36
Alejandra tomó un tren para Toledo unas horas después de que Jaime saliera del palacete, y se dirigió directamente al despacho del notario.
Don Andrés le señaló un sillón y le rogó que tomara asiento, pero ella permaneció de pie. No se trataba de una visita de cortesía. Prefería mantener ciertas distancias.
—Gracias, estoy bien así.
El notario le mostró los poderes que habían firmado, tanto ella como Munda, a favor de Mariana como administradora de las fábricas textiles y del consiguiente reparto de beneficios, tal y como señalaba el testamento de su padre. Luego, le enseñó las cuentas de resultados de los últimos años y los avales de la marquesa a favor de Jaime Sánchez Mas, que le convertían en el potencial propietario de todos los bienes de la familia.
Alejandra se dejó caer sobre el sillón que había rechazado, abatida, sin aliento.
—¿Me está diciendo que estamos arruinadas? —comentó con un hilo de voz.
—Únicamente en lo que concierne al patrimonio que administra la marquesa. El señor Sánchez Mas se comprometió a romper los avales cuando se hiciera efectivo el matrimonio con la señorita María Francisca y, dado que no va a producirse, creo que sí deberíamos hablar de ruina.
La cara de Alejandra estaba tan blanca como la pared que don Andrés tenía a su espalda. Sobre ella colgaba un óleo que representaba un velero en medio de una tormenta. Alejandra posó la mirada en la marina y sintió que su vida se tambaleaba como el barco zarandeado por las olas del cuadro.
—¿El palacio también?
—Lo siento, señorita Alejandra. Me temo que el palacio fue la baza principal del acuerdo. Las fábricas ya no valen prácticamente nada. Hubo que hipotecarlas varias veces para que usted y la señorita Esclaramunda recibieran los beneficios que no daban. Sin embargo, el trato permite que la señora marquesa disfrute del usufructo del palacio hasta la muerte de la señorita María Francisca, Dios la guarde muchos años. En ese momento, el uso del palacio de Sotoñal pasará exclusivamente a la familia Sánchez Mas.
—¿Y el del barrio de los Austrias?
—Se escrituró a nombre de don Jorge.
Alejandra comenzó a temblar. Primero las piernas, después las manos, los ojos, la comisura de los labios y el alma entera.
—¿Sigo siendo la propietaria del cerro del Emperador?
Don Andrés buscó entre los papeles de sus cajones y le extendió las escrituras de la finca y del palacete del paseo de la Castellana.
—Los bienes adjudicados en herencia no se encuentran afectados. Tanto la señorita Munda como usted conservarán su patrimonio intacto. Sigue usted siendo la única dueña del cerro del Emperador, con plenos derechos sobre el inmueble y las fincas aledañas. Los avales sólo afectaban a las fábricas, a las almazaras y al lote de la señora marquesa.
Alejandra cogió las escrituras y le ordenó al notario que revocase todos los poderes que le había otorgado a Mariana.
—Informaré a mi hermana Munda sobre todo esto. En breve se pondrá en contacto con usted para revocar los suyos.
Y se levantó con la intención de marcharse. Don Andrés la acompañó hasta la salida e intentó despedirse con un besamanos, pero ella le dejó el brazo extendido en el aire.
—A partir de este momento, quiero que toda la información relativa a mi familia pase por mis manos. ¡Buenas tardes, don Andrés!
Y salió de la notaría.
Antes de cruzar la puerta del zaguán para salir a la calle, tomó aire, se atusó los hombros como si necesitase limpiarse para desprenderse del sofoco y se dispuso a hacer la segunda visita que la había llevado a Toledo.
La primera le había desvelado el precio que le había puesto Mariana a su hija. En la siguiente quería averiguar hasta qué punto había actuado sola. Recordaba que don Ramón había llegado a Toledo procedente de Valencia; no podía ser casualidad, él también tenía que estar implicado en el asunto.
Se había hecho de noche, las calles, solitarias y envueltas en sombras, le devolvieron el eco de sus pasos. En la plaza de Zocodover, se detuvo ante la pastelería que había preparado su tarta nupcial y trató de tragarse su orgullo para no romper a llorar. En vez de eso, volvió a atusarse los hombros, enfiló hacia la calle Chapinería y se dirigió a la puerta por la que debería haber entrado a la catedral vestida de novia.
Don Ramón se encontraba en la sacristía preparando el viático para su ronda de visitas a los enfermos. La puerta estaba entreabierta. Alejandra la golpeó con los nudillos y esperó.
Al verla, el sacerdote la invitó a pasar con un ademán de la mano y continuó con lo que estaba haciendo.
—Me alegro de que hayas venido, Alejandra. Tienes que explicarme muchas cosas.
Pero ella no estaba allí para dar explicaciones, sino para pedirlas.
—Usted también lo sabía, ¿verdad?
—No te comprendo.
Don Ramón la tuteaba desde siempre. Había sido su preceptor cuando era una niña y a Alejandra nunca le había molestado aquella confianza. Sin embargo, en aquel momento le resultó una señal de paternalismo, una especie de superioridad que el sacerdote utilizaba con algunos de sus feligreses para demostrar quién le debía pleitesía a quién.
—¡Por supuesto que me comprende! Y ahora mismo me va a decir desde cuándo conocía mi hermana a los hermanos Sánchez Mas. A menos que prefiera que le cuente todo al arzobispo. Creo que está pensando en usted para sustituir al obispo auxiliar.
—¿Qué te hace pensar que tu hermana conocía a los Sánchez Mas? —le preguntó mientras continuaba preparando el viático fingiendo a duras penas una sorpresa que nadie que lo conociese habría creído.
—También estoy convencida de que usted los conocía. ¿Por qué no me lo dijo nunca?
—Porque tu historia de amor era demasiado grande para ensombrecerla con una duda. Mariana quería lo mejor para ti, siempre lo ha querido. Si hubieras sabido que había investigado a la familia antes de aprobar tu noviazgo, seguro que habrías puesto en entredicho los sentimientos de Jorge.
—Y además de investigarlo, también le prometió un título si conseguía ser paciente. A cambio, él no dejó de invertir en las fábricas.
—¿Lo ves? Mariana hizo bien en no decirte nada. Jorge no estaba al corriente de los negocios de su hermano.
—Eso no podré creerlo nunca, aunque viva cien años. Vengo de hablar con don Andrés.
—¿Para qué has venido, entonces? Ya lo sabes todo. ¿Qué podría añadir yo?
—¡Puede decirme dónde está mi sobrina! —le contestó Alejandra en un tono áspero y cortante.
—Lo siento, hija mía, en eso no te puedo ayudar.
Alejandra apeló, llorando, a su condición de preceptor para suplicarle que le dijese el paradero de Xisca, pero ni sus lágrimas ni su aspereza tuvieron efecto. Don Ramón era el eterno servidor de Mariana. Sus ambiciones los habían unido. Ella tenía mucho ascendiente sobre el arzobispo, como había ocurrido a lo largo de los siglos con la mayoría de las mujeres de su familia; sus donaciones a la Iglesia y sus actos de beneficencia le conferían un poder que sabía ejercer a su antojo. Hacía tiempo que había manifestado su apoyo a su confesor como posible sustituto del obispo auxiliar, de quien corrían rumores de que pronto tendría su propia diócesis en otra provincia. Don Ramón no pondría en peligro sus aspiraciones al obispado por nada del mundo, y enfrentarse a Mariana sería darlo por perdido.
En cambio, Alejandra no tenía nada que ofrecerle. Le suplicó hasta la humillación, lloró, argumentó todas las razones para liberar a Xisca del dominio de su madre que cualquiera habría aceptado y después se marchó de la catedral con las manos vacías.
En el tren de vuelta a Madrid se juró a sí misma que nunca más volvería a pisar aquel templo. Munda tenía razón en aborrecer a aquel cura: mientras tuviera algo que ganar, siempre se pondría del lado del poderoso, aunque para ello tuviera que sacrificar al inocente.
Un mes y medio después, cuando consiguió dominar la ira que sentía hacia los hermanos Sánchez Mas, hacia Mariana, hacia don Ramón y hacia todo lo que ellos significaban, se encaminó al despacho de Zhuang, a quien no había vuelto a ver desde que se habían iniciado los preparativos de la boda.
—¿Me querrás siempre?
—Siempre, amor.
—¿Hasta tu último aliento?
—¡Hasta mi último aliento!
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—¿Y no te arrepentirás nunca de haberlo prometido?
—¡Jamás!
Alejandra se colocó frente a él, le cogió la cara con las manos y le miró a los ojos.
—Entonces, cásate conmigo.
Y se amaron con los cinco sentidos, dejándose empapar, aislándose del mundo para sumergirse en la nada más absoluta, en el único vacío que nadie sino ellos podía llenar; un espacio sin límites, sin fronteras, sin contornos, sin peso; un lugar en el que únicamente cabían ellos dos, expandiéndose hacia el infinito, etéreos, ingrávidos, aislados del mundo.
Ella sabía que Zhuang no podía casarse sin descubrir su identidad, pero a ninguno de los dos les hacía falta un papel que demostrase que serían uno del otro hasta que la muerte los separase.
Unos meses después, Alejandra se instaló en el número 8 de la calle Relatores, donde ayudaba a Zhuang a esconder a las mujeres que huían de sus maridos y preparaba las demandas que la ley le impediría defender por sí misma en un juicio.
Munda recibió la noticia como algo natural, como si conociera el hecho de que Alejandra se veía con Zhuang desde hacía casi cinco años y hubiera aprobado su relación desde el primer momento.
Ninguna de las dos conocería nunca la razón por la que Xisca se había negado a casarse con Jaime ni que las maquinaciones de Mariana se remontaban a mucho antes de lo que pudieran sospechar, porque, para desgracia de María Francisca, su verdadera historia se había gestado como una calculada partida de ajedrez en la que su madre movía cada pieza.
Tal y como Alejandra suponía, don Ramón tenía contactos con la familia Sánchez Mas desde su paso por la catedral de Valencia y, al contrario de lo que Alejandra pensaba, la boda de Xisca con Jaime sólo había sido un añadido a un plan primigenio que comenzó cuando ella conoció a Jorge en la universidad.
En realidad, al principio, el objetivo de Mariana había sido su hermana pequeña.
En su afán por buscarle un marido que la mereciese, ya que Munda nunca lo haría, había investigado a su prometido desde el momento en que Alejandra le había hablado de él; resultó que don Ramón le conocía desde que llegó al mundo. Él mismo le había bautizado en la catedral de su antigua diócesis.
Jorge pertenecía a una de las familias más adineradas de Valencia, unos fabricantes de muebles que habían empezado su negocio con una humilde carpintería y habían conseguido formar un pequeño imperio financiero.
Por aquel entonces, Jaime se había hecho cargo de todos los negocios de su padre, aquejado este de una dolencia cardíaca, y Mariana había empezado a tener problemas económicos que quería ocultar tanto a sus hermanas como a sus amistades de Toledo.
La crisis había comenzado para ella de la misma forma que para el resto de los empresarios —a raíz de la pérdida de las colonias y el empobrecimiento al que dicha situación había llevado al país— y se había agudizado con el desplome de las selfactinas.
La marquesa tuvo que hacer un desembolso importante para volver a poner la fábrica en pie, y se vio arrastrada por un torbellino del que sólo podría salir si alguien insuflaba nuevo capital en sus empresas, suficiente liquidez como para no verse obligada a declararlas en quiebra. De ahí vino el primer acuerdo con los Sánchez Mas. Mariana se puso en contacto con Jaime y le manifestó su alegría por que Jorge cortejase a Alejandra, al tiempo que le ofrecía la oportunidad de comprar el veinticinco por ciento de las acciones de la fábrica de hilados, cuya cotización había caído más de un veinte por ciento. Las acciones, que no habían cotizado tan bajas desde su salida a bolsa, recuperarían su verdadero valor en cuanto la economía se estabilizase. Los beneficios estaban asegurados.
Por supuesto, Mariana revistió el negocio de toda la parafernalia que le permitió su imaginación para que Jaime pensara que lo único que pretendía era la felicidad de su hermana y, de paso, ofrecerles a los Sánchez Mas una ventajosa participación en sus empresas, ya que ambas familias iban a emparentarse.
Sólo había un detalle que revestía el acuerdo de un cariz de estratagema que a Jaime no le pasó inadvertido: el negocio tendría que mantenerse en secreto y Alejandra nunca podría saber, ni siquiera sospechar, que su hermana le había invitado a asociarse con ella, y mucho menos que conocía a la familia Sánchez Mas. Don Ramón actuaría siempre de intermediario.
De hecho, los nuevos socios no se conocieron físicamente hasta que Alejandra anunció su compromiso cinco años después. Para entonces, la bola había ido creciendo hasta hacerse ingobernable, y lo que había empezado como una participación minoritaria en la fábrica de hilados se había convertido en el control absoluto del patrimonio de los Camp de la Cruz, con el palacio de Sotoñal incluido.
Esa fue la razón por la que a Mariana se le ocurrió ofrecerle al joven empresario la mano de su hija, nada más conocerle en la cena que unió por primera vez a las dos familias. No había mejor forma de recuperar lo que había perdido.
Jaime le pareció un joven desenvuelto y decidido, con modales mucho más refinados de lo que había supuesto, dada su procedencia. Después del recital de María Francisca, le pidió que la acompañase al jardín para dar un paseo y comenzó a sondearlo.
—De manera que sigue usted soltero, amigo mío —le dijo como si hablase por hablar.
—Pero no por mi gusto, señora marquesa. Le dedico demasiado tiempo a mi trabajo. No podría cortejar a una dama como es debido.
Mariana se echó a reír, divertida y desenfadada.
—Pero ¡eso habría que solucionarlo, querido Jaime!
—¡Qué más quisiera yo! Pero ni siquiera tengo tiempo de acudir a las fiestas sociales. No sabría cómo abordar un cortejo.
—¡Ah! Un joven tan apuesto como usted no encontraría problemas. Estoy segura de que muchas jovencitas estarían encantadas de que se fijase en ellas. ¿Acaso no ha visto cómo lo miraba mi hija?
—Es una muchachita preciosa. Le sobrarán pretendientes con más aptitudes que las mías.
—¡Desde luego! Pero ninguno que la merezca.
—¿Una estrella difícil de alcanzar?
—En la dificultad está lo más interesante del juego, querido Jaime. Hacen ustedes una pareja encantadora.
—Me ruboriza usted, marquesa. Ni en sueños podría imaginar optar a tamaño privilegio.
—¡Quién sabe! Dicen que una boda siempre trae otra. Sería de lo más curioso que las dos familias volvieran a emparentarse.
Él se dio cuenta enseguida de que Mariana había estudiado con anterioridad hasta el último detalle de la conversación, pero la dejó actuar, sibilina y manipuladora, como si él no llevase consigo desde Valencia las mismas intenciones. No en vano, a lo largo de los cinco años anteriores, mientras Jorge soportaba en silencio la espera que le había impuesto Alejandra ajeno a lo que se estaba fraguando, él había ido tejiendo una tela de araña alrededor de la fortuna de la casa de Sotoñal para, llegado el momento, caer sobre ella y sobre todos sus títulos. Acariciaba la idea de convertirse en el futuro marqués desde que había sabido que, para cuando se llevase a cabo el enlace de su hermano, la hija de su socia estaría en edad casadera. El matrimonio con Xisca le daría al apellido Sánchez Mas el brillo del que había carecido siempre, y él, como Jorge, también sabía esperar.
El joven no soportaba que las familias de rancio abolengo mirasen a la suya por encima del hombro. De modo que el hecho de convertirse en marqués le atraía por partida doble: la pequeña María Francisca le había parecido tan encantadora como retorcida la madre, y el matrimonio con ella le daría la oportunidad de pavonearse ante la alta sociedad valenciana de igual a igual.
Siempre había soñado con una casa blasonada y con llevar un anillo de ágata en el dedo meñique, como los jóvenes herederos de Valencia con los que tenía que codearse debido a sus negocios —siempre estirados, presumiendo de su alcurnia, menospreciando a los que como él procedían de familias trabajadoras, aunque sus fortunas no llegasen ni a la décima parte de la suya.
—¿Cree usted que tendría alguna posibilidad? —le preguntó a Mariana satisfecho de que ambos jugasen al mismo juego.
—Sólo hay un problema —contestó ella ansiosa por que su patrimonio perdido volviese a la familia—. Mi hija es bastante tímida y tiene la cabeza llena de ideas románticas. Usted la ha impresionado, de eso no me cabe la menor duda, pero tendrá que actuar con rapidez, porque si no, se replegará sobre sí misma y terminará por rechazarlo.
Pero Mariana se equivocaba. El caldo necesita su tiempo de cocción; de lo contrario, sólo sabe a agua caliente.
María Francisca reaccionó mal a las prisas. A Jaime nunca le había supuesto un problema conquistar a una mujer; en su caso, el problema venía después de enamorarlas, cuando las familias le consideraban un advenedizo. Sin embargo, en aquella ocasión, cada vez que le dedicaba un piropo a la joven heredera, ella lo recibía con tanto recelo que llegó un momento en que el joven estuvo a punto de abandonar. Y lo hubiera hecho si Mariana, viendo que el asunto no progresaba, no le hubiera invitado a permanecer en Toledo, con la excusa de ayudar en los preparativos de la boda de Alejandra.
Durante dos semanas recorrió la ciudad imperial con su presa, tratando de atraerla con sus señuelos, pero cada vez estaba más convencido de que no había nada que hacer. María Francisca se le escurría sin remedio.
—Lo siento, Mariana, pero creo que deberíamos olvidarnos del asunto —le dijo a la madre cuando vio que no obtenía resultados.
Y fue entonces, al ver que su patrimonio se alejaba, cuando Mariana le planteó la solución que demostraba hasta dónde era capaz de llegar para recuperarlo.
—Los hombres apuestos como usted tienen muchas armas para provocar lo irreparable. Yo estaría dispuesta a mirar a otro lado si las utilizase todas.
—No la comprendo.
—Yo creo que sí. —Y le guiñó un ojo mientras señalaba a su hija como una madame en una casa de citas.
—¿Está usted pensando en lo mismo que yo, señora marquesa?
—Estoy pensando en que una boda es la única salida para ciertos deslices. Si sabe utilizar bien sus armas, estoy segura de que vencerá. Si lo consigue, estaría dispuesta a cederle uno de mis títulos después de la boda, como una dote que María Francisca aportaría al matrimonio. ¿Qué le parece el condado de Casasaltas? Eso sí, mi palacio tendría que volver a registrarse a mi nombre.
Tal y como había calculado Mariana, la idea de pertenecer a la nobleza, sin tener que esperar a que María Francisca heredase el marquesado, revivió en Jaime el deseo de igualarse a la clase social que lo había menospreciado tantas veces.
—¡Trato hecho! —respondió de inmediato—. Pero me gustaría que añadiese algo más a su oferta.
—¿No le parece bastante?
—Es usted muy generosa. Pero si voy a ser conde, me gustaría que mi hermano lo fuese también.
—Tiene usted mi palabra, querido. Será un hermoso regalo de bodas para mi hermana Alejandra.
Y con esa promesa, Jaime se embarcó en el último intento de conseguir los favores de la escurridiza hija de su socia.
El resto se le fue de las manos. Y después ya no hubo vuelta atrás.
María Francisca se ofuscó en un exagerado dramatismo del que no había manera de sacarla, y demostró, con sus remilgos, la misma altanería que la madre. La casta era la casta. Las mujeres Camp de la Cruz eran todas iguales: soberbias, arrogantes y con aires de grandeza.
Jamás podría olvidar la cara de Jorge cuando supo que no se celebraría la boda, ni las de sus padres, ni el murmullo que invadió la catedral, un zumbido comparable al que produce una plaga de langostas que lo devora todo a su paso, un hazmerreír innoble y vergonzoso, la peor de todas las ofensas que se le podía hacer a un hombre: convertirlo en el objeto de todas las burlas.
¿Cómo iban a contar en Valencia que una familia de mujerzuelas engreídas había jugado con ellos? ¿Cuántos desplantes tendrían que soportar? Otra vez la alta sociedad se había burlado de quienes osaban compartir sus privilegios, consiguiendo llegar hasta sus casas blasonadas, sus consejos de administración y sus hijas casaderas, sin una sola gota de sangre azul en las venas.
Pero la venganza es un plato demasiado apetitoso y a él le sobraba tiempo para esperar a que se enfriase.