denominar Homo heidelbergiensis (hace 500.000 años) y, por último, hace tan sólo 100.000 años (o quizá menos), nuestra propia especie, Homo sapiens. Según el punto de vista mayoritario entre la profesión, cada una de estas olas migratorias desplazó enteramente a los anteriores homínidos: como eran especies distintas, no se cruzaron con los pobladores eurasiáticos que les precedieron (o, si se cruzaron, no dejaron descendencia fértil), sino que tomaron ventaja de su mayor capacidad cerebral, vencieron en la competencia por el hábitat y acabaron provocando la extinción de la especie precedente. Cada oleada salida de África habría reemplazado por completo a la anterior oleada salida de África.

Algunos paleoantropólogos, sin embargo, nunca han aceptado del todo este punto de vista. Milford Wolpoff, de la Universidad de Michigan (Estados Unidos), y un pequeño grupo de científicos díscolos agrupados en la escuela antropológica llamada «multirregionalista», aceptan en sus líneas generales la historia de las oleadas africanas sucesivas, pero no creen que cada una reemplazara por completo a la anterior. Consideran más probable que cada oleada africana se cruzara parcialmente con los anteriores pobladores eurasiáticos. Y también creen que los datos encajan mejor con un modelo en el que la evolución humana ha ocurrido principalmente, pero no enteramente, en África. El Homo erectus, según estos autores, experimentó cierta evolución en tierras asiáticas, y también intercambió algunos genes (por el venerable procedimiento de la copulación) con cada nueva oleada salida del continente africano.

El yacimiento de Atapuerca tiene mucho que decir sobre este punto. Arsuaga lleva tiempo sintiéndose incómodo con la teoría dominante de las oleadas con sustitución completa, y ello por una razón muy sólida: el Homo antecessor que vivió en Atapuerca hace 800.000 años muestra signos morfológicos de estar evolucionando hacia el «preneandertal» (u Homo heidelbergiensis), la especie dominante en Europa hace entre 500.000 y 300.000 años, que también dejó restos en Atapuerca. Y este «preneandertal», a su vez (y como su nombre indica), revela signos obvios de estar evolucionando hacia el Neandertal, que colonizó Europa y Oriente Próximo desde hace 300.000 años hasta hace 30.000, fecha en la que desapareció del mapa.

Es importante apreciar la gran relevancia de esta cuestión. Según la teoría dominante, la recentísima especie Homo sapiens —usted y yo, lector— salió de África hace sólo 100.000 años (quizá sólo 50.000) y barrió del mapa a todas las especies de homínidos anteriores que poblaban Asia y Europa. Según este modelo, por ejemplo, los europeos modernos no tendrían ni un solo gen procedente del Homo antecessor de Atapuerca (hace 800.000 años), ni de los «preneandertales» de Atapuerca y otros enclaves europeos (hace entre 300.000 y 500.000 años) ni de los Neandertales que poblaron después toda Europa hasta que se extinguieron hace 30.000 años. Los europeos modernos, como todo el resto de la humanidad actual, serían los descendientes estrictos de una pequeña población de Homo sapiens que salió de África hace unos 100.000 años, o quizá menos aún, y colonizó el mundo sin mezclarse jamás con las especies preexistentes: Homo erectus, Homo antecessor, Homo heidelbergiensis, Homo neanderthalensis, etcétera. Según el modelo multirregionalista, sin embargo, las sustituciones nunca fueron completas. Cada oleada salida de África copuló ocasionalmente, e intercambió genes, con todos esos pobladores eurasiáticos primitivos. Según este punto de vista, los actuales asiáticos llevan algunos genes de Homo erectus (es decir, copularon y evolucionaron en parte en Asia, y no sólo en África), y los actuales europeos llevan algunos genes del Homo antecessor y de los Neandertales (es decir, copularon y evolucionaron en parte en Europa y Oriente Próximo, y no sólo en África). Las observaciones de Arsuaga y sus colegas en Atapuerca se explicarían fácilmente, porque sería perfectamente posible que el Homo antecessor evolucionara en Europa hacia el «preneandertal» y luego hacia el Neandertal, en lugar de tener que suponer que cada una de esas especies salió de África plenamente formada y sustituyó por completo a la anterior.

Mientras yo escribía este capítulo, en marzo de 2002, el evolucionista molecular Alan Templeton, de la Universidad de Washington en Saint Louis (Missouri), publicó en Nature una interesantísima reevaluación estadística de todos los datos disponibles sobre comparaciones de ADN en los seres humanos actuales (TEMPLETON, 2002). Ésta es la misma técnica de la agencia de detectives Doctor Watson con la que ya nos hemos encontrado varias veces en capítulos anteriores: una metodología que trata de reconstruir la historia evolutiva —de nuestra especie, en este caso— determinando el grado de parecido genético entre las poblaciones humanas actuales de todo el mundo. La teoría dominante, que sostiene que toda la humanidad actual proviene exclusivamente de la última oleada migratoria salida de África hace 100.000 años o menos, se basa sobre todo en unas comparaciones de ADN de este tipo publicadas a partir de 1987 por varios laboratorios. Pero las conclusiones de Templeton, centradas en unos métodos matemáticos e informáticos más avanzados, son muy distintas de las alcanzadas por sus colegas en los quince años anteriores, y debemos examinarlas con cierta atención.

El análisis de Templeton detecta con claridad la primera oleada migratoria de homínidos que salió de África hace 1,7 o 1,8 millones de años. Los paleontólogos ya conocían muy bien esa oleada: son los Homo erectus, los primeros homínidos que abandonaron el continente africano y se extendieron por Eurasia, propagando su tosca tecnología de la piedra tallada. Pero el hecho de que Templeton detecte esa migración en las poblaciones humanas actuales supone una revolución conceptual: no estamos hablando ahora de huesos fósiles (que puedan pertenecer a una especie extinta), sino de genes fósiles presentes en los humanos actuales, que por definición no están extintos. Se entenderá mejor enfocándolo así: los primeros homínidos que salieron de África hace 1,7 millones de años, los Homo erectus, no eran genéticamente idénticos (por supuesto), sino que tenían las variantes genéticas a, b y c. La última oleada salida de África hace 100.000 años, la de los Homo sapiens, tenía unas variantes genéticas distintas, d, e y f. Si la oleada de Homo sapiens hubiera sustituido por completo a la de Homo erectus, toda la variación genética de los seres humanos actuales sería d, e y f (más la que hubiera surgido posteriormente). Las variantes a, b y c se habrían extinguido junto con los Homo erectus que las portaban. Y no es así: la variantes a, b y c siguen presentes en los humanos actuales (por supuesto, también lo están las d, e y f de la última migración, pero a, b y c no han sido barridas). Luego la sustitución de un homínido por otro no fue completa: las dos migraciones africanas copularon y se intercambiaron genes.

Los algoritmos de Templeton detectan en total tres migraciones africanas (aunque no excluyen que pudiera haber más): la ya mencionada de hace 1,7 millones de años (correspondiente al Homo erectus); una segunda, de hace unos 700.000 u 800.000 años (a la que podría pertenecer el Homo antecessor de Atapuerca); y la bien conocida del Homo sapiens, de hace 100.000 años (que hasta ahora se pensaba que había dado origen a toda la humanidad actual), Lo más importante es que la segunda migración africana no borró del mapa a la primera (es decir, las variantes genéticas de la primera siguen presentes en los humanos actuales), y que la tercera no borró a ninguna de las dos anteriores. Desde que Homo erectus salió de África con su tosca tecnología para tallar piedra hace 1,7 millones de años, ha habido un flujo genético constante (es decir, sexo) entre las poblaciones africanas, europeas y asiáticas. Por supuesto, ese flujo genético ha sido siempre más abundante entre las poblaciones cercanas que entre las lejanas, pero ha sido suficiente para que los Homo erectus de todo el mundo hayan pertenecido siempre a la misma especie: nuestra especie. Si Templeton está en lo cierto, Homo antecessor, Homo heidelbergiensis, Homo neanderthalensis y Homo sapiens no son distintas especies de homínidos, sino meras variedades de Homo erectus. ¡Todos somos Homo erectus desde hace casi dos millones de años! Los análisis matemáticos de Templeton, de confirmarse, supondrían un cambio de paradigma en la disciplina de la evolución humana. Y también un espaldarazo a Darwin, como veremos más adelante, puesto que algunos de los acontecimientos más relevantes de nuestra historia evolutiva habrían ocurrido en el seno de la misma especie, y no por la sustitución radical de unas especies por otras.

Hay tres matizaciones importantes al nuevo esquema de Templeton que es preciso analizar brevemente. En primer lugar, acabamos de decir que siempre, desde hace 1,7 millones de años, ha habido cierto flujo genético entre África, Europa y Asia. Pero también es verdad que ha habido un par de oleadas migratorias discretas desde África. Esas oleadas no supusieron una interrupción del flujo genético recién mencionado, sino todo lo contrario: la mayoría del intercambio de genes entre los tres continentes ocurrió durante esas oleadas. Esto es lógico, si bien se mira, puesto que los grandes movimientos de población favorecen el sexo entre lugares distantes. O sea, que viajando se conoce gente, como ya sabíamos.

El segundo punto es el siguiente. Si Templeton está en lo cierto, todos somos una sola especie, Homo erectus, desde hace casi dos millones de años. Pero eso no quiere decir que la evolución humana haya procedido de manera continua y parsimoniosa. Las oleadas africanas de Templeton se correlacionan muy bien con ciertos saltos bien conocidos por los paleontólogos y arqueólogos de todo el mundo. La primera oleada de Homo erectus, de hace 1,7 millones de años, coincide con la propagación de la mencionada tecnología tosca del tallado de piedra. Hasta la siguiente oleada, que ocurrió hace unos 800.000 años, la tecnología y el tamaño del cerebro permanecieron estancados en todo el mundo. Y es precisamente la segunda oleada la que parece propagar un aumento medio del tamaño del cerebro, y un nuevo tipo de tecnología del tallado de piedra llamada achelense, más refinada. La anatomía plenamente moderna no aparece hasta hace 130.000 años, como siempre en África. Y es la última migración, la de hace 100.000 años o menos, la que propaga esa anatomía moderna por Eurasia. Aunque hayan ocurrido en el seno de la misma especie, las discontinuidades siguen existiendo, tanto en la tecnología como en el tamaño del cerebro, y se han propagado desde África en oleadas discretas.

La tercera matización se puede exponer en una frase: la teoría dominante sigue siendo verdad en un 90%. La última oleada africana no reemplazó totalmente a las poblaciones de Homo erectus preexistentes, pero sí lo hizo en un 90%. Y esta renovación poblacional (al 90%) tuvo unas consecuencias culturales inmensas en el mundo, como veremos ahora mismo.

Tengamos muy presentes estos nuevos descubrimientos y prosigamos con la historia de nuestros orígenes. Las comparaciones de ADN también se han revelado en los últimos años como un valioso complemento a la paleontología y a la arqueología para reconstruir los detalles de las migraciones humanas posteriores a la última oleada africana. Comparando a miles de personas de todas las etnias y regiones del mundo, el creativo Departamento de Genética de la Universidad de Stanford, que cuenta en su plantilla con Luca Cavalli-Sforza, Ornella Semino y Peter Underhill, ha logrado reconstruir el fascinante relato de las migraciones de Homo sapiens que poblaron Europa en la prehistoria. La cosa ocurrió más o menos como sigue.

Al igual que las oleadas africanas anteriores, la gran migración de Homo sapiens salida de África hace 100.000 años (o menos) utilizó la ruta que hoy forman Egipto, el Canal de Suez y Oriente Próximo, y desde ahí, la mayoría de sus 10.000 miembros fundadores emprendieron camino hacia el este, desplazándose durante decenas o centenares de generaciones a lo largo del sur de Asia, alojándose en cuevas o campamentos, alimentándose de frutos silvestres y de cualquier animal que pudieran cazar. Algunos genetistas piensan que esto ocurrió hace unos 100.000 años, y otros (como los de Stanford) prefieren situarlo hace 50.000: el tiempo pulirá estas discrepancias, pero de momento haremos mejor en quedarnos con la segunda cifra. Algunos de aquellos viajeros se instalaron de modo estable junto a la actual frontera entre Pakistán y el norte de India, que ahora constituye el desierto de Thar, pero que hace 45.000 años disfrutaba aún de un clima húmedo óptimo para la caza. Unos pocos miles de años después, la zona empezó a secarse, y tal vez eso persuadió a una parte de sus pobladores a emprender un incierto camino de regreso hacia el oeste. Hace 40.000 años, aquellos emigrantes indios llegaron a Europa para quedarse: la mitad de los europeos actuales son sus descendientes en línea directa, y están repartidos de forma bastante homogénea desde Escandinavia hasta Andalucía. Sus genes lo delatan. Y los mismos genes pueden encontrarse aún en algunos ciudadanos actuales de Pakistán y el norte de India. Fascinante.

Los recién llegados a Europa tuvieron ocasión de conocer a unas extrañas criaturas que debieron parecerles extraídas de una pesadilla: los Neandertales, que ya llevaban allí cientos de miles de años. Curiosas bestias aquéllas, en verdad. Desde luego, y pese a su aspecto tosco, no tenían nada que ver con los demás animales que habían visto desde que sus tatarabuelos habían salido de la India. ¡Si casi parecían humanos! Se comunicaban mediante algún tipo de gruñido grotesco, y vivían en pequeñas tribus, a menudo en las mismas cavernas que los recién llegados querían ocupar. Había que andarse con cuidado con ellos: serían todo lo tontos que uno quisiera, pero tenían mucha fuerza en los brazos y sabían hacer unas hachas de piedra toscas pero escasamente tranquilizadoras, y hasta disponían de lanzas de madera. Sin embargo, los muy brutos no parecían haberse enterado de que los huesos podían usarse para tallar unas herramientas mucho más finas. Qué torpes. Y qué paticortos. Y qué manera de comer. Ni frutos secos, ni raíces tuberosas ni ningún otro vegetal: venga carne. Dientes no les faltaban, desde luego. Casi siempre andaban cazando cervatillos y cabras de monte, y no dudaban en comerse la carroña que encontraban a su paso. También es verdad que dominaban el fuego, cuidaban a los miembros heridos de su tribu y, si esos cuidados no funcionaban demasiado bien, eran lo bastante respetuosos como para enterrarlos cuando morían. ¡Hasta llevaban pendientes! ¿Para qué se los pondrían, con esa cara de bestia que tenían? Qué tipos más extraños.

La llegada de los visitantes indios no tardó mucho en transformar Europa por completo. Los primitivos Neandertales, como acabamos de ver, conocían el fuego, manufacturaban herramientas de piedra, fabricaban lanzas de madera, enterraban a sus muertos y revelaban cierta organización tribal, pero su cultura —como la de los homínidos anteriores— había permanecido estancada durante cientos de miles de años, y era idéntica en todos los asentamientos que habían ocupado a lo largo de miles de kilómetros. La llegada de los Homo sapiens desde la India, hace unos 40.000 años, marca en Europa el inicio del llamado «Paleolítico superior», y supone un evidente salto cualitativo que trae consigo al continente los primeros signos inequívocos de la creatividad humana actual.

Las primitivas hachas de mano desaparecen, y surge en su lugar una gran variedad de herramientas mucho más finas y versátiles, diseñadas adrede para cada tarea específica, y fabricadas por primera vez no sólo de piedra, sino también de hueso, cuerno o marfil. Todos estos dispositivos se preparaban con antelación, y se guardaban después de su uso, en lugar de fabricarse para una necesidad inmediata y descartarse una vez satisfecha ésta, como hasta entonces. Las entradas de las cuevas y los asentamientos al aire libre, que se hicieron mucho más estables, empezaron por vez primera a ser equipados con algunas comodidades, como un hogar permanente para hacer lumbre, suelos empedrados y porches hechos de piel montada sobre vigas de hueso o de madera. Las nuevas técnicas de caza permitieron ampliar la dieta más allá del ciervo y la cabra de monte, tan del gusto de los Neandertales, e incluir en ella caballos, renos, conejos, peces y mariscos. Los enterramientos se hicieron más cuidadosos y rituales, y la bisutería mucho más diversa y elaborada. Lo más importante es que todos estos objetos tecnológicos y culturales variaban de un lugar a otro, y también cambiaban a lo largo del tiempo: los visitantes de la India no se limitaban a plagiar las recetas aprendidas de sus padres, sino que las innovaban activa y sistemáticamente.

Pese a la espectacularidad de todo lo anterior, no hay mejor prueba del salto cualitativo que supuso la llegada del Homo sapiens que el origen del arte. Con los visitantes de la India no sólo llegó la tecnología en el sentido moderno, sino también las bellísimas y asombrosas pinturas rupestres de mamuts, caballos y bisontes, que decenas de miles de años después culminarían en dos de las cimas absolutas del arte de todos los tiempos: Lascaux y Altamira. No conozco mejor evidencia de que el cerebro humano era ya entonces el mismo prodigio biológico que es ahora. Los grandes progresos y las aún mayores lacras de nuestra civilización actual no son producto de la evolución biológica, sino de la acumulación de cultura. Lascaux y Altamira demuestran que, si los primeros Homo sapiens hubieran dispuesto de cámaras de cine (y de una buena chequera), es seguro que hubiera surgido un Alfred Hitchcock entre ellos.

Antes de seguir, me apresuro a aclarar que nada de lo anterior es una peculiaridad europea. Lo peculiar de Europa es que su territorio ha sido rastreado y excavado exhaustivamente durante un siglo y medio, y por eso nos ofrece un escaparate arqueológico mucho más profuso y preciso que otras zonas. Por poner un ejemplo, todas estas innovaciones culturales y tecnológicas se dieron simultáneamente en Pakistán y el norte de la india, de donde procedían los primeros Homo sapiens europeos. Allí también se han encontrado herramientas avanzadas y pinturas rupestres correspondientes al mismo periodo, el Paleolítico superior. Es lo esperable. Y también sería esperable que las mismas innovaciones se encontraran con profusión en África, y que correspondieran a periodos aún más antiguos, puesto que los humanos anatómicamente modernos ya estaban allí antes de salir hacia Asia y Europa. Encontrarlas debería ser sólo cuestión de buscarlas bien, pero los países africanos —ay— tienen prioridades mucho más urgentes por el momento.

Hemos dicho que la mitad de los europeos actuales descienden directamente de la primera oleada de Homo sapiens, llegada hace 40.000 años desde la India. ¿Y el resto? Pues el resto procede en su mayor parte de otras dos oleadas, ambas procedentes de Oriente Próximo. La primera llegó hace unos 20.000 años, y probablemente trajo una cultura que los arqueólogos conocen como Gravetiense, caracterizada por las célebres Venus prehistóricas, unas figuritas de abultados atributos que eran comunes en el sur de Asia, y que desde entonces también lo fueron en Europa. El 30% de los europeos actuales desciende de esta segunda oleada paleolítica. Es posible que estos visitantes de Oriente Próximo trajeran a Europa más innovaciones, porque las excavaciones datadas en esa época son las primeras en revelar la técnica de calentar el pedernal para fracturarlo mejor, y también notables invenciones como el arpón y la aguja de coser. Es obvio, sin embargo, que estas innovaciones son culturales, no biológicas.

Y el 20% restante de los europeos actuales desciende de una última oleada que empezó a entrar hace 10.000 años desde Oriente Próximo y se fue extendiendo hacia el oeste, sobre todo a lo largo del Mediterráneo: ésos fueron los pueblos neolíticos que trajeron la agricultura y, a su rebufo, las primeras ciudades. Fueron, en efecto, los pobladores de Oriente Próximo quienes inventaron la agricultura hace más de 10.000 años, al conseguir domesticar, a partir de plantas silvestres de la zona, las principales variedades de cultivo, como el trigo, la cebada, el guisante y el lino. La economía agrícola permitió que allí surgieran las primeras ciudades, y ese estilo de vida se fue extendiendo junto con sus creadores hacia el oeste. La agricultura llegó a Grecia hace 9.000 años, a Italia hace 8.000, y a España hace 6.000. Al mismo tiempo fue desplazándose hacia el norte, y alcanzó la zona septentrional de Escandinavia hace unos 5.000 años. La propagación de la economía agrícola fue en parte un caso de transmisión cultural, por supuesto, pero los habitantes de Oriente Próximo también se desplazaron físicamente a lo largo del Mediterráneo. Al pasar fueron dejando allí sus genes, y ahí siguen, formando un convincente gradiente de este a oeste. Los pueblos actuales del Mediterráneo y Oriente Próximo son genéticamente muy parecidos entre sí, debido sobre todo a las migraciones neolíticas que propagaron la economía agrícola y la civilización por Europa.

FIGURA 13.3 La actual población europea proviene casi totalmente de tres migraciones llegadas desde Asia.

En resumen, los humanos y los chimpancés eran la misma cosa hasta hace seis millones de años: un mono africano no muy distinto del chimpancé actual. Hace seis millones de años, se separaron en dos ramas distintas. Durante los siguientes cuatro millones de años, la rama prehumana (los homínidos) se ramificó en África en varias especies bípedas de Australopithecus, según un esquema compatible con el equilibrio puntuado: especies estables, cambios restringidos a los infrecuentes sucesos de especiación. Hace algo más de dos millones de años surge el género Homo, con un cerebro incrementado en tamaño que le permitió fabricar las primeras herramientas toscas de piedra. Uno de los primeros representantes de este género, el Homo erectus, sale de África y coloniza Eurasia hace 1,7 millones de años. Según los modelos matemáticos de Templeton, ahí se acaba la era del equilibrio puntuado estricto, y el resto de la evolución humana ocurre en el seno de la misma especie. Aún así, esa presunta especie única experimentó al menos dos saltos (a la vez biológicos y culturales) asociados a otras tantas oleadas africanas. Uno de ellos, ocurrido también en África hace 800.000 años, incrementó de nuevo el tamaño cerebral y permitió una nueva tecnología del tallado de piedra llamada achelense, que se propagó de nuevo desde África por todo el mundo. Y el otro salto ocurrió, también en África, hace tan sólo 130.000 años, y generó la anatomía humana plenamente moderna. La salida de África de estos humanos modernos, hace entre 100.000 y 50.000 años, coincide con el final del estancamiento cultural del Homo erectus y sus primos, y con el florecimiento brusco de la creatividad humana, un invento evolutivo que conformó lo que hoy en día seguimos reconociendo como la marca de fábrica de la humanidad actual. Nuestro árbol genealógico nos cuenta una historia de progresiva encefalización, pero no la dibuja como un continuo parsimonioso: durante un tiempo hubo saltos aparentemente asociados a la especiación, y después hubo saltos aparentemente no asociados a la especiación. Pero, con especiación o sin ella, la evolución humana parece haber ocurrido a saltos, en gran medida. Y todo indica que, desde la última oleada africana, la especie humana permanece biológicamente estable. Los Homo sapiens que llegaron a Europa hace 40.000 años debieron parecerles superhombres a los Neandertales, pero desde entonces no ha habido nuevas sorpresas de ese tipo, salvo en la mente de los fanáticos.

Esto es lo que nos dicen los cráneos fósiles de los últimos cuatro millones de años. ¿Tenemos alguna esperanza de llegar a comprender lo que ocurrió dentro de ellos? Ciertamente sí, pero para ello debemos sumergirnos primero en los fascinantes enigmas de nuestro propio cerebro, el objeto más complejo del que tenemos noticia.