15
Polly aún seguía sonriendo a la mañana siguiente, y su sonrisa se ensanchó al explicar su nueva idea a la señora Manse (ella trabajaría en un obrador, Gillian en el otro, pero Polly se encargaría de manejar todo lo que fuera pesado) y comprobar que la mujer se mostraba razonable.
—Mientras estés aquí —replicó con cierto desdén, si bien eran palabras de ánimo teniendo en cuenta que las pronunciaba la señora Manse.
—Bueno, si esto funciona, tal vez me quede —señaló Polly, tras lo cual la señora Manse la miró con muy mala leche y respiró hondo, hinchando el pecho.
Polly era consciente de que la idea de trabajar en su obrador sin que ella estuviera por medio alegraba a la mujer, aunque al mismo tiempo empezaba a aceptar la idea de que fuese ella quien se encargara de hornear el pan, o al menos era más consciente de que el proyecto superaba sus capacidades.
De modo que Polly trabajó dieciséis horas sin protestar, ayudando a la señora Manse a colocar las cosas tal como ella las quería y trasladando la harina al otro edificio.
Aunque el obrador situado debajo de su piso estaba en muy malas condiciones, al menos se podía trabajar porque ya no llovía a todas horas. Si lograba ponerlo en marcha y ganar algo de dinero, podría arreglar el local para el invierno. Se sorprendió al descubrir que hacía planes a tan largo plazo, pero no pudo evitarlo. Se sentía emocionada. ¡Su propio obrador! Bueno, no exactamente, pero… Tenía que llamar por teléfono a Huckle y darle las gracias por la idea. Y quizá Tarnie fuera a verla más tarde y… Se sonrojó por el recuerdo y se dijo con firmeza que debía ponerse a trabajar.
Mientras conectaba la corriente para tener electricidad, recordó lo nerviosa que había estado la primera vez que bajó a ese lugar y encontró el pobre Neil. El horno se calentó a la primera con la madera acumulada. Reuben le había comprado lo mejor de lo mejor, y desprendía un calor impresionante. Podía usar los hornos tradicionales para hornear las hogazas normales y, además, contaba con las amasadoras industriales para hacer muchas más cosas, aunque suponía que lo mejor era empezar con lo más sencillo. La señora Manse le pagaría una comisión y se llevaría sus panes, pero también seguirían vendiendo empanadillas y sándwiches, y, dependiendo de cómo funcionara el asunto, ya vería lo que haría. Era un arreglo muy informal. Polly tenía la impresión de que la señora Manse habría hecho cualquier cosa con tal de quitársela de encima. Decidió aferrarse a la idea de que no era algo personal (a Gillian no le caía bien nadie) para que sus sentimientos no acabaran heridos.
Metió las primeras seis focaccias en el horno de leña y no tardó en quemarse los dedos al introducir la tabla. Y también quemó el pan. Necesitó tres intentos más para conseguir una hogaza en condiciones; el horno calentaba más de lo que ella esperaba, con la cantidad justa de aceite de oliva y el equilibrio perfecto entre la sal y el romero.
Cuando por fin lo logró, la diferencia en la calidad del pan le resultó increíble. No sabía como ninguna otra focaccia que hubiera hecho antes. Era crujiente y sabrosa por fuera, y suave y esponjosa por dentro. Desprendía un olor maravilloso, a pan caliente ligeramente tostado. Le costó la misma vida no comerse la hogaza entera.
Lo siguiente que probó a hacer fue un pissaladière, con cebolla caramelizada. El resultado fue incluso mejor que la focaccia. Las cebollas se caramelizaron con el calor del horno, y acabaron blandas y dulces, un enorme contraste con el gusto salado de las anchoas y las aceitunas que había colocado encima. Acto seguido, tocó el turno al pan con queso, con un resultado muy aromático y esponjoso.
Mientras miraba el horno de reojo, Polly pensó que la convertiría en mejor panadera de lo que podría haber llegado a ser sin él. Le envió otro mensaje de texto a Reuben para darle las gracias y lo invitó a pasarse por allí cuando quisiera. Después, y con cierto titubeo, cogió el antiguo cartel de «CERRADO» de la tienda y le dio la vuelta para que rezara «ABIERTO».
Nadie pudo resistirse a entrar para ver qué estaba pasando. O fue por curiosidad, o fue simplemente porque el olor del pan recién horneado los atrajo.
Al cabo de un cuarto de hora, Polly había atraído lo que en Mount Polbearne podía considerarse una multitud. Colocó en el mostrador varias bandejas con trozos de pan para degustar a fin de que los clientes los probaran.
—¡DEGUSTACIÓN! —le dijo a Jayden, que no podía hablar porque tenía la boca llena—. Eso significa que pruebas un trozo para ver si te gusta.
—ME GUSTA —replicó Jayden con tristeza—. Me gusta mucho. Por eso estoy comiendo más.
—No. Lo que tienes que hacer es comprar un pan.
—Ah —exclamó Jayden—. Creía que era demasiado bueno para ser verdad.
—Estás en una tienda.
—Ah, sí —murmuró—. ¿Puedo llevarme unos cuantos de esos? —preguntó, señalando los palitos de queso que había preparado—. ¿Cuánto cuestan?
—Oh, buena pregunta —respondió Polly—. Debería haberla pensado de antemano. Mmm… ¿una libra?
Jayden contó tres monedas con cuidado.
—Quiero tres.
—¿Estás seguro? Son muy grandes.
Jayden la miró.
—Una vez fui a Exeter y me comí cuatro Big Macs —replicó—. Me puse malo, pero lo hice.
—Felicidades —repuso Polly.
—El mejor día de mi vida —le aseguró Jayden. Por un instante, su expresión se tornó astuta—. Bueno, mmm… ¿Has hablado con Tarnie?
Polly lo miró con el gesto torcido.
—Detestaría tener que echarte de la tienda —le dijo con firmeza.
—Hala, te estás convirtiendo en la señora Manse —replicó Jayden.
Polly agitó una de las bolsas de papel que había llevado desde la otra tienda.
—Fuera —dijo, mientras guardaba los palitos.
—Le diré que le mandas recuerdos. —Soltó Jayden con descaro.
—Le diré que te dé una patada en el culo —replicó Polly, si bien se percató en el último momento de que acababa de decirlo demasiado cerca de una señora muy elegante que había entrado en la tienda.
—Oh, lo siento.
—No pasa nada —le aseguró la mujer.
A juzgar por su acento y por su ropa, no era de la zona.
—¿Es nueva por aquí? —preguntó Polly, un poco emocionada por la idea de que hubiera alguien en Mount Polbearne más nuevo que ella.
—Sí, bueno… —La mujer echó un vistazo a su alrededor—. Estábamos buscando una casa para las vacaciones, ¿sabe? Un lugar para comprar y donde podamos alejarnos de todo. Buscamos un sitio muy tranquilo, pero el problema es que los lugares tranquilos no tienen mucho que ofrecer, no hay restaurantes ni nada de eso.
Era guapa, supuso Polly. Muy delgada, con mechas rubias en el pelo y los labios pintados de rosa fucsia.
—Bueno, sí —convino Polly—. Por eso son lugares tranquilos. Porque no hay restaurantes ni aparentemente nada que hacer.
—Veo que entiendes mi problema —dijo la mujer—. Queremos un lugar sin turismo, pero con muchas tradiciones locales y productos típicos y demás.
—Eso es un problema —comentó Polly, pensando que tal vez estaría mejor en cualquiera de los destinos turísticos tradicionales—. ¿Han pensado en Rock?
La mujer se estremeció.
—Ay, sí, espantoso. Las terrazas de los restaurantes están llenas de gente que tiene su segunda residencia allí y a la que le gusta alardear.
—¿Y eso no es lo que buscan?
La mujer sonrió, gesto que la honró.
—Uf, no. Pero queremos ser los primeros en llegar. ¡Algo complicado!
—Bueno, pues en eso no puedo ayudarla —comentó Polly—. Aunque sí puedo venderle pan. —Señaló las hogazas que descansaban en las nuevas cestas que había comprado en la tienda de artículos a una libra, aunque tenían un precioso encanto rústico.
La mujer examinó los panes un instante. Y después se le iluminó la cara.
—¿Eso es…? ¿Es tomate secado al sol?
Polly cogió la hogaza de pan con los tomates secos.
—Desde luego.
La mujer abrió los ojos aún más.
—¿Y eso es…? ¿Es un horno de leña?
—Ajá.
Polly le ofreció un poco de pan para que lo probara. La mujer probó un bocado y gritó de alegría.
—¡Henry! ¡Hen! —gritó, y su voz llegó hasta el enorme Range Rover que estaba ocupando gran parte de la calle—. ¡Creo que lo hemos encontrado! ¡Es imposible que los Hambleton-Smyth hayan oído hablar de este sitio! ¡Será nuestro diamante en bruto!
Del coche salió un hombre fornido que llevaba una camiseta rosa de rubgy con el cuello levantado. Era mucho mayor que su mujer.
—Gracias a Dios —dijo el hombre a Polly—. Necesita sentirse con derecho a vanagloriarse o de lo contrario no hace nada. Parece un lugar bastante bonito.
—Traeré a mi decoradora para que nos busque una casa —anunció la mujer.
—No sé si hay algo en venta —comentó Polly. El sábado por la noche había visto en el pub a Lance, el agente inmobiliario entrado en carnes, y en su opinión las cosas estaban muy negras en el negocio.
La pareja se echó a reír.
—¡Ah, al final siempre acaban vendiéndome algo! —exclamó el hombre.
—Sí que lo hacen, cariño —apostilló la mujer.
—Todo el mundo tiene un precio. En fin, me llevo un pan de cada clase que tengas. No para ti, cariñín. No queremos que te infles, ¿verdad?
—No, Hen —replicó la mujer con una sonrisa tonta—. Yo soy tu caramelito chiquitín.
Polly los observó alejarse. El hombre no paraba de meter la mano en la enorme bolsa de papel. En el fondo se sentía culpable por haberle permitido la entrada en Mount Polbearne a algo tan fuera de lugar. Estaba segurísima de que, si hubieran entrado en la tienda de la señora Manse, ese hombre no habría dejado el Range Rover aparcado en la calle de cualquier manera. Claro que también habían acudido todos los habitantes del pueblo esa mañana, desde Muriel, cuya tienda de ultramarinos estaba en la esquina de la calle; pasando por Patrick el veterinario, que le había preguntado amablemente por Neil y había comprado una hogaza de pan blanco rebanado; hasta la procesión de pescadores, que en parte habían ido para comer, lo tenía clarísimo, y en parte para echar un vistazo a la mujer que había conquistado a Tarnie. Polly sentía algo extraño al respecto. Por un lado, deseaba no haber vuelto con él de la isla en la barca, a la vista de todos; pero, por otro, sabía que no podía haber hecho otra cosa. Se preguntó cuándo la llamaría por teléfono.
Porque iba a llamarla por teléfono, ¿verdad? Claro que sí. Lo suyo no había sido una cita atroz en un club nocturno con la música a tope donde se habían pasado toda la noche hablando a gritos para poder entenderse; ni tampoco había sido una cena incómoda en un restaurante simplón donde habían tratado de encontrar un tema en común como los deportes, la música o la política. Lo suyo era algo orgánico, ¿verdad que sí? Algo que había surgido de forma natural del tiempo que habían pasado juntos. Claro que sí. Eso era. De modo que no tenía que preocuparse de si la llamaba o no, porque lo vería (trabajaba justo debajo de su ventana), y, cuando lo hiciera, todo sería muy tierno y agradable, en vez de ser incómodo, aunque tuvieran como telón de fondo a un grupo de pescadores tomándoles el pelo de forma amistosa.
Rememoró, un tanto avergonzada, el día anterior. Se había dejado llevar, por supuesto que sí. En circunstancias normales, no lo habría hecho, pero con el día tan maravilloso que había hecho, soleado por fin… Decidió no sentirse culpable al respecto.
También había sido extraño, la primera vez que lo hacía en bastante tiempo. Tarnie tenía un cuerpo muy distinto del de Chris, que había ido engordando y poniéndose fofo durante los años que habían estado juntos. Demasiada comida rápida; demasiadas noches encorvado sobre el teclado del ordenador o sobre la mesa de dibujo; demasiadas cervezas los fines de semana. El cuerpo de Tarnie era duro y musculoso. La experiencia no había sido mejor o peor que con Chris, pensó. Simplemente distinta. Lo esperado después de haber estado tanto tiempo fuera de juego. Era imposible conectar con alguien la primera vez. Estaba segura de que hacía falta práctica, acostumbrarse el uno al otro.
Se frotó la nuca y después hizo otra tanda de palitos de pan aderezados con queso. Se habían convertido en la sensación de la mañana. El pan con miel seguía en su rincón, tal vez hubiera sido un proyecto algo ambicioso para la clientela, pero no había problema, ya tendrían tiempo de probarlo. Efectivamente, a las dos en punto había vendido todos los panes que había horneado. La gente que apareció más tarde se marchó decepcionada.
Polly echó un vistazo al reloj y contó las ganancias del día. Seguro que la señora Manse se ponía muy contenta… si acaso algo la contentaba. De repente, pensó que, con la proximidad del verano y la llegada de los turistas, sería posible acabar el trabajo todos los días a las dos. Intentó contener el entusiasmo. Si podía hacer lo mismo todos los días (y era un SÍ como una casa, porque dependía de su exigente jefe) sería un trabajo, un trabajo de verdad.
Y muy distinto. Hacer pan y venderlo. Rememoró la época en la que Chris y ella trabajaban juntos: las interminables charlas sobre posibles contratos; las agotadoras noches discutiendo posibles encargos durante encuentros que se hacían interminables, intentando conseguir un sí, intentando planear con antelación; intentando lidiar con los constantes cambios y con el millón de formas distintas de hacer la misma cosa.
En Mount Polbearne, en cambio, si la gente quería un bollo, compraba un bollo. Si quería un pan, compraba un pan. Si no quería, no lo compraba. Había algo natural, algo muy real, en la transacción que hasta el momento desconocía. Si no hacía pan, no ganaría dinero y no cobraría un sueldo. Si lo hacía, y si era bueno, lograría que la gente volviera. Incluso que algunos compraran una casa cerca del obrador.
De repente, en la pequeña panadería de Beach Street, todo parecía posible. Muy posible.
Dio la vuelta al cartel de la puerta para anunciar que estaba cerrado y empezó a limpiar. Tendría que ser más limpia y eficiente mientras trabajaba. O tal vez tendría que contratar a alguien a tiempo parcial para que la ayudara a limpiar. Esa era otra opción. Escuchó que la llamaban por teléfono mientras trataba de contener el chispeante entusiasmo.
Su antiguo móvil estaba a nombre de la empresa; entregárselo al señor Bassi había sido uno de los momentos más humillantes de su vida. Aunque había conseguido otro, más barato, apenas lo usaba ni se había molestado en dar el número a nadie. Cuando estuviera lista, ya vería de nuevo a sus amigos, se había prometido. Eso haría.
Era un número desconocido. Debía de ser Tarnie, pensó. Sonrió, mucho más nerviosa de repente que antes. ¿Qué iban a hacer? ¿Quedar? De repente, le resultó ridículo imaginarse a Tarnie sentado todo peripuesto en un restaurante o en un cine. La verdad, nunca lo había visto en el interior de un edificio. No era una criatura de espacios cerrados, su lugar estaba al aire libre, con el pelo salpicado por el agua del mar.
—¿Hola? —contestó alegremente, con más confianza que la que sentía—. ¿Qué tal estás?
—No muy bien —contestó una voz hosca.
—¿Chris?
—Bueno, sí, ¿quién te creías que era? —le preguntó él a la defensiva.
—Nadie, claro. ¡Hola! ¿Cómo te va?
La recién recuperada felicidad de Polly, esa que tanto le había costado encontrar, se esfumó de repente y sintió que empezaba a trazar círculos con un pie por la incomodidad. Después de todo lo que habían pasado, después de todo lo que ella había luchado… Recordó que Kerensa le había dicho que estaba preocupada por él.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó.
—Bueno, me han dicho que tú sí que lo estás —respondió él con seriedad.
Polly echó un vistazo al pequeño obrador. Las ventanas seguían descascarilladas. Pero eso le añadía carácter.
—En fin, ha sido una lucha constante —se apresuró a responder—. ¿Qué estás haciendo tú?
—¿Qué crees que estoy haciendo? Vivir en casa de mi madre mientras intento reorganizar mi vida.
—¿Tu madre está bien? —preguntó Polly. Siempre le había caído bien a la madre de Chris, pero su expresión se había vuelto más seria y taciturna a medida que las cosas empezaban a irles mal.
Intuyó que Chris fruncía el ceño al otro lado de la línea.
—Dice que se está cansando de mí. Lo mismo que te pasó a ti.
—Chris… —dijo Polly, intentando no irritarse—, no me cansé de ti. Las cosas iban mal, ¿no te acuerdas?
Se produjo un largo silencio.
—Sí, claro que lo recuerdo —contestó él con un deje amargado.
Polly se mordió el labio.
—Bueno, he pensado que podría ir a verte, ¿no? —le preguntó aún a la defensiva, como si esperara que ella le diera un no por respuesta.
Polly pensó en el pequeño piso, en todo lo que estaba sucediendo, en el hecho de estar esperando una llamada de Tarnie. No era el mejor momento. Pero claro que tenía que verlo. Por supuesto que tenía que verlo.
—¿Y? —insistió él al ver que no respondía de inmediato—. ¿Qué ocurre, has pasado página?
Polly sabía que esas palabras tan bruscas eran producto de las inseguridades de Chris.
—Bueno, no, ya sabes… Claro que puedes venir. Por favor, hazlo.
—Kerensa dice que estás en el quinto pino, en una isla llena de locos.
—¿Ah, sí?
—Me vendría bien un poco de paz y tranquilidad. Mi madre me tiene la cabeza como un bombo.
Polly sintió una repentina frustración. No pudo evitarlo. Por fin estaba pasando página, por fin empezaba a superarlo. Apenas había pensado en Chris, la verdad. Había enterrado el dolor y la amargura, y se había concentrado en otras cosas. Pero eso no era justo para él.
—Sí, claro —le dijo—. Ven cuando quieras.