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La revolución de Lynn Margulis
La Tierra tiene 4.500 millones de años, y durante la mayor parte de su historia ha estado habitada sólo por bacterias. No es que eso sea poco. Como ya hemos visto, las bacterias son seres vivos autónomos y extremadamente hábiles. Su información genética está contenida en ADN, como la nuestra, con todo el refinadísimo sistema de replicación, transcripción y traducción que ello comporta. Son las verdaderas reinas de la Tierra: es casi imposible encontrar un rincón en este planeta que no hayan colonizado, sin exceptuar los tanques de ácido de las empresas químicas, los reactores de las centrales nucleares, las oscuras profundidades de la tierra ni los chorros de agua hirviendo que emergen al fondo oceánico por las fisuras del infierno. Son capaces de vivir sin más que agua y algún mineral, aunque muchas de ellas pueden obtener cantidades ilimitadas de energía de la luz del sol, mediante un refinadísimo proceso de fotosíntesis que no tiene nada que envidiar al de nuestras plantas de cultivo (y cuando digo nada quiero decir nada, como veremos). Una guerra nuclear devastadora no lograría eliminarlas a todas. Si tal conflicto armado llegara a darse, las bacterias serían probablemente las únicas herederas del planeta. En un sentido nada trivial, son los seres vivos más evolucionados de la Tierra. No sólo porque llevan aquí más tiempo que nadie, sino también porque su enorme eficacia energética, su gran adecuación a todo tipo de medios, su inmensa variabilidad y la espectacular compresión de su información —ningún artilugio existente puede empaquetar tantos bits en un espacio tan exiguo— las convierten en las máquinas biológicas más engrasadas, más versátiles y mejor adaptadas que conocemos. La Tierra estuvo en muy buenas manos durante su primer par de miles de millones de años de existencia, ésa es la verdad.
Pero también es cierto que las bacterias no lograron durante todos esos eones ningún incremento significativo de complejidad. Vida unicelular eran, y en vida unicelular se quedaron. Incluso las bacterias actuales tienen el mismo grado de complejidad que las primeras pobladoras de la Tierra, pese a que llevan casi 4.000 millones de años reproduciéndose, mutando y sometiéndose al examen permanente de la selección natural. ¡4.000 millones de años! Por dar una comparación: desde la formación del primer animal primitivo del planeta hasta la aparición del cerebro humano —el objeto más complejo del que tenemos noticia— sólo han pasado unos 700 millones de años. Vale que una bacteria es ya francamente compleja, como hemos visto. Pero se puede ser más complejo. Las bacterias son capaces de procesar información, y de alterar su entorno en consecuencia. Pero usted es capaz de procesar una información abrumadoramente más compleja, gracias a que su cerebro es abrumadoramente más complejo que una bacteria. Sin irnos tan lejos, baste mencionar que el más miserable de los protistas —amebas, paramecios y otros organismos unicelulares de ese tipo— es ya mucho más complejo que cualquier bacteria, pese a estar constituido, como ellas, por una sola célula.
Déjenme hacer una aclaración. Las arrogantes críticas que acabo de hacerles a las bacterias son justas en un sentido, pero horriblemente injustas en otro. Como toda la vida de la Tierra tiene un origen común, es obvio que los animales provenimos en último término de las bacterias, y en ese sentido las bacterias sí tienen una alta capacidad de evolucionar hacia formas más complejas. Esto es evidente. Lo que quería decir es que, antes de emprender ese camino hacia la complejidad, las bacterias tuvieron primero que dejar de serlo y convertirse en otra cosa: tuvieron que abandonar su esencia bacteriana y transformarse en un nuevo tipo de célula, la célula eucariota, que ahora mismo veremos. La vasta mayoría de las bacterias —redondeando, el 100%— nunca dieron ese paso. A eso me refería.
Los protistas, los hongos y todos los organismos realmente grandes, animales y plantas, estamos hechos de células, pero no de células bacterianas (denominadas procariotas porque no tienen núcleo), sino de otro tipo de célula llamada eucariota (porque sí tiene núcleo). El núcleo es una esfera envuelta en membranas que contiene el genoma de la célula eucariota. Las bacterias también tienen genoma, desde luego, pero consiste generalmente en una sola molécula de ADN —con unos 4.000 genes— que anda suelta por la célula, sin membranas que la separen del resto. La célula eucariota se distingue en muchas más cosas de sus antecesores bacterianos. Dispone de un andamiaje interno de microtúbulos que le permite adoptar formas inconcebibles en un procariota. Las largas prolongaciones por las que las neuronas transmiten el impulso nervioso (axones y dendritas), por ejemplo, sólo son posibles gracias al andamiaje de microtúbulos. Las células eucariotas también poseen unos orgánulos (pequeños órganos) llamados mitocondrias, que son verdaderas factorías energéticas: queman combustibles químicos y los transforman en energía para el uso del resto de la célula. En el caso de las plantas, las células también tienen otro tipo de orgánulos, los cloroplastos, que son los que llevan a cabo la fotosíntesis: la transformación de la energía solar en otras formas de energía útiles para los procesos químicos de la célula.
El cuerpo de cualquier animal está hecho enteramente de células eucariotas, y todas provienen de la multiplicación de una sola célula eucariota original, el cigoto formado por la fusión de un óvulo y un espermatozoide. Su cerebro, lector, está hecho de unos cien mil millones de neuronas, y cada neurona no es más que una célula eucariota, no muy distinta de una ameba si se la mira bien. Y cada uno de sus glóbulos blancos también es una célula eucariota. Y lo mismo cabe decir de cada una de las células de su hígado y de su piel, y de todo lo demás. Usted, discúlpeme, no es más que un agregado de billones de células eucariotas, como cualquier otro animal o planta habido y por haber en este planeta, desde los humanos hasta los gusanos que han de comérselos.
FIGURA 3.1: Las células procariotas (bacterias, arqueas) son muy distintas de las eucariotas, que son los ladrillos de los que están hechos todos los animales y plantas.
La Tierra, ya queda dicho, tiene 4.500 millones de años. Las primeras bacterias aparecieron unos 600 millones de años después, tan pronto como el planeta se enfrió y dejó de recibir una lluvia constante de devastadores meteoritos. Y fueron las únicas pobladoras de la Tierra durante los siguientes 2.000 millones de años (esta cifra no se conoce aún con exactitud, pero supone más o menos la mitad de la historia de la vida). Sólo entonces aparecieron las primeras células eucariotas. No hay evidencias claras de una transición gradual entre las bacterias y las primeras células eucariotas. Incluso hoy, todos los seres vivos existentes se dividen limpiamente en procariotas (bacterias) y eucariotas (organismos, unicelulares o multicelulares, hechos de células eucariotas). No hay más soluciones, parece ser. O uno es una bacteria, o uno es un eucariota, o se calla uno.
FIGURA 3.2: Una breve historia de la Tierra.
Este tipo de transiciones evolutivas aparentemente bruscas, sin evidencias de transición gradual, sin intermediarios que tengan representantes actuales, y que ocurren una sola vez en la historia, son justamente la bestia negra del darwinismo, como muy bien sabía Darwin (y eso que no pudo conocer las complejidades de la célula eucariota ni el enigma de su brusca aparición). Lo que piden estos sucesos a nuestra buena fe no es ya que creamos que una melodía dodecafónica se puede transformar sin ayuda externa en el Concierto de Aranjuez, es que encima nos tenemos que creer que se transforma en él prácticamente de repente. Y no porque la melodía dodecafónica tenga una irresistible tendencia a convertirse de golpe en el Concierto de Aranjuez, ya que si así fuera esas transformaciones ocurrirían muy a menudo, miles o millones de veces a lo largo de los eones, y sin embargo la transformación sólo ha ocurrido una vez en la historia.
Afortunadamente, gracias a la genial bióloga estadounidense Lynn Margulis, hoy tenemos la solución a este desconcertante enigma: una explicación científica mucho más sensata, lúcida y creativa que la que se ha empeñado en sostener la ortodoxia neodarwinista durante los últimos 35 años, pese a tener la solución, publicada por Margulis en 1967, literalmente delante de sus narices. La ortodoxia se ha resistido con uñas y dientes —en gran medida sigue resistiéndose— a aceptar la teoría de Margulis por el sencillo hecho de que no encaja con sus prejuicios darwinistas. Pero si usted logra liberarse de ese lastre irracional y anticientífico, verá inmediatamente que la idea de Margulis no sólo es la correcta, sino que está dotada de un luminoso poder explicativo. El modelo de Margulis sobre el origen de la célula eucariota no es gradual, pero no le hace ninguna falta para ser factible. Implica un suceso brusco y altamente creativo, pero también enteramente materialista, ciego y mecánico. ¿Alguna idea? Pista: ¿Cómo puede surgir la gran multinacional farmacéutica Glaxo SmithKline-Beecham a partir de tres laboratorios de tamaño moderado como Glaxo, SmithKline y Beecham? ¡Acertó!
La célula eucariota se formó, simplemente, por la suma constructiva de tres o más bacterias distintas (cuatro o más en el caso de las células de plantas). No fue un proceso gradual regido por la competencia, sino un suceso súbito basado en la suma de fuerzas. La selección natural intervino para ajustarlo, descartando a los herederos de la fusión bacteriana que no lograban armonizar adecuadamente sus partes constituyentes. Pero la selección natural no fue la fuerza evolutiva que generó esa gran innovación. Esa fuerza fue la simbiosis: la suma cooperativa de módulos genéticos (de hecho, genomas completos) previamente funcionales. La idea de Margulis supone probablemente el mayor avance conceptual en la teoría de la evolución desde Darwin, y merece la pena examinarla en cierto detalle.
FIGURA 3.3: Lynn Margulis.
Borges dijo que todo genio crea a sus antecesores, y Margulis no es una excepción. Ella misma ha reconocido: «Prácticamente todo aquello en lo que trabajo ahora fue anticipado por estudiosos y naturalistas desconocidos». Las teorías de Margulis fueron prefiguradas ya en el siglo XIX por el naturalista ruso Konstantin Merezhkovsky (1855-1921). Este científico olvidado, que nació antes de la publicación de El origen de tas especies y tenía ya 27 años cuando murió Darwin, fue el primer autor que propuso la extravagante idea de la simbiogénesis, según la cual algunos órganos, e incluso algunos organismos, no surgían en la evolución por el gradual mecanismo de la selección natural, sino mediante asociaciones simbióticas entre una especie animal o vegetal y algún tipo de microbio. Merezhkovsky llegó a postular que el núcleo de la célula eucariota provenía de un antiguo microorganismo, lo que posiblemente es erróneo, al menos dicho así, sin más matices. En cualquier caso, sus ideas no tuvieron la menor repercusión.
Dos de los científicos europeos que redescubrieron en 1900 los cruciales e ignorados hallazgos que Mendel había logrado 35 años antes, Hugo de Vries y Carl Correns, fueron también los primeros en encontrar una notable excepción a las leyes de la herencia formuladas por el desconcertante monje austríaco. Los «factores» hereditarios descritos por Mendel, a los que ahora llamamos genes, están en el núcleo de las células y son aportados a partes iguales por el macho y por la hembra cuando éstos se cruzan. Pero De Vries y Correns descubrieron que algunas características, como el mismísimo verdor de las plantas, eran transmitidas a la progenie sólo por la hembra.
La fecundación de un óvulo por un espermatozoide es una lucha muy desigual. Ambos aportan sus núcleos en igualdad de condiciones, pero el resto del material lo pone el óvulo casi en exclusiva. Por eso, si hubiera alguna característica hereditaria que dependiera de factores externos al núcleo, sería la madre la única que podría transmitirlos a las siguientes generaciones. El verdor de las plantas, vieron De Vries y Correns, se comporta exactamente así. Los hijos de una hembra verde y un macho blanco son verdes. Los de una hembra blanca y un macho verde son blancos. Los genes del verdor fueron los primeros en conocerse fuera del núcleo (medio siglo antes de que se supiera qué era exactamente un gen).
En las primeras dos décadas del siglo XX, la genética moderna —la ciencia de los genes del núcleo— recibió su impulso definitivo en las habitaciones plagadas de moscas del laboratorio de Thomas Hunt Morgan, en la Universidad de Columbia de Nueva York (nos ocuparemos de eso en el capítulo 7). En las mismas fechas y en la misma universidad, a muy poca distancia del laboratorio de Morgan, el joven anatomista Ivan Wallin se adelantó más de setenta años a su tiempo y, basándose en los genes extranucleares descubiertos por Correns y De Vries y en sus propias observaciones, retomó la antorcha mojada de Merezhkovsky y propuso que dos orgánulos constitutivos de las células eucariotas, los cloroplastos y las mitocondrias, provenían de antiguas bacterias que habían establecido una relación simbiótica con otra célula huésped, todo el mundo le tomó por un loco. En un momento en que Morgan estaba quemándose las pestañas para demostrar cómo se organizaban los genes en el núcleo, y cómo su funcionamiento podía compatibilizarse con el gradualismo darwiniano, las heréticas propuestas evolutivas de Wallin fueron aplastadas sin piedad, y el propio Wallin fue ridiculizado con saña. En 1923, cuando tenía cuarenta años, y mientras Morgan se convertía en el primer científico estadounidense de prestigio mundial, Wallin se vio forzado a abandonar la Columbia y trasladarse a la Universidad de Colorado en Denver.
Wallin publicó sus tesis en el libro Simbiosis y el origen de las especies, en 1927. Ese mismo año, Theodosius Dobzhansky se unió al grupo de Morgan en Nueva York y empezó a ensamblar las evidencias genéticas de éste con los modelos matemáticos de la dinámica de poblaciones hasta publicar, en 1937, Genética y el origen de las especies, la obra magna de la síntesis neodarwiniana: la consagración de la interpretación gradualista de la genética, que todavía no nos ha abandonado. Los dos libros están separados por diez años y, sobre todo, por una palabra en su título: justo la palabra que no puso Darwin en el suyo. Wallin, que no volvió a publicar ni una coma sobre el origen bacteriano de los orgánulos celulares, ni a mencionar el asunto en sus clases de Denver, murió en 1969 olvidado por todo el mundo.
Pero diez años antes, en 1959, primer centenario de El origen de las especies, la joven Lynn Margulis acababa de terminar un curso de genética impartido por James Crow en la Universidad de Wiseonsin, en Madison, y se dio cuenta de que algo iba mal con las redondas tesis de la teoría sintética consagrada por Dobzhansky 22 años antes. Óiganlo de su propia voz:
Después de aquel primer curso sentí que el campo de la genética de poblaciones, con su insistencia en conceptos neodarwinianos abiertamente abstractos como «carga mutacional», «aptitud» y «coeficientes de selección», enseñaba más una religión que una descripción de las reglas por las que los organismos reales transmitían sus genes y evolucionaban. (MARGULIS, 1998.)
Otra de las cosas que más molestaban a la estudiante Margulis era el aparente nucleocenirismo de la genética que dominaba los estamentos académicos. «Desde el punto de vista de la herencia, el citoplasma [todo lo que no es el núcleo] de una célula puede ser ignorado sin riesgo», había escrito Morgan años antes. Esa actitud le parecía a Margulis de un simplismo excesivo y arrogante, en este caso por razones de una índole no estrictamente epistemológica: «por constitución», ha escrito la científica, «yo no estaba más inclinada a centrarme de forma monomaníaca en el núcleo celular que a ser una esposa satélite en una familia nuclear». El rechazo combinado a las abstracciones matemáticas del neodarwinismo y al nucleocentrismo de la genética de Morgan condujo a Margulis a interesarse por los orgánulos celulares como las mitocondrias y los cloroplastos. Al fin y al cabo, estaban fuera del núcleo pero parecían transmitir algunas cualidades hereditarias, y pese a ello nadie les había dedicado todavía ni una sola ecuación.
Una vez tomada esa decisión, en los primeros años sesenta, Margulis se desplazó a Berkeley para empezar su tesis doctoral en la Universidad de California. Su primer descubrimiento fue netamente bibliográfico. Empezó a bucear en la literatura, no escasa, sobre los factores hereditarios extranucleares. Los recientes trabajos de Ruth Sager, Francis Ryan y Gino Pontecorvo habían documentado con claridad que las mitocondrias y los cloroplastos transmitían características hereditarias. Pero lo más importante fue que, tirando del hilo de las referencias bibliográficas citadas por esos autores, Margulis pudo remontarse cuarenta años atrás hasta las publicaciones del olvidado Konstantin Merezhkovsky y del vapuleado Ivan Wallin, los científicos que habían conjeturado que algunos orgánulos celulares provenían de bacterias simbióticas. ¿Por qué ningún profesor le había hablado de esos autores? Donde los demás científicos habían encontrado material para la burla y el escarnio, Margulis sólo vio sensatez y sagacidad, y decidió que Merezhkovsky y Wallin tenían razón en lo esencial: los misteriosos factores hereditarios extranucleares, asociados a los orgánulos, no eran otra cosa que los genes de las antiguas bacterias que habían dado lugar a esos orgánulos, evidentemente. Margulis añadió una tercera estructura celular, los cilios (prolongaciones móviles), a la pequeña lista de componentes que podían haberse originado como bacterias simbióticas, e hizo lo que Merezhkovsky y Wallin no podían haber hecho en su tiempo: predecir que las mitocondrias, los cloroplastos y los cilios deberían conservar algo de ADN bacteriano, un residuo de su pasado de vida libre.
A mediados de los sesenta, Margulis formuló lo que se conoce como «Teoría de la endosimbiosis serial», que propone que la primera célula eucariota de la Tierra, aquella célula de la que provenimos todos los animales y las plantas, se formó mediante la fusión de tres bacterias preexistentes completas, con los genes de cada una incluidos, por supuesto. Una de esas bacterias aportó los andamios de microtúbulos, otra ciertas capacidades metabólicas peculiares y la tercera (que se sumó más tarde a las otras dos) se convirtió en las actuales mitocondrias. Esa célula eucariota primigenia empezó a proliferar, y una de sus descendientes sufrió aún otra experiencia traumática: se tragó a una bacteria fotosintética de la que provienen los actuales cloroplastos.
Quien no se dedique a la ciencia profesional pensará que, cuando un investigador tiene una idea de ese tipo, le resultará más o menos fácil encontrar un editor que quiera publicársela en una revista técnica. Aunque sólo sea para que otros investigadores la lean y la refuten en el siguiente número. Pero no es así, ni siquiera cuando se trata de ideas más convencionales. En el caso de Margulis, encima, la idea era una absoluta herejía, y sus escasos precedentes, sobre ser arcaicos, no habían causado más que la ruina científica de sus proponentes, cuando no la burla general. El manuscrito fue rechazado quince veces por varias revistas, y sólo pudo publicarse en 1967, tras casi dos años de peregrinación, en el Journal of Theoretical Biology, una especie de último recurso para científicos desesperados (lo cual no le resta un ápice de interés a la revista, como demuestra este caso). Por si alguien quiere buscar ese artículo, recuerden que se titula «Origin of Mitosing Cells» y que su firmante es Lynn Sagan. Cosas de los americanos, ya saben. El primer marido de Margulis fue el inteligente astrofísico y magnífico divulgador científico Carl Sagan, uno de los impulsores del programa SETI (de búsqueda de inteligencia extraterrestre), autor y presentador de la gran serie de divulgación científica Cosmos y escritor de la interesante novela Contact. Margulis, por cierto, es el apellido del segundo marido de la científica, que en realidad se llama Lynn Alexander. En fin. Dos años después de la publicación de su artículo, Margulis se animó a extender su teoría en un libro y mandó el manuscrito a la prestigiosa editorial de Nueva York Academic Press. La editorial, como es costumbre, dio a leer el texto a terceros expertos, y su dictamen fue tan radicalmente negativo que, tras retener el manuscrito durante cinco meses, se lo devolvió a la autora sin pedir ni perdón. Así empezó su andadura una de las teorías evolutivas más interesantes desde El origen de las especies.
La comprobación de que las mitocondrias y los cloroplastos contenían ADN hizo levantar las cejas a algunos científicos previamente escépticos, pero a principios de los setenta, el especialista en el mundo protista Max Taylor, de la Universidad de British Columbia, en Vancouver, formuló una teoría contraria a la de Margulis. La llamó «de filiación directa», y se trataba de un modelo puramente darwinista, es decir, una mera formalización de lo que todo el mundo había dado por supuesto hasta entonces: que la primera célula eucariota había evolucionado gradualmente, por una lenta acumulación de pequeñas mutaciones, a partir de una sola bacteria. Las mitocondrias, los cloroplastos y los cilios eran simples productos de la selección natural, elaborados paso a paso con la tradicional receta darwiniana. Y la presencia de ADN en los dos primeros no indicaba nada raro: simplemente, ese ADN se había escindido del núcleo y había migrado hasta las mitocondrias y los cloroplastos por razones de eficacia operativa.
La teoría de Taylor, un buen ejemplo de la resistencia heroica del neodarwinismo a aceptar cualquier cosa que no encaje en sus preconcepciones, quedó refutada al poco de formularse, cuando se comprobó que el ADN de las mitocondrias y los cloroplastos es mucho más parecido al material genético de las bacterias que al del genoma nuclear eucariota. El mundo académico se vio forzado a aceptar la parte de la teoría de Margulis que hoy se enseña en todos los libros de texto: que las mitocondrias y los cloroplastos provienen, por simbiosis, de antiguas bacterias de vida libre. La idea convencional, sin embargo, persiste aún gracias a que la teoría de Margulis se suele presentar en una versión edulcorada que no capta el fondo de la cuestión, y que dice más o menos así: puede que un par de orgánulos tengan un origen simbiótico después de todo, vale, pero el cuerpo principal de la célula, por así llamarlo, es el producto del gradualismo más ortodoxo. En algún momento de su ascensión darwiniana a los cielos, un intermediario entre las bacterias y las células eucariotas se tragó a la bacteria que originó las mitocondrias, qué le vamos a hacer, pero al fin y al cabo eso se puede considerar una especie de mutación en sentido lato, una fuente de variación no prevista por el neodarwinismo, es cierto, pero no muy diferente en el fondo de las variaciones continuas, estadísticas y graduales que constituyen la verdadera materia prima de la selección natural.
Mostraré a continuación que éste es un enfoque erróneo y que, aunque la ortodoxia no ha asimilado aún el significado radical de la teoría de Margulis, no va a tener más remedio que hacerlo tarde o temprano.
En la lectura correcta de la teoría de la endosimbiosis serial, la célula eucariota no es el producto del gradualismo darwiniano más o menos matizado por una o dos simbiosis marginales: la célula eucariota es el producto de la simbiosis y punto. La selección natural cumple un mero papel de ajuste después de que el hecho crucial, la simbiosis, hubiera creado ya una célula eucariota con todos sus componentes esenciales. La idea no supone una modificación menor del mecanismo darwinista, sino un mecanismo radicalmente nuevo y distinto. La fuerza evolutiva que generó a la célula eucariota no fue la selección natural, sino la simbiosis, la suma constructiva de funciones complejas y completas —bacterias enteras, de hecho— previamente existentes. En el darwinismo, un organismo adquiere una nueva función compleja gracias a la lentísima acumulación de pequeños pasos, cada uno surgido del mero azar y fijado por la selección natural, es decir, fijado gracias a que aporta una pequeña ventaja respecto a la situación anterior. En el modelo de Margulis, un organismo adquiere una nueva función compleja por el simple prospecto de comprarla cuando ya está entera y acabada. No puede haber una diferencia más fundamental entre las dos ideas, perdónenme que insista.
La razón de que la nueva idea no se capte aún como una gran revolución es, creo, que Margulis no ha logrado demostrar la parte más radical de su teoría. Recordemos que, según Margulis, las mitocondrias y los cloroplastos son adiciones secundarias a un suceso básico previo: la fusión de una bacteria de la familia de las arqueas (llamada Thermoplasma por su resistencia a las altas temperaturas) con otra del grupo de las espiroquetas. Ésta fue la simbiosis que dio lugar a lo que hemos llamado, sin mucha precisión, el cuerpo central de la célula: esa cosa, todavía sin mitocondrias ni cloroplastos, que la ortodoxia sigue suponiendo que surgió de una forma gradual y darwiniana. Analicemos este punto con un poco más de detalle.
Las espiroquetas, que todavía existen, son unas bacterias en forma de sacacorchos que se mueven muy rápido, mediante latigazos helicoidales, y que tienden a pegarse a otros microorganismos que tienen al lado, perforándoles en ocasiones (la metáfora del sacacorchos es bastante literal, como ven). Según Margulis, la espiroqueta penetró en la arquea Thermoplasma y aportó a la nueva sociedad los andamios de microtúbulos que hoy caracterizan a todas las células animales y vegetales. El cuerpo de la espiroqueta se quedó en la superficie de la nueva célula haciendo lo que ya sabía hacer en su vida libre: girar con latigazos helicoidales y provocar así el movimiento de la nueva célula (o su propio movimiento, si la célula está fija a algún soporte). Y los genes de la espiroqueta (que, entre otras muchas cosas, contienen la información para fabricar los andamios de microtúbulos) se unieron a los de la Thermoplasma para constituir el genoma de la nueva célula, que quedaría empaquetado en un núcleo por primera vez en la historia.
Margulis cree que aquellas espiroquetas originales han dado lugar a todas las actuales prolongaciones móviles de las células eucariotas, incluidas las colas de los espermatozoides y las varias clases de cilios existentes: los de los protistas (como el paramecio), los que revisten interiormente las vías respiratorias de los animales (provocando a veces la tos), los que cubren las trompas de falopio, etcétera. Todas estas prolongaciones se basan en una estructura estereotipada de microtúbulos que delata su origen común. Cuando se examinan estas prolongaciones al microscopio, en su base, junto a la membrana del cuerpo celular, siempre aparece una pequeña estructura llamada cinetosoma, que también contiene microtúbulos. El cinetosoma parece ser el germen a partir del cual los ladrillos que constituyen a los microtúbulos (unas proteínas llamadas tubulinas) empiezan a ensamblarse uno a uno hasta construir los alargados andamios típicos de las células eucariotas.
FIGURA 3.4: Las espiroquetas, bacterias alargadas que se mueven a latigazos helicoidales, tienden a asociarse a otras bacterias, y las penetran en ocasiones.
Una cosa más: las células eucariotas se dividen mediante el mecanismo de la mitosis, que garantiza que las dos células hijas contengan un genoma completo, es decir, un complemento íntegro de cromosomas. El dispositivo que se encarga de repartir con exactitud los cromosomas (llamado huso acromático) está también hecho de microtúbulos. Y estos microtúbulos crecen, en cada ronda de división celular, a partir de unas pequeñas estructuras que, en este contexto, suelen recibir el nombre de ceutriolos, pero que en realidad son idénticas a los cinetosomas que acabamos de ver en la base de las prolongaciones móviles (véase figura 3.1). Margulis cree, por esta razón, que las espiroquetas fueron también las que aportaron a la célula eucariota el fundamento de su mecanismo de mitosis, los microtúbulos del huso acromático.
La teoría es de una belleza indiscutible, pero eso no la convierte en realidad. Todas las evidencias aportadas en su favor son circunstanciales. El dato crucial que convencería a la comunidad científica ha hecho algún amago de asomar la pata, pero no ha podido confirmarse, para desesperación de Margulis. Se trata de lo siguiente. Los genetistas John Hall, David Luck y Zenta Ramanis, de la Universidad Rockefeller, describieron en 1995 algunos genes que afectan a las propiedades de las prolongaciones móviles de un eucariota primitivo, el alga unicelular Chlamydomonas. Y comprobaron, por análisis genético tradicional (no molecular), que esos genes tienen cierta independencia del genoma nuclear (HALL y LUCK, 1995). La posibilidad obvia es que esos genes —al igual que ocurrió con los de mitocondrias y cloroplastos— estén localizados en una pieza de ADN asociada a los centriolos (o cinetosomas), de nuevo un remanente del material genético de la antigua espiroqueta de vida libre postulada por Margulis. Si eso fuera así, el aspecto más radical de su teoría podría demostrarse o refutarse sin más que comparar el ADN de los centriolos con el de las actuales espiroquetas. Pero, por desgracia, los investigadores que han intentado visualizar o aislar ese ADN no lo han conseguido por el momento. Científicos del prestigio de Max Taylor, Carl Woese y Tom Cavalier-Smith no aceptan la parte radical de la teoría de Margulis, y siguen convencidos de que el cuerpo central de la célula eucariota evolucionó gradualmente a partir de un solo microbio de la familia de las arqueas.
Pese a ello, mi opinión es que la parte radical de la teoría de Margulis ha sido ya demostrada por un camino independiente, aunque los detalles no acaben de cuadrar. El científico indio Radhey Gupta, actualmente catedrático de bioquímica en la Universidad McMaster, en Ontario (Canadá), ha revolucionado en los últimos años el campo de la evolución molecular (la deducción del pasado mediante las comparaciones del ADN de los seres vivos actuales) gracias a una poderosa herramienta metodológica puesta a punto por él mismo. Veamos brevemente en qué consiste.
La técnica convencional (pre-Gupta) para deducir el pasado consiste en calcular, más o menos en bruto, el grado de parecido que un gen universal muestra cuando se compara en las distintas especies actuales. Si el gen es muy parecido en dos especies, éstas deben tener un ancestro común reciente. Cuanto menos parecido, más antiguo será ese ancestro común. Acumulando datos de este tipo en muchas especies, se puede deducir un árbol genealógico que las ordene en el tiempo. En las últimas décadas, el mencionado Carl Woese (uno de los principales opositores actuales a la teoría radical de Margulis) hizo exactamente eso con un gen llamado rRNA 16S, que fabrica una parte del ribosoma, la máquina celular universal donde los genes se traducen en proteínas. El árbol genealógico así construido por Woese revelaba que todo el mundo vivo se podía clasificar en tres ramas fundamentales. Los procariotas (el grupo al que comúnmente se llamaba «bacterias») debían dividirse en realidad en dos ramas fundamentales: las bacterias propiamente dichas y las arqueas. Estas últimas son muy similares a las bacterias en aspecto, pero son capaces de vivir en condiciones muy extremas de temperatura, acidez o salinidad. La otra gran rama estaba formada por todos los eucariotas, unicelulares como los protistas o multicelulares como las plantas y los animales. En las comparaciones de Woese, los eucariotas resultaban más parecidos a las arqueas que a las bacterias, por lo que este científico y muchos otros dedujeron que los eucariotas habían evolucionado (gradualmente, por supuesto) a partir de arqueas primitivas. Éste es todavía el modelo predominante en la literatura científica.
El innovador Gupta, en lugar de comparar las secuencias de ADN en bruto, se ha centrado estos años en lo que él llama firmas: no cambios de una letra por otra en el ADN, sino inserciones o deleciones de varias bases contiguas. La diferencia de enfoque ha resultado ser crucial. Las mutaciones que cambian una letra por otra son muy comunes. Pero, como sólo hay cuatro letras, también es bastante frecuente que la nueva letra vuelva a sustituirse por la antigua, un proceso conocido como reversión. Éste y otros hechos embarran en cierta medida las conclusiones. Sin embargo, cuando ocurre una deleción que se lleva por delante 10 o 20 letras, o una inserción que añade otras tantas, la reversión a la forma original es sencillamente imposible. Estas firmas son, por tanto, una especie de marca indeleble en la gran historia de los linajes biológicos. Gupta puede, sin dudar un segundo, deducir que un gen humano concreto proviene de, pongamos por caso, un microbio perteneciente al grupo de las «bacterias verdes del azufre». La firma lo delata. Si hace 2.000 o 3.000 millones de años una primitiva bacteria verde del azufre sufrió una deleción de 15 letras en uno de sus genes, y si los animales hemos heredado ese gen de aquella bacteria, esa deleción seguirá presente en cualquier ser humano actual. Así de simple. La metodología de Gupta posee un poder sin precedentes en el campo de la evolución molecular. La firma es un auténtico fósil viviente, una huella digital indeleble que revela los crímenes ocurridos en los albores de la vida en la Tierra.
Analizando muchos genes de esta forma, Gupta ha alcanzado una conclusión totalmente distinta al árbol canónico de los tres reinos deducido por Woese. La división esencial de los procariotas no es entre bacterias y arqueas, como dice Woese, sino entre los dos grupos clásicos que nuestros abuelos estudiaban en el colegio: las bacterias gram-positivas y las gram-negativas. Ocurre a veces que los más viejos conceptos tienen una razón de ser más profunda que sus elaboraciones posteriores, y éste es uno de esos casos. La tinción de Gram clasificaba a las bacterias por un criterio tan tosco que, en efecto, no podía por menos que distinguir cualidades estructurales muy importantes. Las bacterias gram-positivas, que son las más antiguas de la Tierra, tienen sólo una membrana externa. Las gram-negativas, que derivaron de las anteriores, tienen dos membranas externas. Ésa es la división esencial entre las bacterias, según el nuevo árbol de Gupta, que ha devuelto la razón a la microbiología decimonónica. Las arqueas, elevadas por Woese nada menos que a la categoría de Reino biológico fundamental, han resultado ser en realidad una mera clase, cierto que un poco rara, de bacterias gram-positivas. No sólo comparten las firmas en muchos genes, sino que ambas tienen una sola membrana externa. Las inagotables baterías de datos de Gupta, presentadas una tras otra en las diapositivas de un seminario científico, poseen una belleza árida, nítida y luminosa como un amanecer en el desierto. Según he podido comprobar, pocos científicos las aguantan sin cabecear, pero la verdadera historia de la vida se despliega allí ante los ojos que quieran permanecer abiertos. Ustedes no se duerman, que todavía queda lo mejor.
Gupta ha analizado con su lupa de alta precisión centenares de genes eucariotas. Más o menos la mitad siguen la pauta predicha por la teoría canónica de Woese: provienen sin duda de una antigua arquea. Pero la otra mitad de los genes proviene, con igual claridad, de otra bacteria totalmente distinta, una gram-negativa. Así lo expresó Gupta en marzo de 2001:
Estos resultados muestran que la célula eucariota ancestral no se originó directamente de una arquea o de una bacteria, sino que es una quimera formada por la fusión y la integración de los genomas de ambas, arquea y bacteria.
FIGURA 3.5: Teoría de Margulis para la formación de la primera célula eucariota.
En mi opinión, los abrumadores datos de Gupta demuestran por encima de toda duda razonable la parte más radical de la teoría de Margulis. La célula eucariota original, incluso antes de la adición de las mitocondrias y los cloroplastos, no se formó por evolución darwiniana desde una arquea, como siguen sosteniendo Woese, Taylor y muchos otros científicos —y como explican pertinazmente cada vez más libros de texto—, sino por la fusión de una arquea con otra bacteria, una gram-negativa para ser exactos. Los genomas de ambas están todavía ahí, en cada célula de su cuerpo, amable lector, constituyendo su sacrosanto genoma nuclear. A esa fusión simbiótica inicial se añadieron luego las mitocondrias, y después los cloroplastos.
Los datos de Gupta nos revelan aún más hechos fascinantes. Muchos genes aportados por la bacteria gram-negativa a la fusión inicial están relacionados con el metabolismo, la cocina de la célula que se encarga de romper unas moléculas y recomponer los fragmentos para formar otras, según las disponibilidades y necesidades de cada momento. Y muchos genes aportados por la arquea están relacionados con el procesamiento de la información genética. Se ocupan de replicar el ADN, transcribirlo en ARN y traducir el lenguaje de estos ácidos nucleicos —un texto lineal escrito en bases— al lenguaje de las proteínas, un texto también lineal, pero escrito con un tipo muy diferente de letras, los aminoácidos. La razón de esta sorprendente división del trabajo simbiótico es un completo misterio, pero el hecho explica la discrepancia con las conclusiones ortodoxas de Woese. Recuerden que el árbol genealógico de este autor se basaba en el gen rRNA 16S, que es parte de la maquinaria de procesamiento de la información; la que viene de la arquea. Voila!
Sólo una cosa más. Por si cabía alguna duda, los datos de Gupta demuestran que la célula eucariota se formó una sola vez en la historia. O, mejor dicho, que todos los eucariotas actuales provenimos de la misma célula eucariota original (si hubo otras, no dejaron descendencia). El acontecimiento de fusión per se dejó varias firmas en el ADN, inserciones o deleciones que no están en ninguna bacteria ni arquea, pero que aparecen en todos —todos— los eucariotas examinados, sean protistas, plantas o animales. La vida surgió una sola vez en la Tierra. Y la célula eucariota también. Veremos más adelante que esta misma unicidad o singularidad es una propiedad tozuda de otros acontecimientos en la historia de la vida.
Gupta ha demostrado la teoría radical de Margulis, pero no la versión exacta de Margulis, según la cual la primera fusión ocurrió entre una arquea —ningún problema hasta ahí— y una espiroqueta —aquí viene el problema—. Vimos antes que los argumentos de Margulis a favor de la espiroqueta eran de tipo estructural, entre ellos el parecido entre las espiroquetas y las actuales prolongaciones móviles de las células eucariotas. Cuando le pregunté a Gupta por este particular, en marzo de 2001, su voz hasta entonces afable escaló un par de líneas en el pentagrama para susurrar: «Le he dicho varias veces a Lynn que los eucariotas no tienen en sus genes la firma de las espiroquetas, pero ella sigue insistiendo». Y cuando le fui con ese cuento a Margulis, ella puso un gesto de benevolente exasperación y dijo: «Radhey [Gupta] es el mejor del mundo con las comparaciones de secuencia, pero no tiene ni idea de biología estructural». Bien, así están las cosas en el frente de vanguardia.
Hay otra diferencia mucho más fundamental entre los puntos de vista de Gupta y Margulis. Gupta cree que el mecanismo simbiótico que creó la célula eucariota es un suceso excepcional en la historia del planeta, y que el resto de la evolución biológica se basa en procesos darwinianos convencionales. Margulis, sin embargo, está convencida de que la simbiosis, y no la selección natural, es el verdadero motor de la evolución en su conjunto. Por el momento es imposible saber de qué parte está la razón, pero la genómica comparada —la comparación entre los genomas completos de muchas especies más o menos emparentadas— resolverá sin duda esta cuestión en pocos años. Permanezcan atentos.