5
A finales del verano de 1898, una tarde en que regresaba del cigarral de la señorita Inés, Munda se encontró con don Ramón en la biblioteca de su casa y comprendió que ya no podía evitar la conversación que la esperaba desde que había llegado a Toledo dos años atrás.
Al ver al sacerdote, la joven se excusó y se dispuso a marcharse, pero don Ramón la retuvo sujetándola fuertemente por un brazo y la obligó a mirarle a los ojos.
—¡Por una vez, va a escucharme usted, Esclaramunda!
Don Ramón llevaba un rosario enredado en la mano izquierda. Algunas tardes, después de las clases, el sacerdote se quedaba en el cigarral para dirigir a las mujeres en sus oraciones. Generalmente, rezaban en la sala de visitas y solían terminar mucho antes de aquella hora, pero, aquella tarde, el sacerdote había decidido informar a Mariana de sus temores acerca de la influencia pecaminosa que Munda ejercía sobre Alejandra, por eso se encontraba en la biblioteca. La casualidad, o quizá la providencia, quiso que pudiera comunicárselos a ella directamente.
—¿Se da usted cuenta de la situación de peligro en que está colocando a la señorita Alejandra?
—¿Peligro, dice usted? No supone ningún riesgo tener los ojos abiertos; más bien al contrario. Yo diría que el peligro está en mantenerlos cerrados.
—El peligro reside en no saber dónde se encuentra el maligno.
Munda se echó a reír. Había visto al maligno muchas veces, naturalmente que sabía dónde estaba: en las fábricas textiles que administraba su hermana, donde las mujeres permanecían de pie catorce horas seguidas y se permitía que los niños trabajasen desde los siete años; en el campo, donde los medianeros veían amanecer y anochecer, para arrancarle a la tierra los frutos que después tenían que repartir con el amo aunque la mitad que les quedase no llegara para todas las bocas que tenían que alimentar; y también en su propia casa, donde las criadas eran las primeras en levantarse y las últimas que se iban a dormir, sin un minuto de descanso, la mayoría de ellas sólo a cambio de la manutención y la cama, y las más afortunadas de unos sueldos de miseria que prácticamente las convertían en esclavas.
Pero todo eso ya lo sabía don Ramón. No hacía ninguna falta que ella se lo recordase.
—¿Y usted? ¿Ha visto al maligno alguna vez?
El sacerdote la miró como si quisiera traspasarle el alma.
—Algún día, tendrá que dar cuentas a Dios de sus actos, señorita Esclaramunda. Le aconsejo que piense en ello cuando haga su examen de conciencia. Si es que lo hace alguna noche.
—Mi conciencia está muy tranquila. Le agradezco su interés, pero no depende de usted.
—En eso estamos de acuerdo. Si de mí dependiera, sujetaría mejor esas cuerdas que le permiten moverse a su antojo.
—No me cabe la menor duda, reverendo. Usted no sólo me ataría corto, sino que me ataría para siempre, y bien fuerte. ¡Eso sí, después haría usted sus cuentas con Dios!
—¡No sea blasfema! ¡Descreída! No añada más vergüenza a su persona utilizando el nombre de Dios en vano.
Munda le devolvió la misma mirada, dura e inquisitiva, con la que él la taladraba, y le sonrió como si sus palabras no pudieran herirla.
—Descreída, sí, pero blasfema, no. Le aconsejo que revise ese concepto. Parece que la injuria no la controla usted demasiado bien.
Don Ramón cerró la mandíbula con fuerza, tratando de permanecer impasible mientras Munda se daba la vuelta para marcharse con una sonrisa todavía en los labios. La joven había reducido el polisón de sus faldas hasta el descaro. Ninguna de sus feligresas se atrevería a llevar esas ropas, y mucho menos estando de luto, él no lo consentiría. ¡Y, por supuesto, tampoco consentiría su afición a fumar! A ninguna señorita de Toledo le permitiría semejante extravagancia. ¡Aquella joven era un potro sin domar! Pero esta vez había saltado por encima de lo más sagrado. ¡Tanta irreverencia rayaba en lo sacrílego! No podía dejarla marchar sin que escuchase lo más importante que tenía que decirle, por muy desagradable que le estuviese resultando aquella conversación. Así es que, antes de que Munda cruzase la puerta del gabinete, se colocó frente a ella y la obligó de nuevo a mirarle a los ojos.
—Una última cosa, Esclaramunda. Espero que cuando le llegue la última hora no tenga que decir como otras pecadoras que he conocido: la que soy saluda a la que pudo ser.
Munda conservó su sonrisa y se dio media vuelta dejándole en medio de la habitación, solo y erguido, intentando que no se le descompusiera la cara arrugada. Segundos después, Mariana le rescató de su posición y le rogó que le contase el motivo por el que se le veía tan pálido.
La marquesa y el sacerdote permanecieron encerrados en la biblioteca durante más de dos horas; después, Mariana avisó al mayordomo para que acompañase a don Ramón a la salida y le despidió iniciando un besamanos que él abortó de inmediato.
—No, amiga mía, eso déjelo para cuando me hagan obispo.
Al día siguiente, después de rezar el ángelus con toda la servidumbre —una costumbre que paralizaba las calles de Manila a las doce del mediodía y que Mariana se llevó consigo a Toledo—, la marquesa le pidió a su hermana Munda que la acompañase a su gabinete.
—He tenido mucha paciencia hasta ahora. Pero has cruzado ya todos los límites. Si no estás dispuesta a vivir como una Sotoñal, este no es tu sitio.