27
A Huckle le resultaba reconfortante y raro a la vez que la gente apenas comentara su regreso. Era como si solo se hubiera ido de vacaciones. Algo que suponía que era cierto.
Su madre estaba complacida, claro, pero estaba tan acostumbrada a que él estuviera en «la gran ciudad», que era como llamaba a Savannah, haciendo cosas que no comprendía del todo, que marcharse a un país extranjero tampoco le suponía una diferencia importante. Sus compañeros se alegraron de verlo y le hicieron un montón de chistes sobre cerveza tibia y críquet, y también le dijeron que hablaba raro. Habló con una empresa de consultoría que conocía, y que lo contrató de inmediato, y se descubrió trabajando en varios despachos por la zona. Trabajaba muchas horas, pero el trabajo en sí no era difícil: le gustaba verse obligado a esforzarse mentalmente, al menos de momento, y el sueldo era la leche. Su manera de mandarlos a todos a la mierda fue alquilar un apartamento como el que tenía, tan lejos como le fue posible de las casas de la parte antigua, que le recordaban demasiado a Inglaterra: una caja de cristal, muy alta en el cielo, en un nuevo rascacielos. Apenas tenía objetos personales; no era acogedor, no había ni alfombras, ni colchas ni tejados a dos aguas. Y era genial.
Se había sacado Mount Polbearne de la cabeza, lo recordaba como si fuera un sueño. Savannah también tenía un puerto, lleno de barcos preciosos: cruceros de placer y barcazas de juego que seguían recorriendo las tranquilas aguas de la desembocadura del río de Savannah y las marismas. Sin embargo, también había pequeñas embarcaciones, y Huckle pasó junto a ellas una noche, cuando bajaron un poco las temperaturas y pudo salir sin tener la sensación de que estaba metido en una sauna. La parte principal del puerto era muy bonita, llena de tiendas y de bares, con el aroma a churros y a barbacoa flotando en el ambiente, atestada de turistas con camisetas del mismo color. Sin embargo, Huckle se acercó a los mástiles parlanchines. A veces incluso cerraba los ojos.
En el fondo de su mente, sabía que tenía que arreglar la situación con el colmenar cuando se terminase el contrato de alquiler, que tendría que volver a Inglaterra para recoger sus cosas.
Lo mejor sería, pensó, no ver a nadie cuando fuera. Tal vez se pasase un momento para ver a Reuben, aunque no podía confiar en él, ya que era muy capaz de plantarse en casa de Polly en un abrir y cerrar de ojos para contárselo todo. Pero no podía… Se dijo que no quería dar una falsa impresión a Polly, se dijo que fue una amistad de verano, algo pasajero, en un momento de sus vidas en los que ambos necesitaban un amigo. Nada más.
Claro que, comprendió, si fueran amigos de verdad, estarían hablando en ese preciso momento. De hecho, hablarían todos los días. Le habría encantado hablar con ella, contarle cosas de su vida, cómo le iba y cómo era Savannah: le encantaría enseñarle la ciudad.
Sin embargo, ella estaba enamorada de un muerto. Ya le habían hecho daño antes y no pensaba repetir la experiencia. Además, ella estaba muy ocupada, la panadería iba viento en popa; seguro que no le interesaba en lo más mínimo. Lo mejor era olvidarse de todo y quedarse en el sitio que le correspondía. Y encima se le había olvidado lo mucho que le gustaba vivir allí: la facilidad para conseguir cualquier cosa, la variedad de supermercados, su apartamento genial, los bares bulliciosos. No estaba tan mal, se dijo.
Aun así, seguía paseando por el puerto casi todas las noches, por el mero gusto de escuchar los mástiles hablar.
Iba a pasar, tarde o temprano. Savannah no era una ciudad tan grande y, cómo no, un precioso atardecer de domingo, mientras Huckle pensaba en ir al cine para después pasarse por la vinatería, se cruzó con Alison, la delgadísima hermana mayor de Candice.
—¡Huckle! —exclamó, aunque se le notó que fingía llevarse una sorpresa—. No sabía que habías vuelto a la ciudad… Bueno, sí me habían dicho algo.
—Claro —replicó él—. Hola.
—Bueno, ¿qué tal por Inglaterra? ¿Mucha lluvia? ¿Cerveza tibia? ¿Has jugado al críquet?
—Esto… sí —contestó Huckle, incómodo.
—En fin, me alegro mucho de verte, pero tengo que irme.
—Esto… ¿cómo está Candice? —se apresuró a preguntar Huckle.
—Bueno, ¡está genial! —contestó Alison.
Huckle esperó sentir una punzada en el corazón, pero, por sorprendente que pareciera, no llegó. En cambio, y para su más absoluta sorpresa, sintió cierto interés; de hecho, le complacía la noticia.
—Genial —replicó con una enorme sonrisa—. En fin, dales recuerdos de mi parte.
—Lo haré —le aseguró ella mientras se perdía bajo el sol.
Sabía que Candice, siendo como era, iría a por él sin pérdida de tiempo, y, apenas había abierto la puerta del apartamento, cuando escuchó el aviso de la bandeja de entrada del correo electrónico, donde encontró un mensaje en el que lo invitaba a tomarse un café. Candice no se andaba con rodeos.
Pusieron especial empeño en evitar los bares que solían frecuentar y al día siguiente se encontraron en la puerta de la oficina donde él trabajaba. Candice tenía, como siempre, muy buen aspecto: estilizada y fibrosa, muy rubia, con unos taconazos que resonaban en la acera. Huckle la comparó mentalmente con Polly (larga melena cobriza alrededor de los hombros y la nariz salpicada de pecas), pero después parpadeó para desterrar la imagen.
—Hola —la saludó—. Estás estupenda.
—Sí —convino Candice—. Llevo una dieta nueva. Tú también estás bien.
—Sí, yo también —dijo Huckle—. Solo como pan a todas horas.
Candice enarcó una ceja.
—Es veneno.
—¿Café con leche de soja?
Ella sonrió.
—Siempre.
Se sentaron junto al ventanal.
—Bueno, ¿qué tal por Inglaterra? ¿Llueve todo el tiempo? ¿Has jugado al críquet?
—Ah, no —contestó—. Llueve un poco. A veces. Pero no como aquí, que parece el monzón. Es como si te escupiera encima y sopla mucho el viento, pero luego se calma. Ahora mismo el tiempo es estupendo. No esta plasta húmeda que hace aquí, como mucho llegan a veintidós o veintitrés grados. —El termómetro que había junto a la torre de agua en Savannah marcaba los treinta y cinco grados esa mañana—. Así que te pones una camiseta de manga corta y puedes coger una chaqueta ligera para cuando se pone el sol. Y el pueblo, en fin, está lleno de casitas de piedra que parece que se suben las unas sobre las otras. Algunas de las aceras tienen escalones porque están demasiado inclinadas. Hay muy pocas carreteras y todas llevan al puerto, y por la mañana, si te levantas bien temprano, puedes ver cómo vuelven los barcos pesqueros después de faenar toda la noche, y puedes comprar pescado allí mismo, y los pescadores te lo limpian y lo destripan, y es el pescado más fresco que puedas imaginar. Pegada al puerto hay una tiendecita destartalada… —Hizo una breve pausa antes de continuar. Candice lo miraba con curiosidad—: Es una panadería, la panadería más increíble en la que he estado nunca. Todas las mañanas, lo primero que hueles son los maravillosos aromas del pan recién hecho, y cuando ella abre las puertas, puedes comprar pan recién sacado del horno, te lo puedes comer a pellizcos, sentado en la muralla del puerto, y en media hora casi todo el pueblo se pasa por allí para charlar un rato y para comprar el pan, y así es como Mount Polbearne se despierta por las mañanas. —Su cara reflejaba que estaba sumido por completo en los recuerdos—. A veces, si te portas muy bien, la chica que lleva la panadería te prepara también una taza de café del bueno. Pero no puedes molestarla, porque está muy ocupada.
Candice enarcó ambas cejas.
—Pareces conocer muy bien a la chica de la panadería. —Candice no sabía cocinar y pedía las comidas a una empresa especializada en nutrición—. Parece una buena amiga —continuó, sin apartar la vista de su cara. Esperaba que hubiera encontrado a otra persona, porque así podría vivir más tranquila sin el sentimiento de culpa.
Huckle suspiró.
—Ah, no quería complicar las cosas —murmuró. Y le habló del hundimiento del barco pesquero.
—Madre mía —dijo Candice—. Qué pena. Pero ¿iba en serio con ese tal Tarnie?
—No lo sé —admitió Huckle.
—Porque me parece que te gusta mucho.
Huckle se encogió de hombros.
—Y tal vez tú le gustaras mucho a ella. De hecho, creo que os habéis comportado como unos imbéciles.
—Muchas gracias —replicó Huckle, tras lo cual bebió un buen sorbo de café—. ¿Cómo…?
Candice se puso un poco colorada y sonrió.
—Bueno… ahora que me conozco toda la historia de doña Panadera, no me importa tanto contártelo: Ron y yo vamos a casarnos.
—¡Enhorabuena! —exclamó Huckle, y, una vez más para su absoluta sorpresa, descubrió que lo decía totalmente en serio. Ron y Candice hacían una buena pareja, y él corría tres triatlones al año.
—Gracias —dijo Candice, que lo miró a los ojos—. Fuiste un idiota al huir de aquella manera —continuó ella—. En fin, al menos eso creí en su momento. Pero ahora… ahora creo que te ha sentado bien. Tienes buen aspecto, Huckle.
Sonrió al escucharla.
—Bah, cualquier sitio me sienta bien.
Candice enarcó una ceja.
—Mmm —murmuró ella mientras se levantaban—. Espero que no perdamos el contacto. Si te quedas. —Le dio un beso fugaz en la mejilla.
—Claro —dijo él, que la vio alejarse por la acera con su característico taconeo.