9
Eso habría sido todo, se repetía Polly después. Eso habría sido todo, nada más que eso. Habría pasado sus doce semanas en Mount Polbearne, habría devuelto las llaves, se habría despedido de los barcos pesqueros y habría vuelto a Plymouth con unas cuantas anécdotas, un montón de recetas de pan y una gran dosis de relajación y descanso (estaba durmiendo mejor que en muchos años). Eso habría sido todo, de no ser porque se encontró en una situación increíblemente tensa.
Antes de irse, se había inscrito en una agencia de trabajo temporal en Plymouth, pero, cada vez que llamaba por teléfono, en la agencia contestaban con evasivas y le sugerían que fuera a verlos en persona. Ya había estado allí y sabía que estaba llena de flamantes universitarios y licenciados, todos con un dominio absoluto de la informática (mientras que ella apenas era capaz de abrir una hoja de cálculo), por lo que sabía que no tenía la menor oportunidad. Había dicho que aceptaría cualquier cosa, pero la mujer le habló de un trabajo sin horas establecidas, en el que debía estar siempre de guardia, trabajara o no, y Polly se había quedado espantada. No. Era una profesional. Encontraría un trabajo profesional.
Eso fue en aquel momento. En el actual, a medida que pasaban las semanas, le horrorizó comprobar que a lo largo de los años que llevaba fuera del sistema de búsqueda de empleo, todo había cambiado. Todo se hacía a través de Internet, para empezar; ya no se entregaban los currículos impresos ni se enviaban por correo. El protocolo también había cambiado, de modo que no recibió respuesta de ninguna de las empresas en las que había solicitado trabajo. Llamó a una de las empresas, pero se encontró con un buzón de voz tan lleno que ni siquiera le permitió dejar un mensaje.
Al principio, creyó que se trataba de mala suerte; al fin y al cabo, había actualizado su currículo y tenía buena pinta, parecía profesional y demostraba que había alcanzado… En fin, últimamente no había alcanzado demasiado, pero había trabajado mucho. Kerensa ya se lo había advertido.
—No digas que dirigías tu propio negocio —le insistió—. Creerán que no quieres trabajar con ellos, que serás una bala perdida.
—A mí me gusta —dijo Polly—. Me gusta la idea de ser un poco bala perdida. Siempre he sido demasiado seria, ese es mi problema.
—Mmm —murmuró Kerensa, a quien le preocupaba más encontrar un trabajo a Polly que encontrarle un novio o un piso nuevos. La competencia era feroz en el mundo real—. En fin, cuando quieras que dé un repaso a tu currículo, dímelo. Ya de paso, me quitaría un par de años de encima.
—¿Mentir descaradamente? —preguntó Polly—. ¿Crees que debería mentir en mi currículo?
—A ver, tienes que mirarlo de esta manera —le aconsejó Kerensa—: todo el mundo miente, así que, si tú no lo haces, estás demostrando una ingenuidad espantosa acerca del funcionamiento de las cosas. La gente hace ajustes porque se esperan las mentiras, así que, si tú no mientes, rebajarán tus habilidades desde el punto original, y eso es terrible. Es como cuando tu médico asume que mientes en la cantidad de alcohol que consumes.
Polly la miró con cara de pocos amigos.
—Solo te cuento las cosas como son en el mundo real —aseguró Kerensa.
—¡Pues no quiero estar en el mundo real! —protestó Polly con un gemido—. ¡Quiero quedarme en mi bonito apartamento, dirigiendo una bonita empresa y soñando con el momento en el que Chris y yo seremos ricos, y soñando con salir en Tu oportunidad o ayudando a Alan Sugar en El aprendiz!
—No sueñas con eso y lo sabes —replicó Kerensa.
—Pues no —se apresuró a decir Polly.
De hecho, de un tiempo a esa parte no había soñado demasiado.
En ese momento, cada vez le resultaba más difícil desentenderse de la situación. Porque le costaba la misma vida estirar el dinero con el que contaba. Era evidente que estaba horneando, porque el olor llegaba hasta el puerto. Tarnie le había preguntado en un aparte si podría prepararles los sándwiches si entre todos los pesqueros hacían un fondo común y le daban un poco de dinero. Porque no les gustaban los de Gillian y no sabían preparárselos ellos mismos, al parecer porque los hombres no hacían esas cosas. Y, por supuesto, Muriel también se llevaba sus hogazas, y después, una noche, un hombre se acercó a hurtadillas cuando ella salía de la casa y le preguntó:
—Oiga, ¿es usted la dama del pan?
Sucedió a la luz de una farola y la pilló tan de sorpresa que dio un respingo.
—Bueno… ¿qué pasa si lo soy? —preguntó, inquieta.
—He pillado a Muriel con un poco. Soy Jim Baker, llevo la oficina de correos.
—Oh —dijo Polly. Se le ocurrió que así podría conseguir que le enviaran más moldes para pan. Sería de gran ayuda.
Y así fue cómo empezó su pequeño negocio, totalmente ilícito. Todas las noches preparaba cantidades ingentes de masa con diferentes combinaciones: pan blanco para los chicos, que no tenían espíritu aventurero; algunas con semillas de amapola; algunas con miel y pasas que, una vez tostadas las rebanadas y con una buena ración de mantequilla local, estaban buenísimas. Por la mañana, se escabullía para repartir el pan y aceptaba las pequeñas cantidades a modo de pago; unas pequeñas cantidades que necesitaba con desesperación. Y la preocupación por buscar un puesto de trabajo, o por lo que iba a suceder a continuación, empezó a desaparecer.
Cuatro semanas después, el sol salía cada vez más temprano por las mañanas y Polly ya se había leído todo lo que tenía en su biblioteca, pero sabía que no podía posponerlo más. Sería muy doloroso, pero era cruel aferrarse a él. Había llegado el momento de quitar el vendaje a Neil.
Se había convertido en una parte importantísima de su vida, dando saltitos alegres de un lado para otro, picoteando las migajas y chapoteando en el fregadero. Polly sabía que le habían dicho que no se encariñara demasiado, pero no podía evitar sentir que era un pajarillo feliz. Graznaba encantado cuando la veía aparecer, dejaba que le acariciase las plumas y que le rascara detrás de las orejas y se sentaba tan contento en su rodilla cuando por fin encendía el portátil para ver alguna película. Había retrasado todo lo posible la visita al veterinario, pero no podía hacerlo eternamente. Era un bebé. Necesitaba estar con los suyos, aunque le iba a doler muchísimo.
Intentó quitarle el vendaje ella misma, pero el frailecillo gritó y se alejó de ella, así que supuso que no podía hacerlo sola. De modo que le pidió cita a Patrick, que la había visto por el pueblo cargando con una mochila que se movía de forma sospechosa. También él se había enterado de los rumores acerca de su pericia panadera y de los deliciosos olores que flotaban junto al puerto, pero como tenía que vivir en el pueblo como todos los demás, tampoco sacó el tema abiertamente.
A Patrick se le cayó el alma a los pies cuando los vio entrar en su consulta, con Neil subido alegremente al hombro de Polly.
—¿No te dije precisamente que no podías hacer esto? —le preguntó con voz gruñona mientras se acariciaba la calva, algo que siempre hacía cuando estaba molesto.
—Bueno… más o menos —repuso Polly. No había ni el asomo de una sonrisa ese día, parecía muy triste.
—Seguro que también le has puesto nombre.
—Bueno… —dijo Polly.
Patrick extendió las manos hacia el pájaro. Neil ladeó la cabeza y se acercó más a la oreja de Polly.
—Vamos, chico —dijo Patrick—. Vamos, ven conmigo.
Al final, Polly tuvo que sujetar a Neil mientras Patrick cortaba con pericia el vendaje. Al principio, Neil no sabía muy bien qué hacer y se picoteó las plumas, como si las viera por primera vez. Después, probó a mover el ala. Patrick palpó los diminutos huesos.
—En fin, parece que se ha recuperado bien. Buen trabajo. También tiene muy buen aspecto, ojos brillantes y plumas relucientes.
Polly sonrió, orgullosa.
—Ahora solo tienes que arrojarlo por una ventana.
Patrick se arrepintió de esas palabras.
—No pienso arrojarlo por una ventana —protestó Polly. No soportaba la idea de dejar a Neil a la intemperie, con el frío que hacía y la lluvia que estaba cayendo. El tiempo había vuelto a cambiar. También había descubierto que si la previsión meteorológica daba una temperatura para tierra firme, ella tenía que restarle unos cinco grados para Mount Polbearne.
—Es su vida —le explicó Patrick—. Los frailecillos son aves gregarias. Necesita estar con los suyos, es para lo que están programados. Es cruel separarlo de ellos. Es como mantener un tigre en un zoo.
Polly asintió con la cabeza.
—Lo entiendo, lo sé.
Patrick suavizó sus palabras.
—Anda, ven. Vamos a dejar que se vaya por mi ventana, ¿vale? Está en un bajo, así que, aunque no consiga volar, no caerá desde una gran altura.
Era cierto: gracias a la pronunciada inclinación de la calle, apenas había medio metro entre el alféizar de la ventana del despacho de Patrick y los adoquines. Unos cuantos peatones se detuvieron para ver a la mujer y al hombre con el pajarillo.
—Muy bien, allá vamos, chiquitín —dijo Patrick con voz tierna, pero firme.
—No puedo mirar —repuso Polly, que se tapó los ojos.
Neil se acercó al borde del antiguo alféizar de piedra y echó un vistazo con tiento. Se picoteó las plumas de nuevo. Polly se preguntó si le picaban. De repente, un halo de luz iluminó los adoquines de la calle. Neil dio saltitos hasta el borde y miró qué había al otro lado; después, miró a Polly, como si buscara su aprobación.
—Vamos —lo animó—. Vamos, chiquitín.
Neil comenzó a dar saltitos, nervioso. Patrick le dio un empujoncito y Polly hizo una mueca.
—Vamos —dijo Patrick.
Tras una larga pausa, Patrick acabó por empujar a Neil para que cayera por el borde. Polly jadeó y se preparó para echarle un buen sermón, pero el pajarillo, después de quedarse suspendido en el aire unos segundos, preparado para caer al suelo como un dibujo animado, consiguió hacerse con el control y empezó a batir las alas como un loco, hasta acabar descendiendo despacio, moviéndose de un lado a otro.
—¡Sí! —exclamaron Patrick y Polly mientras el frailecillo miraba a su alrededor, como sorprendido por lo que había hecho. Le aplaudieron antes de que Polly dejara caer los brazos a los costados, entristecida.
—En fin —dijo ella—. Supongo que ya está.
—¿Sabes que hay una reserva de frailecillos en la costa norte? —le preguntó Patrick.
—Lo sé. En fin, allá vamos —repuso Polly, derrotada.
Patrick la miró con expresión astuta.
—Lo has hecho bien —le dijo.
—Lo sé —replicó Polly.
Miró a Neil, que intentaba en vano subir por la pared. Extendió el brazo y el frailecillo se le subió a la mano antes de comenzar a batir las alas para demostrarle lo que era capaz de hacer.
—Sí, sí, eres muy listo —dijo con una sonrisa tristona—. Gracias, Doc. —Sacó el monedero.
—Bueno —dijo Patrick mientras se rascaba la cabeza—… me he enterado de…
—¿Mmm?
—Me he enterado de que tú… —Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Es verdad que puedes conseguir pan?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Me estoy convirtiendo en una camello de los carbohidratos.
Patrick puso cara de circunstancias.
—Lo sé, es que…
—Te encanta el pan. En fin, por suerte…
Polly metió la mano en el bolso y sacó una tartera. Se dijo que nunca estaba de más ir bien preparado.
—Miel y semillas de lino. Te recomiendo que lo tuestes y te lo comas con mantequilla. También va muy bien con los huevos cocidos.
Patrick aspiró su aroma.
—Eso suena sensacional —dijo—. Gracias.
Al final, fue Huckle quien descubrió el pastel. Dejó, literalmente, tal como descubrieron después, un rastro de miguitas de pan hasta su puerta. Era un sábado por la mañana temprano. Polly acababa de comprobar la bandeja de correo, desesperada (no había nada ahí fuera) y estaba mirando los buscadores de empleo. Los dos trabajos que le interesaban y que encajaban con sus habilidades eran puestos de becario sin remuneración. Pero, dado que no podía mudarse a Plymouth y tampoco podía comprarse un coche con el que ir a la ciudad, ¿qué narices se suponía que podía hacer?
Tenía la vista clavada en el mar cuando escuchó que unos guijarros golpeaban las ventanas delanteras. Frunció el ceño. A veces, el mar salpicaba los cristales cuando había tormenta, pero era algo que no sucedía durante una mañana tranquila. Se asomó por la ventana. Allí abajo, con una sonrisa de oreja a oreja, estaba Huckle, con el pelo rubio reluciente por el sol. Por raro que sonara, parecía demasiado grande para el pequeño puerto; como un alienígena trasplantado de un país de gigantes a uno de enanos. Aunque no parecía afectarle en lo más mínimo.
—¡Oye! —exclamó él—. ¿Sabes qué día es?
Polly se atusó el pelo, que casi no se había peinado esa mañana, y se frotó los ojos.
—¿Tu día?
Él sonrió de nuevo, enseñando esa dentadura perfecta.
—Todos los días lo son. Pero… ¡también es sábado!
—Sí…
En esos momentos, ansiaba tener fines de semana. Era curioso, tantos lunes por la mañana que había despotricado por tener que salir de la cama para ir a trabajar y, en ese instante, daría lo que fuera por regresar a esos días. Ja, menuda idiotez contradictoria de vida.
Huck sacó dos tarros de miel que llevaba a la espalda.
—Los sábados por la mañana, comes bagels. Todo el mundo lo sabe.
—¿Has traído bagels?
—¡No! —gritó él—. Para eso estás tú.
—¿Has traído café?
—¡No!
—¿El periódico?
—¡No!
—¿Huevos frescos?
Huckle meneó la cabeza.
—¡He traído miel!
Polly sonrió.
—Vale —dijo—. Supongo que con eso bastará.
Los bagels eran muy traicioneros, como bien sabía, pensó Polly mientras colocaba la olla sobre el fuego para que el agua empezara a hervir. En ese preciso momento, Neil, que había estado practicando sus flamantes habilidades (Polly no creía que estuviera preparado para vivir en la reserva), se acercó dando saltitos, se subió a la mesa y de ahí saltó a la encimera, desde donde se encaramó al borde de la olla y, con gesto triunfal, se lanzó al agua y empezó a flotar como un patito de goma.
—¡Sal de ahí! —exclamó Polly, exasperada. Neil lo hacía cada vez que ponía agua a calentar. No solo era un desperdicio de agua, sino que también le preocupaba la posibilidad de cocerlo cualquier día sin darse cuenta.
—Creía que el frailecillo y tú no ibais en serio en eso de vivir juntos —comentó Huckle, que volvió después de que lo mandara a la tiendecita de Muriel en busca de café, los periódicos, una cebolla y un poco de queso crema. También se había pasado por la furgoneta del pescador y volvió con un poco de salmón ahumado y dos limones, por lo que Polly lo miró con una sonrisa alegre.
—¡Eso está mejor!
—A la mayoría de la gente le gusta mi miel.
—Y a mí me gusta tu miel —aseguró Polly—. Me gusta muchísimo. Pero un hombre no puede alimentarse exclusivamente de miel. Ni una mujer. Ni un frailecillo. Anda, amasa tú la mitad.
Se pusieron manos a la obra, amasando y boleando. Polly se percató a la fuerza de lo musculosos que eran los brazos de Huckle, cubiertos de un vello casi invisible contra su piel morena.
—Bueno… —comenzó ella—. Abejas.
—Abejas —repitió él.
—¿Eres un… cuidador de abejas?
—Un apicultor.
—Claro, ya sabía yo que se decía así.
Polly empujó la masa con la palma de la mano, y rodó de un modo muy satisfactorio.
—No amases demasiado —le dijo a Huckle, que parecía capaz de aniquilar la masa con sus enormes manos—. O el pan quedará muy correoso.
—Me gustan correosos.
—Vale —repuso—. Pues tú te comes esa mitad y yo me comeré la mía.
—Sí, señora.
—No has contestado mi pregunta sobre las abejas.
—Sí. No.
Polly lo miró de reojo.
—¿Te has fugado de algún sitio o algo? —le preguntó.
—¿Cómo? ¿Yo? No. No exactamente.
—Al decir ese «No exactamente» haces que crea que te has fugado. ¿Le has pegado un tiro a un hombre en Reno solo para verlo morir? Tienes pinta de ser alguien capaz de hacer algo así. Ay, Dios, ¡voy a convertirme en una de esas espantosas mujeres de tu país que escriben a los reclusos del corredor de la muerte!
Huckle esbozó esa sonrisa lenta tan suya.
—No le he disparado a nadie, no. No me busca la policía. Son temas estrictamente personales.
Siguieron amasando en silencio.
—Yo también me mudé por temas personales —dijo Polly—. Mi vida se fue al traste.
Huckle enarcó una ceja, pero no le hizo preguntas.
—Supongo que ese es el motivo de que todo el mundo se mude aquí —continuó ella, intentando sonsacarle información, pero solo consiguió que enarcara la ceja otra vez.
—Ay, Dios, eso ha sonado fatal —dijo—. A ver, que es precioso y tal…
—Yo también creo que es precioso —aseguró Huckle—. Creo que es absolutamente maravilloso.
—¿Cómo es el sitio donde vivías?
—Llano —contestó Huckle—. Todo es llano, extenso, y apenas hay personas y todo se extiende así a lo largo de kilómetros y kilómetros. Y también es exuberante, como una jungla. Hay muchas plantas que podrían devorarte.
—¿De dónde vienes, de la selva?
—De Savannah, Georgia.
—¿Y cómo es?
—Precioso —respondió sin rodeos—. Pero distinto. Es muy anticuado todo. Hay muchos jardines pequeñitos.
—¿En Estados Unidos? —preguntó Polly—. Creía que Estados Unidos era modernidad absoluta.
—Lo es, en su mayor parte —contestó Huckle—. Atlanta lo es. Pero en Savannah se olvidaron del tema. Es muy tranquila.
—¿Hace calor?
—Los veranos son abrasadores.
—Como debe de ser, supongo —dijo Polly—. Aquí llovizna casi siempre.
—Pero cuando sale un día bueno, lo atesoras —repuso Huckle, con un tono de voz que dejó claro que no pensaba añadir nada más. Después, sonrió—. Vale, ¿y ahora qué hago con esto?
La masa estaba trabajada a la perfección. Polly dejó que fermentara en un lugar soleado, protegida de Neil, mientras ellos preparaban café en su abandonada cafetera y abrían las ventanas para que entrara el sol.
—Permíteme decirte que, desde fuera, este sitio parece que se te va a caer encima —comentó Huckle con la vista clavada en las motitas de polvo que jugueteaban sobre las pulidas tablas del suelo—. Pero desde dentro está muy bien.
—¡Lo sé! —exclamó ella—. Si tuviera dinero, haría mucho más. Para empezar, compraría cortinas —dijo—. El faro siempre me deslumbra, incluso a través de la puerta del dormitorio trasero. Es como vivir en Encuentros en la tercera fase.
—No se me había ocurrido —dijo Huckle.
—Y me gustaría barnizar el suelo.
Huckle no estaba muy convencido.
—Seguramente yo podría hacerlo —se ofreció—. Pero no estoy seguro de que el suelo soporte el peso del barniz. ¿Has visto cómo se comba?
—¿Que si lo he visto? —preguntó ella—. Vivo encima, perdona. Se comba conmigo todos los días. Casi me caigo de la cama, literalmente.
Huckle sonrió y, de repente, Polly sintió algo muy raro al pensar que él la estaría imaginando en la cama. Pero no parecía estar coqueteando, solo se mostraba educado (y hambriento). Además, no tenía sentido pensar en esas cosas, sobre todo porque, aunque solo se habían intercambiado unos cuantos mensajes de texto esenciales, no tenía la sensación de haber cortado con Chris. Todavía. Huckle y ella eran los dos únicos forasteros del pueblo. Era normal que acabaran relacionándose.
Se dispusieron a dividir la masa.
—Es difícil —masculló Huckle mientras intentaba mantener los anillos juntos.
—Pues ya verás cuando los cozamos —comentó Polly, que puso la tapa a la olla cuando fue a hervir el agua, sin dejar de gritarle a Neil cada vez que intentaba acercarse.
La preparación, la parte más trabajosa, fue incluso más difícil por la falta de los utensilios adecuados, y Polly se quemó un poco las muñecas cuando intentó sacar un bagel especialmente terco. Sin pensárselo, Huckle la tomó de la mano y se la puso debajo del grifo durante muchísimo más tiempo del que ella se habría tomado.
—No puedes dejar que la herida profundice —dijo él—. Aunque sea una pequeña quemadura. Crees que ya han dejado de quemar pero siguen y siguen. Chitón.
—¿Nunca te han picado las abejas? —preguntó ella, con curiosidad.
—Pues claro —contestó él como si nada.
—¿No duele?
Huckle sonrió y puso cara despreocupada. Después, dijo:
—Ya lo creo —aseguró—. Duele como mil demonios.
—¿No te acostumbras?
—No —respondió—. Anda que no tengo que andarme con ojo. Si te pican bastantes veces, te vuelves alérgico a su veneno y pueden matarte.
—¿Una abeja puede matarte?
—Pasa a menudo —aseguró él. La dejó quitar la mano de debajo del grifo y chasqueó la lengua al ver que no tenía un botiquín, tras lo cual le enseñó un bolígrafo amarillo que llevaba en el bolsillo.
—Es un EpiPen —explicó él—. Por si a alguien le pica una abeja y tiene una mala reacción.
—¿Qué pasa si te pica a ti? —quiso saber Polly.
—Lo he pensado —contestó Huckle—. Tendría que pincharme yo mismo. Lo he pensado muchas veces.
Los dos miraron el bolígrafo.
—No —dijo Huckle.
—¿Qué? —preguntó Polly con una sonrisa en los labios.
—Ni se te ocurra intentar pincharte para ver qué pasa.
—No estaba pensando en eso.
—Seguro que no…
—Bueno, a lo mejor sí. A lo mejor estaba pensando en retenerte para cobrar un rescate.
—Ves un EpiPen y empiezas a pensar en cometer un delito. Es una característica preocupante.
Se miraron con sendas sonrisas antes de que Polly metiera los bagels en el horno. Diez minutos después, alguien llamó a la puerta.
—Bueno… solo pasábamos por aquí… —adujo Tarnie mientras Jayden cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, a su lado.
—No, de eso nada —señaló Polly—. Trabajáis aquí mismo.
Tarnie sonrió.
—¿Quieres un pescado?
—Tenéis mucha, pero que mucha suerte —dijo Polly—. Como me olía algo así, he hecho veinticuatro bagels, que son dos más de los que me puedo comer.
Huckle bajó la escalera en ese preciso instante para ver qué pasaba. Dado que eran las diez de la mañana de un sábado y que solo llevaba una arrugada camisa de lino y unos chinos viejos, y que estaba descalzo, Polly sintió la repentina necesidad de ofrecer una explicación.
—Huck acaba de llegar con un poco de miel —dijo—. Vino hace una hora. Para hacer bagels.
En ese momento, Huck se apresuró a decir:
—Yo solo pasaba por aquí.
Ese comentario hizo que Polly se sintiera insultada por la idea de que Huckle estuviera ansioso por explicar que no tenía nada que ver con ella; además, mucho se temía que, al dar una explicación tan apresurada, solo conseguirían proyectar la idea de que, de hecho, habían estado tramando algo. Pero ¿qué más le daba lo que pensase Tarnie?
Jayden, el joven pescador, dijo:
—¿Qué es un bagel? ¿Puedo usar tu baño? ¿Qué es un bagel?
—¡Jayden! —exclamó Tarnie—. De verdad, tengo complejo de profesor.
—Puedes usar el baño —dijo Polly—. Y podéis probar un bagel.
Llevaron los bagels, doce de cebolla y doce de canela, con la miel, el salmón ahumado, el queso crema, el zumo de limón, los cuchillos y el café a la muralla del puerto, y todos los marineros se congregaron a su alrededor. Al principio, parecieron un poco confundidos, pero se lanzaron a por la comida, dejando una lluvia de miguitas, ya que los bagels estaban crujientes por fuera y blanditos por dentro. Era muy fácil distinguir los círculos perfectos que Polly había hecho de las rosquillas deformes de Huckle, que se parecían más a los esfuerzos creativos con plastilina de un niño, pero que estaban buenísimos de todas formas, y conformaron un auténtico festín para una tranquila mañana primaveral.
Jayden miró una de las ventanas de Polly.
—¿Has visto ya al fantasma? —preguntó, ansioso.
—¿¡Qué!? —replicó Polly, que dio un respingo. De repente, recordó la figura envuelta en sombras que había visto en el embarcadero—. No digas tonterías.
No fue nada, se dijo. Solo una ilusión óptica. De todas formas, sintió que se le aceleraba el corazón.
—No digo tonterías —protestó Jayden con terquedad—. Hay un fantasma en el puerto. Todo el mundo lo sabe.
—Jayden —dijo Tarnie con sequedad—. Cierra el pico.
—En fin, hay uno —protestó el aludido.
—No creo en fantasmas —afirmó Polly con más convicción de la que en realidad sentía. Jayden no tenía que dormir allí arriba él solo—. ¿De qué clase de no fantasma hablas?
—Es el alma de una mujer —contestó Jayden—. Recorre las murallas del puerto, a la espera de un hombre. Pero él nunca regresa, porque se lo han comido los peces en el fondo del mar. Salió a faenar un día y nunca volvió a casa. Y ella lo espera, gritando una cosa así: ¡Buuuuu!
—¿Se llamaba Bu? —preguntó Polly.
—Son tonterías —dijo Tarnie—. No le hagas caso, Polly, es un idiota de tomo y lomo.
Era muy fácil reír a la luz del día, rodeada de personas, sobre todo cuando Jayden imitó al fantasma, para lo cual se puso bizco y sacó la lengua.
—Se suicidó —continuó Jayden—. Se tiró al mar. Pero su alma sigue atada a este mundo…
—Bueno, ¿qué tal va la pesca? —le preguntó Huckle a Tarnie para cambiar de tema, cuando se dio cuenta de que Polly no se sentía muy bien. Tarnie lo miró con suspicacia.
—Va bien —contestó sin vacilar.
—Va fatal —dijo Jayden, que dejó de imitar al fantasma.
Tarnie lo miró con expresión elocuente.
—¿Qué? Si encontramos los peces, tenemos un cupo, y si no los encontramos, nos morimos de hambre. Y hace frío, y te mojas y es una asquerosidad. Ojalá no hubiera suspendido la selectividad.
—¿Suspendiste la selectividad, Jayden? —preguntó Polly con voz amable. No parecía lo bastante mayor para afeitarse siquiera—. ¿No puedes repetir los exámenes?
Jayden parecía confuso.
—¿Se puede hacer?
—Pues claro. ¿No prestaste atención en el instituto?
—Creo que la respuesta es más que evidente —comentó Tarnie. Jayden parecía destrozado.
—No es demasiado tarde, que lo sepas —añadió Polly.
—Nunca podría ir a la uni —masculló Jayden.
—Pues a mí me gusta —dijo Archie, el segundo de Tarnie. Era rubio y fortachón, y tenía las mejillas enrojecidas por el agua del mar y el sol—. Me gusta zarpar cuando se pone el sol. Me gusta ver los pájaros sobre las olas cuando estamos cerca de los bancos de pesca. Me gusta el color del cielo…
Uno de los otros marineros comenzó a lanzar besitos al aire.
—¡Oye! —protestó Polly—. Como no te calles, no tendrás más bagels.
El hombre se calló de inmediato, pero Archie se había puesto como un tomate y había dejado de hablar.
—¿Qué me dices de ti? —le preguntó a Tarnie.
El aludido se volvió para mirar el mar. El desvaído sol primaveral bailoteaba sobre las olas.
—En fin —comenzó—, es lo que hacía mi padre. Y su padre. Y así. Mi madre siempre decía que llevaba el agua salada en las venas.
Su acento se hizo más evidente y, de repente, sus ojos adoptaron una expresión distante.
—Archie tiene razón —continuó—. A veces, cuando estás ahí fuera, cuando solo estáis el agua y tú, nada más, y es de noche y solo puedes ver las estrellas en el cielo y te escapas del alcance del faro y te mueves al ritmo de algo muchísimo mayor que tú… En ese momento, sí… está muy bien.
Polly lo miró un segundo.
—¡Oye! —exclamó Huckle—. Eso suena genial. ¿Puedo acompañaros una noche?
Los hombres lo miraron y se echaron a reír, pero Tarnie se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—A menos que vomites —dijo Jayden—. No se puede vomitar sobre el pescado. Queda mal.
Huckle asintió con la cabeza.
—Me imagino que quedaría mal. Navegué un poco de niño.
Los pescadores se miraron. Ya habían oído la misma frase varias veces.
—¿Cómo te metiste en lo de la miel? —preguntó Jayden.
Huckle se encogió de hombros.
—En fin, detestaba mi antiguo trabajo…
—¿Y qué hacías, algo relacionado con el jamón? —lo interrumpió Polly, un pelín molesta porque estuviera hablando con ellos cuando se había mostrado tan esquivo con ella.
—Esto… no —contestó—. Era un… un ejecutivo.
—¿Un qué? —preguntó Jayden, con expresión confusa.
—Algo que puedes hacer cuando te sacas la selectividad —dijo Kendall—. Puede.
—Esto… no sé muy bien de qué habláis —comentó Huckle—, pero estaba en un despacho, sí.
—¿Dentro? —preguntó Jayden—. ¿Todo el día? ¿Alguna vez te mojabas?
—Casi nunca —contestó Huckle.
—La leche —dijo Jayden—. Parece genial.
—Pues no lo era.
Huckle se frotó los ojos un momento.
—En fin, que la vida cambia. —Volvió a cerrarse en banda. Polly lo observaba con detenimiento.
—Más dinero —musitó Jayden, que seguía enganchado al tema—. Que ganas dentro de un despacho. Suena genial.
—Voy a mirarte unas clases nocturnas —se ofreció Polly.
—El asunto es que creí que me vendría bien un cambio —terminó Huckle.
—Miel —dijo Jayden.
—No, ser un vaquero —replicó Huckle—. Sí, miel.
—Ahora me has puesto en duda —dijo Jayden—. Porque sí, suenas como un vaquero.
Huckle esbozó esa lenta sonrisa tan suya.
—No soy un vaquero.
—Seguro que, si te pones un sombrero, tendrías la pinta de uno —insistió Jayden—. Tal vez deberías ser un vaquero.
—Tal vez tú tendrías que cerrar el pico un rato —dijo Tarnie, y Jayden se quedó callado.
—Pero ¿cómo puedes hacer miel después de eso? —quiso saber Polly. Huckle lograba que lo de cambiar de vida pareciera muy fácil. Ella mejor que nadie sabía que no lo era, y se estaba preguntando si habría sido capaz de abandonar un trabajo seguro tan a la ligera, sin una catástrofe de proporciones épicas en su vida—. A ver, ¿ganas dinero?
Huckle la miró a los ojos y lo que vio en ellos hizo que creyera que él comprendía muy bien la situación precaria en la que se encontraba.
—Esto… —comenzó—. En fin, más o menos…
Todo el mundo lo miraba, expectante.
—Es que… A ver, lo de la miel fue más por un cambio de estilo de vida, ya sabéis.
Jayden, a todas luces, no lo entendía. Pero después lo hizo.
—¿Quieres decir que no tienes que trabajar? —preguntó con los ojos como platos—. ¿Eres rico?
Huckle se ruborizó un poco y apartó la mirada.
—Joder, tío, no es eso… —dijo, pero dejó la frase en el aire y adoptó una expresión tímida.
—¿Tienes un helicóptero? —preguntó Jayden.
Huckle se echó a reír.
—No —contestó.
—Joder —dijo Polly—. Tendría que haberlo hecho como tú antes de cambiar de profesión. Debería haber llevado lo de hacerme rica en mi lista de prioridades.
En ese momento, todos la miraron, de modo que también se ruborizó y se apresuró a cambiar de tema.
—¡Al lío! —exclamó mientras recogía miguitas—. ¿Alguien sabe cómo cojo un autobús para ir a la reserva de frailecillos?
—¿Por qué? —preguntó Tarnie, pero obtuvo la respuesta al verle la cara—. Ah, no. No me digas que es Neil.
El aludido estaba sentado junto a Polly en la muralla del puerto, mientras picoteaba alegremente un trocito de bagel. Levantó la cabeza al escuchar su nombre.
—Al parecer, estoy siendo muy cruel con él y no respeto sus derechos animales —adujo Polly con tristeza.
—En fin, se está poniendo fondón —señaló Tarnie.
—¡Mi frailecillo no está gordo! —protestó Polly, enfadada—. Además, es muy joven. No digas esas cosas. Podrías dañar su autoestima.
—En fin, le iría bien —repuso Tarnie—. Así sabría que está gordo y le pondría remedio. No sirve de nada obviar lo evidente.
Polly le sacó la lengua.
—Es un frailecillo precioso.
—No hay autobús directo —dijo Jayden—. Tienes que ir en uno especial. Fuimos allí en una excursión del colegio. Es todo lo que recuerdo de ese año.
—¿Estaba bien? —preguntó Polly—. ¿Es un buen sitio para vivir?
—Vomité en el autobús —respondió Jayden.
—¡Ja! —exclamó Huckle—. Esto… a ver… siento lo de tu frailecillo.
Polly acarició las alas a Neil con expresión pensativa.
—Da igual —dijo, aunque se le quebró un poco la voz—. Empiezo a cogerle el tranquillo a eso de renunciar a las cosas.
Todo el mundo se quedó callado; después, Huckle volvió a hablar.
—Puedo llevarte yo —se ofreció.
Tarnie alzó la vista, como si él hubiera estado pensando lo mismo.
—¿Tienes coche? —preguntó Polly.
—No exactamente —contestó Huckle.
En ese preciso instante, una sombra cayó sobre el grupo. Neil se acercó dando saltitos con afán protector a Polly, que levantó la vista, aún un poco alterada, y se encontró con la más que corpórea forma de Gillian Manse.
—¡Por el amor de Dios! —masculló Polly.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Gillian, y su brusca voz resonó por la muralla del puerto—. Ahora hacemos comidas al aire libre, ¿no? Me parece que eso no está en el contrato de alquiler.
Había migas por todas partes. Las gaviotas estaban alineadas sobre la muralla, a la espera de su oportunidad para lanzarse a por ellas en cuanto todos se hubieran ido. Había bagels a medio comer sobre las servilletas de papel.
—¿Y qué narices es eso? —preguntó Gillian Manse.
—Un bagel.
—¿Un qué?
—Un tipo de panecillo muy conocido en todo el mundo —respondió Polly, furiosa de repente—. El tipo de cosas que cualquier panadero sabría.
Huckle la miró con preocupación.
—Pues yo no lo quiero en este pueblo —protestó Gillian—. Las empanadillas no tienen nada de malo.
—Las empanadillas buenas no tienen nada de malo —apostilló Polly, que enfatizó el «buenas»—. Como tampoco tiene nada de malo que la gente de un país libre prepare lo que le dé la gana. ¡Así que deje de darme la tabarra!
Huckle le dio unas palmaditas en el brazo.
—No pasa nada, tranquila.
Polly se volvió hacia él.
—Es una abusona —susurró.
Gillian la miraba con seriedad.
—¡No quiero que nadie me arruine el negocio!
—¡Usted lo está arruinando solita al hacer un pan tan espantoso! —le soltó Polly.
Tarnie se puso en pie.
—Por favor, señoras… —comenzó.
—Esto no es cuestión de educación —lo cortó Polly, más exasperada que nunca—. Es cuestión de que esta bruja me está diciendo qué puedo y qué no puedo hacer en mi propia casa.
—En ese caso, me aseguraré de que no sea tu casa durante mucho tiempo —replicó Gillian.
—¿Y qué quiere decir eso? ¡A ver! —gritó Polly.
—Por favor, por favor —dijo Tarnie en un intento por calmar los ánimos.
—Exactamente lo que he dicho —sentenció Gillian—. La casa es mía. Puedo sacarte cuando quiera.
—¿Por preparar un sándwich?
—Es mi propiedad.
La mujer tenía la cara coloradísima y hervía tanto de rabia que incluso temblaba. Daba muchísimo miedo. De repente, Polly se quedó sin fuelle. Solo quería sentarse y olvidar todo el asunto.
Gillian se agachó, recogió el último trocito de bagel y lo lanzó al mar, y al instante una bandada de gaviotas se lanzó en picado a por él. Después, se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Polly se dio cuenta de que estaba temblando.
—Es la mujer más espantosa y horrible que… Va a echarme.
—No lo hará —le aseguró Tarnie—. Necesita el alquiler. Solo es una anciana que intenta llegar a fin de mes.
—Es una bruja horrible que intenta echarme —repuso Polly—. ¡No puedo creer que la defiendas!
Tarnie no sabía dónde meterse.
—Lo sé, pero…
—Seguramente sea la causante de que este sitio vaya de culo, ¡sobre todo si atormenta a todo aquel que se muda aquí!
Los pescadores comenzaron a darle las gracias por la comida mientras se alejaban.
—Vale, así que ahora la loca soy yo —protestó Polly, enfadada—. En fin, lo que me faltaba ya.
Huckle sonrió, pero él también se marchó, dejándola sola, sentada en la muralla del puerto. Polly se sentía avergonzada. Sabía que se había pasado, que no tenía sentido ventilar su frustración con una anciana. Pero tenía la sensación de que cada vez que empezaba a levantar cabeza, cada vez que las cosas empezaban a mejorar, todo se desmoronaba de nuevo.