10
Polly no podía dormir esa noche. No paraba de dar vueltas y de moverse, y de llorar de vez en cuando. No podía creer que las cosas hubieran ido de mal en peor… o a mucho peor. Lo único que pretendía era conocer gente y sentirse mejor; y hornear la hacía sentirse muchísimo mejor. Toparse con esa antipatía y con esa oposición era algo… Tendría que regresar a Plymouth. De todas formas iba a acabar en la calle, sin hogar. No le cabía la menor duda de que esa bruja tan espantosa se aseguraría de que la desalojaran. Y posiblemente también perdería la fianza, se percató de repente. Parecía ir cuesta abajo y sin frenos, y eso le provocó un miedo atroz. No tenía ahorros, ¿adónde acabaría? ¿Viviendo de alguna prestación en uno de los altos bloques de pisos de Plymouth rodeados por vallas de alambre de espinos, con ascensores apestosos, perros enormes vagabundeando por los alrededores y traficantes de drogas en los callejones?
O tal vez tendría que volver a instalarse en el caluroso apartamento que tenía su madre en Rochester. Su madre, que tan orgullosa estaba de tener una hija universitaria y emprendedora, que vivía con un chico de clase media, con el que compartía negocio, por si alguien no lo sabía, y con quien acababa de comprar uno de esos nuevos apartamentos de lujo cerca del mar y… Sería algo vergonzoso para su madre, dado todo lo que había presumido delante de sus amigas. También sería vergonzoso para ella misma. ¡Ay, Señor!
Algunas preocupaciones empeoraban por las noches, aunque con la llegada del amanecer parecían manejables. Podían desaparecer como una pesadilla con la primera taza de café, o se podían desvanecer a medida que avanzaba el día con sus quehaceres, ya que el cerebro no tenía la menor oportunidad para ahondar en errores y en oportunidades desaprovechadas, arrepentimientos o preocupaciones por el futuro. Polly presentía que sus preocupaciones no eran de las que desaparecían fácilmente. Ojalá no hubiera horneado todo ese pan solo para molestar a Gillian Manse y, si era sincera consigo misma, para lucirse. Si no hubiera discutido con ella, la mujer podría haberla dejado tranquila y en esos momentos no estaría enfrentándose a un inminente desalojo. ¡Ay, Dios!
Aunque el dormitorio estaba helado por la falta de calefacción, se levantó, envolviéndose con el edredón de plumas, y atravesó la sala de estar dando saltitos hasta llegar a la tetera. Beber algo caliente la ayudaría. Encendería la luz y leería un libro. En realidad, haría algo que distrajera su mente de todas esas cosas y que evitara que su ridículo cerebro siguiera dando vueltas a lo mismo. Conectó el termo del agua. Tardaría dos horas en calentarse lo suficiente como para poder darse un baño, pero no le importaba; si volvía a dormirse, se bañaría por la mañana. No obstante, de alguna forma sabía que no se quedaría dormida de nuevo. Tendría que apañárselas. Al día siguiente no tenía que hacer nada. Ni tampoco al otro. Si tenía que dormir por la mañana, lo haría. Hasta Neil estaba frito, con los ojos cerrados en su cajita. Se encontraba totalmente sola.
Envuelta en el edredón, se acercó a la ventana para echar un vistazo al exterior. No había mucho que ver, pero el hecho de que los barcos pesqueros estuvieran faenando le provocaba la sensación de no estar sola, de que allí fuera, en algún lugar, Tarnie, Jayden, Archie y el resto estaban despiertos, tal vez también bebiendo té, entre las plateadas escamas y las aletas siempre en movimiento de los bancos de peces; cosiendo redes o sacando palas de hielo de la máquina para mantener fresca la carga a fin de que por la mañana llegara a los mercados de Penzance y de otros puntos a lo largo de la costa.
Con todo lo que tenía en la cabeza, se le había olvidado la ridícula historia de Jayden sobre el fantasma de la mujer hasta que llegó a la ventana. Cuando el haz de luz del faro la iluminó, sintió un subidón de adrenalina, pero estaba tan agotada y triste por los acontecimientos que carecía de la energía suficiente para asustarse por lo sobrenatural. Su vida real, pensó, era ya bastante aterradora.
Sus ojos se ajustaron a la oscuridad del puerto: las piedras, el reflejo de la luna en el agua (era una noche inusualmente clara), unos cuantos coches aparcados, las farolas apagadas de la calle… y entonces la vio. Estiró el cuello y aguzó la mirada, al tiempo que el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Allí estaba. Una figura, en la misma posición que la otra vez, de pie en la muralla, completamente inmóvil mientras miraba el mar como si fuera una estatua.
Polly contuvo el aliento. Echó un vistazo por la habitación, rápidamente, para asegurase de que todas sus cosas seguían allí. Para asegurarse de que no había desaparecido y vuelto a aparecer en un pasado lejano. La luz la deslumbró de nuevo y parpadeó una vez, dos, para acostumbrarse a la oscuridad. Y entonces se armó de valor y abrió la ventana. El crujido de la madera le pareció ensordecedor en el silencio de la noche, pero no le importó. El miedo y la ansiedad le infundían coraje. Se inclinó hacia delante, estirándose para ver la figura.
—¡Oye! —gritó—. ¡Oye!
La figura se volvió, sorprendida. Al hacerlo, la luz del faro pasó de nuevo sobre ella y Polly vio horrorizada cómo la figura se resbalaba y caía, con las faldas y su larga melena agitándose en el aire.
No tenía tiempo para pensar. Polly agarró el chaquetón y se lo echó por los hombros, sobre el pijama. Después se puso unas botas y salió corriendo por la puerta, tras lo cual bajó la escalera a toda prisa. Eso no era una aparición ni algo que hubiera soñado. Había alguien allí fuera, en esa noche fría y ventosa.
Una vez en la calle, momentáneamente desorientada, deseó haber llevado consigo una linterna. La luna estaba casi llena, pero las siluetas oscuras cobraban una nueva dimensión y no estaba muy segura de la ubicación exacta de la muralla del puerto hacia la que se encaminaba. Cuando por fin llegó a un hueco en la muralla, miró hacia abajo y jadeó.
Allí, tirada sobre el agua que apenas la cubría, se encontraba la corpulenta figura de la señora Manse. Sin su tirante moño, tenía el pelo largo. Su oronda silueta quedaba oculta por el amplio camisón y por la bata que llevaba encima. Polly se agachó a su lado. Respiraba, pero, gracias a la luz del faro que pasó de nuevo sobre ellas, comprobó que estaba sangrando porque tenía un corte en la cabeza. Tenía que sacarla del agua. Estaba helada.
—Gillian —masculló—. ¡Gillian! ¡Ay, Dios mío, lo siento mucho!
La mujer no se movió. Polly suspiró. ¿Dónde narices se metían los forzudos pescadores cuando se los necesitaba? Miró a los edificios que se alineaban frente al puerto. Los pisos situados sobre el resto de las viejas tiendas estaban vacíos. Necesitaba su teléfono. Pero si iba corriendo a por él, podía llegar demasiado tarde. No. Tendría que hacerlo ella misma.
Se agachó y aferró a la corpulenta mujer por debajo de las axilas, tras lo cual tiró con todas sus fuerzas. El mar trataba de arrastrarla una y otra vez, como si exigiera llevársela. Cada vez que eso sucedía, Polly soltaba una palabrota e intentaba conseguir más tracción. Y por fin, aunque muy despacio, logró alejarla de las olas poco a poco (a esas alturas ambas estaban chorreando agua), y la llevó hasta la rampa de varadero del puerto. Gritó varias veces pidiendo ayuda, pero pronto cejó en su intento, porque le parecía una pérdida de aliento y de energía. Tenía que apañárselas sola.
La marea comenzaba a subir y una ola le salpicó la cara cuando se agachó para comprobar que Gillian seguía respirando. La larga melena de la mujer estaba adornada con trozos de algas. Polly soltó una palabrota cuando Gillian se le escurrió de las manos, pero la mujer no recuperó el conocimiento, y eso hizo que el pánico amenazara con apoderarse de ella, al pensar que su duro trabajo podía haber sido en vano. La luz del faro pasó de nuevo sobre ellas y se preguntó si podrían verla desde allí arriba. Después, recordó que a esas alturas nadie manejaba el faro. Todos eran automáticos. No había ayuda por ninguna parte. ¡Joder! Debería haber alguien allí arriba para hacer sonar la alarma cuando pasaba algo así.
La luz consiguió darle un nuevo impulso de alguna manera, lo suficiente para subir a Gillian hasta el muelle. No quería pensar en los moratones que le iban a salir, pero a partir de ese punto todo fue más fácil, ya que las olas no las alcanzaban y no sentía el gélido roce del agua en los tobillos.
Cuando por fin llegó arriba del todo, se inclinó para recuperar el aliento. Se preguntó qué podía hacer. ¿Por qué narices no tenía los números de teléfono de los pescadores? Claro que, de todas formas, tampoco estaban allí, se recordó. Estaban a millas de distancia de cualquier antena telefónica, de cualquier signo de civilización, en mitad del Mar de Irlanda.
Echó otro vistazo al pueblo desierto mientras se quitaba el chaquetón para cubrir a Gillian, que estaba totalmente empapada. Necesitaba ayuda y rápido, y tener que explicar lo sucedido a los recelosos habitantes del pueblo le llevaría demasiado tiempo.
Regresó corriendo a su casa y subió la escalera. Puso la tetera y cogió algunas mantas, tras lo cual buscó su teléfono para marcar el número de emergencias. Mientras lo hacía, se fijó en el tarro de miel que aún descansaba sobre uno de los destartalados armarios de la cocina. El teléfono de Huckle estaba impreso en la etiqueta.
Lo llamaría a él primero. Él sabría qué hacer. Se dio cuenta de que estaba haciendo suposiciones completamente al azar, pero no disponía de mucho tiempo. Echó agua hirviendo en una taza, aferró las mantas con el brazo libre y corrió de nuevo escaleras abajo tan rápido como pudo, tratando de que no se le cayera nada mientras marcaba el número de Huckle al mismo tiempo.
Se sucedieron tantos tonos de llamada que Polly empezó a pensar que tal vez lo tuviera desconectado, aunque al final escuchó ese ya familiar acento sureño, si bien su voz sonaba más lenta y soñolienta que nunca.
—Mmm, ¿diga?
—¿Huckle?
—¿Ajá?
—Huckle, soy yo, Polly.
—Ah, sí. Vale. Lo siento. Pensaba que alguien se había confundido otra vez con los husos horarios y eso.
—Huckle, te necesito…
—Mmm, bueno, es que no…
—¡Cállate! Necesito que vengas a Mount Polbearne. ¡La señora Manse se ha caído al agua!
—¿Que ha hecho qué?
—La señora mayor. Se ha caído al agua.
A esas alturas, Polly trataba de quitar la bata empapada a la mujer y no tenía ganas de prolongar la conversación.
—Huckle. Ven, estoy en el puerto. —Miró hacia la carretera. Aún estaba visible.
—Esto… vale. Muy bien.
Polly colgó y comprobó el estado de la señora Manse. Respiraba y empezaba a moverse. De repente, pensó que no le apetecía mucho que la mujer recobrara el conocimiento y la descubriera quitándole la ropa. Marcó el número de emergencias. Se mostraron muy solícitos y dijeron que tardarían media hora en llegar; le aconsejaron que quitara la ropa a Gillian, que la tapara con las mantas y que, si podía incorporarse, le diera algo caliente para beber, algo que no contuviera alcohol.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Cada vez que Polly trataba de taparla con una manta, Gillian se la quitaba de encima. Saltaba a la vista que estaba muy confusa, no paraba de murmurar y de intentar sentarse. A Polly le estaba costando la misma vida retenerla.
De repente, un rugido ensordecedor atronó el diminuto pueblo. Polly dio un respingo, asustada. Era un ruido espantoso, que reverberaba en las viejas paredes de piedra y en los adoquines. Mientras aferraba firmemente a la señora Manse por los hombros, escudriñó la oscuridad tratando de ver qué narices era.
De repente, algo sacado de los años cuarenta apareció tras doblar una esquina: una moto clásica de color vino tinto, con el motor en la parte delantera y las ruedas negras con radios. Adosado a la moto iba un sidecar, también de color vino tinto.
—¿Qué narices…? —dijo Polly.
Sobre la moto viajaba la enorme figura de Huckle. El vehículo se movía a una velocidad vertiginosa y el rugido de su motor resonaba por todo el pueblo. Llegados a ese punto, Polly empezó a ver que se encendían las luces de los dormitorios de sus vecinos. «Gracias por salir al escuchar que me desgañitaba pidiendo ayuda», pensó.
Huckle detuvo el vehículo delante de ella de una forma bastante dramática, derrapando de tal manera que se paró de costado, como lo haría un esquiador. El enorme faro redondo que la moto tenía en la parte delantera la deslumbró, de modo que levantó una mano para protegerse los ojos.
—¡Ay! —exclamó.
Huckle saltó de la moto, se quitó el casco negro vintage y sacudió la cabeza, haciendo que se agitara su pelo dorado, que llevaba un poco demasiado largo.
—¿Qué es eso? —preguntó Polly.
La señora Manse aún intentaba alejarse de ella.
—Es una moto acuática —contestó Huckle—. En serio, ¿me has pedido que venga para preguntarme eso? —Miró a la mujer mayor que estaba sentada a su lado en la rampa—. Vamos a ver, pero ¿qué habéis liado? —dijo en voz baja y cariñosa. Acto seguido, alzó en brazos el voluminoso cuerpo de la señora Manse, que milagrosamente pareció pequeño y ligero.
Polly la soltó, aliviada, y se frotó los brazos para recuperar la circulación.
La señora Manse pareció tranquilizarse al instante y murmuró algunos nombres, ninguno de ellos conocidos por Polly.
—¿Tienes algo para darle de beber? —preguntó Huckle—. Tal vez deberíamos darle algo. ¿La ambulancia viene de camino?
—La ambulancia viene y ¡sí! —contestó Polly, sintiéndose satisfecha. Le ofreció la taza de agua hirviendo. La señora Manse bebió un sorbo y lo escupió.
—Creo que está recuperándose —dijo Huckle—. ¿Qué ha pasado, Pol? ¿Habéis discutido otra vez?
—No lo dices en serio, ¿verdad? —replicó Polly—. ¿Es que crees que he empujado a esta pobre mujer al mar?
—No te conozco muy bien.
Polly lo miró con seriedad.
—Vale, vale.
Huckle miró a la señora Manse.
—Bueno, ¿qué ha pasado?
Polly suspiró.
—Ay, Dios, también tendré que explicar esto al personal sanitario de la ambulancia, ¿verdad? Y seguramente también a la policía.
—¿A la policía? —repitió Huckle, con el ceño fruncido.
—La vi allí de pie. La verdad, no sabía si era ella porque estaba muy lejos. Grité… solo le grité para ver quién era. Y creo que la asusté. Se resbaló. —Polly tragó saliva—. ¿Crees que me acusarán de homicidio involuntario?
—No, solo voy a demandarte —dijo una voz gruñona.
—¡Ay, gracias a Dios! —exclamó Polly—. Gracias a Dios. Lo siento MUCHÍSIMO. Pero ¿qué hacía aquí fuera en una noche tan espantosa?
Polly trató de explicarse cuando la ambulancia llegó, seguida de un pequeño coche patrulla que atravesó con cuidado la carretera, y que iba conducido por un policía con bigote, adormilado. Envolvieron a la señora Manse con unas mantas plateadas en la parte posterior de la ambulancia, como si fuera un pavo al horno, mientras la mujer se quejaba de que ya ni siquiera se podía dar un paseo inocente por la noche sin que abusaran de una pobre persona. Por suerte, el policía no parecía inclinado a creerse su historia.
Polly también lo dudaba mucho.
—¡No estaba paseando! ¡Estaba allí de pie! Y la he visto antes —murmuró, dirigiéndose a Huckle.
—Tiene un corte muy feo —dijo el auxiliar médico—. Creo que está un poco aturdida y espero que no haya pillado nada por haber estado un buen rato en el agua fría. Creo que tenemos que llevarla al hospital un ratito.
—No puedo —se negó Gillian con muchos humos—. Tengo que abrir el obrador.
Se produjo un silencio.
—En fin, pues desde ahora mismo le digo que de momento eso va a ser imposible —replicó el alegre auxiliar.
—Tengo que hacerlo. A eso me dedico.
—Y nosotros nos dedicamos a curarla, así que, en su lugar, yo me relajaría.
—Pero necesitan el obrador.
—Y debería agradecer a esta mujer que haya tenido la sensatez necesaria para sacarla del agua y cuidarla sin dejarse llevar por el pánico. No debería tontear encima de una muralla escurridiza a su edad y en su estado —dijo el auxiliar—. Podría haber sido mucho peor.
Gillian Manse miró a Polly. En ese momento no parecía enfadada, solo derrotada y confundida.
—Sí —dijo. Pero no parecía agradecida en absoluto.
No tenía sentido regresar a la cama. Polly y Huckle se sentaron en el puerto y bebieron café solo mientras contemplaban la salida del sol y charlaban sobre lo acontecido. El frío cedió poco a poco y las estrellas dejaron de brillar a medida que el horizonte se teñía de rosa por el Este. Hablaron amigablemente a la mortecina luz del alba. A las 5.30 el cielo era azul, amarillo y rosa; el día prometía ser precioso con el frescor del aire marino en la cara y los extraños acontecimientos de la noche cada vez más lejanos. Mientras observaban, apareció en el horizonte una pequeña mancha oscura, seguida por unas cuantas más y hasta el borde del puerto llegaron los pescadores y los trabajadores de los mercados con sus furgonetas. Las gaviotas se emocionaban por momentos.
—Esperaré aquí y se lo contaré a Tarnie —dijo Polly—. Ha vivido siempre aquí. Si alguien sabe en qué estaba pensando la señora Manse, es él.
—Claro —replicó Huckle, que empezó a mover despacio las piernas—. Además, necesitamos ir pensando en el desayuno.
—Todos van a pensar en el desayuno —añadió Polly—. ¡No tengo suficiente pan para todo el pueblo! ¿Dónde va a ir la gente a por sus tostadas?
—Saldremos en los periódicos —dijo Huckle—. El pueblo sin pan. Sin hidratos de carbono.
Se miraron.
—No —protestó Polly—. Además, esa mujer se volvería loca. Jamás me lo permitiría.
—Creo que lo único que quería era salvar su negocio —le recordó Huckle, al tiempo que pasaba sus largas piernas sobre la muralla.
—Y matarme —apostilló Polly—. Que no se te olvide.
—No creo que fuera algo personal —la tranquilizó Huckle mientras se desperezaba y bostezaba.
De repente, Polly sintió el ridículo impulso de pasar los dedos por esa abundante melena. Debía de ser la falta de sueño, se dijo. Pero Huckle tenía algo muy masculino: su tamaño, sus músculos, el calor que irradiaba su enorme cuerpo cuando estaba cerca. Bajó la vista.
—Lo sé. Es que con todo lo demás que me ha pasado… sí que parecía algo personal —adujo.
—Es posible que hayas llevado una vida muy protegida —murmuró Huckle, que miró su pelo rubio enredado y despeinado por el viento, lo que le otorgaba un aspecto sensacional. Tenía la piel muy blanca, algo que resaltaba las pecas de su nariz.
—No tan protegida —protestó Polly, molesta—. De todas formas, no puedo encargarme de un obrador. Hago pan para divertirme, no para ganarme el sueldo.
—¿Cómo te ganas el sueldo? —le preguntó Huckle con seriedad.
Polly lo miró y se puso de pie de un brinco para saludar a los barcos pesqueros que llegaban al puerto.
Tarnie puso una cara muy seria al enterarse de las noticias, que se habían convertido en el único tema de conversación entre los compradores de pescado.
—No me gusta un pelo —dijo Tarnie, con una mirada triste en sus ojos azules.
—Pero… ¿qué estaba haciendo? —quiso saber Polly.
—Cuando se trabaja en un obrador, hay que madrugar mucho —dijo Jayden con alegría.
La noche había sido productiva y el sol de la mañana se reflejaba en las escamas plateadas del pescado, aún brillantes. A la hora del almuerzo estarían sirviéndolo en platos en los restaurantes de Rock, de St. Ives y de Truro.
—Mmm… —murmuró Tarnie—. Me pregunto… alguien tiene que encargarse del obrador, ponerlo en funcionamiento.
—¿No tiene amigos que puedan encargarse de su negocio? —preguntó Polly.
Tarnie pareció algo incómodo por la pregunta.
—Ah, sí, bueno, es que Gillian Manse siempre ha tenido un carácter un poco explosivo.
Llegados a ese punto, Polly se sintió fatal. Por lo mal que se había portado al enfadarse tanto con una mujer mayor sin familia y sin amigos. Qué feo que hubiera llegado a la isla y que hubiera puesto en peligro el negocio de esa mujer. De repente, se sintió muy mal, muy culpable, y deseó enmendar su error lo antes posible. No era algo personal, Huckle tenía razón, y ella había canalizado toda su amargura y su desilusión y las había dirigido a esa mujer.
—Esto, ¿puedo ayudar? —Se ofreció, desesperada por hacer algo útil—. Me siento fatal por todo esto.
Tarnie la miró.
—La verdad, supongo que sí —contestó—. Seguro que sabes lo que… lo que necesita una mujer que está ingresada en un hospital. Yo no tengo ni idea.
Polly sonrió. Era obvio que Tarnie no tenía pareja. No se le había pasado por la cabeza que a los pescadores les resultara difícil encontrar novia; la verdad era que no había pensado en este tema en absoluto, pero suponía que dado el lugar remoto donde vivían y el horario de trabajo que llevaban…
—¿Por qué no hueles a pescado? —le preguntó de repente.
A Tarnie le hizo gracia el brusco cambio de tema.
—¿Cómo?
—Ah, lo siento, es que me ha extrañado. Claro, por supuesto que puedo encargarme de eso.
—Sí. Sería una gran ayuda —dijo Tarnie—. Nos vemos en el obrador a las diez y después iremos al hospital.
—¿Y cuándo vas a dormir? —replicó Polly.
Tarnie se encogió de hombros.
—Bah, no necesito muchas horas de sueño. Y tú tampoco, al parecer.
Polly sonrió.
—Mmm…
Tarnie anduvo hacia el barco, pero se volvió a medio camino.
—Jabón de almendras —gritó, agitando la mano.
Polly le devolvió el gesto.
El obrador parecía muy polvoriento y descuidado, aunque su dueña solo había estado fuera un par de horas. El lugar necesitaba una buena limpieza. Además, olía mal. Polly sospechaba que dejaba los productos a la venta más tiempo del que debería.
—Deberíamos tirarlo todo —dijo.
—Ja —replicó Tarnie—. Yo no lo haría. Si le dan el alta esta tarde y vuelve, te enterarás de lo que es bueno.
El piso de la planta alta estaba inmaculado, mucho más limpio y ordenado que la tienda. Estaba lleno de objetos: de figurillas de porcelana y caballitos de cristal. La moqueta tenía un diseño en espiral y el volante de encaje que cubría la barra de las cortinas no tenía ni una mota de polvo. En uno de los rincones de la estancia se emplazaba un televisor antiguo, junto al ejemplar de la revista que informaba de la programación televisiva. Polly sintió claustrofobia y tuvo la impresión de ser una fisgona.
—No me gusta hacer esto —dijo.
—Mmm —murmuró Tarnie—. Bueno, tú entras en su dormitorio y coges… las cosas que necesita una mujer.
Polly lo miró con el gesto torcido, pero vio que estaba hablando en serio.
El dormitorio era pequeño y la cama aún conservaba la huella del cuerpo de Gillian. Seguro que también había tenido problemas para conciliar el sueño, pensó Polly. En la mesilla había un despertador antiguo, junto con varios botes de pastillas. Bueno, era un comienzo. Polly los cogió y miró a su alrededor en busca de una bolsa. Abrió los armarios empotrados y encontró una vieja maleta. No era lo ideal, pero mejor eso que nada. Sacó unos pijamas limpios y después, tras tragar saliva, metió la mano en el cajón de la ropa interior.
El objeto estaba cuidadosamente colocado sobre las enormes bragas de color carne y los sujetadores. Aunque Polly no alcanzaba a entender por qué estaba escondido. Los ladrones no se lo llevarían jamás. Después, de repente, comprendió que había una razón para que estuviera escondido: la señora Manse no quería verlo todo el tiempo. Lo cogió sin pensar. Era una fotografía en color enmarcada, un tanto desvaída por el paso del tiempo y con un tono amarillento que delataba que fue tomada en los años setenta o a principios de los ochenta. En ella se veía a un hombre moreno, con la cara protegida del sol junto a un niño con una camiseta de rayas y unos pantalones cortos que le quedaban pequeños, un cinturón elástico, calcetines y sandalias. Sonreían a la cámara de oreja a oreja. Sostenían sendas cañas de pescar con sus correspondientes capturas. Polly contempló la fotografía. No escuchó que Tarnie entraba en el dormitorio hasta que lo oyó suspirar.
Se sobresaltó y se dio media vuelta.
—No estaba fisgando —dijo de inmediato—. Es que estaba ahí, no he podido evitarlo.
Tarnie asintió con la cabeza.
—No pasa nada, lo sé. —Echó un vistazo por la habitación—. El hecho de estar aquí ya es raro de por sí.
—Lo es —convino Polly, que devolvió la mirada a la fotografía.
La expresión de Tarnie se tornó triste.
—¿Quiénes son? —preguntó Polly en voz baja.
Tarnie levantó los brazos y se frotó la nuca, a todas luces incómodo.
—Bueno, ese es Alf Manse —dijo, señalando al hombre—. El marido de Gillian. Era un buen hombre. Muy buen hombre.
Ambos miraron al niño. Tarnie emitió un sonido extraño.
—Jimmy —dijo—. Él y yo… En fin, éramos buenos amigos. Íbamos a la misma clase, antes había un colegio en la isla. Ahora está cerrado, claro. Siempre estábamos juntos. Nos llevábamos muy bien. Éramos un par de diablillos. No entendíamos por qué teníamos que ir a la escuela. Siempre supimos que acabaríamos en el mar.
Polly observó la expresión seria que lucía su apuesto rostro. Esos ojos azules tenían una mirada distante.
—Sí. Éramos inseparables. Y, en aquella época, ella estaba bien… la señora Manse.
Guardó silencio. Tras un largo silencio, Polly dijo:
—Bueno, ¿qué pasó?
Tarnie agachó la cabeza.
—La gente no lo entiende… Sin ánimo de ofender —dijo.
—Tranquilo —replicó Polly.
—La gente no entiende lo peligroso que es el mar. Lo escuchas a todas horas en las noticias. Ah, ya ha pasado la tormenta, todo está bien. Cuando lo que quieren decir realmente es que la tormenta se ha internado en el mar, pero a ellos les da igual. —Se frotó la nuca de nuevo—. Y encima dicen: «Oh, están sobreexplotando los caladeros. Pobres peces. Qué malos son los pescadores». Cuando en realidad solo estamos haciendo lo que se ha hecho siempre. Un trabajo duro, mal pagado y… peligroso. Es muy peligroso, Polly.
Polly se mordió el labio.
—No me había dado cuenta.
—Sí, la gente no se da cuenta. Solo se queja del precio del pescado y de las patatas fritas… Aquel día salimos todos a faenar. Jimmy iba en el Calina con su padre… Mi padre ya se había jubilado para entonces. Y apareció de la nada. La previsión meteorológica no anunció tormenta alguna. Nos llegó un fax de aviso quince minutos antes. Olas del tamaño de un edificio de tres plantas rompiendo sobre los barcos. Es como si te cayera una montaña encima. Y sin tiempo. No tuvimos tiempo. Cuando recuperabas el equilibrio e ibas a moverte, te caía otra. Solo había agua por todos lados. Se te llenaban los pulmones por respirar. Te empujaba a donde quería llevarte.
Polly lo observó atentamente. Era como si estuviera viendo las imágenes de los recuerdos pasando frente a sus ojos.
—Regresamos cojeando. Todos habíamos perdido los mástiles, y las redes habían desaparecido. Las olas las habían arrancado como si las hubieran agarrado y hubieran tirado de ellas hasta el fondo.
Se volvió hacia Polly con una expresión angustiada.
—No es que no nos cuidáramos los unos a los otros. Pero debes comprender lo que pasa ahí fuera cuando hay olas de nueve metros en plena noche. Ni siquiera puedes verte las manos aunque te las pongas delante de la cara. No puedes ver nada. Te puedes ahogar incluso sin caerte al agua, ¿lo entiendes? —le preguntó con un deje feroz en la voz—. Cuando llegamos a casa, ni siquiera pudimos hacer un recuento de los daños. Estábamos traumatizados.
—Es normal que lo estuvieseis —dijo Polly.
—No nos dimos cuenta… Ni siquiera nos dimos cuenta de que el Calina no había regresado. No al principio. —Tragó saliva.
—¡Ay, Dios! —exclamó Polly—. ¡Ay, Dios, es horrible!
Tarnie se frotó la nuca con fuerza.
—Fue hace mucho —dijo, con los ojos clavados de nuevo en la foto.
—¿Encontraron… encontraron los cuerpos?
—Nada —contestó Tarnie—. No llegó ni un solo resto del barco a la orilla. Es muy raro, la verdad. Normalmente… normalmente el mar los trae de vuelta a casa. Pero esta vez no lo hizo.
—¿Cuántos años tenías? —quiso saber Polly.
—Diecinueve —contestó Tarnie sucintamente.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Polly—. ¡Ay, Dios mío, es horrible! —De repente, cayó en la cuenta de algo—. ¡Ay, Dios mío! —repitió—. Es el fantasma de Jayden. Eso es lo que estaba haciendo ahí fuera. —Polly tuvo que sentarse, horrorizada—. La había visto antes, ¿sabes? La vi la otra noche. No estaba paseando por el puerto. Jayden dice que otras personas también la han visto.
—¿De qué estás hablando?
—Ella es… es el fantasma, Tarn. Baja al puerto para mirar hacia el mar… No sabía qué estaba haciendo.
Tarnie la miró, confundido. Polly aferró con fuerza la fotografía que tenía en las manos.
—Creo que los está buscando —afirmó—. Creo que todavía está esperando que regresen a casa.
La expresión de Tarnie se volvió sombría mientras asentía pensativamente con la cabeza.
—Tardó muchísimo tiempo en aceptarlo —dijo despacio—. Avisaba tantas veces a Salvamento Marítimo para que salieran a alta mar que tuvieron que pedirle que dejara de hacerlo. No paraba de repetir: «Están ahí fuera». La gente se compadecía de ella. Siempre ha sido difícil ganarse la vida en la isla, pero para ella la situación empeoró de repente. Consiguió un poco de dinero del sindicato y lo usó para comprar el obrador, ya que por aquel entonces daba para que hubiera dos en Mount Polbearne. Los antiguos dueños se habían percatado de que las cosas irían de mal en peor y se mudaron a tierra firme como todos los demás. Nunca le ha ido muy bien, pero es lo único que tiene, lo único que siempre ha tenido.
—Me siento fatal —dijo Polly, al recordar los feos pensamientos que había albergado y las palabras que había dicho a una persona que había sufrido más de lo que ella podía imaginar.
—Creía que… cualquiera pensaría que a estas alturas ya lo había asimilado —replicó Tarnie, meneando la cabeza—. Han pasado casi veinte años.
—¿Solo tenía un hijo? —preguntó Polly.
—Sí —contestó Tarnie—. Solo tuvo a Jim. Era el niño de sus ojos.
—No se ha rendido —dijo Polly—. Todavía los está esperando.
Tarnie echó un vistazo por el pequeño y atestado dormitorio y miró la foto que Gillian Manse no soportaba tener en la pared.
—Eso sí que es espantoso —repuso en voz baja.
Guardaron en silencio el resto de las cosas que Polly creyó que Gillian podía necesitar y después Tarnie condujo hasta el hospital, con una enorme caja de bombones que habían encontrado en la tienda de Muriel. Polly se despidió de él sintiéndose más culpable que nunca y prometiéndose que se mostraría más comprensiva a partir de ese momento.