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Mientras Munda cumplía con sus compromisos con la hermandad, Alejandra asistía a clase en el Colegio Francés de Señoritas en el que su hermana le había conseguido una plaza gracias a los contactos de su logia.
Desde que habían llegado a Madrid, además de a sus tenidas, Munda acudía a conferencias y actos relacionados con lo que se dio en llamar «la cuestión femenina», donde se planteaba la necesidad de mejorar las condiciones laborales en las que se encontraban las trabajadoras de las fábricas —con jornadas interminables y sin derecho a una silla en la que poder descansar—, se luchaba por el derecho a la educación de todas las mujeres y se proclamaba la urgencia de terminar con la minoría de edad de las casadas, sujetas al dominio marital por una ley que las consideraba poco menos que incompetentes para todo.
Los jueves que no asistía a sus reuniones masónicas, Munda organizaba tertulias en el palacete con los amigos que, muy pronto, hizo en los círculos intelectuales en los que se movía; entre ellos se contaban poetas, periodistas, escritores, cantantes de ópera, pintores, diplomáticos, catedráticos y algún que otro político del Partido Liberal.
Mani, a quien Munda había puesto un horario y un sueldo acordes con su forma de pensar, presenciaba todo aquello con el alma permanentemente en vilo, preocupada por el ir y venir de tanta gente en un palacete cuyos salones se habían convertido en lugar de referencia para numerosos hombres y mujeres que huían del boato de la corte y buscaban una alternativa a la política de la reina regente.
—¡Ay, niña Munda! —decía la criada—, ¿no ves que todo esto va contra las leyes de Dios? Él sabe cómo hacer las cosas. Tarde o temprano te va a castigar.
—No sufras, Mani. Dios nos dio la libertad para que la usáramos. ¡No va a enfadarse conmigo porque lo haga!
—¿Que no sufra, dices? ¡Virgen Santa de la Soledad! ¡Si no hago otra cosa!
Pero no era así. Mani disfrutaba viendo desfilar por la casa a las personalidades cuyas fotografías aparecían con regularidad en la prensa. Les recogía la capa o el gabán como si se encontrase ante la encarnación viva de un héroe. Aquellas personas existían de verdad, no sólo en los periódicos que compraba la señorita Munda a diario. Mani los miraba con los ojos llenos de admiración. Se movían y respiraban como ella, la miraban, le daban las gracias por todo y volvían jueves sí y jueves no, envueltos en una fascinación a la que ella no se podía resistir.
Hacía casi sesenta años que el abuelo indiano de Munda la había comprado a un tratante de esclavos que la había cazado como a un animal, en un poblado de África del que apenas tenía recuerdos: sólo los gritos de los cazadores, las redes cayendo sobre su espalda y el llanto, mucho llanto.
Llantos de niños, de mujeres, de hombres, de viejos; de madres sin hijos y de hijos sin madres. Llantos de ríos de lágrimas y de ojos secos, de alaridos y de gemidos apenas audibles, de desesperación y de impotencia.
Y después del llanto, el silencio y retazos de recuerdos que Mani no podía colocar en su sitio: un barco, una jaula, sed, frío, hambre, olor a excrementos, paja mojada, oscuridad, calor, un mercado lleno de gente, miedo, ojos que se posaban en ella, y otra vez el llanto y los gritos, muchos gritos.
Una barraca con el suelo de polvo, mucha miseria y un amo detrás de otro. Hasta que la compró el abuelo de Munda y la llevó a su casa, donde empezó a construir los recuerdos que la compensarían de los años de horror.
En la casa del abuelo indiano se puso el primer uniforme azul celeste, el delantal blanco y el pañuelo de caribeña.
Debía de tener unos doce o trece años, porque ya había tenido su primera sangre, y por primera vez desde que la arrancaron de su poblado de África, sintió que merecía la pena sobrevivir. Allí comió su primera comida sobre una mesa, con una cuchara de palo que no sabía cómo coger, en una cocina llena de mujeres que la besaron, la bañaron y le curaron las heridas del cuerpo y del alma.
En aquella cocina conoció a su niña María, de la que no se separó hasta que se la llevó la tisis; era una niña espigada que la adoptó como a una madre cuando le faltó la suya, y le dio la familia que nunca habría tenido si el abuelo indiano no se hubiera compadecido de ella al verla fregando una taberna inmunda, vestida de harapos y con el cuerpo marcado de golpes.
¡Su niña María! De ella había heredado Munda la piel cetrina, las ojeras y el sentido de la justicia, y con esta estaba viviendo Mani los años más serenos de su vida.
Dos años después del traslado a Madrid, para celebrar la entrada del nuevo siglo, Munda organizó una fiesta de máscaras que ocupó todos los salones de la planta baja del palacete. El único requisito que se exigía a los invitados era que sus antifaces representasen motivos tagalos. En el recibidor ordenó colocar veinte macetones con enormes arbustos de sampaguitas de seda, la flor emblemática de Manila, a la que en España llamaban celinda.
Veinte candelabros de plata resplandecían bajo otras tantas sombrillas filipinas distribuidas por una de las salas a modo de toldos. Las mesas se cubrieron con mantones de Manila sobre los que se sirvió la cena, toda ella constituida por platos filipinos.
En el centro de la sala principal, veinte ramos de margaritas blancas, la flor preferida de su madre. Y colgando de los techos de cada habitación, decenas de farolillos de papel que representaban elementos manilenses típicos: cocoteros, chozas de nipa, mariposas, pavos reales, orquídeas y corales.
Munda y Alejandra se vistieron con el traje más representativo de Filipinas, el María Clara, llamado así en homenaje a la protagonista de Noli me tangere, la novela que convirtió a José Rizal, el ídolo de su querido Manuel y del resto de los independentistas filipinos, en un proscrito.
El María Clara se caracterizaba por sus mangas en forma de alas de mariposa y por una sobrefalda llamada napis, que se ajustaba a las caderas y solía llegar por debajo de las rodillas. Tanto el de Munda como el de Alejandra habían sido encargados directamente a Manila para aquella fiesta. Las dos se cubrieron los ojos con enormes antifaces rematados en plumas.
Junto a la escalera de mármol que daba acceso al primer piso, se colocó un batintín llegado de Mindanao para la ocasión.
A medianoche, todos los invitados se concentraron alrededor del gong para recibir el siglo XX al compás del sonido que la propia Munda le arrancaba con un palo, tan grande que casi no podía sujetarlo, y en cuyo extremo había una enorme bola forrada de lana. Doce campanadas filipinas que terminaron en vítores y deseos de felicidad para el siglo que empezaba.
Alejandra había cumplido dieciséis años hacía unos meses. Se había convertido en una joven espigada y dulce, con el porte de los Camp de la Cruz y la mirada tranquila de su abuela indiana.
Aquella noche, el moreno de su piel y de su pelo contrastaba con el blanco del vestido y de las plumas del antifaz. Parecía una princesa tagala recién venida del archipiélago.
Durante toda la fiesta estuvo acompañada por un joven que acudió disfrazado de emperador chino. Él la había abordado nada más verla y le había ofrecido una sampaguita que había cogido de uno de los macetones. Llevaba una careta que le tapaba la cara por completo y que sólo dejaba adivinar ligeramente sus ojos, pintados como un oriental.
La joven aceptó la sampaguita, impresionada por la perfección de los dibujos de su máscara.
—Creo que se ha equivocado usted de fiesta. Ese chino no parece muy tagalo —le dijo señalando la careta.
—¡Vaya! Pues lo lamento de veras. Sin embargo, usted parece venir de la misma isla de Luzón.
—¿Conoce las islas?
—Vagamente, ¿y usted?
—Vagamente también.
—¿Le queda algún hueco en su libreta de baile?
—Lo siento, no me gustan esas libretas.
—Me alegro, así podrá bailar conmigo toda la noche.
Y lo hicieron. Bailaron hasta que sonó el último compás del último vals. Apenas si hablaron; si acaso, frases cortas y huidizas con las que parecían jugar a esconderse uno del otro, mirándose siempre a los ojos hasta que terminó la fiesta y se despidieron con un besamanos sin haberse dicho sus nombres.
A primera hora de la mañana siguiente, Alejandra recibió un enorme ramo de sampaguitas frescas con una nota escrita a mano.
El imperio de la China debería rendirse ante una mujer que no usa libreta de baile.
Durante toda la fiesta, Munda había estado tratando de averiguar quién era el joven que no se separaba de su hermana. Y lo único que había conseguido saber era que había llegado solo al palacete y que nadie le había invitado. Por lo que, al ver las flores, la asaltó la desconfianza.
—¿Cómo es posible? No es época de sampaguitas. ¿De dónde las habrá sacado? Yo me he vuelto loca buscándolas y me he tenido que conformar con imitaciones de seda. Esto es muy desconcertante, ¿no crees?
La noche anterior, después de la fiesta, no se había atrevido a romper el hechizo con el que el desconocido había envuelto a su hermana, quien se había abrazado a ella para contarle cada detalle de aquella noche maravillosa.
—¡Ah, Munda! Nunca había sido tan feliz.
La abrazaba con una sonrisa que le iluminaba el cuerpo entero. Munda no tuvo valor para borrársela, pero al ver aquel ramo imposible y la tarjeta sin firma se sintió en la obligación de ponerla en alerta.
—Un hombre que no se presenta a sí mismo no es de fiar. No deberías ilusionarte.
Alejandra la miró extrañada. Habría esperado aquella reacción de su hermana Mariana, pero nunca de Munda.
—¿Y desde cuándo crees tú en los convencionalismos? No te estarás volviendo ahora conservadora, ¿verdad?
—No me interpretes mal, sólo te digo que tengas cuidado. La razón debería pesar siempre más que el corazón.
—¿Y dónde colocas los juegos, en la razón o en el corazón? ¡Le he conocido en un baile de máscaras! Podría haberse escondido detrás de cualquier nombre, pero no lo hizo, sólo se ocultó detrás de su careta, como todos los que estábamos allí.
—¿Te refieres a los que recibieron una invitación con su nombre y sus dos apellidos?
—¡No! Me refiero a los que acudieron a la fiesta con una invitación con un nombre y dos apellidos.
—¿Qué quieres decir?
—¡Por Dios santo, Munda! Todo el mundo sabe lo que ocurre en las fiestas de disfraces. ¿O es que comprobaste que detrás de cada antifaz estaba el hombre correcto?
—¡Está bien! ¡Tú ganas! Pero insisto en que tengas cuidado. ¿Lo harás por mí?
Munda utilizó el tono de voz con el que solía ganarse a su padre, zalamero y cariñoso. Alejandra se abrazó a ella con su ramo de flores frescas y su anónimo escrito a mano.
—Te lo prometo, tendré cuidado, pero ya verás como no hace falta.
Una semana más tarde, en la víspera de Reyes, recibió otro ramo idéntico al primero con una nueva tarjeta sin remitente.
Sería el hombre más afortunado de la Tierra si pudiera volver a verla. La espero en el Salón del Prado mañana a las doce. Llevaré una sampaguita en el ojal.
Alejandra le enseñó la nota a Munda y se sorprendió a sí misma pidiéndole que la acompañase, pero no porque temiera nada del joven —continuaba pensando que los recelos de su hermana estaban fuera de lugar—, sino porque no confiaba en poder mantenerse de pie cuando le tuviera delante. Durante toda la semana, no había hecho otra cosa que suspirar, soñar con volver a verle y desear con todas sus fuerzas que él también estuviera soñando con ella.
A Munda siguió pareciéndole extraño el comportamiento del desconocido. Si sus intenciones eran buenas ¿por qué no acercarse al palacete para presentar sus respetos a la familia? No se trataba de un convencionalismo, tal y como le había echado en cara Alejandra, sino de una norma elemental de educación, y la educación no debería ser nunca patrimonio del conservadurismo ni de las rancias convenciones sociales. La educación era un derecho de todos.