19
Dos días después del entierro de María Francisca, Alejandra y Munda tomaron el primer tren que salía para Valencia desde Madrid con la esperanza de encontrar alguna pista que las condujese hasta los hijos de su sobrina, si es que existían.
Nada parecía tener sentido. Se habían embarcado hacia la capital del Turia movidas por una mera intuición, casi a ciegas, con las últimas palabras de María Francisca resonándoles todavía en la mente.
Nadie había oído hablar jamás de los hijos a los que Xisca había nombrado, pero tenía que ser cierto que había sido madre. La muerte nos pone siempre frente a la verdad, aunque sea en forma de delirio. Si sus palabras habían sido producto de la fiebre, según defendía Mariana, con más motivos debían de ser ciertas. No hay delirio que no se asiente sobre una base real que nos ha perturbado previamente.
El único hilo del que podían tirar Munda y Alejandra se encontraba en Valencia; Mariana tenía que saberlo, pero estaba claro que, si lo había ocultado hasta entonces, jamás lo admitiría si no le presentaban alguna prueba irrefutable.
En el vagón de cola, junto al equipaje, viajaba embalado en una manta el cuadro de madera que Shishipao había rescatado del fuego. Alejandra conocía muy bien su procedencia; no obstante, lo había visto tantas veces sobre la puerta del dormitorio de Xisca que, a fuerza de contemplarlo día tras día y año tras año, lo había interiorizado como un elemento más de la decoración y había perdido para ella su significado.
No había vuelto a pensar en lo mucho que aquel adorno semicircular significaba para su sobrina hasta que llegó al cigarral de Munda, el día después del entierro, y esta se lo mostró.
—Mariana pretendía quemarlo. ¿Te fijaste en cómo lo miró María Francisca antes de morir?
Pero Alejandra no había reparado en ello, ella sólo miraba a su sobrina y lloraba. Le acariciaba la cabeza, como cuando era pequeña, y le decía que se iba a poner bien, que no se preocupase, que ella estaba allí para cuidarla, como cuando era un bebé y Mariana le permitía tratarla como a una muñeca más de su colección.
Alejandra tenía diez años cuando María Francisca nació, poco después de llegar los Camp de la Cruz a Filipinas.
Al principio, cuando supo que su hermana estaba embarazada, Alejandra se había resistido a ser desbancada como la menor de la familia, pero Mariana se las arregló para que viviera la llegada de la niña como una novedad, involucrándola en sus cuidados como si se tratase de un juguete. Y Alejandra la disfrutó desde el primer día.
Mariana las miraba embelesada, se reía a carcajadas cuando la niña hacía una de sus gracias y las llenaba de besos.
De vez en cuando, aunque era Shishipao la encargada del aseo del bebé, la propia Mariana la bañaba, le peinaba sus rizos rubios y la vestía con la ayuda de Alejandra, quien se sentía la niña más afortunada de Manila con aquel juguete que su hermana mayor le dejaba compartir con ella.
Sin embargo, tras la muerte del primer hijo de Mariana cuando Xisca apenas contaba dos años, la madre dejó de tocarla. Desde aquel desgraciado accidente, María Francisca sólo recibió de la marquesa una educación estricta y rígida que la convirtió en la niña más retraída que Alejandra hubiera conocido. Nunca más recibió un beso de su madre ni esta la cogió en brazos. Eso sí, estaba pendiente de que no se cayese, de que se mantuviera derecha y de que utilizase las fórmulas de cortesía adecuadas para cada ocasión: «Sí, por favor», «No, gracias», «¿Puedo levantarme de la mesa?»; pero nunca más le permitió un «Te quiero, mamá» o un «Cuéntame un cuento». Mariana estaba tan obsesionada por la seguridad de la niña —a quien la muerte de su hermano había convertido en la única heredera del marquesado, después de ella misma— que se olvidó de quererla.
Y mientras Xisca crecía, bajo la vigilancia de Mariana y con los cuidados de su niñera, para compensar el desapego con el que la trataba su madre, sus tías la colmaban de atenciones.
La pequeña se hacía querer. Había heredado la belleza de las mujeres Camp de la Cruz: sus ojos azules, su porte de dama noble y su piel de porcelana; pero, por encima de todo, había heredado la bondad y la sonrisa de la abuela materna: siempre dispuesta a devolver el cariño que recibía como si se tratase de un regalo. Parecía un animalillo indefenso que demandara con todo su cuerpo que le acariciasen el lomo.
Tanto en Manila como en Toledo, antes de trasladarse a Madrid, Alejandra y Munda procuraban protegerla de las rigideces y la frialdad de su madre, y, después —cuando esta no estaba presente, porque, cuando lo estaba, era imposible sin que se enfadase con ella—, Shishipao tomó el relevo y se convirtió en su refugio. Xisca siempre la llamaba Pao-Pao y, a Alejandra, tal vez porque Mariana se refería a ella como a «mi hermana», la bautizó con el nombre de Nana.
En cierta ocasión, poco antes de ingresar en el Colegio de Doncellas Nobles, Alejandra la encontró debajo de la cama, llorando aterrorizada porque había mojado las sábanas por la noche.
—Por favor, Nana, no se lo digas a mi madre. Ha sido sin querer. No volveré a hacerlo. Te lo prometo.
La niña no había cumplido aún siete años y no era la primera vez que se despertaba empapada; más bien al contrario, había sufrido el mismo episodio en incontables ocasiones, pero Alejandra nunca la había visto así de nerviosa.
—¡Tranquila, tesoro, no pasa nada!
Pero Xisca no dejaba de llorar, doblada sobre sí misma y tapándose la cabeza con las manos.
—¡Sí pasa! ¡Sí pasa!
—A todos se nos ha escapado alguna vez. ¡Ven conmigo!
En ese momento, entró Shishipao en la habitación con la bandeja del desayuno y, al ver el cerco de las sábanas, estuvo a punto de dejarla caer al suelo.
Alejandra la miró desconcertada, no había motivo para tanto nerviosismo.
—¿Qué pasa, Shishipao?
—¡Nada, señorita! Por favor, váyase de aquí, yo me encargaré de todo. ¡Váyase, por favor!
—Pero ¿qué pasa? —insistió Alejandra.
María Francisca miró a su niñera sin dejar de llorar y le suplicó.
—¡No se lo cuentes, Pao-Pao! ¡No se lo digas!
Alejandra no salía de su asombro. Tanto ella como sus hermanas habían mojado la cama cuando eran pequeñas, pero, al margen de una sonora reprimenda por parte de Mani con la consiguiente advertencia de que la próxima vez las castigaría sin postre, no había tenido mayores consecuencias.
En cuestión de segundos, Shishipao cogió a Xisca, le cambió el camisón y retiró las sábanas mojadas. Alejandra se encontraba de espaldas a la puerta, que siempre permanecía abierta por órdenes de la marquesa, y le preguntó a su sobrina:
—¿Qué es lo que no puede contarme Pao-Pao?
De pronto, la niña dejó de llorar y Shishipao, que se disponía a hacer la cama con ropa limpia, se cuadró como un soldado ante la presencia de su superior.
Alejandra oyó a sus espaldas la voz de Mariana, que acababa de entrar en el dormitorio, como cada mañana, para revisar las sábanas de su hija:
—Que esta noche dormirá en las caballerizas para que haga sus necesidades sobre la paja, como los animales. ¡Eso es lo que no te puede contar!
Alejandra la miró sin creerla.
—¿De qué estás hablando? Sólo tiene seis años.
—Pero dentro de nada cumplirá siete. Y no puede ingresar en el colegio con esa vergüenza a cuestas. —Mariana señaló a su hija e hizo un gesto de repugnancia—. ¡Mírala!
María Francisca se encontraba de pie, con su camisón limpio recién puesto, tratando de sofocar los gemidos que no conseguía controlar. Por sus piernas corría un hilo de orina que terminaba en una mancha de humedad sobre la alfombra.
Su madre la cogió por la nuca y la sacó a empujones de la habitación mientras le gritaba.
—¡Cochina! ¿Ahora también te lo haces despierta?
Alejandra corrió tras ellas y sujetó a su hermana por un brazo.
—Pero ¿qué vas a hacer? ¿No comprendes que eso no puede controlarse?
Sin embargo, Mariana se zafó de la mano de su hermana y continuó andando por el pasillo, camino de las cuadras.
—¡No te metas en esto, Alejandra! ¡No te concierne!
—Me concierne mucho más de lo que a ti te gustaría. Si no sueltas ahora mismo a la niña, le contaré qué pasaba con nosotras cuando teníamos su edad. ¡Suéltala!
La marquesa aflojó la mano con la que sujetaba a su hija y se volvió hacia Alejandra. Su hermana tenía razón: ninguna de ellas había controlado sus esfínteres hasta bien mayores, aunque tampoco habían tenido la presión de la entrada en el Colegio de Doncellas Nobles, un privilegio que su hija podría perder si continuaba levantándose empapada un día sí y otro también.
—¡Yo sé lo que hago!
Cuando sintió que su madre aflojaba la presión, María Francisca la miró con la esperanza de que la dejase volver junto a Shishipao, que permanecía en la puerta de la habitación sin atreverse a moverse.
—¡Lo siento, mamá! No lo volveré a hacer.
—¡Silencio! ¡Los niños no hablan hasta que no les preguntan los mayores! ¿Te he preguntado yo algo?
La niña bajó la cabeza e hizo un gesto de negación que, lejos de tranquilizar a su madre, pareció enervarla aún más.
—¡Contesta con la boca! ¡Ahora es cuando tienes que hablar! ¡Vamos! ¡Responde! ¿Te he preguntado algo?
Los gritos de la marquesa alertaron a las doncellas que estaban arreglando las habitaciones del piso superior. Una de ellas acababa de accionar el mecanismo de una de las lámparas de araña que colgaban del techo del pasillo para situarla a la altura de su cabeza con objeto de limpiarla. La presencia encolerizada de Mariana le hizo accionar el mecanismo a más velocidad de la debida y la lámpara se precipitó contra el suelo, con el consiguiente tintineo de cristales que acabaron esparcidos por la alfombra, la mayoría rotos o desprendidos de los brazos de la araña.
Al oír el estruendo, Mariana se volvió hacia la doncella y la paralizó con la mirada. La lámpara había pertenecido a la familia desde mucho antes de que la electricidad llegara a Toledo, como el resto de las que adornaban los techos del cigarral. La criada no sólo había destrozado un objeto de incalculable valor que había acompañado a la familia en todos sus desplazamientos —desde Toledo a Mallorca y Alejandría, y de allí a Manila y vuelta a Toledo—, sino que había ultrajado el recuerdo de su madre, quien siempre había cuidado sus cosas como si formasen parte de ella misma.
—¿Tienes idea de los años que tardarás en pagar este desastre?
La criada se arrodilló y trató de recomponer lo irremediable. Sus manos sangraban mientras recogía las lágrimas de cristal de Bohemia que el sueldo de toda su vida no alcanzaría a pagar.
Mariana volvió a sujetar a su hija por la nuca y caminó despacio por el corredor hasta situarse a la altura de la doncella.
—¡Fuera de mi vista! Que alguien más cuidadoso que tú recoja este desaguisado y lo mande al cristalero. ¡Ya arreglaremos cuentas tú y yo!
Después continuó andando hacia las cuadras y encerró allí a María Francisca hasta el día siguiente.
Como castigo para la doncella, desatendiendo los ruegos de Alejandra para que no lo cumpliera, concertó con don Ramón su encierro en el convento de las Madres Reparadoras de Madrid, donde trabajaría en la limpieza junto con prostitutas y ladronas durante quién sabía cuántos años hasta saldar la deuda que había contraído con la familia.
A Alejandra le pareció tan cruel el castigo, y tan desproporcionado, que desde el instante en que la doncella salió del palacio escoltada por dos guardias civiles dejó de dirigirle la palabra a su hermana.
Continuaron yendo juntas a misa todos los días y sentándose a la mesa para el desayuno, la comida y la cena, atendidas por dos mozos de comedor que les servían y retiraban los platos con el mismo ceremonial de siempre, pero en medio de un silencio que ninguna de las dos estaba dispuesta a romper.