32

A la mañana siguiente nadie llegó a tiempo al desayuno, pero Polly pudo hablar un rato con Kerensa antes de que esa tarde se marchara de luna miel, que sería un safari alrededor del mundo. Habían organizado un almuerzo multitudinario, pero Polly estaba demasiado emocionada para comer. Alcanzó a Kerensa en la puerta con la intención de disculparse con ella, pero su amiga le quitó la palabra de la boca.

—Dios —dijo—. Lo siento muchísimo. Al final ayer no pude estar con mis amigos, me pasé todo el rato saludando a carcamales y posando para las fotos. ¡Mira! ¡Ay! Me duele la cara. Digo yo que así es lo de ser famoso. Un asco.

—Pero ¿te lo pasaste bien? —le preguntó Polly.

Kerensa asintió con la cabeza con frenesí.

—Me encantó de principio a fin —contestó.

—¿Dónde está Reuben?

Kerensa pareció un tanto incómoda.

—Esto… Bueno, es que… A ver, pasó un poco de calor con el casco y… por precaución…

—¿El qué?

—Está un poco deshidratado. Le han puesto suero por vía.

—¿Está ingresado en un hospital?

—Es que le gusta mucho la fiesta… —contestó Kerensa a la defensiva.

—¡Desde luego! —exclamó Polly—. Madre mía. Bueno, ya lo veré… pronto.

—¿Y adónde vas? —quiso saber Kerensa.

Entraron en el comedor del hotel, donde habían servido todo tipo de comida: bagels, salmón ahumado, huevos, cruasanes, fruta fresca (había incluso un exprimidor), tortitas y gofres, champán por todos lados, patatas y salchichas.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó Polly.

Los invitados que habían viajado desde Plymouth ocupaban una mesa situada en un rincón, y todos vitorearon cuando vieron entrar a Kerensa. Y después la miraron a ella de arriba abajo.

—¡Pensábamos que te habías ido!

—¡Ya creíamos que no te hablabas con nosotros!

Polly cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía a muchos de ellos desde que se fue de la ciudad. Se había sentido tan avergonzada, tan abochornada, que ni siquiera había querido hablar con ellos. Al mirar sus expresiones amables y curiosas, y al percibir que se alegraban de verla, le costó trabajo entender por qué se había mostrado tan reacia a pedir ayuda, por qué había estado tan segura de que nadie más comprendería el trance por el que estaba pasando. Movieron sus sillas para abrirle hueco y la acribillaron a preguntas sobre lo que había estado haciendo desde que se marchó de Plymouth. Cuando se lo contó, todos se quedaron gratamente impresionados y Kerensa sonrió para sus adentros.

A Huckle se le habían pegado las sábanas ya que, de hecho, hacía meses que no dormía tan bien. Cuando bajó, encontró a Polly riendo y bromeando con sus amigos, que ya habían planeado visitar Mount Polbearne durante el verano. Huckle esbozó una sonrisa nerviosa. Polly lo miró con timidez, ya que llevaba grabado a fuego en la memoria el recuerdo de todo lo sucedido la noche anterior.

—Hola —lo saludó al tiempo que se levantaba. Uno de sus amigos vitoreó con disimulo y ella los obligó a guardar silencio de inmediato—. Os presento a mi amigo Huckle —dijo, con toda la dignidad que fue capaz de reunir, si bien la expresión de su cara la traicionó por completo.

—Tú —dijo Rich, uno de sus amigos más antiguos, que trabajaba en marketing. La señaló con un dedo. Todavía le duraba la borrachera de la noche anterior y los Buck Fizz, un cóctel de zumo de naranja y champán, no lo estaban ayudando mucho a recuperarse—. Tú no vas a volver a Plymouth en la vida.

—Ven conmigo —le dijo Huckle cuando por fin la dejaron escapar—. Ven a conocer Savannah.

Polly tragó saliva. Suponía que Jayden podía encargarse de la tienda durante un tiempo, pero no era capaz de hornear como ella. La calidad de sus productos se resentiría en un abrir y cerrar de ojos. Pero Huckle la engatusó y, antes de darse cuenta, le había reservado un billete de avión. Ella llamó a casa y todo quedó decidido.

Sin embargo, no podría quedarse mucho tiempo.

—¡Hala! —exclamó Polly mientras examinaba el apartamento minimalista con sus ventanales que llegaban del techo al suelo. En el exterior, las luces de Savannah parecían muy lejanas—. No me puedo creer que vivas aquí.

—Ahora que hemos bautizado la cama, no me iré jamás —replicó él. Estaba tumbado en la cama con los brazos bajo la cabeza, la viva imagen de la satisfacción.

Polly miró su cuerpo, con el que tantas veces había soñado. Verlo tendido a su lado era casi imposible de soportar.

—Mmm… —murmuró, y él le sonrió.

—Bueno —dijo Huckle—. ¿Qué quieres hacer mañana? Puedo decirte cómo llegar al centro comercial.

—¿Y eso por qué? ¿Qué vas a hacer tú? —le preguntó, sorprendida.

Huckle se mordió el labio.

—Bueno, tengo que trabajar. No sé, he pensado que te gustaría salir. Comprar unas cuantas cosas y eso.

—¿Qué cosas? —le preguntó Polly, preocupada de repente—. No suelo salir de compras.

Huckle se encogió de hombros. De forma tal vez inconsciente, había pensado que, si conseguía llevarla a Savannah, se quedaría con él y estaría tan feliz que todo sería perfecto.

—Vale —replicó—. ¡NO COMPRES! Es una orden. Ve a dar un paseo. Camina por la ciudad. Savannah es preciosa. —Se levantó para colocarse tras ella y la abrazó mientras contemplaban el exterior a través de la ventana—. No tenemos que vivir aquí para siempre, ¿sabes? —siguió—. Ve a conocer el barrio antiguo. Las casas son preciosas, y tienen jardín. Podríamos vivir en una de esas.

Polly se volvió, dolida.

—Pero ya tengo una casa.

—Vives en un piso alquilado con goteras —señaló Huckle.

—De momento —puntualizó ella—. Pero estaba pensando en… —En realidad, no lo había analizado a fondo, pero de repente la idea surgió sin más—. Estaba pensando en comprar el faro, la verdad.

Huckle se echó a reír.

—¿Lo dices en serio?

—Es posible.

—¿Ese faro destartalado que está a punto de caerse? Sería peor que vivir en el piso.

—No con un poco de mimo y de atención.

—¡Y la luz!

—En realidad, cuando estás en el interior del faro, no ves la luz —señaló Polly—. Es el único lugar donde puedes estar a salvo de ella.

Huckle meneó la cabeza.

—Me encantan esas ideas tan locas que tienes.

—No es…

Ambos guardaron silencio al presentir las discrepancias.

—¿Vas a poner una barra como la de los bomberos? —le preguntó Huckle al cabo de un rato.

—Es posible —contestó Polly, intentando no ponerse a la defensiva—. De todas formas…

—De todas formas…

Huckle se sentó en la cama y se miraron.

—Lo siento —dijo él en voz baja—. Pero pensé que… que te vendrías a vivir conmigo. Aquí.

Polly parpadeó varias veces.

—Solo he venido para la boda.

—Sí, lo sé, pero, en fin… También has venido por mí, ¿no?

—No —contestó Polly, aunque eso era en parte una mentira—. A ver, quería verte, sí, pero… No me di cuenta de… hasta que te vi…

Huckle asintió con la cabeza.

—¡Sí, hurra! —exclamó—. Genial, ¿verdad? ¡Míranos! ¡Hacemos una pareja genial! ¿A que sí?

Polly asintió con la cabeza.

—Y ya que estás aquí… —Huckle dejó la frase en el aire. La verdad, había meditado mucho al respecto. ¿No sería fantástico para Polly si no tuviera que levantarse a las cinco de la mañana todos los días para trabajar como una esclava, acabar cubierta de harina y hacer de criada de la señora Manse, a la que odiaba, y vivir en ese piso tan desastroso? ¿No sería fantástico que viviera con él, en su precioso apartamento, donde podría descansar durante un tiempo? Había supuesto que eso sería justo lo que ella querría, que le gustaría… En fin, él tenía mucho dinero, podía encargarse de todos los gastos…

Intentó explicárselo a Polly, pero se percató de que lo que parecía perfectamente lógico y razonable en su cabeza no iba a quedar bien expresado con palabras cuando empezó a hablar. La expresión de Polly se tornaba más preocupada por momentos.

—Pero ahora es mío. —Intentó explicarle ella—. El obrador. La señora Manse se ha jubilado y vive con su hermana. Lo ha dejado todo en mis manos. Es mi responsabilidad.

—Pero puedes hornear aquí —le aseguró Huckle, al tiempo que la besaba en el cuello—. ¿Mmm?

Polly se apartó de él.

—¿Lo tenías todo planeado? —quiso saber. El corazón le latía a mil por hora.

Huckle se encogió de hombros y clavó la vista en el techo. Después, la miró a ella.

—No lo había planeado —le aseguró—. Pero me muero por estar contigo.

Polly comprendió, espantada, que esas eran las palabras que había ansiado oír. Que había estado desesperada por oír desde hacía mucho tiempo. Quería estar con Huckle, soñaba con él, pensaba en él a todas horas. Había querido compartir con él todas las alegrías que había experimentado en el obrador, todas las anécdotas graciosas, todos los días de marejada. Estar a su lado en ese momento, aspirar su olor, bañarse en lo que ella siempre había visto como el resplandor de su compañía que siempre lograba animarla cuando estaban cerca… comprendió que le estaba ofreciendo el mundo.

Lo miró y sintió las caricias de esas manos grandes y fuertes en los hombros.

—Pero no puedo marcharme —dijo—. No puedo dejar Mount Polbearne. He trabajado mucho para conseguir algo que fuera mío.

—Y mereces un descanso —replicó Huckle—. Quédate una temporada.

Polly clavó la vista en esos intensos ojos azules.

—¿No podrías mudarte tú? —le preguntó con deje implorante.

Huckle tragó saliva.

—Pero Mount Polbearne… —dijo—. Fue… fue un descanso para mí. Esa no es mi vida real. Mi trabajo, mi carrera profesional… no puedo pasarme el resto de mi vida vendiendo tarros de miel.

—Alguna gente lo hace —le recordó Polly en voz baja.

—Fue maravilloso, pero en serio, Polly… No puedo vivir en un sitio donde no pueda verte a menos que la marea me lo permita. —Se echó a reír—. No me dirás que no es un poco ridículo.

Polly se apartó de un salto, como si el comentario le hubiera dolido.

—Ahora es mi hogar —dijo—. Además, están hablando de construir un puente.

—¡Un puente! —exclamó Huckle—. Eso sí que es una idea BRILLANTE.

Sin embargo, la expresión de Polly le dejó claro que para ella no lo era.

Solo quedaba un día para que el vuelo de Polly saliera. Huckle le enseñó Savannah, con la esperanza de que se enamorara de la ciudad, y ella apreció la belleza de sus edificios con sinceridad, aunque todavía hacía mucho calor y no apetecía pasar demasiado tiempo en la calle. No había mucho más de qué hablar. De modo que hicieron el amor, lloraron y después se echaron a dormir. Después se despertaron, lloraron otro poco más y repitieron el ciclo desde el principio.

—Déjame romper el billete —le suplicó Huckle—. Solo tienes que empezar de cero. Ya lo has hecho una vez. Puedes hacerlo otra.

—No puedo —le aseguró Polly con tristeza—. Se lo debo a la señora Manse, y a Jayden, y he trabajado mucho para conseguir lo que tengo. Es la primera vez que hago algo por mí misma. Creo que estarás de acuerdo conmigo en eso.

Huckle asintió con la cabeza, desolado.

—Pero puedes hacerlo de nuevo. ¿No crees? ¿Ahora que lo has hecho una vez?

—No lo creo —contestó Polly—. Ni siquiera puedo trabajar en Estados Unidos. Aquí no podría hacer lo que hago.

—Pues no hagas nada —le suplicó Huckle—. No hagas nada. Vente a vivir a mi cama.

El comentario la hizo reír.

—No sé si eso duraría mucho. ¿No puedes volver a Cornualles? Se te da genial lo de saltar de continente en continente en cinco minutos.

Huckle parecía muy triste.

—Pero mi hogar… mi familia, mi trabajo, todo… No sé si sería capaz de hacerlo de nuevo. Soy un hombre hecho y derecho. Debo comportarme como tal.

Polly asintió con la cabeza. Lo entendía.

Lo que había entre ellos había sido un sueño, una fantasía peregrina. No eran adolescentes. Eran personas maduras, con responsabilidades.

—No me puedo creer que haya sido tu rollo de vacaciones —comentó Polly, que no se molestó siquiera en limpiarse las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

—No has sido… no eres… —protestó Huckle—. Encontraremos el modo. Tenemos que hacerlo.

Se abrazaron con fuerza cuando llegó el taxi que la llevaría al aeropuerto.

—Probablemente no debería marcharse —señaló el taxista con tono servicial.

—No lo hagas —dijo Huckle a Polly con el rostro demudado—. Por favor —insistió—. Por favor, esto no es el final. No puede ser el final. Otra vez no.

Ella lo miró en silencio.

—¿No crees que así solo vamos a empeorar las cosas? —replicó—. ¿Si… si fingimos? ¿Si seguimos fingiendo?

Huckle meneó la cabeza, negando sus palabras con vehemencia.

—Nada puede ser peor que esto —dijo—. Nada.

Siguieron de pie mientras el taxista suspiraba y echaba un vistazo al reloj, y los coches que circulaban pitaban furiosos al verse obligados a cambiar de carril para esquivarlos.

—No quiero que te vayas —dijo Huckle.

—No quiero irme —le aseguró Polly.

—Se vaya o no —replicó el taxista—, el taxímetro corre.

Huckle tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no salir corriendo por la calle y abrazarla de nuevo. Esperaba que en cualquier momento abriera la puerta del taxi y regresara a su lado corriendo. Pero no lo hizo.

Aturdida, entumecida y demasiado exhausta como para llorar, Polly se sentó en el asiento de cuero cuarteado y polvoriento del taxi verde y blanco, y clavó la mirada al frente, sin ver nada.