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El darwinismo son dos cosas, y sólo una es un dogma
«¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!». Ésa fue la célebre reacción del científico y reformador social británico Thomas Huxley cuando oyó por primera vez la idea de Charles Darwin. La frase, de una u otra forma, pronunciada o no en voz alta, se habrá repetido miles de veces desde entonces, cada vez que un estudiante o un lector curioso haya descubierto la teoría de la evolución por selección natural en un libro de texto o en un reportaje de la prensa dominical. ¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!
No quiero decir simplemente que cualquier idea brillante induzca en los demás una comprensible envidia. Uno puede envidiar a Platón por su caverna, a Leibniz por el cálculo diferencial o a Schumann por cualquiera de sus Heder. Uno puede cocerse de resentimiento por no haber nacido con el talento de Leonardo da Vinci, J. W. von Goethe o Billy Wilder. Uno puede admirar a Cervantes hasta desearle todo lo peor. Pero nadie dice: ¡Dios mío, qué increíblemente estúpido he sido por no haber ideado la Gioconda, el Fausto o El apartamento! ¿Cómo he sido tan imbécil de no escribir el Quijote? La no muy larga historia de la ciencia está también repleta de buenas ideas, qué duda cabe, pero nadie llega al bar a la hora del aperitivo y exclama: Por los clavos de Cristo, pero ¿cómo no se me ocurrió a mí la ley de la gravitación universal, o la tabla periódica de los elementos, o la ecuación de onda de la mecánica cuántica? Uno puede admirar todas esas cosas, y envidiar a los cráneos privilegiados que las concibieron por primera vez, sí, pero nadie se flagela por no haber sido capaz de producirlas. Aceptamos que Newton, Mendeleyev y Schrödinger eran unos tipos geniales, pero también suponemos que sudaron sangre para construir esas prodigiosas arquitecturas mentales, y no estamos por la labor de revivir sus torturas en nuestras carnes. Entonces, ¿qué fue lo que hizo palidecer de envidia a Thomas Huxley?
La gran aportación de Charles Darwin al pensamiento occidental no es la idea de la evolución, como parece creer casi todo el mundo. Esa gloria le corresponde muy probablemente a su mismísimo abuelo, el médico, poeta y gourmet británico del siglo XVIII Erasmus Darwin. Noventa años antes de que lo hiciera su nieto. Erasmus Darwin ya había formulado y voceado las líneas básicas de la teoría de la evolución, una idea que no sólo llegó a oídos de su nieto Charles, sino que ha sobrevivido durante más de dos siglos hasta nuestros genómicos días. La idea dice así: todos los seres vivos de este planeta, con toda su mareante diversidad, con todas sus asombrosas especializaciones, provienen de una o unas pocas formas muy simples y primordiales.
Un inciso. Quisiera proponer a los fabricantes del Trivial Pursuit una nueva pregunta para sus cartones: ¿Quién fue el primer lamarckisla? Jean Baptiste de Lamarck, responderá el más listo de la reunión con una sonrisa autosuficiente. Y perderá la jugada, porque el primer lamarckista fue Darwin (no Charles, sino su abuelo Erasmus). Lo que conocemos como lamarckismo, o herencia de los caracteres adquiridos, es la idea de que las transformaciones que un individuo logre durante su vida —cuellos estirados para alcanzar las hojas más altas, extremidades aplanadas para remar mejor en el agua, dedos atrofiados por la falta de uso— se puede transmitir a la descendencia. Y, en efecto, fue Erasmus Darwin el primero en proponer ese mecanismo como una fuerza causal de la evolución biológica. Digo «como una fuerza causal de la evolución biológica» porque la herencia de los caracteres adquiridos era una especie de mito o superstición de andar por casa por lo menos desde la Ilustración, y posiblemente desde la noche de los tiempos. Pero fue el abuelo Erasmus el primero en tomársela en serio y ponerla por escrito en un libro de zoología. El naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck propuso también el lamarckismo como un mecanismo evolutivo, desde luego, pero lo hizo diez años más tarde que Erasmus Darwin. No es que esto importe mucho, toda vez que el lamarckismo ha resultado ser una teoría errónea, pero es de justicia darle a la familia Darwin lo que le corresponde en la historia del pensamiento evolucionista. El mismo Charles, por cierto, fue evolucionando desde el darwinismo (que él mismo —esta vez sí— había inventado) hacia unas formas de lamarckismo muy embarazosas para sus posteriores biógrafos. Pero vayamos por partes.
Erasmus Darwin era un deísta: creía que Dios había creado el mundo y sus leyes naturales, pero que luego se había retirado para no volver a intervenir jamás. Su nieto Charles, a quien le tocó vivir en una Inglaterra más reaccionaria que la de su abuelo, partió de cimientos mucho menos fértiles para el pensamiento científico. En diciembre de 1831, cuando se embarcó como naturalista en el H. M. S. Beagle rumbo a Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Perú. Charles era un jovencito Victoriano de veintidós años, recién licenciado en teología por la Universidad de Cambridge y convencido de la exactitud del relato de la creación expuesto en el Génesis. Darwin no sólo creía firmemente, como todos sus profesores de Cambridge, que cada especie animal y vegetal había sido creada separadamente por Dios, y que no cambiaba jamás, sino que contaba entre sus libros de cabecera con la Teología natural del reverendo británico William Paley. «Casi podría haberlo recitado de memoria», escribió Darwin mucho después en su autobiografía. Paley presentaba en ese libro una meticulosa demostración del llamado «argumento teológico del diseño»: los seres vivos muestran tal cantidad de signos evidentes de haber sido diseñados (para las funciones que deben cumplir) que la mera enumeración de esos signos es el más sólido argumento que puede aducirse en favor de la existencia de Dios. Un Dios que, obviamente, había creado cada especie en un acto separado y magnífico.
FIGURA 1.1: La biología moderna nació en este barco, el H. M. S. Beagle. Su tripulación era tan numerosa (68 personas) que Darwin tuvo que dormir en una hamaca colgada en la popa.
FIGURA 1.2: La travesía del Beagle.
Las observaciones cruciales que despejaron la mente de Darwin de todas esas brumas teológicas tuvieron lugar en 1835, durante el cuarto año de la travesía del Beagle. Aquel año, durante sus escalas en las Galápagos, Darwin observó que unos pájaros llamados pinzones eran similares en todo el archipiélago y en el continente, pero también reparó en que cada isla albergaba sólo una variedad característica de esa especie, pese a que todas ocupaban unos hábitats muy similares. ¿Para qué demonios se había molestado el Creador en diseñar una variedad ligeramente distinta de pinzón para cada isla, si con una hubiera dado más que de sobra para todo el archipiélago? ¿Es que el Creador iba a resultar ahora ser un chapucero o un gamberro? Unos meses después de haber recolectado especímenes de pinzones de tres de las islas, y todavía a bordo del Beagle. Darwin escribió en su diario de viaje:
Cuando me fijo en esas islas [las Galápagos], todas a la vista unas de otras y habitadas por nada más que un parco repertorio de animales, moradas por esos pájaros que sólo difieren un poco en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que son variedades […] Si hay la más mínima base para estos comentarios, merecerá la pena examinar la zoología del archipiélago porque tales hechos socavan la estabilidad de las especies. (Citado en MAYR, 1991.)
FIGURA 1.3: Las variedades de pinzones que habitaban cada una de las islas Galápagos encendieron la luz en la mente de Darwin: las especies no eran estables.
El Beagle no fondearía en el puerto inglés de Falmouth hasta tres meses después, poniendo fin a una travesía de cinco años. Pero es obvio que Darwin, a sus 27 años y todavía a bordo del buque, estaba ya en avanzados trámites de convertirse al evolucionismo soñado por su abuelo y otros pensadores, una idea herética que ningún científico se había tomado en serio nunca, pero que ahora asaltaba al joven Charles con la luz cegadora de una revelación. La anotación en el diario es de julio de 1836.
FIGURA 1.4: Darwin no etiquetó bien los pinzones que había recogido en las Galápagos: olvidó asignar cada uno a su isla, y luego intentó reclasificarlos de memoria. Frank Sulloway enderezó el entuerto en The Beagle Collections of Darwin’s Finches [Geospizinae], Bulletin of the British Museum [Natural History] Zoology Series, 43 [1982], (n.º 2, p. 49).
En octubre de ese mismo año, nada más tocar puerto en Falmouth y reintegrarse en la sociedad británica. Darwin puso en orden los numerosos especímenes que había recogido laboriosamente durante los cinco años de travesía y los envió a varios especialistas para que le ayudaran a clasificarlos. Uno de ellos, el ornitólogo John Gould, se dio cuenta de que las distintas variedades de pinzones recogidas por Darwin en tres de las islas Galápagos eran en realidad tres especies distintas, aunque similares. Si Darwin ya había reparado durante el viaje en que la supuesta especie única de pinzones que poblaba el archipiélago parecía no ser estable, el dictamen de Gould vino a revelarle que el aislamiento geográfico podía, de hecho, dividir a la especie original, llegada del continente, en al menos tres especies diferentes. Eso ya era el colmo. En la primavera de 1837 Darwin ya había extrapolado esas evidencias a la totalidad de la naturaleza, y estaba plenamente convencido de que los seres vivos no habían sido creados como los vemos ahora, sino que se habían diversificado desde un origen común a través de pequeños cambios acumulados gradualmente durante centenares o miles de millones de años.
Pero esa convicción no le bastaba. Darwin no podía dar por buena su teoría sin un mecanismo causal que explicara por qué las especies cambiaban hasta transformarse en otra cosa, hasta escindirse en dos o más especies distintas, hasta generar desde un origen simple y primitivo la sofocante variedad de seres vivos que pueblan en la actualidad cada rincón de nuestro planeta. El filósofo de la evolución Michael Ruse lo ha expresado admirablemente:
[…] Como correspondía a un graduado de la Universidad de Cambridge de principios del diecinueve […], Darwin conocía muy bien cuál había sido la contribución del científico más famoso que había salido de las aulas de su alma máter. El mayor logro de Isaac Newton había sido el concepto de la atracción gravitatoria, la explicación causal definitiva de los movimientos planetarios observados por Copérnico, Kepler y otros durante la revolución científica. Si Darwin iba a convertirse en el Newton de la biología (y ésa era ciertamente su esperanza) tenía que ofrecer causas. Limitarse a defender el hecho de la evolución no era suficiente; había que decir qué era lo que hacía funcionar a la evolución. (RUSE, 2001.)
Ese mecanismo no se le ocurrió hasta septiembre de 1838, un año y medio después de haberse convencido por completo de que la evolución era un hecho. ¿Qué ocurrió en ese lapso de tiempo? Darwin estaba al tanto de los mecanismos evolucionistas propuestos por su abuelo Erasmus y por el francés Lamarck. Y sabía que esas ideas habían sido aplastadas sin piedad no sólo por el conservadurismo religioso, sino también por la ortodoxia científica de la época. En palabras del historiador Philip Appleman:
[Darwin] conocía la amarga experiencia de Lamarck, que había tratado de desafiar la opinión convencional [de que las especies eran fijas] con una hipótesis evolucionista poco convincente, y había sido atacado y ridiculizado sistemáticamente por la práctica totalidad del establishment científico. Otros científicos, filósofos y escritores, incluido el propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, habían especulado también sobre la transmutación [evolución] de las especies, pero, al igual que el de Lamarck, su trabajo tampoco fue tomado en serio; era demasiado hipotético o demasiado superficial para amenazar en cualquier forma grave a la creencia científica y religiosa en la estabilidad de las especies. (APPLEMAN, 2000.)
Uno de los principales argumentos de la ciencia convencional contra las ideas evolutivas de cualquier tipo era que éstas no podían explicar satisfactoriamente las evidentes, y espectaculares, adaptaciones de los seres vivos a su ambiente. Si hubiera sido cierto que las especies eran cambiantes, ¿cómo podría entenderse que cada una hubiera desarrollado unas estructuras tan complejas y tan útiles, tan optimizadas, tan obviamente diseñadas por Dios para funcionar en el entorno en que vivían? Ese era, en esencia, el argumento del reverendo Paley, que tan bien conocía el joven Charles.
Darwin, sin embargo, estaba muy familiarizado con las chocantes transformaciones que los agricultores y los mejoradores habían logrado con las plantas de cultivo y los animales domésticos. Y también sabía cuál era el truco: ninguna fuerza o tendencia intrínseca llevaba a las espigas a hacerse mayores y más compactas a lo largo de las generaciones. Era el agricultor el que elegía las mejores espigas en cada generación y las usaba para sembrar la siguiente cosecha. En eso consistía la selección. ¿No habría alguna forma de que eso mismo ocurriera en la naturaleza, sin ninguna mano que guiara el proceso?
Como se ve, todos los ingredientes estaban ya flotando en la cabeza de Darwin: las especies cambiaban; lo hacían gradualmente, hasta escindirse en dos o más especies nuevas; el resultado era un incremento de adaptación al entorno; ninguna fuerza intrínseca las llevaba a ello; en cada generación, algo debía seleccionar a ciertos individuos y descartar a todos los demás. ¿Qué era ese algo? ¿Qué fuerza causal podía completar el esquema? ¿Qué podía hacer las veces del agricultor que selecciona las semillas en cada generación?
Todos los muelles estaban tensados y sólo necesitaban una mota de polvo para saltar por los aires al unísono. Y la clave vino de la lectura casual del Ensayo sobre el principio de la población del reverendo Thomas Malthus. Allí se señalaba que la población humana siempre tiende a crecer más deprisa que los recursos y los alimentos. Pero entonces… ¡Cristo! Ésa era la clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente. La fuerza causal de la evolución —el agricultor que seleccionaba las semillas— no era otra que la escasez. Si los seres vivos tenían una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos eran limitados, sólo las variantes más aptas de cada generación (las más adaptadas a las necesidades impuestas por su medio) sobrevivirían lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generación. La repetición de este proceso ciego una generación tras otra durante miles o millones de años provocaría inevitablemente que las especies fueran cambiando y haciéndose más aptas para vivir en su medio. La mera escasez de recursos hacía las veces del agricultor que selecciona las espigas. Más aún: las fascinantes adaptaciones de los seres vivos a su particular entorno, sus estructuras y especializaciones tan funcionales y óptimas, tan obviamente diseñadas por un Ser inteligente, como creía haber demostrado el reverendo Paley, quedaban explicadas de un plumazo sin intervención divina alguna, ya que el cambio gradual de las especies, generación tras generación, no consistía en una deriva errática, sino que estaba guiado por las exigencias del entorno, y debía conducir por tanto, inevitablemente, a optimizar la adaptación a ese entorno. La principal crítica de la ortodoxia científica a Lamarck y los otros evolucionistas predarwinianos había quedado desactivada para los restos.
Ahora sí: ésta es la teoría de la evolución por selección natural, la gran aportación de Darwin al pensamiento occidental. Ésa es la idea que hizo exclamar a Thomas Huxley: «¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!». Y ahora vemos el porqué de la reacción de Huxley. Jamás una idea tan simple, tan evidente, jamás una de esas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, había explicado una realidad tan amplia, compleja y trascendente como… ¡la totalidad de la biología del planeta Tierra! Y acabando de paso con una superstición tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. Qué increíblemente estúpido que, durante los 100.000 años que la especie humana llevaba en el mundo, a nadie se le hubiera ocurrido esa trivialidad. Huxley, la verdad, tenía todas las razones para morirse de envidia.
Darwin dio con la teoría de la selección natural el 28 de septiembre de 1838. Habían pasado dos años y dos meses desde la anotación crucial en su diario sobre los pinzones, todavía a bordo del Beagle. Y un año y medio desde que, ya en tierra, se convenció por completo de que la evolución era un hecho. Aún habrían de pasar otros 21 años hasta que se decidiera a publicarla en el libro que fundó la biología moderna, El origen de las especies. Durante esos 21 años, Darwin fue posiblemente el único ser humano que se había asomado al oscuro abismo de la verdad. No falta quien piensa que su salud se resintió por ello.
Lo natural es, siempre había sido, pensar que los seres vivos han sido diseñados por un ser inteligente. Todo el mundo, también el mundo científico, había dado por descontada esa obviedad hasta que Darwin formuló una alternativa creíble y científicamente coherente: la selección natural. Desde Darwin sabemos que cualquier cosa —bueno, cualquier cosa de una cierta complejidad— que sea capaz de sacar copias de sí misma, de manera levemente inexacta, no tiene más remedio que irse haciendo lentamente más eficaz a lo largo de las generaciones, de modo ciego y estúpido. La razón es que, como las copias son inexactas, todos los individuos son ligeramente diferentes, y siempre habrá uno que, por pura casualidad, se las apañe un poquito mejor —nada espectacular, cualquier ínfima mejora puede valer— y logre hacer más copias de sí mismo que todos los demás. En un mundo de recursos limitados, y con el paso del tiempo, los descendientes de aquel individuo levemente mejorado, que son muy parecidos a él, serán mayoritarios en la población, y por lo tanto la población habrá cambiado y ahora se las apañará un poquito mejor que unas generaciones antes. Y cuidado con la palabra mejor: el darwinismo sólo nos permite utilizarla en un sentido local, pasajero, oportunista, carente de finalidad. En el darwinismo no hay objetivos: las cosas pasan y se acabó.
La repetición ciega y mecánica de este proceso durante millones o decenas de millones de años, nos sigue diciendo Darwin, conduce a menudo a invenciones espectaculares, órganos tan complejos, exquisitos y eficaces como el ojo del águila, o como el cerebro humano, tan complejos, exquisitos y eficaces que parecen diseñados por un ser inteligente. Por un ser muy inteligente, si hemos de ser exactos. Darwin había descubierto por fin una alternativa creíble al creacionismo, a la perogrullada que todo el mundo había dado por sentada hasta entonces, y que formulaba —o mejor, que ni formulaba por obvio— que las cosas de diseño inteligente, como los relojes y los seres vivos, tenían forzosamente que haber sido diseñadas por una inteligencia, como un relojero o un dios. Fue la teoría de la selección natural la que refutó el famoso argumento teológico del diseño, tan pía y meticulosamente ensamblado por el reverendo Paley. Si quieren loar a la persona que mató a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de tripulantes del H. M. S. Beagle.
La selección natural, es decir, la muerte de Dios, es la razón de la celebridad de Darwin fuera del ámbito de la biología. Los biólogos contemporáneos, diría yo, tienden a fijarse más en la aportación menor de Darwin, en la demostración convincente del hecho de la evolución (así, sin mecanismos propuestos), es decir, las pruebas de que todos los seres vivos existentes provienen de un único ancestro común y primitivo. Ésta no es, como la selección natural, una idea esencial en la historia del pensamiento, pero sí es el fundamento de la biología moderna. A lo largo del último siglo y medio, los datos han demostrado la teoría del ancestro común con tal contundencia y nitidez que ni el más recalcitrante de los escépticos se atreve a cuestionarla hoy día, como no sea desde la ignorancia o el fundamentalismo, Por lo tanto, nunca se escribe ni se discute seriamente sobre este asunto. Es una cuestión científica y filosóficamente muerta, por la sencilla razón de que es verdad.
Todos los seres vivos nos basamos en el ADN —qué no hubiera dado Darwin por conocer esa bellísima doble hélice, que se habría de descubrir muy cerca de donde él vivió, pero 71 años después de su muerte—, todos los seres vivos usamos el mismo código genético a pesar de que hay miles de millones de códigos genéticos posibles que harían igualmente bien su trabajo, todos empleamos las mismas complicadísimas cascadas de reacciones químicas para mantener nuestras funciones vitales. Que el lector pueda alimentarse de azúcar se debe exactamente a la misma razón —la misma en todo su complejísimo detalle— que el hecho de que la más miserable de las bacterias pueda alimentarse del mismo azúcar. Cabe imaginar muchas otras formas de almacenar información genética, de traducirla en cosas útiles y de alimentarse de azúcar, pero el caso es que las decenas de miles de millones de especies que existimos en la Tierra lo hacemos exactamente de la misma forma. Ya sería casualidad si no tuviéramos todos, las bacterias, los cerezos y los seres humanos, un origen común.
Pero, como hemos visto, Darwin no se limitó a demostrar que la evolución —la diversificación de todos los seres vivos a partir de un único ancestro primitivo— es un hecho. Necesitó proponer un mecanismo, y tras 18 meses de desesperación lo encontró en la teoría de la selección natural.
Lo que solemos entender por darwinismo, por más que se quiera presentar como una teoría indivisible y coherente, consiste por lo tanto en dos cosas muy distintas. Una es la evolución, la teoría que postula que todos los seres vivos provienen de un único ancestro primitivo (o de unos pocos): una teoría que se puede considerar demostrada por encima de toda duda razonable. La otra es la selección natural, un mecanismo gradual propuesto para explicar no sólo la evolución, sino también el hecho de que los seres vivos posean estructuras que parecen diseños inteligentes (ojos, manos, hígados, cerebros) sin necesidad de que los haya proyectado un diseñador inteligente. Por supuesto, Darwin formuló la segunda idea (la selección natural) para dar fuerza a la primera (la evolución). Pero ello no impide que las dos cosas sean muy distintas conceptualmente.
De hecho, el grado de aceptación de estos dos conceptos siempre ha sido diferente. Así lo expresa Ruse:
Pese a toda la tradición que afirma que el evolucionismo de Darwin se encontró con una oposición monstruosa, la verdad es que la evolución per se (la evolución como hecho) devino ortodoxia casi de la noche a la mañana. Como el traje del emperador, en cuanto Darwin hubo expuesto sus concepciones (presentando sus ideas con un envoltorio formal socialmente aceptable), la mayoría de la gente no tuvo ningún problema en cambiar de opinión y aceptar el origen común con modificación (…) Sin embargo, la gente se mostró mucho menos entusiasta en cuanto a la selección natural. Nadie negaba su existencia o fuerza (…), pero la impresión era que la selección natural necesitaba un complemento importante para conseguir resultados reales (…) Tal vez la selección fuera obviamente verdadera, pero no era obviamente efectiva. (RUSE, 2001.)
Es necesario precisar que Darwin, pese a todo lo anterior, nunca fue un ultradarwinista, como sí han sido la inmensa mayoría de sus seguidores, incluida toda la plana mayor del evolucionismo del siglo XX. Darwin, por ejemplo, era muy consciente de que su teoría, basada en ínfimos cambios graduales acumulados generación tras generación, requería enormes lapsos de tiempo para ser efectiva. Calculó, por ejemplo, que la diversificación de los mamíferos hubiera necesitado cerca de 300 millones de años si había de explicarse por selección natural (una estimación nada mala, como veremos), y recibió como una crítica devastadora el cálculo, realizado por lord Kelvin en los años sesenta del siglo XIX, de que la Tierra no tenía más de 25 millones de años de antigüedad. Kelvin, un gran físico, y presidente en la época de la todopoderosa Royal Society de Londres, logró retrasar varias décadas el progreso de la biologia con su pomposa sentencia: «La Física argumenta contra la evolución». El cálculo de Kelvin fue una de las principales causas de que Darwin, en su edad madura, fuera convirtiéndose progresivamente hacia el lamarckismo, ya que la herencia de los caracteres adquiridos parecía una forma de lograr cambios estructurales eficaces mucho más rápida que su propio mecanismo de la selección natural, tan lento y ciego. Lo que son las cosas. El cálculo de Kelvin resultó finalmente un error garrafal: la Tierra no tiene 25 millones de años, sino cerca de 4.500 millones (la física no argumenta nada contra la evolución). Y el lamarckismo es erróneo. Pero el episodio da una buena idea de la honradez intelectual de Darwin, y de su admirable disposición a matizar o abandonar sus propias ideas cuando la evidencia científica parecía requerirlo. Ésta es una de las marcas de fábrica de los mejores científicos teóricos.
Por extraño que suene, la selección natural no es un elemento lógico esencial de la teoría de la evolución. Darwin necesitaba que los seres vivos cambiaran, que unas especies se transformaran en otras y se propagaran así por múltiples e interminables linajes, por lanzaderas históricas que las condujeran a adoptar improbables y refinadísimas estructuras, a alcanzar trabajosos diseños trabajosamente diseñados por nadie. La evidencia de que las especies evolucionaban, de que se habían ramificado incesantemente a partir de ancestros comunes, que cayó sobre Darwin como una revelación durante la travesía del Beagle, no necesitaba que esas cosas ocurrieran mediante el gradual, competitivo y parsimonioso proceso malthusiano de la selección natural. Este mecanismo llegó a la mente de Darwin un año y medio después de que la evidencia de la evolución hubiera colonizado por completo su cerebro, y sólo tras un esfuerzo sistemático y consciente por dotar a esa evidencia de una explicación mecanística que pudiera resultar convincente en su época.
Le propongo al lector un pequeño ejercicio de ciencia ficción (en sentido estricto). ¿Qué hubiera ocurrido si Darwin hubiera sido un investigador del siglo XX, y hubiera por tanto tenido que escribir cinco o seis artículos científicos —o cinco o seis solicitudes de patente, como es ahora preceptivo— antes de leer a Malthus? ¿Serían ésos los artículos que se citarían en los libros de texto como la carta fundacional de la biología evolutiva? Y ¿qué sería de los otros cinco o seis artículos posteriores a la lectura de Malthus, que serían los primeros en mencionar la selección natural como motor de la evolución? ¿Se los tendría ahora por una extravaganza de madurez?
El lector puede dar la respuesta que quiera: nadie va a refutársela. Mi opinión es que la teoría de la evolución, despojada del mecanismo de la selección natural, no hubiera interesado, ni mucho menos convencido, a casi nadie. No al menos en tiempos de Darwin. Pero eso no convierte a la selección natural en una verdad revelada, como parecen creer los darwinistas contemporáneos. La selección natural darwiniana, por más que exista en la vida real —sí, los pinzones de las Galápagos evolucionaron así con bastante probabilidad— y por más que sea un mecanismo evolutivo formulado por el mismo genio que inauguró la biología moderna, no deja de ser, como última explicación de la evolución en su conjunto, una hipótesis inicialmente viable, pero postulada hace más de un siglo y medio, antes de que se descubrieran las más elementales leyes de la genética, de la estructura celular, de la biología molecular y de prácticamente cualquier rama actual de las ciencias de la vida. El último siglo y medio de biología ha sido uno de los periodos más vertiginosos y reveladores de la historia del conocimiento. ¿Será posible que el mecanismo propuesto por Darwin en la prehistoria de la biología, la selección natural, sobreviva intacto como una joya inaccesible, impermeable y perfecta tras semejante cascada de luz?
La investigación biológica actual ha revelado numerosas paradojas que desafían al edificio darwiniano. La preservación de este crucial edificio —estamos hablando de la teoría que dinamitó la ancestral creencia humana en la necesidad de un diseñador inteligente— va a requerir una actitud intelectual francamente más abierta y creativa que la de los actuales darwinistas ortodoxos, encastillados en unas fortalezas dogmáticas que, a buen seguro, hubieran avergonzado al propio Darwin. El relojero será ciego, pero su ceguera —lástima— no parece bastarle para construir un reloj.