14
Tómeselo con filología
En 1978, los neuropsiquiatras E. Bisiach y C. Luzzatti pidieron a dos pacientes de Milán con graves lesiones cerebrales que imaginaran estar sentados en un extremo concreto de la Piazza del Duomo, un paisaje urbano que cualquier milanés sería capaz de reconstruir de memoria con bastante detalle, y que describieran lo que veían con su imaginación desde esa posición. Los dos pacientes hicieron una descripción muy correcta de los edificios y estatuas de la Piazza del Duomo, pero sólo de los que estaban en la mitad derecha de la plaza según su imaginario punto de vista. Y ninguno de los dos dijo «Maldita sea, no puedo recordar la otra mitad del paisaje», sino que ambos se mostraron convencidos de que habían logrado una reconstrucción completa de aquella plaza que conocían tan bien, que habían conocido tan bien mucho antes de sufrir el daño cerebral. ¿Es que la lesión les había borrado el recuerdo de la mitad izquierda de la Piazza del Duomo? No. Bisiach y Luzzatti les pidieron a continuación que se imaginaran sentados en el extremo opuesto de la plaza y que describieran lo que veían desde este nuevo ángulo. Y entonces, los dos pacientes describieron a la perfección todos los edificios y estatuas que antes parecían haberse borrado de su recuerdo: los que ahora estaban en la mitad derecha de la plaza. Nuevamente, los dos pacientes se manifestaron convecidos de que su descripción era razonablemente completa. (BISIACH y LUZZATTI, 1978.)
Numerosos daños cerebrales causan alteraciones asombrosas de la consciencia que nos revelan lo erróneas que pueden llegar a ser nuestras intuiciones sobre el funcionamiento del cerebro. Si alguien nos pide describir de memoria la Piazza del Duomo —cada lector puede elegir su equivalente local— desde cierto ángulo, todos creemos hacerlo a partir de una especie de fotografía archivada en nuestra memoria, y también creemos que, para cumplir con la tarea exigida, no tenemos más que consultar esa fotografía interior e ir describiendo lo que vemos dentro de ella. Pero el cerebro no funciona así. La retina y las áreas cerebrales más primarias sí funcionan así, pero las señales que éstas mandan hacia arriba, hacia las redes neuronales de rango superior, no se procesan como fotografías, sino como informaciones cada vez más abstractas y formalizadas.
En las áreas visuales primarias de la corteza cerebral, situadas un poco por encima de la nuca, una neurona típica responde a las cualidades más rastreras del trozo de mundo que le corresponde: si esa pequeña zona del campo visual está iluminada, la neurona se activa; si está oscura, la neurona no se activa. Pero si acompañamos a la señal originada en esa neurona en su camino ascendente desde la nuca hacia la coronilla, las neuronas individuales van respondiendo cada vez a cualidades más abstractas del paisaje externo. Una neurona responde cuando el mosaico de puntos de luz y sombra fotografiado por la corteza visual primaria revela una frontera vertical entre la luz y la sombra. Otra responde cuando esa frontera está inclinada, otra cuando es horizontal, etcétera. Más arriba aún, una neurona responde cuando las fronteras recién mencionadas se combinan para formar un rectángulo, no importa de qué tamaño ni en qué orientación, pero no responde si la figura es un triángulo. Otra neurona responde si la figura es un triángulo, pero no si es un círculo, etcétera. En los niveles superiores de esta escala de abstracción progresiva aparece nuestra percepción consciente —o nuestro recuerdo consciente, que tanto da— de la Piazza del Duomo, pero esa escena ya no tiene nada que ver con una fotografía: consiste más bien en una descripción abstracta, novelesca y contextualizada de la plaza, con aquel edificio rojo tan bonito que le gustaba tanto a mi prima, a la derecha, y aquella estatua corroída por los excrementos de paloma, qué gran lacra para la ciudad y el alcalde sin dimitir, a la izquierda. Esta escena puede parecemos una fotografía, pero no lo es: es un estado de consciencia, la sustancia de la que están hechas nuestras experiencias y nuestros recuerdos, y que tan magníficamente capturó James Joyce con su técnica literaria del monólogo interior.
Los dos pacientes de Bisiach y Luzzatti —y muchas otras personas con diversas clases de daños cerebrales— revelan que cada estado de consciencia es una unidad indivisible. Debido a su gravísima lesión cerebral, estos dos pacientes (y muchos otros que padecen la llamada negligencia unilateral) son incapaces de procesar la información correspondiente a la mitad izquierda de su campo visual. No es que no la vean —su retina y sus áreas visuales primarias funcionan perfectamente—, sino que las áreas superiores de su corteza cerebral son incapaces de integrar esa información en su consciencia. Y, como la consciencia está hecha de estados de consciencia unitarios e indivisibles, ellos creen que su coja descripción de la Piazza del Duomo está completa: su consciencia no puede aceptar que hay un agujero en la escena, y por lo tanto ha cosido juntos los dos bordes del agujero para generar una nueva escena coherente, un nuevo estado de consciencia unitario, construido con la mitad de la Piazza del Duomo que le es accesible desde ese ángulo de la memoria. Si les pedimos que recuerden la plaza desde el ángulo opuesto, harán lo mismo con la otra mitad.
Veamos otra chocante evidencia de que nuestra consciencia está hecha de escenas o estados de consciencia unitarios e indivisibles. En la primera mitad del siglo XX se puso de moda tratar los casos graves de epilepsia mediante una intervención quirúrgica drástica aunque útil en ocasiones: aislar los dos hemisferios cerebrales seccionando de un tajo el haz de nervios que comunica uno con otro, llamado cuerpo calloso. Sorprendentemente, los pacientes intervenidos de esta forma parecían normales a todos los efectos. Pero una cuidadosa exploración psicológica puede revelar que su consciencia ha experimentado una alteración crucial. J. D. Holtzman y M. S. Gazzaniga analizaron en 1985 a varias personas que habían sido sometidas a esa operación. Les mostraron simultáneamente dos problemas visuales que debían resolver: un problema a su ojo izquierdo, y otro problema distinto a su ojo derecho. En estas condiciones muy artificiales, cada hemisferio cerebral sólo percibe uno de los problemas. Lo increíble es que los pacientes no tuvieron dificultad en resolver ambos ejercicios a la vez. Algo que no podría hacer ninguna persona normal. En una persona con los dos hemisferios conectados por el cuerpo calloso, la consciencia es única y no puede enfrentarse a dos problemas visuales simultáneos. Pero en los pacientes con el cuerpo calloso seccionado, cada hemisferio forma una serie de estados de consciencia independientes. Normalmente esto no se nota, porque el paciente vive esencialmente la misma experiencia con los dos ojos, y por lo tanto procesa esencialmente la misma experiencia con los dos hemisferios cerebrales. Pero basta un sencillo experimento como el mencionado para revelar que el paciente es en realidad la suma de dos consciencias desacopladas. El neurocientífico que más a fondo estudió a este tipo de pacientes durante décadas, Roger Sperry, concluyó en 1966:
La cirugía ha dejado a estas personas con dos mentes separadas, es decir, con dos esferas de consciencia separadas. Lo experimentado por el hemisferio derecho parece estar totalmente fuera del dominio consciente del hemisferio izquierdo. Esta división mental ha sido demostrada para la percepción, la cognición, la voluntad, el aprendizaje y la memoria. El hemisferio izquierdo, que es el dominante o principal, posee la capacidad del lenguaje, y normalmente se muestra hablador y disfruta de la conversación. El hemisferio derecho, sin embargo, es callado o raudo, y sólo es capaz de expresarse a través de reacciones no verbales. (SPERRY. 1966.)
Es cierto que, debido a que los dos hemisferios cerebrales muestran cierto grado de especialización (el lenguaje, por ejemplo, es sobre todo responsabilidad del hemisferio izquierdo), las dos esferas de consciencia a las que se refiere Sperry tienen unas capacidades mentales bastante distintas. Por ejemplo, el hemisferio derecho no sabe hablar, y el izquierdo sí. Pero estas complicaciones no deben ocultarnos el extraordinario hecho central: que la sección del cuerpo calloso convierte a una persona en dos. Los neurocientíficos Gerald Edelman y Giulio Tononi nos piden invertir mentalmente estas evidencias para que podamos apreciarlas en todo su valor teórico: un paciente con el cuerpo calloso seccionado consiste en dos consciencias independientes, y basta unir esas dos mentes con un haz de nervios para convertirlas en una consciencia única e indivisible. Si la tecnología futura permite algún día conectar mediante un haz de nervios a dos ciudadanos (a Edelman y Tononi, a Watson y Crick, o a Lennon y McCartney), el resultado será un ciudadano único, dotado de una consciencia unitaria e indivisible. Apurando el chiste, podríamos llamarle Ramón y Cajal. Puede parecer Star Trek, pero es lo que predice la neurobiología contemporánea.
Pero ¿qué es la consciencia? La teoría más coherente de la que disponemos es, creo, la desarrollada por los mencionados Edelman y Tononi. La resumo a continuación. Todo el mundo sabe que la corteza cerebral está dividida en áreas especializadas: visuales, auditivas, olfativas, somatosensoriales (las que perciben y procesan el tacto), asociativas, otras implicadas en la toma de decisiones, otras relacionadas con las operaciones aritméticas, etcétera. Las actuales técnicas de imagen, que permiten visualizar qué zonas del cerebro se activan cuando se le pide a un voluntario que ejecute una u otra tarea mental, revelan cada mes una nueva área especializada. Por poner un ejemplo extremo, hace unos años se identificó una zona cortical que parecía estar implicada específicamente… ¡en el reconocimiento de las disonancias musicales! La corteza cerebral está compuesta por cientos de zonas especializadas de este tipo, aunque nadie sabe en qué se basan esas especializaciones en términos de redes neuronales.
Cada una de esas zonas especializadas de la corteza cerebral es responsable de un aspecto de la consciencia, tal y como sugieren innumerables estudios sobre lesiones de una u otra área cerebral. Por ejemplo, las lesiones en una zona de la corteza llamada giro fusiforme eliminan la consciencia del color: la retina y las áreas visuales primarias funcionan y ven los colores perfectamente, pero esa percepción no es capaz de integrarse en la consciencia, y la experiencia del paciente es enteramente en blanco y negro. De hecho, no sólo su experiencia en tiempo presente es en blanco y negro, sino también sus recuerdos, sus imaginaciones y sus sueños. Cuando una persona normal ve el mundo que le rodea, su experiencia consciente del color rojo —en la luz de este semáforo y en el pañuelo de aquel escaparate— se basa en la actividad de ciertos grupos neuronales del giro fusiforme. Y cuando esa persona recuerda, imagina o sueña una escena, los colores rojos que aparecen en su imaginación se basan en la actividad de los mismos grupos neuronales del giro fusiforme. La rojez —o, mejor, la colorez— es un quantum de la conciencia, y ese quantum puede formar parte de cualquier experiencia consciente (visión, recuerdo, imaginación) que incluya el color como unos de sus elementos. Ninguna lesión de un área concreta del cerebro elimina la consciencia en su conjunto. Pero muchísimas lesiones de una u otra zona de la corteza cerebral eliminan uno u otro quantum de la consciencia: la consciencia del color, la del movimiento de los objetos, la de la forma de los objetos, la mitad derecha del campo visual (incluido el campo visual recordado o imaginado) y así hasta cientos de quanta.
Sin embargo, cuando somos conscientes de una escena —cuando la vemos, la recordamos o la imaginamos—, no somos conscientes de cada uno de sus elementos componentes, o quanta, separadamente. Cada escena aparece en nuestra mente integrada como un todo: cada escena es un estado de consciencia unitario e indivisible. No sólo los distintos componentes visuales de la consciencia (color, forma, movimiento) aparecen integrados en nuestra mente como propiedades de los objetos, físicos o imaginarios, sino que también forman un todo con los componentes relativos a otros sentidos —¿no es obvio que ese ruido de motor procede de aquel coche rojo que viene hacia aquí?— y a los recuerdos y conocimientos sobre el pasado —la última vez que un coche vino hacia aquí, la experiencia acabó siendo bastante dolorosa—, entre otras varias cosas.
Edelman y Tononi creen que la consciencia humana se basa en la gran capacidad de las distintas regiones especializadas de nuestra corteza cerebral para establecer rápidamente (en 150 milisegundos, para ser exactos) una red de interacciones mutuas y simultáneas. La consciencia no es por lo tanto un flujo continuo, aunque nos dé esa impresión, sino una sucesión de paquetes discretos, de escenas unitarias e indivisibles. Cada escena dura unos 150 milisegundos, que es el tiempo que le lleva a la corteza cerebral integrar los distintos quanta de la conciencia en un todo coherente. Nuestra vida consciente consiste, por así decir, en una película pasada más o menos a seis fotogramas por segundo. Sólo que «fotograma» no es una buena metáfora, porque cada «fotograma» de la consciencia incluye quanta relativos al movimiento de los objetos, y por lo tanto no es estático. Una película pasada a seis escenas por segundo sería una metáfora más ajustada.
La duración de una escena, 150 milisegundos, puede parecer un lapso fugaz, pero es una eternidad en comparación con la velocidad de transmisión de los impulsos nerviosos. La duración de 150 milisegundos es suficientemente rápida para las necesidades de la vida cotidiana, pero es fácil ver en condiciones experimentales que impone un límite temporal muy estricto para las actividades conscientes. Si le pedimos a un voluntario que apriete un botón en cuanto vea aparecer una luz en una pantalla, lo hará mucho antes de que hayan pasado 150 milisegundos. Pero si lo que le pedimos es que apriete el botón cuando aparezca en la pantalla una cara conocida, o una situación que suponga peligro —y que no lo apriete cuando aparezca una cara desconocida, o una situación que no suponga ningún peligro—, el voluntario necesitará formar una escena consciente antes de apretar el botón, y no podrá hacerlo en menos de 150 milisegundos. Nadie puede tomar más de una decisión cada 150 milisegundos.
Ésta es, por cierto, una de las razones de que podamos ver cine (me refiero ahora al cine de verdad). Si la película pasara a seis fotogramas por segundo o más lento, seríamos conscientes de cada fotograma, y desaparecería la ilusión de realidad que sentimos en la sala de proyección (algo de esto ocurre en las actuales videoconferencias por Internet). Como la película pasa a 24 fotogramas por segundo, cuatro veces más deprisa que nuestra película interior, la ilusión de continuidad es perfecta. Si alguien inserta en el celuloide de Psicosis un fotograma de «Beba Coca Cola», nuestra retina y nuestras áreas visuales primarias ven el anuncio, pero nuestra consciencia no. Éste es el fundamento de la clase más sencilla de publicidad subliminal, actualmente prohibida. Hitchcock, por cierto, jugueteó continuamente con este efecto en Psicosis. Si es usted uno de los espectadores que se ha creído la versión oficial sobre el célebre asesinato en la ducha de esta película —que todas las puñaladas están narradas implícitamente—, preste más atención la próxima vez que pase el vídeo.
FIGURA 14.1: Ver es mucho más complicado de lo que parece a simple vista.
¿Por qué funcionan la publicidad subliminal y otros trucos similares como los utilizados por Hitchcock? Porque, aunque el fotograma de Coca Cola no alcanza nuestra consciencia, sí alcanza nuestra retina y nuestras áreas visuales primarias, y estas zonas de la corteza están conectadas con los dispositivos cerebrales que disparan el deseo o la ansiedad, y lo están directamente, sin que medie la formación de una escena consciente. De modo similar, los olores pueden afectar a nuestro deseo sexual sin que seamos conscientes de ello. Una forma más general de mirar a este fenómeno es la siguiente: la realidad que nos rodea es un continuo, y como tal lo perciben la retina (y los demás sentidos) y las áreas sensoriales primarias del córtex. Es decir, que un objeto que aparezca ante nosotros sólo durante veinte milisegundos logra excitar a las neuronas adecuadas del córtex visual primario. Pero cuando esta área cerebral está intentando conectarse con el resto del córtex para integrar toda la información disponible sobre el objeto (su forma, su movimiento, su color, el ruido que hace, si es parecido a algún otro objeto archivado en la memoria), el objeto real desaparece, y no da tiempo de establecer todas esas conexiones paralelas que acabarían constituyendo una escena consciente. Recordemos que integrar toda esa información, procedente de los distintos especialistas del córtex, requiere 150 milisegundos, y el objeto sólo ha aparecido durante 20 milisegundos en nuestro campo visual. En palabras de Edelman y Tononi:
Las pautas de actividad neuronal en la retina y otras estructuras visuales primarias están en constante flujo, y se corresponden con bastante fidelidad con los detalles espaciales y temporales del inpia visual rápidamente cambiante. Sin embargo, una escena visual consciente es considerablemente más estable, y trata con propiedades de los objetos que son invariantes bajo cualquier posición o iluminación: propiedades que son fácilmente reconocidas y manipuladas. (EDELMAN y TONONI, 2000.)
¿Qué es un «concepto», según esta teoría de la consciencia? Las conexiones entre los especialistas del córtex se refuerzan cuando sus distintos componentes tienden a darse juntos en la experiencia, en el recuerdo o en la imaginación. Por ejemplo, la imagen de un violinista, el brillo de la madera del instrumento, el sonido del violín, la calma de no tener nada que hacer, el vértigo de la disonancia, el recuerdo de otra sonata oída años atrás y «oh cielos cuánto echo de menos aquellas mañanas en el conservatorio» son percepciones de los especialistas del córtex que tienden a ocurrir juntas en la experiencia de, digamos, Luis Fernando. Esa ocurrencia simultánea refuerza las conexiones entre los grupos neuronales que encarnan esas percepciones. Minutos, meses o años después, la activación de uno cualquiera de esos grupos neuronales (provocada, por ejemplo, por el brillo de la madera de un violín visto en un escaparate) tira de toda la ristra (gracias a aquellos refuerzos), y la red reaparece completa, como un concepto. Luis Fernando puede llamar a esa ristra que tiende a aparecer completa en su cerebro «nostalgia», «música clásica número dos», «naturaleza muerta con violín», «las mañanas de Paul Hindemith», o no llamarle nada, pero la ristra es un concepto en su cabeza, a todos los efectos. Un concepto no es más que un conjunto de elementos de la consciencia cuyas interconexiones están reforzadas porque que tienden a aparecer juntos en la experiencia, en la memoria o en la imaginación. Vimos antes que las áreas visuales del córtex se van ocupando de cuestiones cada vez más abstractas a medida que ascendemos desde la nuca hacia la coronilla. La formación de conceptos combina elementos aún más abstractos que los de la coronilla, y tiene lugar aún más adelante: en el córtex frontal y temporal, que es la parte del cerebro alojada detrás de la frente y entre las sienes: la parte del cerebro que más ha crecido durante la evolución de los homínidos.
Si la formación de una escena consciente depende de la interacción rápida (150 milisegundos) entre las percepciones de los distintos especialistas del córtex, todas estas áreas deben estar conectadas entre sí directamente, y así es, en efecto. Cada especialista del córtex no sólo se comunica con los que tiene al lado, sino también con todos los demás, por muy alejados que estén en el cerebro. La interacción de un especialista con otro que está 30 especialistas más allá no debe hacer escala en esas 30 estaciones intermedias, sino que se basa en conexiones largas que unen directamente a los dos especialistas más alejados. Por poner un ejemplo extremo, gran parte de las fibras del cuerpo calloso son axones que conectan directamente a los especialistas de un hemisferio cerebral con los del otro. Esta conectividad de todos contra todos es lo que permite que cientos o miles de interacciones paralelas generen una escena consciente unitaria antes de que sea demasiado tarde (y el león nos haya comido ya la mitad de la cabeza, con todas las percepciones del hemisferio izquierdo incluidas, por ejemplo).
Ahora que tenemos una teoría de la consciencia, por incompleta que sea, volvamos a nuestra pregunta original: ¿Qué pasó dentro del cráneo durante la evolución de los homínidos? Empecemos por ver cuál era la situación de partida. Muchos científicos contemporáneos consideran muy probable que los mamíferos posean una forma primaria de consciencia. Es muy difícil sostener que un felino, por ejemplo, sea un animal enteramente inconsciente. Cuando una gacela está huyendo y haciendo regates a cien kilómetros por hora, predecir dónde va a estar en el segundo siguiente y organizar un salto complejo para atraparla en pleno movimiento requiere, con toda probabilidad, integrar una enorme cantidad de percepciones especializadas en una serie de escenas unitarias e indivisibles: es decir, que nuestro felino tiene consciencia, aunque sea de un tipo primario (y no pueda por tanto generar conceptos tan elevados como «naturaleza muerta con violín», que por otro lado no le sirven para maldita de Dios la cosa). Otros animales más simples, con comportamientos mucho más rígidos y mecánicos, quizá no tengan ninguna clase de consciencia en absoluto. Pero la generación progresiva de consciencia durante la evolución de un linaje animal puede tener un indudable sentido adaptativo, óptimo para intentar explicar el problema mediante la selección natural darwiniana. Así lo cree, por ejemplo, el propio Edelman, que es un darwinista ortodoxo en más de un sentido:
Un animal que no posea ese sistema [un sistema que le permita generar una escena consciente unitaria en 150 milisegundos] podría aún responder a estímulos particulares, y hasta sobrevivir en ciertos entornos. Pero no podría asociar acontecimientos o señales para formar una escena compleja: no podría construir relaciones basadas en su historia individual e irrepetible [énfasis del autor]. No podría imaginar escenas, y por tanto sería incapaz de escapar de ciertos peligros complejos. La emergencia de esa capacidad es lo que conduce a la consciencia, y explica por qué la consciencia supone una ventaja selectiva en la evolución. (EDELMAN y TONONI, 2000.)
La consciencia primaria, por tanto, puede surgir gradualmente por selección natural a partir de animales de comportamiento rígido y mecánico. Este acontecimiento evolutivo no necesitaría una invención neurológica muy radical: bastaría con que la selección natural favoreciera durante millones de años el aumento, todo lo gradual que se quiera, del número de conexiones que intercambian los especialistas del córtex. Y, de hecho, este alto número de conexiones paralelas, que en la jerga anatómica se llaman «conexiones de reentrada», y consisten en verdaderas masas de axones y dendritas situadas en la parte más superficial del córtex, es la principal diferencia estructural entre los cerebros de los mamíferos y los de otros vertebrados de comportamiento más rígido. Podemos conceder sin vacilaciones que los primates de hace seis millones de años, y por supuesto el Australopithecus y los demás homínidos fósiles, poseían al menos ese grado de consciencia primaria. Es un buen punto de partida. ¿Cómo se va desde ahí hasta nuestra consciencia humana plenamente formada? Así lo ve Edelman:
[…] La consciencia primaria —la capacidad de generar una escena mental en la que una gran cantidad de información diversa se integra con el objetivo de organizar el comportamiento presente e inmediato— se da en animales con estructuras cerebrales similares a las nuestras. Esos animales parecen capaces de construir una escena mental, pero, a diferencia de nosotros, tienen unas capacidades semánticas o simbólicas muy limitadas, y carecen de verdadero lenguaje. (EDELMAN y TONONI, 2000.)
Pues ahí lo tenemos. Según el punto de vista de Edelman, la evolución del cerebro humano quedaría explicada por la aparición del lenguaje y de las «capacidades semánticas o simbólicas». Es decir, del lenguaje en sentido amplio, que incluye un léxico (capacidad semántica) y una sintaxis (un sistema formal para manipular símbolos). La consciencia primaria del chimpancé unida al lenguaje constituye «un proceso físico unificado de inmensa complejidad; un proceso que, a diferencia de cualquier cosa que los humanos hayamos construido hasta ahora, puede integrar rápidamente inmensas cantidades de información», según Edelman y Tononi. La ventaja selectiva de disponer de una arquitectura cortical semejante parece bastante obvia, y esto es un excelente caldo de cultivo para los esquemas conceptuales del darwinismo.
Daniel Dennett, que además de un darwinista ortodoxo es uno de los filósofos que más brillante y exhaustivamente han reflexionado sobre el cerebro humano, ha alcanzado independientemente una conclusión muy similar:
Hay una enorme diferencia entre nuestras mentes y las mentes de otras especies, un abismo tan amplio que casi constituye una diferencia moral. Ello es —debe ser— debido a dos factores interconectados, cada uno de los cuales requiere una explicación darwinista: (1) el cerebro con el que nacemos tiene características que faltan en otros cerebros, y que han evolucionado bajo presión selectiva durante los últimos seis millones de años o así, y (2) esas características hacen posible una enorme elaboración de poderes, que derivan de compartir el acervo de diseños [ideas útiles] a través de la transmisión cultural. El fenómeno bisagra que une esos dos factores es el lenguaje.
Dennett nos confirma así que, si partimos de los ya complejísimos cerebros de los demás primates, el problema de la evolución del cerebro humano puede reducirse al de la evolución del lenguaje. Pero también admite que ese paso evolutivo, por mucho que se pueda expresar en una sola palabra —«palabra»— es demasiado grande para que cerremos la puerta del despacho y nos vayamos a tomar unas cañas con la consciencia tranquila. El lenguaje es nuestro nuevo Urbilateria: una solución biológica única, compleja, ocurrida una sola vez en la historia del planeta, y cuya evolución no ha dejado evidencias claras de una transición gradual. Necesitamos explicar cómo evolucionó.
Es increíble que hayamos llegado hasta aquí sin mencionar ni una vez a Noam Chomsky. Vamos a ello.