56

El taxi circulaba por la carretera que conducía a la playa de La Malvarrosa, cuando Mariana y Alejandra terminaron de leer. Alejandra tenía un nudo en la garganta. No podía regresar al hotel así, sin saber qué había querido decir Jorge. Por qué las envió al Anboto sabiendo que sólo encontrarían una tumba. ¿En qué se había equivocado?

La imagen de la hija de María Francisca se le había grabado en la retina, con su camisón arrugado y sus ojos azules, tan parecida a su madre que cualquiera que hubiera conocido a Xisca a esa edad no habría caído en el engaño. Pero los niños cambian, se les alarga la cara y acaban perdiendo ese aspecto de ángel recién bajado del cielo que hace que en el fondo se parezcan unos a otros.

No podía quedarse de brazos cruzados. Ahora no. Ahora que por fin podía ofrecerle a Xisca la reparación a tanto sufrimiento. Jorge tenía que explicarle muchas cosas, demasiadas, como para que ella se sentase a esperar cuál sería su siguiente paso.

Mariana continuaba con la carta en la mano, atónita todavía por la visión de su nieta, llorando en silencio, con la mirada clavada en la letra de Xisca. La niña la había llamado abuela con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho cientos de veces. ¡Abuela! Aquella palabra había actuado sobre ella como si tuviera poder para transformarla. Sólo una palabra, una simple palabra la convirtió de repente en la madre de otra madre, como si realmente le correspondiese el derecho a que la llamasen así.

Ninguna sabía lo que estaba pensando la otra, pero, a unos pocos metros del hotel, las dos hermanas se miraron a los ojos y, como si se hubieran comunicado sólo con la mirada, Alejandra se adelantó en su asiento para tocarle el hombro al chófer.

—¡Vuelva! ¡Por favor! ¡Llévenos otra vez a la masía!

—Pero, señora…

—¡Por favor, se lo ruego!

Y había tanta súplica en sus palabras que el conductor dio media vuelta y las llevó de nuevo a la finca.

La cancela estaba cerrada con una cadena sujeta por un candado, y el pasiego la custodiaba con los perros, liberados de sus correas y ladrando como antes.

—¡Dígale al señor que necesito hablar con él! —le dijo Alejandra—. No le robaré mucho tiempo.

El pasiego protestó, estaba seguro de que su señor se enfadaría si les permitía el paso por segunda vez, pero ante la insistencia de Alejandra —y la amenaza de que no se moverían de allí hasta que no las recibiesen— se dirigió a la casa grande sin haber abierto aún la cancela. Al cabo de unos minutos regresó, volvió a atar a los perros, abrió la cancela y le hizo un gesto a Alejandra para que pasara.

—El amo sólo hablará con usted. —Y luego miró a Mariana—: Me ha dicho que la señora se quede en el taxi y que no pase de aquí.

Alejandra protestó, no le parecía digno que Jorge la obligase a caminar seiscientos metros para encontrarse con él, y menos que Mariana tuviese que esperar en la puerta, sin cruzar siquiera la puerta que daba acceso a la finca. Pero el pasiego se mostró inflexible.

—Está bien —dijo Mariana—. Ve tú a hablar con él. Al fin y al cabo, esa era nuestra primera intención. ¡Anda! ¡Entra! A mí no me importa esperar aquí.

Alejandra se bajó del automóvil, no sin volver a protestar, y caminó por el sendero bordeado de palmeras, con el firme propósito de hacerle ver a Jorge su incorrección, rayana en el desprecio. Pero no llegó hasta la casa. A unos metros de la cancela, la esperaba Jorge recostado sobre el brocal de una de las fuentes del jardín.

—Sabía que volverías.

—Y yo nunca pude imaginar que nos tratarías como a dos malhechoras.

—Lo siento, Alejandra, pero Mariana no es bienvenida en esta casa. ¿Dónde está Munda?

Alejandra estaba furiosa, pero, al oír el nombre de Munda, recordó el ataúd de su hermana en el centro del panteón familiar, junto a su sobrina y el cofre del pequeño Jaime, y no pudo contener las lágrimas. Jorge sacó un pañuelo del bolsillo y se lo extendió sin dejar de mirarla. Su mirada no tenía nada que ver con la del hombre que las había recibido unos minutos antes. Ahora sus ojos parecían cálidos, dulces, como los de un amigo al que se reencuentra después de mucho tiempo, y su tono de voz había dejado de ser desafiante.

—¿Qué sucede, Alejandra? No pretendía ofenderte. ¡Entiéndeme! No puedo fiarme de las intenciones de Mariana. Deberías haber venido con Munda.

—Ella ya no podrá venir nunca —respondió Alejandra sin parar de llorar—. Encontró al niño en Durango. Ahora reposan juntos al lado de Xisca. Parece ser que arrastraba un cáncer de pulmón desde hacía tiempo.

—¡Vaya! Lo lamento de verdad. María Francisca no me dijo que estuviera enferma.

—Nadie lo sabía.

Jorge le pasó la mano por el hombro para tratar de calmarla.

—A Munda no le gustaría verte así. Tienes que ser fuerte. Sé que lo eres, y ahora tenemos que hablar de muchas cosas, Alejandra, cosas que nos desbordaron a todos y que nos hicieron mucho daño.

Habían pasado doce años desde que le dejó en el altar y, aunque lo habían hablado cuando se encontraron en el balneario de Las Arenas, casi un año después, Alejandra nunca le había pedido perdón. Y, de pronto, ante aquella mirada, experimentó un malestar que la obligó a tratar de excusarse.

—Verás, Jorge, yo…

Él la interrumpió.

—No sigas. El pasado es pasado. Ahora tenemos que pensar en Blanca.

Y Alejandra estuvo de acuerdo. El pasado sólo es arena depositada en el globo inferior de un reloj. Tiempo de arena silenciosa y quieta, que sólo tiene sentido si una mano la hace girar y le devuelve el movimiento. Y ella estaba allí para darle la vuelta en nombre de María Francisca, no en el suyo. De manera que retomó el tono acusatorio con el que había empezado la conversación.

—Sí, hablemos de Blanca, y de por qué le hiciste creer a Xisca que la buscabas, cuando en realidad vivías con ella.

Jorge ignoró su acritud y respondió con un suspiro y una mirada cargada de culpa, brillante, húmeda, contenida, tan sincera que Alejandra volvió a echarse a llorar.

—¿Qué pasó, Jorge, por qué participaste en el engaño? Xisca confiaba en ti.

—Yo no supe la verdad hasta hace un mes. Inmediatamente llamé a Xisca y se lo conté todo. La tuberculosis ya la había invadido. No quiso que la niña la conociese en ese estado.

Alejandra se apoyó en el brocal de la fuente y aspiró una bocanada de aire para controlar el llanto. Imaginó a su sobrina entre la alegría de haber encontrado a su hija y la desesperación de no abrazarla. El tiempo perdido de los besos y las caricias, y la seguridad de no poder recuperarlos.

—¿Y no supo lo del niño? Ella nos habló de sus hijos.

—Yo aún no sabía con certeza lo que había sucedido con él. Supuse que no había sobrevivido al parto, pero preferí que Xisca muriese creyendo que a él también le encontraría.

—No lo entiendo, Jorge. La niña ha vivido aquí todo el tiempo. ¿Qué tenías que encontrar? Se parece tanto a mi sobrina que es imposible no reconocerla. Es igual que ella cuando tenía su edad.

—También se parece a mi hermano. Diría que, más aún, a su madre adoptiva.

—Adoptiva, no, Jorge. Es una niña robada.

—Es cierto. Ahora, lamentablemente, lo sé. Pero cuando pensaba otra cosa sólo veía en ella los ojos de mi hermano y la cara y los gestos de mi cuñada. Las cosas no son tan sencillas como quisiéramos. Creo que Jaime eligió a mi cuñada precisamente por su parecido físico con Xisca. ¡Escúchame!

Y Jorge le contó cómo supo que aquella niña, que él creía hija de Jaime y su mujer, llegó desde Durango en brazos de la partera.

Jaime engañó a su hermano como a todos los demás. Incluso simuló que le ayudaba, proporcionándole información sobre posibles ciudades en las que Xisca debía buscar a la niña que él tenía en su propia casa: Zamora, Tineo, Sevilla y tantas otras a las que María Francisca acudió tras las pistas que Jorge le proporcionaba sin saber que eran falsas.

Cuando Jaime murió, su esposa se refugió en su cuñado y encontró en él la dulzura que nunca le dio su marido. Y la dulzura se fue tornando poco a poco en algo más. Surgió sin querer, sin buscarlo, pero entre ellos nació una relación que, aunque al principio se negaron a reconocer, los llenaba a ambos de paz. Un sentimiento tranquilo, pausado, una unión que se fue reforzando sin que se dieran cuenta. Y cuando terminó el periodo de luto, decidieron casarse.

En la noche de bodas, él le dijo que quería tener muchos hijos, y ella se echó a llorar. Todavía no le confesó que no podía ser madre porque los corsés le habían desplazado la matriz y se le habían atrofiado los ovarios, dejándola estéril, vacía, sin haber sentido nunca la humedad de la sangre. Pero cada mes, cuando le rechazaba en su cama fingiendo que le habían llegado esos días en que el marido no debía tocarla, volvía a llorar desesperada. Hasta que, poco antes de la muerte de Xisca, le confesó la verdad. Jaime se casó con ella sabiendo que no podría ser madre. Pero no le importó, porque él tenía la solución. Se encargaría de encontrar a una madre soltera que quisiera deshacerse del niño, y ella sólo tendría que simular un embarazo en secreto. Y así lo hicieron. Los padres de ella también cayeron en el engaño. Habían llevado a su hija en varias ocasiones a un médico de Madrid, quien les había asegurado que los desarreglos de su hija se curarían con el matrimonio. Y en Alicante, su tierra natal, no habían hablado nunca de sus desarreglos, eran cosas de familia que se quedaban en casa, por lo que, en las pocas ocasiones en que la joven los visitaba estando encinta, nadie sospechó que lo que tapaba su ropa era un almohadón que crecía todos los meses. De vez en cuando, Jaime se ausentaba durante unos días y volvía diciéndole que pronto estaría todo arreglado. Hasta que una noche, cuando aún no se habían cumplido siete meses de su supuesta gestación, volvió de uno de sus viajes con Lula y con Blanca. Ella nunca supo de dónde las había traído, pero supuso que venían del norte, por el acento de Lula y porque esta siempre le contaba a la niña historias sobre una diosa de un monte de Vizcaya.

Un día, por casualidad, escuchó como su marido y su cuñado hablaban en voz baja sobre unos niños robados que Jorge estaba buscando. Ella escondió la cabeza debajo del ala y, mientras Jorge buscaba a los niños, miraba para otra parte. Su hija era suya y de nadie más.

—Pero no lo es —le dijo Jorge cuando escuchó su relato, odiándose a sí mismo por no haber compartido las sospechas de María Francisca—. ¿Te has parado alguna vez a pensar en el sufrimiento en que ha vivido su verdadera madre?

—Yo también he sufrido. Pero he criado a mi hija feliz.

—¡No es tu hija, por el amor de Dios! ¿Y el niño? ¿Nunca preguntaste nada?

Jorge había levantado la voz, excitado por la impotencia, indignado ante la burla en la que había intervenido, y culpándose por haberse dejado manipular como una marioneta. Su mujer no paraba de llorar.

—Jaime nunca habló de él, y con Lula me prohibió tratar del asunto. Me dijo que, si se enteraba de que le había preguntado algo, se las llevaría otra vez a las dos.

—¡Maldito sea Jaime! ¡Maldito el día en que lo llevé a Toledo! ¡Tienes que decirle a Blanca la verdad! ¡Su madre está llorando por ella desde hace once años!

Ninguno de los dos reparó en que la puerta del dormitorio se había abierto, ni en que la niña los miraba con los ojos asustados y llenos de lágrimas.

Jorge se había levantado y se había colocado de espaldas a su mujer, frente a la ventana, tapándose la cara con las manos. Su esposa gritaba sentada en el borde de la cama.

—No puedo hacer eso, Blanca es mía. ¡Es mi hija!

En ese momento, escucharon el golpe de la puerta al cerrarse, y los pasos de la niña corriendo hacia su cuarto.

Alejandra miraba a Jorge sin interrumpirle. Indignada. Sin parpadear. Pensando en María Francisca y culpándose ella también de haberle llevado la desgracia cuando le presentó a Jaime, el día de su petición de mano. La maldad existe, y puede elegir un objetivo para ensañarse con él y destruirlo sin parpadear.

El agua salía del surtidor de la fuente, y caía sobre un pilón en el que nadaban decenas de nenúfares. Jorge se mojó las manos en el chorro y se las pasó por la nuca. Casi no podía respirar. Se había puesto tan rojo que Alejandra temió que estuviera sufriendo una congestión.

—¿Te encuentras bien?

—No es nada. Un mareo sin importancia, se me pasará enseguida.

—¿Por qué no nos lo contaste a Munda y a mí cuando vinimos a verte?

—Necesitaba tiempo para que Blanca se hiciese a la idea. Dejó de hablarle a mi esposa durante más de un mes. Sólo hablaba conmigo, se pasaba el día llorando y pidiéndome que la llevase a conocer a su madre.

Jorge había llamado a Xisca para explicarle el engaño en el que habían vivido los dos. Y le prometió que encontraría al niño. Pero no podía moverse de Valencia, Blanca le necesitaba. A los pocos días, la niña recibió la carta que leyeron Alejandra y Mariana en el taxi, y poco después, la noticia de que su madre había muerto.

—¿Por eso nos enviaste a Durango? ¿Para qué encontrásemos nosotras al niño?

—Lula me lo contó todo. La acorralé diciéndole que pagaría con la cárcel el robo de los recién nacidos. Pensé que mientras vosotras atabais los cabos sueltos del Anboto, yo podría ir preparando a Blanca para que os conociera.

Jorge no dejaba de echarse agua en la cara y en la nuca. No hacía calor, el sol de diciembre calentaba el ambiente como en un día de primavera, pero él continuaba sofocado como si se encontrasen en pleno mes de agosto.

—Os estaba esperando. Pero no podía imaginar que fuese Mariana la que se presentase aquí. —Y la miró fijamente como si fuese a hacerle una promesa, endureciendo el tono de voz—. ¡Escucha, Alejandra! No voy a permitir que Mariana le destroce la vida a Blanca. La única madre que le queda ahora es mi mujer. La queremos como si fuera nuestra. Ella siempre ha sido feliz aquí, y así debe seguir siendo. Tú podrás venir a visitarla siempre que quieras, pero Mariana no es bienvenida en esta casa.

Alejandra contempló los nenúfares de la fuente y bajó la cabeza. No podía explicarle el cambio que había experimentado Mariana a raíz de la muerte de Munda. Eso tendría que demostrárselo ella misma a la niña cuando tuviera ocasión de conocerla, y debía ser Blanca la que decidiese si quería darle o no esa oportunidad a su abuela.

—No voy a discutir contigo sobre Mariana —le dijo endureciendo ella también el timbre de voz—: comprendo tus recelos; sin embargo, no estoy de acuerdo en que seas tú quien tenga que decidir dónde va a ser más feliz la niña. Yo soy su tía, me une a ella el mismo parentesco que a ti. Creo que es Blanca quien tiene que decidir si se viene conmigo y tú vas a visitarla siempre que quieras.

—Sólo tiene once años. No puedes someterla a esa disyuntiva.

—Fue su propio padre quien hizo que tarde o temprano tuviera que planteársela. El daño viene de lejos, y tu mujer contribuyó a agrandarlo. No sé si Blanca podrá perdonarla alguna vez. A mí, desde luego, me costaría mucho hacerlo.

La cara de Jorge se volvía más roja por momentos. Alejandra mojó el pañuelo y se lo puso en la frente. No le gustaría estar en su posición. En realidad, la decisión a la que tendría que enfrentarse Blanca era la misma que le estaba hirviendo a él en la cabeza, sometiéndole a una presión que le salía por todos los poros de la cara. Él había buscado a esos niños con el pleno convencimiento de que haría todo lo posible para que regresasen a los brazos de su madre, pero ahora se encontraba en el lugar opuesto: Alejandra le estaba pidiendo que arrancase a Blanca del lado de su mujer y del suyo propio, con los argumentos que él habría utilizado para hacer lo mismo con los hipotéticos padres adoptivos.

—¡Escucha! —continuó Alejandra para tranquilizarle—. No es algo que tengamos que decidir en este momento. Voy a casarme el mes que viene. Me gustaría que Blanca estuviese en mi boda. Sería una bonita forma de comenzar.

Jorge la miró con cierta tristeza.

—¿Te casas?

—Sí, y esta vez no le haré daño a nadie dejándole en el altar.

Ambos sonrieron y se miraron como si aquella frase pudiera curar las heridas que sangraban desde hacía demasiado tiempo.

—La boda será el 6 de enero. Pregúntale a Blanca si le gustaría llevar los anillos. Será una ceremonia discreta, sólo la familia y algunos amigos íntimos. ¿Lo harás?

—Dale tiempo, Alejandra, está demasiado confundida. Ya veremos.

—Esperaré tu llamada. Dile que la queremos.