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Después de su entrevista con Jorge, Alejandra y Munda regresaron al hotel de la playa de La Malvarrosa y se dedicaron a repasar lo que habían sacado en claro.

—¡Veamos! —comenzó Munda con los ojos fijos en el cuadro del ángel—. Jorge dice que no merece la pena que vayamos al Duranguesado, pero yo no estoy tan segura. Me extraña que en todos estos años no haya averiguado nada. Si es verdad que ayudó a Xisca, algún rastro tuvo que encontrar. Creo que oculta más de lo que muestra.

—No sé, Munda —respondió Alejandra—. Yo creo que deberíamos empezar a buscar en el origen. Va siendo hora de que hablemos con Mariana.

—¿Y por qué nos iba a decir a nosotras lo que nunca le confesó a su hija, sabiendo que sufría lo indecible?

—Porque ahora no tiene sentido guardar el secreto. Ya lo ha perdido todo. ¿Recuerdas cuando fuimos a Toledo para el cumpleaños de Xisca? Yo me quedé con ella mientras vosotras ibais a dar un paseo. Estaba muy preocupada por saber sobre qué habíamos hablado en la habitación. Yo le dije la verdad, que nos había estado enseñando sus dibujos y que la habíamos encontrado muy triste. Ella se puso en guardia y me preguntó qué había dibujado. A mí me extrañó que no lo supiera, porque siempre le había fiscalizado todo, pero Xisca le había prohibido entrar en su gabinete y ella lo estaba respetando.

—¡Eso es! —dijo Munda acercando la lupa al cuadro del ángel—. Xisca me dijo que lo había pintado ella y que esta era la razón de su vida. Pensé que hablaba de ingresar en la masonería, porque el dibujo era claramente masónico. Pero ahora ya no hay duda: la razón de su vida eran sus hijos. ¿Recuerdas sus cuadros?

—Todos eran de montañas con nubes.

—Así es. Y mira lo que hay detrás de las alas del ángel.

Alejandra se acercó a la sobrepuerta y observó la pintura. Detrás del ángel, tapados parcialmente por las alas extendidas que rozaban las dos pilas de libros, se apreciaban unos montes con las cimas envueltas en niebla.

—¡Son las montañas de los cuadros!

—¿Te das cuenta? Siempre pintaba la misma montaña.

Las dos hermanas se miraron sonriendo, seguras de que habían encontrado el camino por el que empezar a buscar. Aquella montaña, repetida una y otra vez en los cuadros de Xisca como una obsesión, sólo podía tratarse de la que Jorge les había hablado.

—¡Tiene que ser el Anboto! —dijeron al mismo tiempo.

Munda le entregó la lupa a su hermana y le pidió que se acercase para ver los detalles del cuadro, cuyo marco, en forma de media luna, María Francisca había cuajado de ramas de roble y bellotas doradas.

—¡Mira! Fíjate en las hojas. ¡Son de roble! El árbol simbólico de la masonería es la acacia, y la fruta de la sabiduría, la granada. Debería haber pintado ramas de acacia o granadas.

—¿Qué puede significar?

—He leído en algún sitio que el roble es el árbol sagrado de Vizcaya. No puede ser casualidad. ¡Hay que averiguar qué pasó en el Anboto! Mañana nos volvemos a Madrid. Yo iré al Anboto y tú irás a Toledo para hablar con Mariana. Pregúntale por qué ordenó quemar los cuadros y el cuadro del ángel. Y procura que no sepa que lo tenemos nosotras.

Esa misma tarde tomaron el tren para Madrid y, al día siguiente, viajaron en sentidos opuestos, Munda hacia el norte y Alejandra hacia el sur, con la convicción de que encontrarían el origen de la historia de Xisca.

Alejandra llegó al palacio de Sotoñal sin anunciar su visita. Quería encontrar desprevenida a Mariana, sin darle tiempo para preparar las mentiras a las que las había acostumbrado.

Shishipao le abrió la puerta con los ojos hinchados y enrojecidos.

—¿Qué ocurre Pao-Pao? —le preguntó Alejandra poniéndole la mano en la espalda—. No tienes buen aspecto.

—Ayer vino don Andrés. Dice que nos tenemos que ir, señorita. Tenemos que irnos de aquí.

—¿Y estás triste por eso? Este palacio es demasiado grande, seguro que tendrás menos trabajo cuando os mudéis.

—¿Adónde, señorita Alejandra? La señora marquesa no para de decir que nos hemos quedado sin techo. ¡Sin techo! ¿Adónde vamos a ir?

—¿Todavía no ha buscado alternativas?

—¡Ay, señorita! Yo no sé lo que es eso, pero no creo que le guste a la señora. Dice que nadie la echará de su palacio. ¡Nadie!

—Pues no le quedará otro remedio. No sufras, Pao-Pao. Todo tiene solución.

—¡Menos la parca que se ha llevado a nuestra niña! ¡Mi niña! ¡Consumidita de tanto llorar! ¡Dios la tenga en su gloria y le dé consuelo, porque en este mundo no lo encontró! ¡Pobre niña!

—¿Qué sabes del cuadro del ángel de su habitación?

—Lo único que sé es que lo repintaba cada vez que le llegaba una carta. Y luego lo volvía a poner en su sitio ella misma. No dejaba que nadie lo tocase. Ella lo descolgaba y lo volvía a colgar.

—¿Leíste alguna de esas cartas?

—¡Pues claro que no, señorita! ¿Por quién me ha tomado usted? ¡Claro que no!

—Me refiero a si te las enseñó alguna vez.

—Nunca. Las guardaba encerradas en su cómoda. ¡Encerradas y bien encerradas! La señora marquesa se las llevó cuando estábamos lavando a la niña para ponerle el sudario. ¡Pobre niña mía!

A Alejandra se le humedecieron los ojos. Abrazó a Shishipao y contuvo el llanto a duras penas.

—Dile a mi hermana que la espero en la biblioteca.

A los pocos minutos, las dos hermanas se encontraban por primera vez después del entierro de María Francisca. Mariana apareció en la biblioteca vestida completamente de negro, abatida como Alejandra no la había visto nunca. Tenía cuarenta y nueve años, pero cualquiera diría que rondaba los sesenta. Sólo conservaba unos cuantos mechones rubios en la nuca, el resto de su pelo era una mata asombrosamente blanca, recogida en una trenza medio deshecha que ni siquiera se había anudado sobre la nuca como solía hacer, sino que le colgaba sobre un vestido que le llegaba hasta las pantorrillas, recto y sin forma, demasiado ancho para su cuerpo.

Después de darse dos besos sin apenas rozarse, Mariana se dirigió directamente al escritorio y le pidió a Alejandra que tomase asiento frente a ella. Luego abrió un cajón y sacó el convenio que había firmado con Jaime a cambio de entregarle la mano de su hija, y la obligaba a desalojar el palacio.

—¡Menos mal que estás aquí! —exclamó alargando el brazo para entregarle el documento a Alejandra—. Tú eres abogado. Algo habrá que podamos hacer.

Pero Alejandra ya lo había leído muchas veces. El acuerdo decía que el uso del palacio pasaría a Jaime Sánchez Mas y a sus herederos cuando María Francisca faltase, hasta entonces, la marquesa gozaría del usufructo, pero no de la titularidad. El palacio de Sotoñal, que había pertenecido durante más de cuatro siglos a la familia Camp de la Cruz, era el beneficio que Jaime exigió a sus inversiones en los negocios de Mariana, el resto, prácticamente no le importaba. Cuando se acordaron aquellas estipulaciones, a la marquesa no se le pasó por la cabeza que podría sobrevivir a su hija y, ahora, ya era tarde para lamentarse. Mariana había firmado el acuerdo en la creencia de que conseguiría convencer a su hija para que se casara con Jaime. El heredero del marquesado heredaría también los bienes de su padre y que, por lo tanto, el palacio volvería a la familia Camp de la Cruz. Y Jaime lo firmó guardándose las espaldas, por si sus planes se daban la vuelta y Xisca no caía en la farsa que habían orquestado para que cayese en sus redes.

—Ya lo estudié en su momento, Mariana. Tienes que cumplir lo que firmaste.

—¿Y si me niego?

—Podrían desalojarte a la fuerza.

Mariana apoyó los codos sobre el escritorio que había pertenecido a la familia desde hacía varias generaciones y que ahora usaba de prestado, y se tapó la cara con las manos.

—¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! ¡Echarme así de mi propia casa! ¡Qué van a decir en Toledo!

—Eso deberías haberlo pensado antes. ¿No crees?

Alejandra hubiera querido recordarle los motivos por los que se encontraba en aquella situación. Su hermana había construido un castillo de naipes que se había derrumbado y que en aquel momento se había convertido en un montón desordenado de cartas marcadas. Mariana se merecía que le recordasen que había sido ella la que había repartido un juego lleno de trampas que se habían vuelto contra ella sin posibilidad de revancha. Pero se había echado sobre la mesa y había roto a llorar. Su mundo se le había caído encima arrastrado por un maremoto que ella misma había provocado y que se lo había llevado todo.

Jamás la había visto sumida en tal desesperación, abandonándose como si alguna vez hubiera tenido alma y acabase de encontrarla. Durante un rato, Alejandra se mantuvo en silencio, contemplando cómo se derrumbaba hasta convertirse en una figura inerte sobre la mesa.

—Escucha, Mariana —le dijo al fin—, la vida no se termina aquí. No te queda otro remedio que empezar otra vez. Si quieres, puedes mudarte al cerro del Emperador. Munda y yo seguiremos afrontando todos los gastos.

Mariana levantó la cabeza y la miró. Seguía teniendo la belleza de las mujeres Camp de la Cruz, pero en sus ojos acuosos ya sólo quedaba el recuerdo del orgullo que las caracterizaba.

—¿Estás segura? ¿Harías eso por mí?

—Sólo te pido dos cosas a cambio.

—Si está en mi mano…

—La primera, que don Ramón no vuelva a pisar mi cigarral y que tú no vuelvas a la catedral. En la ermita de la Virgen del Sagrario hay misa diaria; yo seguiré acompañándote allí siempre que quieras.

—¿Y la segunda?

—Que me des las cartas de Xisca.

Mariana dio un respingo sobre la silla como si le hubiesen nombrado al diablo. Hacía tiempo que su relación con don Ramón se había enfriado. El clérigo había caído en desgracia con el arzobispo y, desde entonces, apenas acudía al palacio, por lo que a Mariana no le costaría cumplir la primera condición; oiría su misa diaria en la ermita donde se habían oficiado los funerales por las víctimas de las selfactinas, quizá fuese una señal de Nuestro Señor para reparar la culpa que pudiese corresponderle en el accidente. Además, así se alejaría de las habladurías que provocaría en Toledo su cambio de residencia. Pero las cartas de María Francisca eran otra cosa.

—¿Qué cartas?

—Lo sabes perfectamente.

Y de pronto, como por arte de magia, aquel cuerpo, que había estado sobre la mesa como un muñeco sin vida, volvió a convertirse en el de una marquesa.

—¡Ah, esas cartas! Lo siento, querida, las quemé.