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El doctor Chomsky y el efecto Baldwin
La más interesante y perdurable de las guerras académicas sobre la evolución de la mente humana no proviene de donde parece que debería provenir: de la filosofía moral, de la lógica formal, de la epistemología, de la teoría del arte, de la psicología experimental, de la biología evolutiva, de la neuropsicología, de la antropología. La guerra, por extraño que parezca, proviene de la muy vetusta y fosilizada disciplina de la gramática, y muy particularmente de su componente más formal, la sintaxis. Fue declarada en solitario por uno de los grandes pensadores creativos del siglo XX, el lingüista norteamericano Avram Noam Chomsky, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Boston. En 1957, a la edad de 29 años, Chomsky revolucionó el campo de la lingüística teórica con el libro Estructuras sintácticas, basado en la tesis doctoral que había defendido dos años antes en la Universidad de Pensilvania, y en el que dinamitó los fundamentos de la lingüística estructural hegemónica en la época —y, de paso, los de la igualmente hegemónica psicología conductista— al presentar un extraordinario argumento gramático contra los presupuestos centrales de estas disciplinas, que sostenían que el lenguaje, como cualquier otra alta función de la inteligencia humana, se desarrollaba en el niño como un simple hábito asociativo mediante la experiencia y el aprendizaje. Según Chomsky, los humanos tenemos un dispositivo cerebral innato y especializado que nos permite aprender a hablar de forma casi automática e inevitable, sin más que oír unas cuantas frases sueltas, inconexas e incompletas en nuestro entorno familiar inmediato. ¿Cómo pudo llegar Chomsky a semejante conclusión sin haber abierto un cráneo en su vida? Bueno, digamos que Chomsky encontró una forma teórica de abrir el cráneo.
FIGURA 15.1: Noam Chomsky.
El argumento de Chomsky, que fundó una nueva disciplina llamada «gramática generativa», se puede resumir así: el cerebro no produce directamente las frases tal y como las pronunciamos, sino que primero construye una especie de fórmula básica llamada «estructura profunda» de la frase. Por ejemplo, si lo que vamos a pronunciar es la frase «No creo que Chomsky quiera que Dennett venga a la fiesta», el cerebro construye primero una estructura profunda, mucho más pegada al significado básico que queremos expresar, tal y como:
«Creo que (Chomsky quiere que [Dennett no venir a la fiesta])».
Sobre esa estructura básica o «profunda», el dispositivo cerebral automático de la sintaxis aplica una serie de transformaciones. Primero, transporta del verbo subordinado al principal:
«Creo que (Chomsky no quiere que [Dennett venir a la fiesta]).»
El transporte de la negación provoca automáticamente que el verbo subordinado adopte el modo subjuntivo:
«Creo que (Chomsky no quiere que [Dennett venga a la fiesta]).»
Esa frase ya es pronunciable, pero lo más frecuente es que aplique otra ronda del mismo proceso, y que la negación vuelva a transportarse del verbo subordinado al principal:
«No creo que (Chomsky quiere que [Dennett venga a la fiesta]».
Lo cual vuelve a provocar automáticamente que el verbo adopte el modo subjuntivo:
«No creo que (Chomsky quiera que [Dennett venga a la fiesta]».
Y sólo entonces la frase se pronuncia. El hablante no tiene que pensar en esas transformaciones: el dispositivo lingüístico de su cerebro las aplica automáticamente. Comparando las gramáticas de varias lenguas del mundo, Chomsky dedujo que, pese a las grandes diferencias superficiales entre estos idiomas, los principios generales abstractos de la transformación (de la estructura profunda en la frase pronunciada) son universales en la especie humana. Un ejemplo de principio general abstracto es el que acabamos de ver: la operación que hemos denominado «transporte de la negación» puede aplicarse en serie a una cascada de verbos subordinados (para cierta clase de verbos que expresan creencias, convicciones o deseos, como en nuestro ejemplo de la fiesta) en cualquier lenguaje humano. Chomsky identificó un par de docenas de principios abstractos universales de este tipo, y propuso que esos principios no reflejaban otra cosa que las tripas del dispositivo lingüístico cerebral con el que todo ser humano está equipado desde el nacimiento. El lingüista del MIT había asestado un golpe mortal a la escuela psicológica hegemónica hasta entonces, el conductismo, que sostenía que el cerebro humano nace como una tabula rasa, y que sólo la imitación, la asociación, la experiencia y el aprendizaje van estableciendo en él, poco a poco, los hábitos que conforman el intelecto humano. El principal representante de esta escuela de pensamiento fue Burrhus Skinner.
FIGURA 15.2: Chomsky es un afamado activista político, pero sus cruciales teorías gramaticales son poco conocidas por el gran publico.
La propuesta chomskyana de que el lenguaje es esencialmente una propiedad innata del cerebro humano lleva casi 50 años irritando hasta el sofoco a insignes autores de las más variadas disciplinas relacionadas con la mente: lingüistas, filósofos, neurobiólogos, psicólogos experimentales y cyborgs de la inteligencia artificial. De hecho, la gramática generativa de Chomsky —la primera evidencia sólida de que la inteligencia humana está basada en dispositivos cerebrales especializados e innatos— abrió una brecha monumental en el seno de todas esas materias, que actualmente tienden a agruparse en un área interdisciplinaria de enorme interés denominada «ciencias del conocimiento». Esa brecha todavía permanece abierta y en muy buena forma, como veremos. Pero la frontera entre lo chomskyano y lo skinneriano no tiene un perfil simple. No separa a los científicos de los humanistas, por ejemplo, sino que divide a los científicos en dos campos, por un lado, y a los humanistas en otros dos campos, por otro. Los cyborgs de la Inteligencia Artificial tienden a estar del lado de Skinner, y los neurobiólogos al lado de Chomsky. Algunos filósofos y psicólogos cojean de la pierna skinneriana, y el resto forma equipo con los lingüistas para cargar el peso sobre el pie chomskyano. La gramática generativa es una especie de gen selector que subdivide cada territorio académico en dos compartimentos (García-Bellido, por cierto, ha sido siempre un voraz lector de Chomsky, y ha especulado en extenso sobre la curiosa relación abstracta entre la gramática y la genética).
Uno de los principales elementos que han acabado de empantanar la discusión es la vaporosa extravagancia con que el propio Chomsky parece interpretar el significado último de sus teorías lingüísticas. La ciencia de Chomsky es sólida, brillante y luminosa como una piedra Rosetta, pero sus reflexiones sobre ella —sus cabalas metacientíficas— se deshacen en brumas pseudomísticas con una facilidad desconcertante. Del genial creador de la lingüística moderna, uno esperaría alguna idea sólida e innovadora sobre los orígenes evolutivos de ese órgano cerebral del lenguaje que él mismo propuso tan brillantemente en los años cincuenta, pero he aquí una refutación inapelable de esa ingenua esperanza:
Puede ser que en algún periodo remoto tuviera lugar una mutación que diera lugar a la propiedad de la infinidad discreta, quizá por razones relacionadas con la biología de las células, explicables en términos de las propiedades de mecanismos físicos ahora desconocidos […]. Es muy posible que otros aspectos de su desarrollo evolutivo reflejen de nuevo la operación de leyes físicas aplicadas a un cerebro de un cierto grado de complejidad. (CHOMSKY, 1988.)
¿Alguien ha entendido algo? Chomsky parece creer que el problema de la evolución del lenguaje no puede reducirse al de la evolución de nuevos tipos de arquitecturas de las redes neuronales —como es obvio que debe ser—, sino a alguna extraña alteración de la biología de las células que no sólo ignoramos minuciosamente en qué consiste, sino que para colmo se basa en no sé qué mecanismos físicos ahora desconocidos. Este potaje metacientífico recuerda mucho a las tesis avanzadas pocos años después por el gran matemático británico Roger Penrose, que en La nueva mente del emperador se empeñó en sostener, incomprensiblemente, que para explicar la consciencia humana había que invocar nada menos que una síntesis revolucionaria entre… ¡la mecánica cuántica y la gravedad relativista! Por más ejemplos que vayamos conociendo, nunca deja de sorprender la candorosa incompetencia que exhiben para el pensamiento biológico muchos grandes teóricos de otras disciplinas. Ciento veinte años antes que Chomsky y que Penrose, y sabiendo muchísimo menos que ellos, Darwin publicó unas reflexiones sobre la evolución de la consciencia humana incomparablemente más interesantes y cabales que las de estos dos geniales pensadores contemporáneos. Confieso mi desconcierto ante esta paradoja inextricable, y ruego a cualquier lector que tenga o conozca alguna idea al respecto que me la haga saber por correo electrónico.
Stephen Jay Gould formó equipo con Chomsky en los años ochenta, de forma quizá no del todo sorprendente. Al fin y al cabo, ninguno de los dos creía que la evolución del lenguaje pudiera explicarse por un mecanismo darwiniano. La razones de Chomsky para ello no están muy claras, como acabamos de ver. Las de Gould, mucho más sólidas, ya las repasamos en el capítulo 5. Gould admite que la selección natural fue probablemente la causa del incremento del tamaño del cerebro durante la evolución de los homínidos, pero cree que el lenguaje no es obra directa de los graduales oficios del darwinismo, sino un mero efecto secundario del incremento bruto de la capacidad craneal. En 1989 escribió:
[Los principios universales] del lenguaje son tan diferentes de cualquier otra cosa existente en la naturaleza, y tan caprichosos en su estructura, que parecen indicar que su origen fue una consecuencia de la incrementada capacidad del cerebro, y no un simple avance continuo desde gruñidos y gestos ancestrales. Este argumento sobre el lenguaje no me pertenece bajo ningún concepto, aunque lo suscribo por completo; esta línea de razonamiento se infiere directamente como una lectura evolutiva de la teoría de la gramática universal de Noam Chomsky. (GOULD, 1989.)
Pese a las desviaciones pseudomísticas de Chomsky, el punto de vista de Gould nos devuelve el debate sobre el lenguaje al dominio de la biología evolutiva del planeta Tierra, lo que es muy de agradecer. Las dos posturas enfrentadas —no importa cuál prefiera uno— pueden ahora al menos entenderse. No soy capaz de igualar el nítido análisis que Daniel Dennett ha realizado sobre este ángulo de la cuestión, así que lo mejor es que lo oigan ustedes de sus labios:
La sugerencia de Chomsky según la cual es la física, y no la biología (ni la ingeniería), la que puede explicar la estructura del órgano del lenguaje es una doctrina del más puro estilo anti-Spenceriano [el «Spencerianismo», en la peculiar nomenclatura de Dennett, es la idea neodarwiniana de que la complejidad de un organismo es consecuencia de la complejidad del entorno en que ha evolucionado; en una doctrina «anti-Spenceriana», el organismo desarrolla funciones complejas desde dentro, sin que importe la complejidad del entorno. Chomsky prefiere pensar que los genes reciben el mensaje [no del entorno sino] de alguna fuente de organización intrínseca, ahistórica, independiente del ambiente: de la «física», por así decir […]. El adaptacionismo es una doctrina Spenceriana, y también lo es el conductismo de Skinner […]. Según el conductismo, lo que Skinner llamó «el entorno controlador» es lo que da forma al comportamiento de todos los organismos. (DENNETT, 1995.)
Así pues, los «mecanismos físicos desconocidos» a los que se refería Chomsky no son, en el fondo, más que una nueva versión del muy vapuleado monstruo esperanzado de Richard Goldschmidt. Evolución a saltos, irrelevancia de la selección natural, fuerzas evolutivas originadas en el interior del genoma, niños que se salen de la isla para caerse al mar, etcétera. Coincido plenamente con esta interpretación de Dennett. La controversia entre chomskyanos y skinnerianos es, en efecto (y tal vez a pesar del propio Chomsky), un aspecto muy relevante del gran debate científico sobre el darwinismo que nos ocupa en este libro. La hipótesis skinneriana de que el intelecto humano nace en gran medida como una tabula rasa, y sólo se va conformando después, a lo largo del crecimiento del niño, a base de asociación y aprendizaje, a base de copiar la complejidad del entorno, puede entenderse muy bien como una extensión natural del darwinismo. Si el cerebro humano ha evolucionado a partir del de un primate a base de ínfimas mejoras graduales, acumuladas durante cientos de miles de generaciones bajo el examen continuo de la selección natural, la hipótesis más natural es que la mente humana consiste en un desarrollo espectacular, pero meramente cuantitativo, de la protomente de un mono. Recuerden el ojo: por muy asombroso que nos parezca este dispositivo biológico, basta encontrar una ruta darwiniana gradual, parsimoniosa y ventajosa para su portador en cada pequeña mejora, para poder entenderlo como un producto de la selección natural, es decir, como una suma progresiva de pequeñas adaptaciones.
En cambio, la hipótesis chomskyana de que el lenguaje es un dispositivo cerebral especializado e innato se compadece muy mal con el gradualismo darwiniano. Si el lenguaje es la manifestación de un órgano cerebral especializado en aprender a hablar, diga Chomsky lo que diga, ese órgano debe poseer una arquitectura neuronal nueva y cualitativamente distinta del resto del córtex cerebral. El resto del córtex puede tener propiedades asombrosas, pero es un perfecto inútil cuando de lo que se trata es de aprender a hablar, algo que hace sin ningún esfuerzo el órgano cerebral del lenguaje gracias a las peculiaridades de la red de conexiones que forman sus neuronas. En el paradigma chomskyano, la hipótesis más natural no es que el lenguaje ha evolucionado gradualmente desde un protolenguaje simiesco —los gruñidos y gestos a los que se refería Gould—, sino que lo ha hecho de forma cualitativa, brusca, saltatoria. Para la escuela chomskyana, las palabras son monstruos esperanzados. Las posturas skinneriana y chomskyana son, desde luego, los dos extremos de un continuo teórico, y la verdad puede acabar estando en cualquier punto intermedio. Pero la cuestión puede replantearse así: ¿Basta el enfoque darwiniano para resolver el inmenso problema de la evolución del lenguaje? ¿Podemos pintar un cuadro darwinista convincente para explicar su origen?
Lo que necesitaríamos es una ruta gradual viable desde la falta total de lenguaje, típica del chimpancé, hasta la presencia total del lenguaje, típica del Homo sapiens: una ruta en la que cada pequeño paso suponga de por sí una ventaja para su portador. Un buen marco para abordar esta cuestión son los experimentos y conceptos desarrollados en la última década por un grupo de psicólogos, lingüistas, filósofos y especialistas en Inteligencia Artificial estadounidenses, entre los que se encuentran, además del propio Dennett, Frank Keil, Ray Jackendorff, Nicholas Humphrey, Alan Leslie, Simon Baron-Cohen, John Holland y Rodney Brooks. Aunque estas ideas no forman aún un cuerpo teórico unificado, podemos agruparlas provisionalmente, para entendernos, bajo el título de «teoría del explorador», y enunciarlas así: el lenguaje no es un novelista que inventa un mundo cerebral de palabras, sino un explorador que encuentra un mundo cerebral ya formado y lucha para describirlo con palabras. Otro intento: el lenguaje no evolucionó como un sistema formal abstracto, aplicable a cualquier mundo real o imaginario (aun cuando hoy sí lo sea hasta cierto punto); el lenguaje, recién llegado al cerebro en algún momento de la evolución de los homínidos, se encontró desde el principio con un mundo mental muy complejo y elaborado, y todo lo que pudo hacer fue explorarlo, recorrerlo poco a poco para poner nombres a sus peculiaridades geográficas.
Visualicemos esto haciendo uso de la teoría de la consciencia primaria de Edelman y Tononi (lo que no quiere decir que esta teoría sea aceptada por los científicos mencionados en el párrafo anterior). El más bestia de los Australopithecus ya disponía, como cualquier otro primate, de un sistema complejo para formar escenas conscientes unitarias, gracias a la interacción paralela y rápida (150 milisegundos) de las percepciones de cientos de especialistas del córtex. Las más comunes de estas escenas conscientes encarnarían conceptos abstractos omnipresentes en la vida diaria, como «pertenencia», «estar vivo», «estar allí delante», «moverse hacia aquí», etcétera (recordemos que un concepto no es más que una escena consciente con las conexiones reforzadas por la frecuente ocurrencia simultánea de sus componentes). Esos conceptos ya existían antes que las palabras. Cuando el lenguaje hizo su entrada en el escenario evolutivo, no lo hizo como el sistema formal abstracto que es hoy, sino que se tuvo que conformar con explorar modestamente esos conceptos o escenas conscientes preexistentes, la sustancia de la que ya estaba hecha la mente del mono, y empezar tímidamente a ponerles nombres: mío, tuyo, en, entre, ir, venir, dar, tomar. Estas palabras y otras de naturaleza similar, que existen en todos los idiomas con un sonido u otro, suelen ser las que tienen unas raíces etimológicas más profundas, y también las que exhiben unas estructuras más irregulares: un reflejo, tal vez, de que se inventaron mucho antes de que el lenguaje fuera un sistema formal, lleno de regularidades. Las primeras palabras no inventaron conceptos: se limitaron a describir los conceptos anteriores al lenguaje, sobre todo los más comunes o importantes: los conceptos generados por la consciencia primaria de un mono.
No hay límite inferior para este argumento. El origen evolutivo del lenguaje puede ser tan simple y primitivo como queramos. Unos cuantos gruñidos simiescos aprendidos por imitación pueden valer, después de todo, como punto de partida. Quizá un Australopithecus pudiera aprender por imitación a asociar unos cuantos gruñidos con otros tantos estados conscientes (conceptos) visuales o emocionales. Es posible incluso que ese arcaico protolenguaje pudiera perfeccionarse a lo largo de las generaciones de Australopithecus por mecanismos, por así decir, culturales. Pero lo que va de ahí al órgano del lenguaje innato demostrado por Chomsky parece aún un abismo insalvable. Ese órgano debe estar hecho de redes de neuronas con una arquitectura especial innata, es decir, diseñada por los genes durante el desarrollo del cerebro. ¿Qué tiene que ver que el Australopithecus pueda aprender unos cuantos gruñidos con la posterior evolución de los genes que saben hacer una arquitectura neuronal innata del lenguaje? Los Homo sapiens llevamos miles de años enseñando a nuestros hijos a atarse los cordones de los zapatos, y no por ello hemos conseguido que el cerebro humano desarrolle un órgano innato que aprenda a atarse los cordones sin casi ningún esfuerzo por parte del niño. ¡Qué bien nos vendría Lamarck aquí! Si el resultado del esfuerzo de un homínido por mejorar sus gruñidos a lo largo de su vida pudiera imprimirse en los genes de su hijo, dispondríamos de un poderosísimo mecanismo para la evolución del lenguaje: un mecanismo para que los genes de un homínido (y por lo tanto sus arquitecturas neuronales innatas) incorporen en el disco duro el valioso aprendizaje de sus antepasados. Pero el lamarckismo está prohibido, ¿no? El aprendizaje de un individuo depende de su cerebro, pero los genes de su hijo dependen de sus células sexuales (óvulos o espermatozoides), y no hay ningún mecanismo capaz de transferir la información desde el cerebro hasta las células sexuales. Estamos perdidos, ¿no es cierto?
Pues no, no es cierto. En los animales con cerebro, hay una forma de imitar a Lamarck sin salirse del darwinismo o, mejor dicho, hay una forma de convertir el darwinismo más ortodoxo en un mecanismo casi tan rápido y eficaz como el lamarckismo. Se llama efecto Baldwin en honor de su descubridor, el psicólogo estadounidense James Mark Baldwin (1861-1934).
El efecto Baldwin puede resumirse en una especie de slogan publicitario: lo aprendido se hace instinto. O, con un poco más de precisión: cuando un cerebro es capaz de aprender algo, el resultado de ese aprendizaje acaba, generaciones después, formando una estructura innata en el cerebro del recién nacido. ¿Qué clase de herejía darwinista es ésta? Ninguna, como veremos inmediatamente.
La razón de que el efecto Baldwin funcione es que el aprendizaje y las tendencias innatas del cerebro no son dos cosas tan distintas. En realidad, se basan en gran medida en las mismas propiedades estructurales de la arquitectura cerebral. En términos neuronales, aprender algo no es más que reforzar ciertas conexiones sinápticas y debilitar otras. Y un dispositivo innato del cerebro no es más que una serie de conexiones sinápticas reforzadas o debilitadas desde el nacimiento, sin que medie aprendizaje alguno (o sin que medie mucho). Veamos cómo funciona esto en un ejemplo hipotético.
Conducir un coche o tocar la batería implica un tipo de coordinación entre los dos brazos y las dos piernas con el que no estamos equipados de nacimiento. El aprendizaje y la experiencia modifican la fuerza de las conexiones sinápticas y, de hecho, fabrican una arquitectura neuronal que permite esa coordinación, o mejor, que encarna esa coordinación a todos los efectos. Antes de que existieran coches y baterías, la variabilidad genética natural producía niños que tenían parte de ese trabajo hecho de nacimiento: algunas de esas conexiones sinápticas reforzadas ya estaban ahí sin necesidad de ningún aprendizaje, por la más pura y simple casualidad darwiniana: (1) los genes cambian al azar, (2) los genes afectan a las conexiones sinápticas, y por tanto (3) la población tiene una gama continua y aleatoria de conexiones reforzadas innatas. Lo que ocurre es que, antes de que hubiera coches y baterías, esa gama no valía para nada, no tenía un problema en el mundo exterior contra el que medirse, y por tanto no podía ser objeto de selección natural. Todos los seres humanos, por diferentes que fueran en su capacidad innata para conducir coches y tocar baterías, eran idénticos respecto a esos retos del entorno todavía inexistentes. Los genes, y las arquitecturas neuronales innatas fabricadas por ellos, permanecerían variando aleatoriamente una generación tras otra, sin que ninguna fuerza selectiva favoreciera a una variante sobre las demás y acabara transformando la composición genética de la población. La capacidad innata de coordinar las cuatro extremidades para la conducción o la batería era invisible para la selección natural, y no hubiera podido evolucionar jamás en esas condiciones.
Pero la invención del coche o de la batería, y su extensión en nuestra cultura, habrían cambiado la situación radicalmente. A partir de entonces, todo el mundo podría aprender a manejar esos artefactos, y las diferencias innatas en la capacidad de coordinación, tan aleatorias como antes, se harían visibles para la selección, porque unos individuos aprenderían a conducir más rápida y fácilmente que otros. Si conducir o tocar la batería fuera importante para la supervivencia o para la reproducción, la selección natural acabaría creando un órgano (más o menos) innato para conducir coches o tocar baterías. Un órgano cerebral que jamás hubiera evolucionado si no se hubieran inventado esos artefactos. En eso consiste el efecto Baldwin. Por supuesto, no vivimos en un mundo en el que esas actividades afecten a la supervivencia y a la reproducción, y lo más probable es que ese órgano cerebral no evolucione jamás. Pero en la prehistoria humana, la posesión del lenguaje, incluso en sus formas más toscas y primitivas, pudo muy bien ser esencial para que una tribu de homínidos saliera adelante en un mundo difícil. La variabilidad aleatoria en la estructura innata del córtex cerebral no servía de gran cosa hace seis millones de años, pero los primeros gruñidos de un Australopithecus (o de cualquiera que fuera el homínido que logró proferirlos) pudieron cambiar la situación radicalmente. Todos los homínidos de esa tribu o población podían ahora aprender a gruñir media docena de conceptos, y cualquier diferencia innata en la facilidad para aprender ese simiesco protolenguaje se convertiría instantáneamente en una propiedad visible para la selección natural. El efecto Baldwin —lo aprendido se hace instinto— predice que el cerebro acabaría desarrollando una serie de conexiones sinápticas innatas que facilitarían enormemente el aprendizaje del lenguaje. De este modo, Baldwin nos lleva a Chomsky. El efecto Baldwin es un poderosísimo mecanismo evolutivo en los animales con cerebro, es decir, con cierta flexibilidad neuronal, con cierta capacidad de aprendizaje.
El lenguaje es un fenómeno explosivo. Unos cuantos gruñidos, o unas cuantas palabras que no inventan nada nuevo, sino que se limitan a explorar los estados de consciencia preexistentes, pueden parecer un logro más bien modesto, pero suponen de por sí un paso de gigante, porque añaden un nuevo plano superpuesto a la película formada por las fugaces escenas de la vida consciente. Hemos visto que una de esas escenas dura 150 milisegundos. La palabra que la designa, sin embargo, está ahí todo el tiempo que queramos: nos permite congelar la escena en la mente y tomamos tiempo para manipularla, combinarla con otras, recordar sus efectos, predecir qué ocurrirá cuando nos encontremos otra vez con una escena similar, o con una serie de escenas similares. Unas cuantas palabras crean por sí solas un nuevo nivel de control consciente de la consciencia: una metaconsciencia. El chimpancé ve escenas conscientes dentro de su cabeza, y forma conceptos en el sentido de Edelman. El homínido dotado de lenguaje (por primitivo que sea) ve además otro tipo de información: una clasificación de las innumerables escenas conscientes en categorías manejables, manipulables, comunicables, combinables. Una docena de palabras no sirven para escribir la Crítica de la razón pura, pero sí para ensamblar, por primera vez en la historia de la vida, una cadena de pensamiento mucho más consistente e interesante que la película que corre a seis escenas conscientes por segundo en la cabeza de los demás primates. En el principio fue el verbo, y (gracias al efecto Baldwin) el verbo se hizo carne.
El lenguaje, en el sentido amplio en que venimos usando aquí esa palabra, no es un dispositivo accesorio (o periférico, como dicen ahora los tenderos informáticos) que se puede enchufar al cerebro de un mono para permitirle hablar al instante. Como hemos visto, el lenguaje se sustenta firmemente, desde su mismo origen, en el mapa conceptual de los estados de consciencia, es decir, en la mayor parte del córtex cerebral. El cerebro humano tiene zonas discretas, como el área de Broca, situada más o menos por encima de la oreja, cuyas lesiones afectan drásticamente al lenguaje. Pero la evolución del lenguaje no consiste simplemente en la aparición súbita de esas áreas. De hecho, los chimpancés tienen un equivalente al área de Broca, aunque es obvio que no la usan para hablar, ni para nada parecido. El cerebro humano difiere del de otros primates en numerosas propiedades. Mide el triple que el cerebro de un simio de estatura similar, gracias a que continúa creciendo un año después del nacimiento. Las áreas que procesan la información olfatoria se han encogido enormemente. Las zonas visuales superiores, las que tratan con los aspectos más abstractos de la información ocular, se han expandido mucho. Los lóbulos más frontales, relacionados con la formación de conceptos y la toma de decisiones, miden el doble que en cualquier otro primate, una vez corregido el tamaño del cuerpo. La evolución del lenguaje parece haber estado asociada a una reorganización general y exhaustiva de todas las áreas del córtex cerebral. Quizá haya sido su causa, quizá su consecuencia. No lo sabemos. Pero todos esos ajustes simultáneos en muchas áreas del córtex no pueden ser el producto de un salto evolutivo. El éxito biológico del ser humano se basa en lo mismo que su éxito cultural: en su capacidad para afrontar los retos del entorno mediante el conocimiento abstracto de ese entorno, mediante la clasificación del mundo en categorías conceptuales, mediante la capacidad de predicción que confiere el reconocimiento de las regularidades del mundo externo, tan aparentemente caótico e impredecible. El cerebro humano está exquisitamente adaptado para esa avanzada función cognitiva y, como sabemos, la única teoría que puede explicar la adaptación es la selección natural darwiniana. Este libro es una crítica del darwinismo contemporáneo, pero tengo la convicción de que la evolución del cerebro humano sólo puede comprenderse a la luz de la selección natural darwiniana.
Ello no quiere decir que la evolución modular no haya tenido un papel relevante en este asunto. Es casi seguro que sí lo ha tenido. Hemos visto varios saltos en el registro fósil de los homínidos, particularmente en el tamaño del cerebro, y su causa principal ha sido con toda probabilidad la evolución modular: duplicaciones, o activaciones en nuevos lugares y tiempos, de genes que regulan a redes integradas de otros genes. El desarrollo del cerebro está en gran parte regido por los mismos genes selectores y diseñadores, con sus baterías completas de genes downstream, que el resto del cuerpo. El cerebro es un trozo de cuerpo, y está hecho de módulos anatómicos diseñados por módulos genéticos. Es seguro que la evolución habrá jugado con la duplicación y reutilización de esos módulos, y en ese sentido (ya casi trivial a estas alturas) la evolución modular habrá sido una fuerza esencial en la construcción prehistórica del cerebro humano. Pero lo que hace especial a los sistemas nerviosos no es eso, sino su capacidad de aprendizaje, por virtud de la cual el cerebro de un animal adulto es físicamente distinto —compuesto por distintos conjuntos de conexiones sinápticas reforzadas— que el de ese mismo animal recién nacido. Este simple hecho permite entrar en juego al poderosísimo efecto Baldwin —lo aprendido se hace instinto—, que muy probablemente ha guiado la evolución de los cerebros animales desde su mismísimo comienzo, hace 600 millones de años, y sin duda ha cobrado una importancia exponencialmente creciente durante la evolución de los primates y los homínidos. Si me obligan a dar el nombre de dos ganadores en esta larguísima guerra académica, les diré que, según creo, Darwin y Baldwin conforman la esencia de la evolución humana. Bien por la apabullante ciencia anglosajona decimonónica.