14

Polly durmió toda la noche de un tirón, toda una novedad. Cuando se despertó, Kerensa ya se había ido, de vuelta a la ciudad, a las compras y al bullicio. Antes de que su amiga la visitara, Polly creía que podría sentirse celosa, que seguramente aferraría a Kerensa del brazo y le suplicaría que se la llevara de vuelta a Plymouth con ella.

Pero, en cambio, mientras caminaba descalza hasta la cocina para encender la cafetera, se percató de lo contenta que estaba por no tener que regresar a ese mundo de radios ruidosas, largos desplazamientos al trabajo, atascos, restaurantes de comida rápida con servicio de ventanilla para conductores y centros comerciales atestados. Era como si Kerensa le hubiera otorgado el don de ver Mount Polbearne a través de un prisma que lo convertía en un lugar precioso; en un lugar donde a la gente le gustaría estar.

Echó un vistazo al móvil. Tenía un mensaje de Reuben. Decía:

Estoy enamorado de tu amiga. Por favor, dile que me llame ahora mismo. Le enviaré el avión.

Polly soltó una carcajada y sintió una repentina desilusión por el hecho de que Kerensa no estuviera con ella para poder ver su cara. Con el café en la mano, se encaminó a la ventana a tiempo para ver aparecer a Tarnie, que la saludó con la mano nada más verla.

—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó a voz en grito.

—Voy a limpiar un obrador lleno de porquería por si acaso tengo que usarlo como panadería —respondió ella, torciendo el gesto.

—No, ni hablar —replicó Tarnie—. Es domingo y hace un día precioso. Así que te vienes a pescar conmigo.

—¿Me vas a llevar a trabajar contigo?

—No. Es para divertirnos.

—¿Pescas durante toda la semana y también pescas por diversión?

—¿Tenemos que hablar sobre esto a gritos aquí en medio?

Polly sonrió.

—Vale. ¿Necesitamos algo para comer?

—No —contestó Tarnie—. Bueno, ya sabes, lo que tengas a mano.

Polly pensó en la hogaza de harina integral que había dejado fermentando la noche anterior por costumbre.

—Tengo que preparar la barca —dijo Tarnie.

—Muy bien —replicó ella—. Bajaré dentro de cuarenta minutos.

El pan estaba listo cuando acabó de lavarse y de vestirse. Estaba caliente y olía de maravilla. Cogió un tarro de miel y un cuchillo, un trozo de queso de la zona que le había comprado a un vendedor junto a la carretera, unas manzanas Pink Lady, una botella grande de agua y, siguiendo un impulso, los macarons y el vino blanco tan pijo que le había regalado Kerensa, «Porque es imposible que encuentres algo así en ese pueblo», algo sobre lo que llevaba más razón que un santo.

Era un día perfecto, soleado y cálido, con una leve brisa que impulsaba las nubecillas blancas por el cielo. El mar tenía un precioso color azul claro. Polly titubeó unos minutos y al final, nerviosa y en un arranque de atrevimiento, echó el bañador en la mochila antes de bajar la escalera. A medio camino se detuvo, preguntándose si se dejaba algo atrás, y después se dio cuenta de que estaba pensando en Neil.

Esperaba que Tarnie estuviera en su barco, pero descubrió que no se refería a esa embarcación en absoluto, sino a una barquita blanca de remos con un motorcillo en la parte posterior.

—Bienvenida a mi yate —la saludó, sonriendo.

—Bueno, que sepas que es precioso —replicó ella, que aceptó su mano para saltar desde el muelle.

—¿Has traído sombrero? —le preguntó Tarnie.

—¡Ay, no! —exclamó—. No se me ha ocurrido.

—El sol pega mucho en el agua —le explicó él al tiempo que le lanzaba un sombrero con muchos bolsillitos en los laterales.

Polly se lo colocó y se cubrió la melena dorada.

—¿Me sienta bien?

Tarnie sonrió.

—Pareces una niña de cinco años.

—Me tomaré eso como un no —replicó ella, que se lo quitó—. ¿Para qué son los bolsillos? ¿Para los gusanos?

—Estás obsesionada con llevar animales encima —repuso Tarnie—. Pero no. Son para los anzuelos y para los cebos, pero de eso me encargo yo.

—¿Estás insinuando que no sé pescar?

—¿Sabes pescar?

—No, pero no deberías dar por sentadas las cosas.

Polly se puso el chaleco salvavidas. Tarnie sonrió.

—¿Qué? ¿Los niños guays no se ponen el chaleco?

—Lo siento —se disculpó Tarnie—. Otra vez he metido la pata. He supuesto que sabías nadar.

—Claro que sé NADAR.

—Bueno, en ese caso no hace falta que te pongas eso. A menos que quieras. Iré con cuidado, te lo prometo.

Tarnie agarró la caña del timón y Polly se quitó el voluminoso chaleco salvavidas y se sentó en el asiento de madera de la parte delantera. Tarnie estaba en lo cierto. La barca sufrió una brusca sacudida cuando puso en marcha el motor, pero después comenzó a surcar las olas con suavidad. A esa hora tan temprana de la mañana no había nadie más en el agua, solo unos cuantos pescadores solitarios en el muelle con la esperanza de capturar algo. El calor del sol era muy agradable y Polly se sorprendió al comprobar lo mucho que le gustaba la sensación de velocidad de la barca sobre las olas. El motor era ruidoso, de modo que guardaron silencio. Se limitó a observar la silueta escarpada de Mount Polbearne a medida que dejaban atrás sus abigarrados edificios y sus calles adoquinadas, cubiertas por la bruma matinal. En ese momento comprendió, por extraño que pareciera, que casi le parecía su hogar.

Por delante tenía el mar abierto, y su inmensidad le pareció emocionante.

—Esto es precioso —dijo al tiempo que se echaba hacia atrás para disfrutar del viento y del sol en la cara. En un momento dado, un poco acalorada, bajó la mano y acarició la superficie del agua. Era maravilloso.

Cuarenta minutos después, vio algo que sobresalía del agua. Cuando se acercaron, descubrió que era una isla diminuta, una minúscula formación de tierra en mitad de la nada.

—¿Qué es eso?

—No creo que tenga nombre siquiera —contestó Tarnie—. La Isla de los Pájaros, quizá.

A medida que se acercaban, Polly vio que tenía un desvencijado embarcadero de madera.

—¿Vive alguien aquí?

—No, es imposible vivir aquí. Pero creo que alguien pasó algunas temporadas en este lugar. Un ermitaño, creo. El segundo hijo de un millonario de la zona que no supo encontrar su lugar en el mundo. Solían traerlo en barca con sus provisiones, se quedaba unos meses y luego regresaba durante el invierno.

—¿Y qué narices hacía aquí? —quiso saber Polly.

—Creo que se limitaba a mirar el mar —contestó Tarnie mientras amarraba la barca y le tendía la mano para que subiera al embarcadero—. La verdad es que no lo sé. Tal vez la gente se conformaba con menos cosas cuando no había televisión.

Efectivamente, una vez que estuvieron en el embarcadero, tras el cual se extendía una estrecha playa de arena amarilla, Polly vio las ruinas abandonadas de una rudimentaria casa de piedra.

—¡Hala! —exclamó Polly.

—Lo sé —dijo Tarnie, observando las pintadas—. Durante el verano, los chicos roban las barcas a sus padres y vienen aquí. Es mejor que las admires desde la distancia.

También vieron los restos de varias fogatas.

—¿Podemos encender fuego? —preguntó Polly.

—Es completamente ilegal —respondió Tarnie—. Pero sí.

Caminaron por la isla. En un lado había unos enormes fresnos encorvados por el azote del viento marino, y también alcanzaron a ver unos cuantos conejos que desaparecieron de inmediato de su vista, cual destellos blanquecinos. Era un lugar solitario, la costa estaba bastante lejos, pero también muy hermoso.

—¿Cómo conseguía agua? —preguntó Polly de repente.

—Ah, tenía un bidón para recoger el agua de la lluvia. Y con lo que llueve por aquí, tenía más que de sobra.

—Cierto —convino Polly.

—Además, la flota pesquera se pasaba por aquí de vez en cuando, está en la ruta diaria que hacemos. Y también venían los pescadores de Looe.

Polly asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo Tarnie—. ¿Lista para pescar?

A Polly siempre le había asustado la posibilidad de sacarle el ojo a alguien con un anzuelo, pero Tarnie le enseñó a lanzar el sedal en condiciones, y juntos se sentaron en el embarcadero a esperar que picaran. Según Tarnie, había tanta vegetación acuática, que los peces tenían mucho alimento y tenían suerte de haber sido los primeros en aparecer ese día.

—Ponle mala cara a cualquiera que aparezca —añadió.

—Hazlo tú, que tú sí que sabes ponerla —replicó Polly.

Tarnie sonrió y el azul de sus ojos se intensificó.

—En realidad —dijo—, si la gente ve que hay alguien pescando, suele dar media vuelta. Es un lugar pequeño para pasar un día tranquilo. Así que la hemos reclamado para nosotros solos.

—Nuestra isla privada —replicó Polly, sorprendida.

Tarnie la miró otra vez y le sonrió.

Polly fue la primera en sentirlo. Un tironcito en el sedal que le resultó curioso. Al instante, se puso en pie y estuvo a punto de irse al agua.

—¡Viva! —gritó—. ¡Tengo uno! ¡Tengo uno!

Tarnie sonrió.

—¡Eso es! ¡Vamos, empieza a recoger! ¡Empieza a recoger el sedal!

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Polly, emocionada, cuando la enorme silueta plateada del pez se hizo visible mientras se agitaba bajo la superficie—. ¡Ay, Dios, no, estoy matando un pez!

Tarnie la miró.

—Polly, ya es un poco tarde para eso.

—Lo sé, lo sé…

Se estremeció y estuvo a punto de soltar la caña.

—¿Quieres que lo saque yo? —se ofreció Tarnie.

Polly asintió rápidamente con la cabeza, un poco enfadada consigo misma por ser tan ridícula. Tarnie se colocó tras ella y le quitó la caña de las manos con naturalidad. Después, en cuanto ella se apartó, empezó a recoger el sedal.

El sol relucía en el agua y sobre las escamas plateadas del pez mientras este se retorcía y giraba hacia la derecha. Era un arenque. Y bastante grande.

—Lo siento mucho, señor Pez —murmuró Polly.

—Este no es el mejor momento para hacerse vegetariana —dijo Tarnie, mientras le quitaba el anzuelo al pez—. Vale —añadió—. Tal vez sea mejor que no mires ahora.

Metió la mano en su bolsa de pesca y sacó un cuchillo de hoja larga, tras lo cual se dispuso a limpiar el pez con destreza. Polly observó el proceso espiando a través de los dedos. Tarnie le sonrió.

—Eres una chica muy delicada —dijo.

—Lo sé —replicó ella—. Sé que es patético. Normalmente, los compro envasados en el supermercado.

—Bueno, en ese caso no has probado pescado de verdad —comentó Tarnie sin más—. Ve en busca de unos palos.

—¿En serio?

—En serio.

Pasear por el bosquecillo fue muy agradable, un dosel verde esmeralda que la protegía del sol. Se adentró todo lo que pudo mientras recogía palos por el camino. Los pájaros trinaban entre las ramas, siendo el único sonido que se escuchaba. El lugar era precioso y muy tranquilo. En ese momento, comprendió por qué en Cornualles la gente seguía creyendo en los duendes. Era un lugar mágico. Inspiró hondo para disfrutar del fresco aire marino y sonrió con algo peligrosamente parecido a la felicidad.

Cuando regresó, Tarnie ya había pescado unos cuantos peces más. Le dio los palos y se dispuso a encender una pequeña fogata.

—Pero es ilegal —le recordó Polly.

—Sí, si eres un adolescente borracho que puede provocar un incendio en la isla —replicó Tarnie—. Vamos a intentar que eso no suceda, ¿te parece bien?

En un abrir y cerrar de ojos, el fuego crepitaba alegremente. Tarnie sacó papel de aluminio, mantequilla, limón y perejil, y tras envolver el pescado, lo dejó sobre las piedras, junto a las llamas.

Polly fue en busca de la botella de vino que Tarnie había tenido la previsión de dejar en el agua para mantenerla fresca, y partió el pan, que todavía estaba tibio por dentro. Lo untaron con mantequilla y se lo comieron con el pescado, que tenía un maravilloso sabor ahumado gracias al fuego. Acabaron con los dedos grasientos porque a Polly se le había olvidado llevar servilletas y en un par de ocasiones ambos se quemaron las yemas. Después, tiraron las raspas al mar, si bien Polly no se sintió muy elegante haciéndolo.

Fue la mejor comida de su vida.

El vino fresco y el calor del sol la dejaron soñolienta. Se tumbó en el suelo y cogió una de las manzanas que había echado en la cesta. Mientras le daba un bocado, se percató de que Tarnie la estaba mirando. Algo cambió de repente entre ellos.

—¿Una manzana? —le preguntó ella.

Tarnie parpadeó varias veces.

—Esto… no, gracias. —Apartó la vista. Después, la miró de nuevo—. Mmm… —murmuró.

Polly comprendió de inmediato que Kerensa tal vez estuviera en lo cierto. Solo tenía que echar un vistazo a su alrededor: el lugar, el almuerzo, ese día… No era amistad, porque si lo fuera habría llevado también a sus compañeros. Era algo más.

Siguieron sentados en silencio un rato y después Tarnie se puso en pie y se encaminó hacia la orilla, atravesando la arena.

—Tengo calor —anunció. Sin más aviso, se quitó la camisa. Estaba delgado, más de lo que Polly había supuesto. Era todo músculo y tendones, y distinguió un par de delgadas cicatrices en uno de sus costados. Se lanzó de cabeza al agua sin quitarse los pantalones largos.

Polly clavó la mirada en el agua. Saltaba a la vista que era un buen nadador, porque tardó mucho en salir a la superficie, justo cuando ella empezaba a preocuparse. En un momento dado, vio reaparecer su cabeza morena, como si fuera una foca, y saludarla con la mano.

—¿Qué tal está? —gritó Polly.

—Fresca —le contestó él, también gritando.

—Eso siempre significa que está congelada —protestó ella.

—¡Clo, clo, clo, clo, clo!

—¡No soy una gallina! —exclamó Polly. Tenía calor y estaba sudorosa—. Además, no se puede nadar después de haber comido. ¿O ya han rebatido esa teoría?

—¡Clo, clo, clo!

Antes de ser consciente de lo que hacía, regresó al bosquecillo y se puso el bañador de estilo vintage con estampado de cerezas que había comprado online en la época en la que comprar cosas bonitas era algo que se hacía por diversión. Deseó tener un espejo. Aunque pensándolo mejor decidió que era preferible no tenerlo. Porque empezaría a verse defectos y a preocuparse. No había tomado el sol en todo el invierno, así que era normal que estuviera muy blanca. Por todos esos motivos decidió que lo mejor era correr hasta el agua, lanzarse hacia ella antes de tener la oportunidad de pensar y cambiar de opinión.

No estaba fresca. Ni siquiera estaba fría. Estaba congelada.

—¡AAAHHHH! —chilló mientras sentía que le encogían las entrañas y chapoteaba presa de la agonía—. ¿Qué es esto?

Tarnie se echó a reír. Era raro verlo tan relajado. En ese momento, flotaba de espaldas sobre la superficie, tan feliz.

—Ya te acostumbrarás —le aseguró—. Un poco de agua fría nunca le ha hecho mal a nadie.

—¡Sí que es mala! ¡Sí que lo es! —gritó Polly, todavía en estado de shock. Se sumergió de nuevo. El agua era cristalina en ese lugar, algo milagroso, como si estuvieran en el Mediterráneo. Sintió que un pez le rozaba las piernas y consiguió no gritar.

Al cabo de un rato, se acostumbró a la temperatura del agua. Emergió cerca de Tarnie y estiró brazos y piernas para flotar de espaldas, disfrutando del calor del sol mientras agitaba las manos para mantener la posición.

—Esto es divino —dijo, sonriendo.

Tarnie la miró. De repente, sus ojos le parecieron muy azules y sus dientes, muy blancos. Y también le pareció lo más normal del mundo acercarse un poco a él, cerrar los ojos para protegerse del sol que brillaba en el cielo azul y dejar que él la besara.

Había sido el contraste: la calidez del sol y la frialdad del agua; la aspereza de la barba de Tarnie y la suavidad de su propia piel; la frescura de estar al aire libre y la cercanía de estar de nuevo con alguien después de tanto tiempo. De estar con alguien nuevo y emocionante, y distinto.

Polly hizo el trayecto de vuelta tumbada en la barca, satisfecha, un poco mareada y un poco soñolienta, sintiéndose muy distinta. Se había colocado en la parte delantera, de frente a Tarnie. De vez en cuando compartían una sonrisa, una mirada. El resto del tiempo, disfrutaba de la mano con la que acariciaba otra vez el agua, del hecho de estar en su propio cuerpo, a su ritmo. Disfrutaba sin preocuparse por el futuro y sin soñar con el pasado. No tenía que distraerse con las tareas cotidianas. Se limitaba a ser ella misma y a sentir. El sol empezaba a descender hacia el horizonte y algunas nubes ya se teñían de rosa. Era feliz, comprendió. Era feliz.

Los chicos ya estaban cargando la balandra cuando ellos llegaron al puerto de Mount Polbearne. Puesto que todos los saludaron alegremente, Polly no se percató de que en breve serían el objeto de muchas bromas. Tarnie estaba colorado y no precisamente por el sol.

—Ay —dijo, sonriéndole a modo de disculpa.

—Supongo que no puedes quedarte conmigo —sugirió ella con descaro.

—Tengo que trabajar —adujo Tarnie, que le acercó la áspera y callosa palma de una mano a la cara para acariciarle una mejilla.

Polly inclinó la cabeza y se dejó hacer.

—Pero iré pronto —dijo, y sus ojos azules la atravesaron con intensidad.

—Pronto —susurró ella.

—¡HOLA! —exclamó Jayden, que la ayudó a bajar de la barca—. ¿OS LO HABÉIS PASADO BIEN?

—Ya vale, Jay, corta el rollo —le advirtió Tarnie, enfurruñado.

Polly y Tarnie se miraron.

—Esto… gracias por un día tan maravilloso —dijo ella.

Tarnie clavó la vista en el suelo.

—Mmm… ha sido un placer —replicó. Y después, delante de los chicos, se inclinó y la besó con delicadeza en una mejilla.

Polly se marchó, colorada, con su cesta de mimbre.

—¿Que has hecho qué? —le preguntó Kerensa—. ¿En una ISLA? ¡Ay, Dios, estoy verde de la envidia!

—¿Por qué no sales con alguno de los miles de chicos que te invitan a salir a todas horas?

—Porque yo busco cierta calidad —contestó Kerensa—. Ay, Dios mío, no quería insinuar nada.

—Pero LO HAS HECHO —repuso Polly. Estaba sentada con los pies apoyados en el alféizar de la ventana, bebiéndose una cerveza mientras contemplaba la puesta de sol y sintiéndose tan contenta que era ridículo—. Pero no pasa nada, porque hoy me da igual.

—Porque las hormonas sexuales te han vuelto loca.

—No estoy loca —le aseguró Polly—. Me siento muy bien.

—Ese es el secreto —replicó Kerensa—. Eso es lo que hacen.

Polly puso los ojos en blanco.

—Pensaba que me habías dicho que debía volver de nuevo al mercado.

—Eso es cierto.

Polly recordó algo.

—Ah, ese idiota estadounidense está enamorado de ti.

—¡JA! —exclamó Kerensa—. Pues dile de mi parte que es un asqueroso.

—Sabes que es rico, ¿verdad?

—Sí, en fin, pues me prostituiré con alguien que no me gusta solo por su dinero… —le soltó Kerensa—. Gracias por el maravilloso consejo.

Polly bebió otro sorbo de cerveza.

—Bueno —dijo—. Fue precioso. Maravilloso.

—Sí, muy bien —replicó su amiga—. Escúchame, ¿podrías llamar a Chris algún día de estos?

—¿Por qué? —quiso saber Polly, repentinamente arrancada de su ensoñación.

—Por nada. Es que… es que lo veo muy mal. Creo que tiene la impresión de que a ti te va bien y de que a él le va fatal. Está un pelín amargado.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—No lo sé —respondió Kerensa con sinceridad—. A lo mejor puedes convencerlo de que afronte la realidad y siga adelante.

Polly suspiró.

—Sí —dijo—. Lo llamaré.

—A las mujeres se nos da mejor lo de seguir con nuestras vidas —afirmó Kerensa—. ¿Lo sabías? Los hombres son terribles para estas cosas. Por eso siempre acaban casándose por error.

—Mmm… —murmuró Polly—. O a lo mejor deberías decirle que me llame.

—Intenta no parecer muy contenta y satisfecha… sexualmente hablando.

—No estoy… —Polly sonrió—. Bueno, quizá lo esté un poquito, sí.

—Me alegro —replicó Kerensa—. Ya era hora, joder.