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La primera vez que comprobó con sus propios ojos que Munda tenía razón en insistirle a Mariana en que mejorase las condiciones de las trabajadoras de sus fábricas textiles fue durante uno de los veranos que pasó en el cigarral, seis meses después de que el falso emperador de China la engatusara con sus sampaguitas.

Una mañana, cuando volvían de misa, se encontraron al contramaestre de las hiladoras esperando a Mariana en el porche, visiblemente nervioso.

—¡Señora marquesa, ha ocurrido una desgracia! ¡Una de las máquinas se ha venido abajo! ¡Hay dos mujeres atrapadas!

Mariana ordenó a Shishipao que se llevase a María Francisca a la casa, y al contramaestre que fuese a avisar a don Ramón. Después se dirigió al cochero y le ordenó que la llevase a la fábrica.

Alejandra subió al carruaje antes de que su hermana pudiera evitarlo. Si no hubiese sido porque no había tiempo para discusiones, la habría obligado a bajar, pero el capataz la apremiaba, y Mariana la dejó en la berlina con la condición de que permaneciese allí cuando llegasen a la planta de hilados.

Alejandra no la obedeció. Cuando alcanzaron su destino, salió del carruaje y se horrorizó con la escena que las esperaba.

Decenas de mujeres lloraban abrazadas unas a otras, con sus delantales blancos manchados de sangre. Junto a ellas, había un grupo de niños rodeando a una muchacha con la mano envuelta en un pañuelo empapado de rojo. Ninguno tendría más de diez años. La niña no paraba de llorar en brazos de su madre, que le sujetaba la mano ensangrentada mientras la acunaba moviéndose adelante y atrás. Había perdido tres dedos. En el interior de la nave encontraron a un niño desmayado en el suelo al que un médico trataba de cortarle la hemorragia de una pierna aplicándole un torniquete. Su madre lloraba a su lado tratando de despertarlo. Unos pasos más allá, otro crío gritaba desesperado sujetándose también una pierna vendada.

Pero lo peor las esperaba al lado de las máquinas de hilado.

Hacía veinte años que su abuelo, siguiendo la tendencia de otros fabricantes de telas, había sustituido las viejas hiladoras mecánicas —que requerían la fuerza física de operarios varones para poder manejarlas— por unas hidráulicas a las que llamaban selfactinas, más fáciles de manejar y mucho más ligeras, lo que permitía sustituir a los hombres por mujeres, cuyos salarios, más bajos, abarataban los costes.

Las poleas que sujetaban los husos de una de las selfactinas habían cedido sobre los cilindros donde se enroscaban las hebras de algodón, transformadas en hilos, y habían echado abajo toda la maquinaria. Un amasijo de hierros y de maderas aplastaba a dos mujeres contra el suelo. Una de ellas había muerto en el acto. La que continuaba viva emitía un gemido cada vez que sus compañeras trataban de desplazar las piezas que la aprisionaban. A la primera sólo se le veía la cabeza, inclinada hacia un lado, con los ojos abiertos de espanto.

Olía a sangre y a polvo, y el calor que se respiraba en la planta resultaba asfixiante.

Una de las operarias que trataba de liberar a las víctimas se dirigió hacia Mariana cuando la vio llegar y la miró con una mezcla de odio y estupor que Alejandra no podría olvidar nunca.

—¡Le hemos dicho muchas veces que había que reparar estas máquinas! ¿Y ahora qué? —le gritó—. ¿Qué, señora marquesa?

Mariana le contestó sin inmutarse.

—Tú eres la mujer del encargado, ¿verdad?

—Sí, señora, y mi hijo está ahí al lado gritando de dolor, con una pierna destrozada.

En ese momento, se oyó un gran estruendo. Todas las cabezas se giraron hacia el lugar que ocupaba antes la selfactina. Los hierros que aún permanecían en pie habían aplastado a la mujer que había logrado sobrevivir al primer derrumbe.

Don Ramón acababa de llegar con el contramaestre. Los gritos y los llantos inundaron la nave de hilados mientras el sacerdote se dedicaba a impartir los últimos sacramentos a las víctimas en medio de una completa confusión.

Mariana y Alejandra permanecieron calladas, atónitas ante aquella tragedia que se podría haber evitado. Al cabo de un rato, el sacerdote bendijo a los presentes dibujando la señal de la cruz en el aire y, después, las cogió a cada una por un codo para empujarlas hacia la salida.

—Será mejor que las acompañe a casa. No es conveniente que sigan aquí.

En el exterior las esperaba la mirada acusadora de las operarias, que se iban apartando para dejarlas pasar rodeadas de un silencio que se podría haber tocado con las manos. Alejandra estaba segura de que, en caso de que el coadjutor no las hubiera acompañado, aquel silencio se habría roto en insultos contra ellas.

Don Ramón ordenó a su cochero que volviese solo a la catedral y él siguió a Alejandra y a Mariana hasta su berlina. Nada más sentarse frente a la marquesa, que no había vuelto a pronunciar una sola palabra, se inclinó hacia ella y le habló como si tuviera que consolarla.

—Escuche, Mariana. Ahora hay que ser prácticos; de lo contrario, el germen revolucionario prenderá en la fábrica como una tea. Esta gente tiene que entender que pertenece a una gran familia de la que usted es la madre. ¿Y qué madre no ayudaría a sus hijos cuando están en dificultades? Estaría muy bien que costease el entierro de esas dos pobres desgraciadas y que los médicos de su familia atendieran a los heridos. En cuanto a la fábrica, de momento yo la cerraría y dispersaría a las trabajadoras para evitar problemas. Deles trabajo en las fincas hasta que se enfríen las cosas.

Mariana asentía con la cabeza a cada frase de don Ramón, que continuó con sus consejos hasta que llegaron al cigarral.

—Ahora tiene que mostrarse caritativa. No vendría mal que les entregara una pequeña cantidad a los más perjudicados. Ya lo dijo nuestro Santo Padre en Rerum Novarum: frente a los peligros revolucionarios, hay que propugnar la armonía entre patronos y obreros por medio de la beneficencia.

Al día siguiente, Mariana recibió a todas las operarias en el porche del cigarral. La mayoría iban acompañadas por sus maridos. Se colocaron en fila y Mariana les fue entregando un sobre con el que pretendía callar sus bocas. Cuando le tocó a la mujer del encargado, esta lo rechazó y volvió a encarársele.

—No necesitamos limosna, necesitamos justicia.

Mariana no la miró; se dirigió al encargado, le puso el sobre en la mano y le dijo sin alterar el tono de voz:

—¿No les di trabajo a tu mujer y a tu hijo cuando me lo pediste? Creía que erais más agradecidos. ¡No es de buen cristiano morder la mano que te da de comer!

El hombre bajó la cabeza y cogió el sobre. Su mujer quiso protestar, pero él la cogió por el brazo para que se callase, la apartó de la fila y la increpó en susurros:

—¿Estás loca? ¿Quieres que nos despidan?

Y la arrastró hasta sacarla del porche apretándole el brazo con toda la fuerza de su mano.

Dos días después, en la ermita de la aldea donde estaba situada la fábrica, consagrada a la advocación de la Virgen del Sagrario, Mariana presidió el sepelio que don Ramón ofició por las dos operarias cuyos cuerpos yacían en el atrio, en los ataúdes de pino que la propia Mariana se había encargado de sufragar.

Los maridos de las víctimas flanqueaban a la marquesa, cada uno con un hijo de la mano.

Toledo se había hecho eco de la tragedia y había querido acompañar a las familias afectadas, por lo que muchos de los asistentes no tenían nada que ver con la fábrica. Entre ellos, se encontraba también Munda, que se había colocado en el último banco, a unos metros de distancia de la familia del encargado. Mariana la distinguió al salir. Destacaba por sus vestidos entre el negro de los que abarrotaban la iglesia. No la miró ni le dirigió la palabra, pero en cuanto volvió a su cigarral avisó a sus abogados para que la advirtieran de que no volviese a pisar las fábricas ni a contactar con sus trabajadores.

Al día siguiente, cuando la vio en la puerta de la catedral sonriendo a Xisca y a Alejandra, deseó con todas sus fuerzas no haber tenido nunca aquella hermana.