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La explosión cámbrica no era esto

Acabamos de ver que la falta generalizada de formas de transición en el registro fósil fue una de las principales pesadillas de Darwin —la gran dificultad que le hacía «tambalearse» cada vez que pensaba en ella—, y sigue siendo una cuestión difícil de asimilar por la ortodoxia contemporánea. Pero hay un caso particular de este problema que, seguramente, merece el lugar de honor entre todos los enigmas no ya de la teoría de la selección natural ni de la ortodoxia gradualista, sino del universo de la biología en su conjunto. El gran paleontólogo J. William Schopf lo ha denominado con acierto «el dilema de Darwin». Una vez más, fue el propio autor de El origen de las especies quien llamó la atención sobre esta paradoja:

Hay otra dificultad que es mucho más grave. Me refiero a la manera en que las especies que pertenecen a varias de las principales divisiones del reino animal aparecen repentinamente en las rocas fosilíferas más bajas que se conocen [los estratos de la era Cámbrica]. […] Si mi teoría es cierta, es indisputable que antes de que el estrato cámbrico más bajo se depositara, hubieron de transcurrir largos periodos […], y que durante esos vastos periodos el mundo debió bullir con criaturas vivas. […] A la cuestión de por qué no encontramos abundantes depósitos fosilíferos correspondientes a esos supuestos largos periodos anteriores al sistema Cámbrico, no puedo dar una respuesta satisfactoria. En el momento presente, el caso ha de permanecer inexplicable; y puede aducírsele realmente como un argumento válido contra las nociones sostenidas aquí.

La situación, en realidad, ha resultado no ser tan grave como temía el gran científico británico. Aunque todavía en 1950 el «dilema de Darwin» seguía exactamente en el mismo sitio en que lo dejó el fundador de la biología moderna, los cruciales descubrimientos paleontológicos de la segunda mitad del siglo XX, y en particular los del citado J. William Schopf, han disipado buena parte del enigma. Los fósiles más antiguos conocidos a los que se refería Darwin pertenecen al periodo Cámbrico. De hecho, la aparición de esos primeros rastros de la vida animal en los estratos es precisamente lo que define ese periodo geológico, que comenzó hace 543 millones de años y da origen a la era llamada Paleozoica, o «de los animales antiguos». Pero la Tierra, tal y como hubiera deseado el autor del Origen, es muchísimo más antigua que todo eso. Hoy sabemos que nuestro planeta tiene cerca de 4.500 millones de años, más de ocho veces el tiempo transcurrido desde el inicio del Cámbrico hasta nuestros días. Y, tal como Darwin predijo, durante esos vastos periodos anteriores al Cámbrico «el mundo bullía con criaturas vivas», en concreto con vastas cantidades de los más diversos microbios unicelulares. Ojalá el gran Darwin hubiera podido saber todo esto, en lugar de tener que limitarse a desearlo.

Pero esto no zanja el asunto, ni mucho menos. Schopf y sus colegas merecen todos los honores por su descubrimiento, basado en una tenacidad casi heroica, de los fósiles microbianos precámbricos, pero llamar a esto la «solución al dilema darwiniano», como ha hecho el propio Schopf en un reciente artículo científico (SCHOPF, 2000), revela un optimismo rayano en el candor. Un optimismo compartido, como veremos más adelante, por los infatigables guardianes de la ortodoxia gradualista.

La aparición relativamente súbita, hacia el principio del Cámbrico —hace unos 530 millones de años—, de casi todos los bauplanes (planes generales de diseño animal) que existen o han existido sobre la Tierra sigue siendo un profundo misterio, por más que el planeta estuviera hiperpoblado de microbios durante al menos los 3.000 millones de años anteriores. El fenómeno es tan extraordinario que hasta en la más sobria literatura técnica recibe un nombre que parece ideado por un creativo publicitario: la explosión cámbrica.

En los estratos geológicos de todo el mundo, esa transición súbita en las rocas ha definido tradicionalmente el origen exacto del periodo Cámbrico. Hasta hace pocos años, por debajo de esa línea sólo se habían hallado fósiles de microbios unicelulares, y por encima bullían de pronto los animales en toda su caprichosa y mareante variedad. Aunque la pesadilla de Darwin hubiera sido aliviada en parte por Schopf y sus fósiles unicelulares, la explosión cámbrica parecía ahora, en cierto modo, un misterio científico aún más profundo que en el siglo XIX, porque al fin y al cabo Darwin albergaba la razonable esperanza de que ese salto estratigráfico, al igual que las demás discontinuidades geológicas, no fuera más que una ilusión óptica provocada por una monumental imperfección del registro fósil. Y no es así. Debemos precisamente a Schopf y sus colegas la certeza de que el registro fósil anterior al Cámbrico, una vez explorado con habilidad y sutileza técnica, tiene muy poco de imperfecto. Si se piensa bien, lo realmente chocante es su perfección: esos venerables estratos nos han llegado a revelar nada menos que la existencia de los seres unicelulares más primitivos del planeta, y ello a pesar de que esas minúsculas motas de materia viva moraron la Tierra 3.000 millones de años antes que los animales del Cámbrico, y de que tenían un tamaño mil o diez mil veces menor que éstos.

La explosión cámbrica ha sido sometida a un atento análisis desde varios ángulos de la biología contemporánea, sobre todo en los últimos cinco o seis años, y merece la pena examinar en cierto detalle el estado de la cuestión.

La explosión propiamente dicha no fue exactamente un instante: duró cerca de diez millones de años. ¿Es correcto llamar a eso una explosión? Es aceptable. Ese periodo supone un 1,7% del tiempo transcurrido desde entonces, es decir, de la historia clásica de la evolución animal en su conjunto. O, visto de otro modo, supone un 0,2% de la historia completa de la vida en la Tierra, desde la aparición de las primeras bacterias. Durante ese fugaz lapso apareció en el registro fósil la gran mayoría de los planes generales (phyla) de diseño animal que siguen poblando actualmente el planeta: artrópodos (el diseño de la mosca y la gamba), moluscos (el diseño de la almeja), anélidos (el diseño de la lombriz de tierra), cordados (el diseño de los peces y los vertebrados terrestres, incluido el ser humano) y al menos otras ocho grandes clases muy dispares. Esto no quiere decir, naturalmente, que las moscas, las sardinas y los humanos aparecieran en la explosión cámbrica. Los que aparecieron fueron los primeros representantes de los grandes grupos (phyla) a los que pertenecen esas especies actuales.

Cada uno de estos phyla tiene un diseño básico muy distinto (¿en qué se parece una nécora a una gallina?), por lo que los naturalistas nunca han dudado en clasificarlos en grupos virtualmente irreconciliables, o —dicho en términos genealógicos— en cada una de las ramas más gruesas y profundas de sus árboles taxonómicos. Juntos, estos doce planes generales de diseño dan cuenta de casi toda la diversidad de la vida animal del planeta, desde el más miserable de los gusanos hasta el más excelso de los poetas. Y sin embargo, ya ven, todos parecieron surgir en la explosión cámbrica, una abrumadora manifestación creativa que sólo duró un 0,2% de la historia de la vida en la Tierra. Por dar una comparación, los diez millones de años de la explosión cámbrica son más o menos el tiempo que nos ha llevado a los seres humanos distinguirnos de nuestros parientes actuales más próximos, los chimpancés y los gorilas. ¿Qué nos está indicando este desconcertante enigma?

Bien, empecemos por aclarar que la última década de investigación paleontológica ha demostrado que Darwin tenía toda la razón en su predicción. La explosión cámbrica no surgió de la nada, ni mucho menos. El acontecimiento sigue siendo sobresaliente por su exuberancia y rapidez, pero describirlo como una línea que separa el mundo antiguo, donde sólo hay microbios unicelulares, del actual, con su orgía de diversidad animal, es incorrecto. Está claro ahora que los animales existían ya mucho antes de la explosión, al menos varias decenas de millones de años antes. (Los especialistas prefieren evitar la palabra animales y hablar en su lugar de metazoos; este término subraya que, a diferencia de los protozoos, que son eucariotas unicelulares, los organismos a los que nos referimos ahora están compuestos por muchas células eucariotas bien organizadas en tejidos especializados; aquí usaré animal y metazoo como términos sinónimos.)

Los animales (o metazoos) dejaron restos fósiles mucho antes de la explosión cámbrica. Los restos más antiguos, que se sepa hasta ahora, son unos pequeños discos hallados en las montañas MacKenzie, en el noroeste de Canadá, y datan de hace unos 600 millones de años (70 millones de años antes de la explosión cámbrica). Que sean discos, es decir, criaturas redondas —o, en la jerga de los zoólogos, dotadas de simetría radial—, como las anémonas, las hidras y las medusas, es muy importante: la práctica totalidad de los animales, desde la explosión cámbrica en adelante, tienen un tipo radicalmente distinto de simetría, llamada bilateral. Es decir, están formados por una mitad izquierda y una mitad derecha que son imágenes especulares una de otra, como los gusanos, los peces, las gallinas y los lectores de este libro. Los metazoos de simetría radial llevan 600 millones de años en este planeta, más que ningún otro animal, y pese a ello no han logrado progresos evolutivos dignos de mención. Por alguna razón, la evolución de los dispositivos biológicos realmente interesantes, como las patas, los ojos, los esqueletos y los cerebros, debió esperar a que la evolución inventara la simetría bilateral. Sigamos.

De la misma época que los discos de las montañas MacKenzie son algunas trazas o rastros fósiles hallados a finales de los noventa en el oeste de Escocia, que podrían representar las marcas dejadas por alguna clase de animal desconocido al arrastrarse por el fondo marino. Los rastros de este tipo suelen atribuirse, en otros contextos, a alguna especie de gusano, es decir, a un animal bilateral, pero los paleontólogos no están convencidos por el momento de que éste sea el caso de las trazas escocesas.

Los signos inequívocos más antiguos de vida animal son unos embriones increíblemente bien preservados, y en toda una gama de fases del desarrollo temprano —hay embriones de una, dos, cuatro, ocho y dieciséis células— hallados a finales de los noventa en unos depósitos de fosforita (un tipo de roca muy rica en fosfatos) de la plataforma del Yangtsé, en el sur de China, y datan de hace unos 570 millones de años (40 millones de años antes de la explosión cámbrica). No hay forma de saber a qué clase de especie adulta pertenecen, ni si ésta es radial o bilateral, pero su morfología es sin lugar a dudas la de un embrión animal. Como este yacimiento es el primero compuesto de fosforita que los paleontólogos han examinado con técnicas microscópicas, es muy probable que las rocas similares de otros lugares del mundo escondan tesoros semejantes, y cabe esperar que aparezca un fósil adulto tarde o temprano.

Más diversa y abundante es la llamada fauna de Ediacara, un amplio y extraño grupo de impresiones fósiles de menos de un milímetro, halladas en yacimientos repartidos por todo el mundo, y cuya datación abarca un amplio periodo de unos 30 millones de años, desde la misma época que los embriones del Yangtsé (hace 570 millones de años) hasta hace 540 millones de años. La explosión cámbrica, recuérdese, no empezó hasta hace 530 millones de años. Muchos de estos fósiles son discoidales, pero el paleontólogo de la Universidad de Cambridge Simón Conway Morris, tal vez el mejor especialista del mundo en la evolución temprana de los metazoos, está convencido de que la fauna precámbrica de Ediacara no sólo contiene representantes de las esponjas (los metazoos más primitivos) y de toscos organismos radiales como las anémonas, sino también de los precursores de los animales bilaterales típicos de la explosión cámbrica. Es decir, de nosotros.

La pregunta crucial es si estos organismos precámbricos pueden considerarse ancestros de los animales de la explosión, aportando de ese modo un respiro gradualista a la brusquedad de la gran diversificación característica del Cámbrico. Cada vez más especialistas se van convenciendo de que es así. La hipótesis alternativa es que los discos de las montañas MacKenzie, los embriones del Yangtsé y la fauna de Ediacara no representen verdaderos precursores de los animales de la explosión, sino una serie de experimentos evolutivos prematuros, fracasados y sin continuidad en la gran radiación animal posterior. Esta teoría ha perdido adeptos rápidamente en los últimos años.

De todos modos, en el mismísimo instante en el que se inicia el periodo Cámbrico, hace 543 millones de años, las relativas incertidumbres que acabamos de repasar dan paso a evidencias universalmente aceptadas de verdaderos precursores de los animales de la explosión. Por supuesto, no se trata de una casualidad. Los geólogos habían definido tradicionalmente el inicio de ese periodo geológico por los estratos donde aparecían los primeros fósiles animales. Por lo tanto, el inicio del Cámbrico coincidía por definición con el comienzo de la explosión cámbrica. Pero los recientes descubrimientos que acabo de mencionar, que revelan signos inequívocos de animales precursores de la explosión, han causado que los geólogos muevan 13 millones de años hacia el pasado el inicio del Cámbrico. Esa nueva convención es la que muestra la figura 6.1. Si este mismo criterio del límite portátil se sigue aplicando en el futuro, el origen del Cámbrico podría acabar situándose 80 millones de años más atrás, o quién sabe cuánto más, pero intentemos no perdernos con estas aburridas cuestiones de nomenclatura.

FIGURA 6.1: El origen de los animales, tal y como lo cuenta el registro fósil.

El honor de inaugurar el redefinido periodo Cámbrico no le cabe, por desgracia, a ninguna bestia corrupia de trece piernas y afiladas fauces, y así no hay manera de que estos descubrimientos lleguen al cine. El fósil en cuestión es un simple surco —mucho mayor y más claro que los que vimos antes— dejado por alguna clase de gusano desconocido, y que para colmo se llama Treptichnus pedum (el nombre es del surco, no del gusano, que de momento permanece anónimo). Durante los trece millones de años que transcurrieron entre la primera aparición registrada de ese tipo de rastro y el inicio de la explosión, los surcos fueron creciendo en tamaño y diversificándose, o mejor dicho, reflejando la diversificación de los desconocidos gusanos que los labraron en el fondo marino. En la segunda mitad de ese lapso de 13 millones de años aparecen también restos de cuerpos fosilizados, sobre todo en forma de tubo y de cono, y también éstos van diversificándose gradualmente en formas y tamaños hasta que comienza la explosión cámbrica propiamente dicha.

Pese a ello, la explosión cámbrica propiamente dicha sigue siendo la responsable de la espectacular aparición de una docena de planes de diseño completamente nuevos y asombrosamente dispares, incluyendo la totalidad de los grandes grupos a los que pertenecen casi todos los animales que pueblan actualmente la Tierra, además de varios otros extintos. Y todo ello ocurrió en sólo 10 millones de años. Tres de los evolucionistas que más de cerca han examinado la explosión cámbrica en los últimos años, James Valentine, David Jablonski y Douglas Erwin, han llamado la atención sobre otra línea de evidencia que refuerza la significación de ese desconcertante fenómeno. Para entender este argumento, necesitamos escapar un momento del mundo rocoso de la paleontología y repasar brevemente la estrategia que han venido usando los biólogos moleculares para deducir la historia natural del pasado.

Situémonos en nuestra agencia de detectives Doctor Watson. Llega un cliente que dice ser descendiente de Winston Churchill por línea bastarda, y nos pide que lo probemos. Lo ideal sería analizar el ADN del cliente y compararlo con el de Churchill, pero no tenemos acceso a la tumba de este último. ¿Qué podemos hacer? Fácil: consultando el Who’s who y la guía de teléfonos localizamos a dos o tres descendientes reconocidos de Churchill, les convencemos —con extorsiones si es necesario— para que nos cedan un poco de su ADN y comparamos esas muestras con la de nuestro cliente. Si éste es descendiente de Churchill, su ADN se parecerá bastante al de los otros descendientes. Si no lo es, se parecerá mucho menos.

La estrategia es similar en el estudio molecular de la evolución. El cliente ahora es cualquier especie actual (una mosca o un ser humano) que quiere saber si desciende de un gusano primitivo, ya extinto. Lo ideal sería comparar el ADN del cliente con el del gusano extinto, pero no disponemos de éste último. Así que tenemos que conformarnos con comparar el ADN del cliente con el de otras especies actuales que —según creemos por otras razones— sí descienden del gusano primitivo. El grado de parecido entre las muestras nos dará una idea de la genealogía de la gran familia de los animales del planeta. Hacerlo es mucho más difícil que decirlo, pero los biólogos moleculares llevan ya un par de décadas acumulando datos de este tipo, y han alcanzado algunas conclusiones de sumo interés.

Desde hace más de un siglo, y hasta hace pocos años —los libros de texto aún lo reflejan así—, el gran fresco de la genealogía animal, basado en las comparaciones morfológicas, nos contaba una historia de cambio ascendente desde los orígenes más humildes hasta las cimas de complejidad y perfección que caracterizan a los grupos taxonómicos más próximos al ser humano. Así, los primeros animales habrían sido las ramplonas esponjas, seguidas de las torpes anémonas, hidras y medusas, que luego daban paso a los algo más soportables gusanos planos para finalmente, tras hacer escala en algunos seres de dignidad intermedia como los nemátodos, alcanzar las sublimes cúspides de los «metazoos superiores», entre los que nos encontramos los artrópodos (insectos, gambas, arañas) y los vertebrados, por citar sólo dos ejemplos. Una bonita historia confeccionada a la medida de las preconcepciones gradualistas pero que, por desgracia, no responde muy bien a la realidad.

Las comparaciones de ADN han puesto patas arriba esa elevación progresiva hacia los altares. Los detalles son demasiado farragosos para exponerlos aquí, pero un par de pinceladas pueden bastar para dar una idea de cuál es el aspecto real de la genealogía animal. Las esponjas, por ejemplo, no pueden considerarse precursoras de las anémonas y las medusas, sino que pertenecen al mismo clan que éstas. Los nemátodos (un tipo de gusanos redondos) son familia directa de los artrópodos, y no sus antecesores en la escalera al cielo. Los infames gusanos planos son primos cercanos, y no precursores, de los supuestamente superiores moluscos y anélidos, etcétera. Los datos en su conjunto no llegan a demostrar que estos grupos surgieran simultáneamente —las esponjas y las medusas aparecieron con seguridad antes que el resto, por ejemplo— pero son una llamada de atención contra la tentación, promovida por los prejuicios gradualistas, de inventar escalas ascendentes sin más evidencia que las diferencias aparentes en la complejidad morfológica. Las predicciones de la teoría de la selección natural deben distinguirse nítidamente de los hechos probados.

Una cosa más. Las comparaciones de ADN no han conseguido de momento calcular fiablemente la época en que aparecieron los primeros animales. Varios laboratorios lo han intentado, pero las fechas que han calculado discrepan de manera espantosa (nada menos que entre los 600 millones de años atrás y los 1.500 millones de años atrás). Es obvio que una metodología que produce unas estimaciones tan absurdamente discrepantes sirve de muy poca cosa en este problema concreto. Pese a ello, Conway Morris ha hecho un monumental esfuerzo por compatibilizar las evidencias fósiles y las moleculares, y ha dibujado un árbol genealógico de la evolución temprana de los animales que debe considerarse, provisionalmente al menos, como la mejor aproximación disponible a la historia real. La figura 6.2 está basada en él.

FIGURA 6.2: El origen de los animales, según la síntesis entre las evidencias paleontológicas y las comparaciones de ADN realizada por Simon Conway Morris.

Si la época en que vivió el primer animal debe todavía dejarse en cuarentena, los datos combinados de la paleontología y la biología molecular sí cuadran muy bien cuando intentan definir el límite opuesto: la fecha en que el fenómeno explosivo de aparición de nuevos planes de diseño puede darse por concluido. En palabras de Valentine, Jablonski y Erwin:

Tanto el registro fósil como las filogenias moleculares [genealogías basadas en comparaciones de ADN] son coherentes con la idea de que todos los phyla animales vivos en la actualidad habían aparecido ya antes del final del intervalo de 10 millones de años que constituye la explosión cámbrica. (VALENTINE, JABLONSKY y ERWIN, 1999.)

Bien, hasta aquí los hechos. Preguntémonos ahora: ¿Qué postura han adoptado frente a la explosión cámbrica los darwinistas ortodoxos de nuestros días? Consideremos, por ejemplo, el siguiente análisis del más popular de ellos, el británico Richard Dawkins:

Los zoólogos […] sienten la tentación de pensar en la división entre los grupos principales [phyla, o lo que aquí estamos llamando planes generales de diseño] como un acontecimiento trascendental. El motivo de que sean tan propensos al error es que han sido educados en la creencia casi reverencial de que cada una de las grandes divisiones del reino animal está dotada de algo profundamente único, algo a lo que aluden con frecuencia utilizando el término alemán bauplan [proyecto, o «plan corporal fundamental»]. […] Uno de ellos, por ejemplo, ha sugerido que la evolución en el periodo Cámbrico debe haber sido un tipo de proceso completamente diferente a la evolución en épocas posteriores. Su razonamiento fue que hoy en día están apareciendo nuevas especies, mientras que en el Cámbrico estaban apareciendo los grupos principales. ¡La falacia es flagrante! (DAWKINS, 1995.)

Dawkins, con su justamente famosa elocuencia, prosigue explicando que los distintos bauplanes, o planes generales de diseño, no eran inicialmente más que varias poblaciones de la misma especie primitiva. En la más pura ortodoxia darwiniana —pasada por nuestro viejo conocido, el modelo alopátrico de especiación ideado por el matemático y miembro fundador de la teoría sintética Sewall Wright—, Dawkins nos explica que esas poblaciones casi idénticas quedaron aisladas unas de otras por barreras geográficas y que, tras millones de años de evolución gradual por separado, fueron acumulando peculiaridades hasta convertirse en lo que ahora nos empeñamos en reconocer como diferencias fundamentales, como distintos bauplanes.

Estas características son dignificadas con el grandioso título de «plan corporal fundamental» o bauplan, pero los principales bauplanes del reino animal divergieron gradualmente a partir de orígenes comunes. Hay que reconocer que hay un desacuerdo menor, si bien muy aireado, sobre cuánto es de gradual o de saltarina la evolución. Pero nadie, y quiero decir nadie, piensa que haya sido lo suficientemente saltarina como para inventar un nuevo bauplan en un solo paso. (DAWKINS, 1995.)

Se podrían mencionar más ejemplos de este estilo, procedentes de otros darwinistas ortodoxos, pero, sinceramente, no creo que haga falta. La cita de Dawkins expresa a la perfección la actitud de todos ellos. La gran pesadilla de Charles Darwin, a lo que se ve, no parece preocupar lo más mínimo a sus sacerdotes. De todos modos, en el siguiente capítulo veremos que Dawkins tiene razón en el fondo de la cuestión: los bauplanes, sin la menor duda, tienen un origen común, un animal ancestral del que surgieron todos los bauplanes habidos y por haber. Este animal ancestral tiene ya hasta un nombre, bien que espantoso: Urbilateria. Y el problema, doctor Dawkins, es entender de dónde salió ese bicho, en qué forma adquirió sus asombrosas propiedades, cómo pudo dar lugar a la explosión cámbrica y por qué, acabada ésta, sumió su propensión saltarina en el más desconcertante de los silencios. No hagan caso a Dawkins y sigan leyendo.