23
Kerensa, fiel a su palabra, consiguió que se oficiara una especie de recordatorio por el difunto en la antigua iglesia. Se llevaría a cabo el sábado y después se reunirían en casa de Reuben. Polly deseaba que hiciera buen tiempo. Se lo contó a todos los habitantes del pueblo.
Gracias a Dios, la prensa se había ido casi por completo. Sin embargo, habían dejado una inesperada consecuencia. Cuando la gente vio las noticias del «trágico pueblo mareal», no pensaron tanto en los pescadores como en el pintoresco pueblo que ascendía hasta el pintoresco castillo que lo coronaba; pensaron en sus preciosos adoquines, en el bonito obrador artesano y en las aguas tocadas por el sol. En cuestión de un día, recibieron una horda de visitantes, no se trataba solo de gente atraída por el morbo, sino también de turistas en toda regla. Kerensa regresó a Plymouth, y Polly echó de menos su ayuda; estaba exhausta. Preparara lo que preparase, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Estaba tan atareada que a veces podía olvidar lo sucedido. Después, miraba por la ventana en busca de los mástiles que crujían, de las pullas, de los chistes, de los pescadores con sus voces y de la familiar figura alta de penetrantes ojos azules, pero no estaba allí, y era como si una bala de cañón le golpease el estómago de nuevo.
El miércoles, cuando bajaba las persianas, vio una figura encorvada y delgada que se acercaba a la muralla del puerto. Los turistas estaban todos en la playa. Hacía un día increíble, y una especie de sopor se había apoderado del pueblo después del almuerzo. No había nadie más por los alrededores. Polly preparó una taza de té y la llevó a la calle, tras lo cual se sentó en la muralla junto a ella.
—Hola —la saludó—, te he traído té, pero te dejaré sola si es lo que quieres.
Selina la miró y parpadeó, confundida.
—Hola, lo siento, no…
—Soy Polly Waterford —se presentó ella—. Era amiga de Tarnie… En fin, conocía a todos los pescadores. Trabajo aquí al lado.
—Ah, sí, la panadería. —Selina esbozó una sonrisa tristona—. Hablaba de la panadería a todas horas. Le encantaba tu pan.
—Mira, no quiero molestar…
—No —la tranquilizó Selina—. No pasa nada. Tenía que salir de casa de mi madre. Todas esas cabezas ladeadas y todos esos «¿Estás BIEN?» a todas horas. Ya sabes, con esa vocecilla tan baja que pone la gente para demostrar lo mucho que les importa. JODER, ya estoy harta.
Polly asintió con la cabeza.
—Así que tengo que decir «Sí, estoy bien» para que ELLOS se sientan mejor. De verdad. Durante el resto de mi vida.
Selina comenzó a dar vueltas a la alianza que llevaba en la mano izquierda.
—¿Cómo vas a estar bien? —preguntó Polly, que no lo entendía en absoluto—. Qué pregunta más tonta, como si te creyeran un monstruo.
—SÍ —dijo Selina. Se calló de nuevo. Las dos clavaron la vista en el mar—. Pero soy un monstruo —continuó—. Porque estoy CABREADÍSIMA con él. SE LO DIJE. Le dije que no saliera al mar. Le supliqué que no fuera un dichoso pescador. Todo el mundo sabe que es peligroso y que no se gana dinero. Y él estaba fuera de casa todo el tiempo… A ver, ¿quién puede vivir aquí? Es casi una isla, por el amor de Dios. Estábamos a punto de separarnos casi todos los días, no dejábamos de pelearnos por su dichoso trabajo y ¿qué hace él? —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pues va el cabrón y me demuestra que yo llevaba razón. CABRÓN. Estoy MUY enfadada con él. —Se secó la cara con rabia—. Ay, Dios, ya empiezo a llorar de nuevo. Lo siento. Siento haberme desahogado contigo. ¿Crees que soy un monstruo?
—Creo que lo que has dicho tiene mucho sentido —contestó Polly, que se sentía fatal. Le caía bien esa mujer. Qué tonto había sido Tarnie.
—Lo echo de menos —dijo Selina—. Ay, Dios, echo de menos pelear con él. —Sorbió por la nariz—. Ojalá todo el mundo dejara de hablar de él como si fuera un santo.
—Lo sé —convino Polly con fervor.
—Porque podía ser un capullo integral. Pero era MI capullo integral.
Polly le echó un brazo por encima de los hombros.
—¿Crees que me dejarán ponerlo en su lápida? —Selina se debatía entre el sollozo y la carcajada.
—En fin, con la cantidad de dinero que la gente ha mandado para ese fin, seguramente podrás poner lo que quieras —le aseguró Polly, y las dos soltaron una carcajada que acabó en llanto.
Llegado un momento, Polly lo mandó todo a la mierda, subió al piso, sacó una botella de vino del frigorífico y se sentaron en la muralla del puerto, bebiendo en vasos de plástico, mientras dejaba que Selina le contase irritantes anécdotas de Tarnie toda la tarde, hasta que la gente comenzó a llenar de nuevo el pueblo y reconoció a Selina. Esta frunció el ceño, dijo que era como ser la peor clase de famosa del mundo, la superviuda, y se marchó. Se dieron un largo abrazo antes de que se fuera.
Esa semana fue la más atareada del obrador. Mount Polbearne era famoso y todo el mundo quería un trocito. Henry y Samantha, la pareja que se iba a mudar y que estaba inmersa en unos trabajos de reforma abrumadores, aparecieron llenos de entusiasmo.
—En fin, ¡somos la COMIDILLA de Chelsea! —exclamó Samantha—. ¡No creo que los precios de las casas vayan a quedarse estancados mucho tiempo! ¡Menudo DRAMA! —casi chilló.
Polly dio un respingo y miró hacia la calle. El Range Rover estaba aparcado sobre los adoquines, bloqueando una vez más la calle. Se preguntó, enfadada, si iban a necesitar un policía de tráfico.
—Supongo que habéis pensado abrir una carnicería artesanal, ¿verdad? —preguntó Henry, esperanzado. Ese día, lo que llevaba rosa eran los pantalones de pana. A juego con sus rojizas mejillas—. Eso ayudaría muchísimo.
—¿Cómo? Por Dios, no —contestó Polly. Vio cómo uno de los pescadores pasaba por delante del escaparate con los brazos llenos de patos amarillos.
—Veo a alguien con talento empresarial —comentó Henry—. Mmm, a lo mejor a él sí le apetece abrir una carnicería.
Polly los miró.
—Bueno, ¿se van a mudar todos sus amigos al pueblo? —preguntó ella con educación.
—Absolutamente. Binky y Max y Biff y Jules y Mills y Pinki y Froufrou ya han llamado a sus agentes inmobiliarios, ¿no es verdad? —preguntó Henry a Samantha.
—Ah, bien —dijo Polly, que metió la hogaza de pan sin gluten que habían encargado (y por la que les había cobrado lo suficiente como para pagar la factura de combustible de todo un mes) en una bolsa de papel—. Muy bien.
El sábado amaneció glorioso y perfecto. Había algunas nubes blancas que surcaban el cielo, pero, salvo por ese detalle, era de un azul tecnicolor. Era muy similar al día en el que Tarnie llevó a Polly a dar un paseo en su barca, de modo que tardó tres veces más de la cuenta en prepararse, porque, cada vez que pensaba en aquel día, lloraba hasta que se le corría el maquillaje y tenía que reparar el daño. Se dio un buen sermón. No iba a ponerse en evidencia. Desde luego que no. Tarnie había sido un amigo, nada más, a quien había conocido durante unos meses. No se merecía atribuirse un poco del dolor… de ese dolor de verdad, de ese dolor enorme e interminable que te destrozaba la vida y te rompía el corazón. Esa clase de dolor estaba reservado para su familia, para sus amigos de toda la vida, para Selina. No tenía derecho a inmiscuirse. Tenía que enterrar sus emociones, ser fuerte y no ponerse en ridículo.
Por suerte, Kerensa apareció puntual para coordinarse con la marea. Parecía una loca, pero estaba fabulosa, con un vestidito (demasiado corto) de encaje negro, un maquillaje dramático y un sombrerito ridículo con redecilla.
—Ay, por el amor de Dios —dijo Polly, que se limpió las mejillas por enésima vez—. Pareces la viuda negra.
—Bien —replicó Kerensa al tiempo que encendía la cafetera—. ¿Qué te parece? ¿Me he pasado?
—Solo lo viste una vez —contestó Polly.
—Lo sé —dijo Kerensa—. Pero se me ha ocurrido que, si alguien buscase a su querida en la iglesia, te pasarían por alto y supondrían que era yo.
Polly jadeó.
—Es una idea brillante.
—Lo sé.
—Gracias —dijo Polly, y se echó a llorar de nuevo.
—Tranquila —dijo Kerensa mientras le daba unas palmaditas en el hombro—. Tú nunca habrías tenido tan buen aspecto como yo aunque lo intentaras.
Sin embargo, Polly sabía lo que su amiga quería decir en realidad, de modo que sollozó en sus brazos hasta que se quedó seca.
—¿Estás mejor? —preguntó Kerensa.
Polly asintió con la cabeza.
—Pues ve a darte una ducha.
—Ya me he dado tres. Solo queda agua fría.
—Mejor todavía, así te cerrará los poros.
Polly la obedeció y después Kerensa, con gesto serio y el rímel waterproof en la mano, la arregló con un discreto conjunto negro que consistía en una blusa de manga corta y una falda de seda.
—Bien —dijo—. Tú quédate sentada en el fondo e intenta no llamar la atención. ¿Ya conoces a la familia?
Polly negó con la cabeza.
—Solo a Selina.
—Bien, no te reconocerán. Todo irá bien, ¿entendido?
Huckle y Reuben se reunieron con ellas en la iglesia, y los dos tenían un aspecto serio muy raro con sus trajes oscuros y las corbatas. Reuben no perdió la oportunidad de decirles que tanto la corbata como los zapatos eran de piel de tiburón, «la piel más cara que se puede comprar», a lo que Kerensa replicó que eso lo convertía en un terrorista medioambiental.
La iglesia, en otro tiempo el punto de encuentro de la comunidad, se encontraba en la cima del pueblo, tras subir las empinadas calles. Construida en la Edad Media, cuando el pueblo seguía conectado con tierra firme, había caído en desuso cuando la carretera se inundó y perdió su condición de templo consagrado a finales del siglo XIX. En esos momentos, era más una ruina que una iglesia, con los antiguos muros de piedra y las losas del suelo; no había tejado, solo nidos de pájaros en las partes altas de los muros. Era un bonito lugar para una merienda campestre, incluso entre las antiguas tumbas, y la vista del mar era absolutamente magnífica: los barcos salpicaban su superficie en grupitos, y el cielo era una enorme bandera que ondeaba sobre sus cabezas.
Se habían llevado asientos desde el minúsculo ayuntamiento del pueblo para que las personas mayores se sentaran, pero había tanta gente en la iglesia que la mayoría estaba de pie junto a las paredes o sentada en el suelo o en los trozos de piedra que se habían desprendido.
Se escuchaba un murmullo de voces, de hombres con sus mejores galas y con las caras coloradas por el calor. En la parte delantera, sentadas con las cabezas agachadas, estaban dos personas que Polly identificó enseguida como los padres de Tarnie. Sabía que, después de que su padre se jubilara, su madre insistió en abandonar la isla en busca de más emociones. A ella tampoco le había hecho gracia que Tarnie fuera pescador, ya que tenía grandes expectativas para su único hijo varón. La mujer tenía los mismos ojos azules que su hijo, pudo comprobar Polly, que en ese momento estaban tan velados y tan descentrados que parecía ciega.
El hombre no levantó la cabeza, pero Polly reconoció a Tarnie en la curva de sus hombros, en su complexión y en la forma de su mentón, y tuvo que inspirar hondo. No soportaba pensar en lo que le estaría pasando por la cabeza a ese pescador. También había una mujer que controlaba a varios niños pequeños, con aspecto acongojado y exhausto, y que debía de ser la hermana de Tarnie.
Junto a ellos estaba Selina, con un bonito vestido negro que resaltaba la delgadez de sus clavículas. Polly la miró con una sonrisa de disculpa y Selina le dirigió una mirada tan cargada de dolor que Polly sintió un nudo en el pecho. La acompañaban su madre y otros familiares, y no parecía ser capaz ni de ponerse en pie.
La señora Manse estaba sentada en una de las sillas y ajena a todos los demás, con la espalda muy derecha y aspecto incómodo. Vestida de negro, se parecía a la reina Victoria. Polly intentó saludarla con la mano y a cambio recibió una mirada de reproche.
El pueblo entero había acudido, incluso, se percató Polly con sorpresa, los recién llegados, Samantha y Henry, que parecían muy incómodos y fuera de lugar. También los saludó con la mano. Todos se pusieron de pie, nerviosos, a la espera de que sucediera algo.
Por fin apareció la mujer que oficiaría la ceremonia, llegada desde tierra firme, que entró en el templo medio derruido por el mismo lugar que habían entrado los demás. Se abrió paso hasta lo que en otro tiempo fue el altar y carraspeó, de modo que todo el mundo le prestó atención.
—Buenos días —dijo la mujer—. Y gracias por venir en un día tan bonito. Sé que las circunstancias son muy especiales, pero creo que aunque no podamos enterrar a nuestro hermano Cornelius William Tarnforth, sí podemos celebrar su vida.
Al escuchar su nombre, su madre emitió un chillido ahogado.
—No todas las muertes son una tragedia —continuó la mujer—. Pero esta lo fue.
Siguió hablando de lo conocido que era Tarnie en la comunidad, de lo mucho que lo quería su familia y de cuánto lo echarían de menos; después, varias personas se levantaron y pronunciaron unas palabras, contaron anécdotas que Polly desconocía: cómo daba pescado a la gente que iba falta de dinero; cómo trabajaba de voluntario en el servicio de Salvamento Marítimo en su tiempo libre; una anécdota ridícula sobre empujar al agua una vaca que Archie contó entre sollozos y que no tenía mucho sentido.
La oficiante leyó un pasaje del Nuevo Testamento.
Mientras la muchedumbre se agolpaba en torno a Él para oír la palabra de Dios, Él estaba junto al lago de Genesaret, y vio dos barcas situadas al borde del lago. Los pescadores habían descendido de ellas y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, que era de Simón y le rogó la separase un poco de la tierra. Se sentó en ella y enseñaba a las muchedumbres desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca». Simón le respondió: «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaremos las redes». Así lo hicieron y capturaron tan gran cantidad de peces que casi se rompían las redes. Hicieron señas a sus conocidos de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron y llenaron tanto ambas barcas que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que tanto él como sus compañeros habían quedado sobrecogidos de espanto ante la pesca realizada. E igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «Deja de temer; desde ahora serás pescador de hombres». Ellos llevaron las barcas a tierra, lo dejaron todo, y le siguieron.
Después, tras la señal acordada, los hombres que Polly reconocía como pescadores se dirigieron a la parte delantera de la iglesia, donde se colocaron de cara a los presentes, y empezaron a cantar.
Padre Eterno, nuestro salvador,
Tú que de las olas inquietas eres redentor,
Tú que limitas el vasto mar
Y que a sus límites forma das:
Las voces fueron aumentando de volumen, ya que la mayoría de los presentes se sumaron a la canción.
Te rogamos que tengas piedad
Por quienes peligran en la mar.
Polly miró al padre de Tarnie, que intentaba, sin conseguirlo, pronunciar las palabras. En ese momento fue cuando perdió la compostura. Esforzándose al máximo por no hacer ruido, enterró la cara dentro de la chaqueta de Huckle y sollozó a moco tendido. El forro de la chaqueta ya nunca se recuperó.
Oh, Jesús, a Ti que las aguas escucharon
Y apaciguadas se quedaron con Tu voz,
Tú que sobre ellas caminaste
Y la paz a la tempestad llevaste:
Te rogamos que tengas piedad
Por quienes peligran en la mar.
Reuben o, mejor dicho, el carísimo organizador de festejos que contrató en Londres (no iba a reparar en gasto alguno) había enviado autobuses para recoger a todas las personas y llevarlos al lugar donde se reunirían después del oficio.
Hacía un día magnífico cuando se subieron a los autobuses, y los hombres ya se estaban aflojando las corbatas y quitándose las chaquetas. No había ni una sola nube en el cielo, solo una vasta extensión azul hasta donde abarcaba la vista, y el sol era una presencia maravillosa en los cada vez más morenos hombros de los turistas, los bañistas y los carroñeros. La mayor parte de la carga del buque mercante se había hundido o la habían sacado del barco, y, por suerte, habían contenido el vertido con éxito, gracias a la rápida actuación de uno de los jóvenes ingenieros que iban a bordo, que había conseguido cerrar las mamparas de seguridad mientras el barco se hundía. Polly se sorprendió al descubrir que ese mastodonte llevaba una tripulación de menos de doce hombres. Archie le había explicado que, mientras estaban en la balsa salvavidas, su mayor preocupación era que algún inmenso carguero no los viera, que un chico estuviera dormido delante del radar o que supusiera sin más que era un pez grande y no tenía que preocuparse.
El autobús en el que iban estaba en silencio, ya que nadie sabía muy bien qué esperar. Polly viajaba sentada con Kerensa, delante de Patrick y de su mujer.
—¿No te llevas el pájaro? —le había preguntado Kerensa cuando regresaron al piso después del oficio.
—Esto… —contestó Polly. En el fondo, quería a Neil a su lado para que la consolara. Además, a Tarnie le había gustado mucho. Habían llegado al acuerdo de que no se lo llevaría al oficio, pero sí a la reunión posterior. Kerensa se había puesto un vestido veraniego, pero Polly no se cambió. Le parecía irrespetuoso.
—No —la contradijo Kerensa—. Es irrespetuoso no ir y pasárselo bien. Le habría gustado algo así.
—Creo que le habría gustado más seguir aquí —replicó Polly.
—Sí, pasándoselo bien en una fiesta estupenda organizada por un imbécil —dijo Kerensa, que se miró en el espejo mientras se retocaba el pintalabios.
Polly la abrazó.
—Gracias por tu apoyo —le dijo.
—¿Qué apoyo? —preguntó Kerensa—. Yo creía que eras una capulla por venirte aquí. Creía que volverías en diez días, llorando, con tu sofá gris. De hecho…
—¿Qué? —quiso saber Polly.
Kerensa buscó algo en su móvil, que enseñó a Polly.
—¿Qué es? —preguntó, mientras miraba la foto de una bonita casa.
—Es una casa —contestó su amiga—. En… —Carraspeó antes de ser capaz de pronunciar la palabra—. En los suburbios.
—¿Qué pasa con la casa?
—Estaba pensando en comprarla, so tonta. Para cuando volvieras. Así dejarías de ser tan terca y te mudarías conmigo. Te he echado de menos, so capulla.
Polly la abrazó de nuevo.
—Te quiero —dijo.
—Lo sé —repuso Kerensa, que le devolvió el abrazo—. Pero, incluso con todo lo que ha pasado, sigo creyendo que eres más feliz aquí.
A Polly se le llenaron los ojos de lágrimas una vez más.
—Ay, Dios…
—Pero es verdad, ¿no? —preguntó Kerensa—. Es como si aquí vivieras de verdad, por primera vez en muchos años.
Se aferraron la una a la otra delante del espejo, y por un segundo volvieron a ser adolescentes que se escabullían del diminuto dormitorio de Polly con botellas de cerveza.
—Vamos a por ellos —dijo Kerensa—. No dejes que me cabree, no quiero que ese yanqui retaco y majara me manosee.
—Y tú no dejes que me cabree yo y diga sin querer algo espantoso a Selina —le pidió Polly.
Kerensa la miró de arriba abajo.
—¿Qué me dices de manosear a un yanqui alto y cañón?
Polly puso los ojos en blanco.
—No lo creo capaz de cabrearse hasta el punto de pensar en mí.
Kerensa sonrió.
—Da igual. A ver, ¿te llevas el pájaro o no?
Neil pio en su dirección.
—Pues claro. Ya tiene puesta la pajarita —dijo Polly.
En esa ocasión, fue Kerensa quien puso los ojos en blanco.
Los autobuses (eran tres) rodearon las colinas doradas y se encaminaron hacia el atardecer. En uno de ellos los hombres iban cantando, lo que indicaba que algunos habían salido del oficio derechos hacia el pub. Patrick estaba fascinado por la historia de Neil, aunque daba la razón a Kerensa en lo tocante a la pajarita.
—Es elegante —dijo Polly—. Puede llevarla para saludar a su anfitrión, pero luego se la quitaré para que juegue.
Patrick sonrió.
—Excelente. Creo que todos vamos a necesitar algo que nos levante el ánimo.
El desvío secreto a la playa de Reuben era menos secreto esa noche, ya que estaba iluminado con farolillos que brillaban a lo largo de la estrecha carretera. Dos hombres enormes con pinganillos estaban a la entrada con antorchas de playa y expresiones ariscas. Miraron el autobús y hablaron con el chófer antes de hacerle una señal para que pasara.
El largo camino hasta la playa estaba iluminado con braseros a ambos lados, derramando sobre la tarde un brillo alegre y emocionante. Polly ya podía escuchar el distante ruido de tambores. Miró a Kerensa con nerviosismo, y su amiga ya lucía esa expresión de «No me impresionas ni una chispa».
—Vamos —dijo Polly—. Va a ser algo especial. Creo que tienes razón: por Tarnie, tenemos que hacerlo. No tienes que hablar con él.
—Es verdad —repuso Kerensa—. ¡Hala! Supongo que se ha gastado una FORTUNA.
Alguien con bastones de tráfico luminosos dirigió a los chóferes para que aparcaran, y todos se apearon, nerviosos, solos o por parejas.
—¡Por aquí, por aquí! —gritó una mujer mandona con una chaqueta reflectante mientras señalaba el camino iluminado por velas a través de las dunas.
Siguieron el camino y algunas mujeres se tropezaron con los tacones. Polly se quitó las sandalias. La arena seguía caliente bajo sus pies, después de todo el día al sol. Era una sensación maravillosa.
Al pasar la última duna, allí desde donde se podía ver la playa, todo el mundo se detuvo a mirar.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Kerensa.
Toda la playa estaba decorada con farolillos blancos. La cafetería tenía una enorme barra cubierta adosada en un lateral. Había varias filas de personal vestido con uniformes blancos y negros a la espera, junto a bandejas de bebidas, y la playa ya estaba llena con las personas más guapas y elegantes (a todas luces, amigos de Reuben) ataviadas con ropa de marca, que charlaban animadamente y empezaban a bailar. Había un enorme escenario para un DJ, pero en ese momento una banda tocaba un ritmo reggae muy sensual. En el ambiente flotaba el maravilloso olor de la comida a la barbacoa. La atmósfera era fabulosa.
—¡La madre que me parió! —exclamó uno de los habitantes de Mount Polbearne, un poco intimidado. Era muy distinto a su mundo normal, con el pub y el mar.
—En fin, esto es lo que yo llamo una «despedida» —comentó alguien, pero nadie se movió.
Al final, los camareros se acercaron para servirles champán. Reuben cogió dos flautas y se las llevó a Polly y a Kerensa. Las dos chicas guapísimas con las que había estado hablando hicieron un puchero en cuanto las dejó.
—Hola. Bienvenidas a mi brillante despedida para Tarnie. He sido muy amable al organizarla —dijo al tiempo que les ofrecía las copas.
—¿Compras atención de esta manera muy a menudo? —preguntó Kerensa.
—No seas maleducada —le ordenó Polly, que abrazó a Reuben y le dio un beso—. Fuiste un héroe, un héroe de verdad, y esta será la mejor despedida del mundo. Su familia nunca lo olvidará.
—Lo sé —le aseguró Reuben.
Todavía se veían chicos en el agua, allí donde aún había olas, pero cuando terminasen, saldrían del agua, se quitarían los trajes y se tomarían una cerveza. La barbacoa resultó ser una hoguera en la que se estaban asando cerdos enteros, impregnados en especias, que después se trincharon con pericia. A un lado, había una enorme hoguera cuyas llamas se alzaban hacia el cielo para mantenerlos calentitos durante la noche. La barra cubierta estaba decorada con fotografías de Tarnie. Polly se detuvo delante de una. Era una foto que le habían hecho sin que se diera cuenta mientras remendaba una red. Había sido tomada en el mismo ángulo en el que ella solía verlo desde el piso; era como si estuviera mirando desde su ventana.
Toda la playa estaba iluminada, pero el efecto más impresionante era el cielo, que derramaba su luz rosácea y púrpura como si se lo hubieran encargado expresamente. Polly estaba segura de que pocas cosas serían un imposible para Reuben.
Los camareros circulaban con bandejas de sushi y de otros canapés, pero, en cuanto la banda hizo un descanso y el DJ empezó con Get Lucky, Polly y Kerensa supieron lo que querían hacer.
El baile era su escapatoria, una forma de liberar toda la emoción contenida. Bailaron mientras el sol se ponía, viendo cómo los chicos se movían por el agua; viendo cómo Muriel, la de la tienda de ultramarinos, bebía demasiado y demasiado deprisa por la emoción de estar allí antes de dejarse caer en una silla con una taza de té que alguien tuvo la amabilidad de darle; viendo cómo Archie y su mujer se quedaban a un lado, un poco abrumados y muy juntos; viendo cómo los hijos de John correteaban entre gritos y risas mientras se perseguían con pistolas de agua que parecían haber salido de la nada.
Hablaron, rieron e hicieron un millón de amigos, y bailaron con los chicos o entre ellas, o solas. Polly sintió que un peso caía de sus hombros, sintió que le dolían las mejillas de tanto reír en mitad de semejante tragedia, con los pies descalzos y la falda negra flotando a su alrededor. Era como si todos los presentes (los que habían burlado a la muerte, los que habían burlado el desastre en su comunidad) estuvieran decididos a celebrar la vida, la felicidad y la belleza que los rodeaba, y eso hizo que Polly bailara y diera vueltas con más ansia.
Huckle bebía cerveza despacio mientras la observaba. La fiesta estaba llena de gente guapa y joven (la habitual multitud de gorrones y caraduras que se colgaban a Reuben, modelos y aspirantes a serlo), pero no le interesaba ninguna, aunque a juzgar por las miradas y los comentarios subiditos y los bailecitos que se marcaban algunas de las chicas, sabía que les encantaría convertir la noche en algo más. Huckle medía metro noventa, era rubio y tenía los ojos azules; encontrar chicas nunca había sido un problema para él. Encontrar una chica que no le partiera el corazón, en cambio…
Recordó a Polly, corriendo por el embarcadero el día que Tarnie no volvió a casa, y le dio otro largo trago a la cerveza.
Polly no habría sabido decir qué hora era, pero las estrellas habían cambiado de posición. Eso sí, la fiesta no decaía. En todo caso, se volvía más frenética; el bar servía bebidas más rápido, la comida seguía circulando y cada vez había más gente bailando, incluido un cantante muy famoso que había estado tocando en St. Ives y que se había pasado por allí de vuelta a Londres.
De repente, el DJ cortó el sonido y Reuben se adelantó para coger el micro. Se escucharon vítores atronadores y algunas de las chicas se abrieron paso a codazos hasta el frente, para que Reuben pudiera verlas ofreciéndole su apoyo.
—Bueno, sí, ya sé, la mejor fiesta de todos los tiempos, ¿no? —dijo como si nada.
—Anda que… Es como Kanye West pero sin un lado humilde y modesto —resopló Kerensa, que se había puesto a su lado. La piel le brillaba por el sudor y se le había corrido un poco el maquillaje, pero eso le otorgaba un aspecto monísimo, pensó Polly, hacía que pareciera más joven y menos peripuesta.
—Pero estamos aquí para honrar a nuestro hermano Tarnie… y a todos nuestros hermanos que sí volvieron a casa.
—¡Gracias, Reuben! —gritó una de las chicas. Reuben esbozó una sonrisilla.
Kerensa chasqueó la lengua.
—Anda que…
—Ha hecho algo increíble —dijo Polly.
—Será todavía más increíble cuando la gente deje de recordárselo.
—En fin, el caso es que…
Uno de los pescadores de otro de los barcos se puso en pie.
—Ay, Dios —dijo Kerensa, que estaba más borracha de lo que Polly creía, según pudo ver—. Va a cantar My way o algo así.
El pescador se acercó al micro y miró a la multitud con nerviosismo. Todos lo animaron con vítores. El resto de los pescadores se colocaron junto a él. Jayden iba en silla de ruedas, muy demacrado y con aspecto nervioso, pero también muy orgulloso de estar allí.
—Bueno… —dijo el hombre—. Solo quería dar las gracias. A Reuben. A todos y cada uno de los barcos que salieron a buscarnos.
Se escucharon unos vítores atronadores.
—A los incansables servicios de emergencia.
Un grupo de conductores de ambulancia muy borrachos saludaron con las manos.
—A todos los que… —Se le quebró un poco la voz y levantó el vaso—. A todos los que nunca se dieron por vencidos.
—A todos los que nunca se dieron por vencidos —corearon los presentes.
Hicieron que Jayden se adelantara y este tosió, nervioso. Salvo por el sonido de las olas, reinaba un silencio absoluto.
—Y para despedirnos de nuestro chico, aquí van unas pocas palabras —dijo mientras intentaba desplegar una hoja de papel— de Robert Burns. Era un poeta.
Señaló el mar con una mano.
Aquí yace un hombre honesto
a semejanza de Dios nunca mejor hecho:
amigo del hombre, amigo de la verdad,
amigo del anciano y guía de zagal;
pocos corazones iguales, abrigo del amor,
pocas mentes tan claras, llena de valor;
si hay otro mundo, vive en paz;
y si no lo hay, ya vivió en el más acá.
A continuación, uno de los pescadores comenzó a tocar su guitarra y el resto dieron un paso al frente. Polly no reconoció la canción, pero era evidente que los demás sí, ya que se unieron a sus voces.
Ojalá fuera un pescador
que se hace a la mar,
muy lejos de tierra firme
y todos sus amargos recuerdos.
Poder lanzar mi precioso anzuelo
con despreocupación y amor.
Sin más techo que me constriña
que el cielo estrellado,
contigo entre los brazos.
¡Uuuh, uuuuuh!
Sintió que Kerensa le cogía la mano mientras los pescadores, con voces fuertes pero sentidas, cantaban dos estrofas más, y los demás se unían al coro con los últimos versos. Justo cuando estaban terminando, un pequeño destello de luz apareció en el horizonte.
—Mira —dijo Polly, asombrada de que fuera tan tarde y de que la fiesta hubiera durado tanto tiempo—. Está amaneciendo.
Mientras se desvanecían las últimas notas de la guitarra, los pescadores siguieron a la persona que parecía organizarlo todo, y que les hizo una señal para que bajaran del escenario y se acercaran a la orilla, donde los esperaban dieciséis farolillos de papel (los marineros que habían vuelto a casa) y un farolillo mucho más grande. Dos hombres ayudaron a Jayden a levantarse de la silla de ruedas mientras encendían los farolillos naranjas, y los pescadores los levantaron hasta que empezaron a flotar en el aire y a alejarse, hacia el sol naciente, iluminando las últimas estrellas que quedaban en el cielo.
—Le damos las gracias al mar —dijo Reuben, que habló con sencillez por una vez— por haber traído nuestras almas a casa. Y le pedimos que cuide de nuestro hermano.
Todos miraron cómo los farolillos encendidos ascendían por el cielo, cada vez más altos sobre las olas. Se produjo un silencio reverente durante un segundo, antes de que estallaran en aplausos y vítores.
—Y ahora: ¡A DIVERTIRSE! —gritó Reuben—. ¡Y es una orden!
El DJ puso un remix de una canción que estaba sonando por todas partes y que iba de alguien que deseaba a otra persona buenos días y de cómo tenían que ver el amanecer, de modo que todos empezaron a bailar una vez más, y a abrazarse, y a hablar de lo estupendo que era todo aquello, sobre todo cuando el DJ puso a continuación Praise You.
Los pescadores se habían convertido en famosos a los ojos de los invitados llegados de Londres. Polly pasó junto a Jayden, que iba en su silla de ruedas. No había tenido la oportunidad de hablar con él; sabía que contaba con una enfermera que no le quitaba el ojo de encima; de hecho, no debería haber salido del hospital, pero Reuben había hablado con los gerentes para que hicieran una excepción. Estaba sentado junto a una despampanante morena de ojazos castaños que asentía con la cabeza mientras él le describía su terrible experiencia y lo valiente que había sido al enfrentarse a la muerte. La muchacha no dejaba de estirar la mano para acariciarle el brazo y consolarlo. Polly captó la mirada de Jayden y este le guiñó un ojo, por lo que ella tuvo que contener la sonrisa.
En la cafetería, un equipo de chefs de primera servía café y rollitos de beicon que desprendían un olor delicioso, además de botellas de Buck’s Fizz. Polly se sirvió el desayuno y se sentó en una roca junto a Huckle, que observaba a los pescadores, rodeados de amigos y de familia, henchidos de felicidad.
—Hola —la saludó él, contento de verla. Muy contento—. ¿Te está gustando la fiesta?
—Es alucinante —contestó ella. De repente, se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. No había tenido mucho tiempo para comer durante la última semana—. Todos se lo están pasando genial.
Huckle esbozó esa sonrisa lenta e indolente.
—¿Y tú? —quiso saber ella.
—Ah, claro —respondió él—. Siempre me lo paso bien.
De hecho, no parecía muy contento. Polly lo miró. Los primeros rayos de sol comenzaban a extenderse por el cielo. Uno le tocaba el pelo, arrancándole un brillo dorado. Sopesó todo lo que sabía de él. Y lo segura que estaba de que fue él quien convenció a Reuben para salir al mar de nuevo. Reuben, por supuesto, no había dicho nada al respecto.
—¿De verdad? —insistió.
—En fin, míralo así —comenzó él con la vista clavada en el mar—. Si hay algún sitio más bonito que este para estar triste, no lo conozco.
Polly soltó su Buck’s Fizz de repente y se volvió hacia él. Esos ojos azules la miraban fijamente, tan impenetrables como siempre.
«Joder», pensó Polly de repente. «No tengo nada que perder», se dijo. Ya había echado el resto al ir a Mount Polbearne, al cambiar su vida, al empezar a hacer pan. Cada riesgo que había asumido le había reportado mucho más que si se hubiera quedado en Plymouth, llevando una existencia tranquila en un minúsculo apartamento con un trabajo minúsculo y una minúscula hipoteca. Cada salto al vacío… En fin. Su mente sobrevoló el nombre de Tarnie. En fin, casi cada salto.
Meneó la cabeza. Estaba pensando demasiado las cosas.
—Yo… —empezó. De repente, se dio cuenta de que le temblaban las manos. En fin, llevaba despierta toda la noche, supuso. Mucho alcohol y poca comida. En la arena, el personal de la ambulancia se estaba quitando la ropa y corrían hacia el agua entre gritos. Cinco segundos después, dio la sensación de que todos hacían lo mismo. Había un montón de gente nadando y chapoteando. Sonrió por la exuberante escena. El lugar donde estaban sentados bajo una palmera pareció de golpe mucho más tranquilo y apartado, aunque cada vez hubiera más luz—. Debería… —Esbozó una sonrisa torcida.
—Pareces hablar incluso más despacio que yo —dijo Huckle, pero ella captó el ligero temblor de sus labios. ¿O eran imaginaciones suyas?
Polly se armó de valor.
—Me habría encantado… me habría encantado intentar hacerte feliz. —Soltó.
Le salió todo de golpe y acabó con un hilo de voz, pero supo, nada más mirarlo con los párpados entornados, que Huckle la había entendido. Lo vio tomar una honda bocanada de aire. De repente, lo que había empezado como un impulso para ella estaba a punto de convertirse en algo de vital importancia.
—Polly —dijo él.
El deje bajo y meloso de su voz al pronunciar su nombre hizo que tuviera la sensación de que estaba a punto de llevarse un chasco. De que Huckle se disculparía y le diría, tal como ya había hecho antes, que no estaba en el mercado, que Candice le había hecho demasiado daño, que ya habían pasado por eso antes.
Sintió el roce de su enorme y áspera mano bajo la barbilla antes de que la obligara a levantar la cara para mirarlo a los ojos. La música y el ruido de los bañistas parecían provenir de muy lejos. Solo era consciente de sus penetrantes ojos azules, de su apuesto rostro. Huckle parecía buscar algo, la estaba mirando como nadie la había mirado antes: con ansia, con curiosidad, pero también con algo más. Como si por fin hubiera encontrado lo que estaba buscando.
Durante un segundo, un maravilloso segundo, el mundo se paró, y Polly se dio cuenta de repente que iba a besarla. Durante ese larguísimo instante, supo que su beso sería todo lo que había soñado, todo lo que había deseado, y que después de eso, pasara lo que pasase, tal vez no quisiera besar a nadie más.
La fuerza que empleó la sorprendió. Se dio cuenta de que había esperado que la besara con dulzura, con cierto titubeo, de modo tan relajado como su forma de ser; en cambio, la besó con ferocidad, con ansia, como si se estuviera ahogando y ella fuera su única posibilidad de salvación.