28
Los novios se dirigieron a Toledo en un automóvil que el padre de Jorge le había regalado unos meses antes de que este se convirtiera en abogado.
El verano acababa de empezar, pero el calor ya era prácticamente insoportable. Mariana los esperaba en el jardín del palacio de Sotoñal con una recepción a la que había invitado a lo más granado de Toledo.
Bajo las sombras de la arboleda y de los parterres, se respiraba el aire templado de las últimas horas de sol. La marquesa estaba radiante. Hacía un par de años que había sustituido sus ropas de alivio de luto por las de color, y para aquella ocasión se había comprado un vestido de tafetán de seda azul bordado de perlas.
Mariana se sentía orgullosa de la elección de Alejandra: un joven rico y educado, perteneciente a una familia de fabricantes de muebles, digna de emparentar con los Camp de la Cruz, por lo que había averiguado, respetuosa con las leyes de la Iglesia y amante de las buenas costumbres. No podía pedir más para su hermana pequeña.
En aquel primer encuentro, fijaron la fecha de la boda para el último día del verano. Mariana les regalaría el palacete de ladrillo rojo del barrio de los Austrias frente al que Alejandra se había detenido cientos de veces cada vez que iba a visitar a Zhuang. Ya no estaba disponible, pero Mariana sabría cómo convencer al nuevo propietario para que se lo vendiese.
En la placa que colocarían en la fachada, cada uno figuraría con su nombre, y en cada asunto que les llegara al despacho, Alejandra tendría los mismos derechos y obligaciones que Jorge, por mucho que las leyes dijeran lo contrario; fue la única condición que le puso para aceptar compartir su vida con él.
La marquesa le rogó a Alejandra que le permitiese ocuparse de los preparativos. Los Sánchez Mas se alojarían en el palacio de Sotoñal tanto para la boda como para la fiesta de pedida que también Mariana se encargaría de organizar.
En ausencia de hombres en la familia, acordaron que el hermano del novio actuaría como padrino de bodas. El enlace se celebraría en la catedral de Toledo, como era obligado, y el banquete en el palacio de Sotoñal. Mariana se encargaría también del menú, el mismo que se había servido en la boda de Alfonso XIII con la reina Victoria Eugenia unos años atrás. El postre sería una sorpresa que la marquesa encargaría en la mejor pastelería de Toledo, especializada en mazapanes.
La novia saldría del cerro del Emperador, donde se expondrían los regalos de los invitados. Mariana habría preferido que lo hiciera desde su palacio, pero Alejandra había tomado posesión de su herencia hacía dos años, el cigarral era su casa y le parecía una extraordinaria ocasión para estrenarla. Además, accedió a la petición de organizar la boda a la manera de su hermana con una sola condición, la misma que le había puesto a Munda antes de salir de Madrid: que dejasen atrás sus diferencias durante aquellos días y, la semana anterior al enlace, toda la familia se trasladase a vivir otra vez al cerro del Emperador, desde donde ella saldría vestida de novia.
Alejandra estaba convencida de que el encuentro en el cigarral volvería a convertirlas en aquella piña que viajaba unida en el barco que las había traído desde Manila, huérfanas del hombre que les había enseñado que los sueños deben perseguirse, por muy peregrinos que sean.
Munda había aceptado a regañadientes. Lo había hecho por Alejandra, porque ella había conseguido un sueño que parecía imposible: no sólo había estudiado una carrera universitaria en una España en la que las mujeres habían tenido que luchar incluso para acceder a la enseñanza secundaria, también había conseguido que Jorge esperase cinco años por ella y les demostrara a todos que la paciencia tenía sentido, que el amor puede crecer aunque la distancia y el tiempo vayan en su contra.
Por otro lado, aunque imaginaba que el encuentro con Mariana sería un fracaso, Munda estaba emocionada. Sería un buen homenaje a sus padres volver a ocupar el cigarral donde fueron felices. El hecho de que la comitiva nupcial saliera desde su casa sería una forma de tenerlos a ellos también presentes en la boda. Pero, por encima de todo, le emocionaba pensar que, después de doce años, compartiría techo otra vez con María Francisca, el mejor aliciente que podía ofrecerle su vuelta al cerro del Emperador.
Mariana aceptó trasladarse al cigarral inmersa en los mismos sentimientos contradictorios. Habría preferido que la novia saliera del palacio —y no estaba muy segura de que no surgiera algún contratiempo con Munda—, pero merecería la pena el intento de volver a sentirse una familia.
Un mes antes de la boda, la marquesa encargó a una fábrica de Alemania un automóvil sin capota, un Mercedes Benz de seis plazas del que se había encaprichado cuando apareció en la revista Blanco y Negro en una noticia sobre una boda real austríaca. María Francisca, Munda y ella se trasladarían a la iglesia en el descapotable y la novia lo haría en la carroza del siglo XVIII que había conducido a su abuela y a su bisabuela al altar, tirada por cuatro caballos empenachados.
El mismo día de la boda, María Francisca cumpliría diecisiete años. La joven nunca había sentido tantas emociones juntas como en aquellos meses previos a la ceremonia.
Acostumbrada a una rutina marcada por las rigideces y la falta de afecto de su madre, la vida se había convertido de repente en una aventura de la que ella también era protagonista.
La monotonía había sido su día a día hasta que Alejandra se presentó en el palacio de Sotoñal para hacer oficial su compromiso con Jorge. Hasta entonces, las jornadas se habían sucedido iguales unas a otras y, de no haber sido por la afición a la lectura que le había transmitido Alejandra y porque había descubierto que se le daba muy bien dibujar, su existencia le habría parecido un infierno inútil.
Mariana la vigilaba constantemente. No recordaba un solo día en que su madre no hubiera supervisado cómo se vestía, qué cuadros pintaba —ninguno digno de colgar en una pared, según el criterio de su madre— o cómo se comportaba cuando las señoras de Toledo iban a tomar el té al palacio.
Una de las cosas que más detestaba su madre de ella era su tendencia a enrojecer por cualquier motivo. Mariana no podía soportar cuando comenzaba a encendérsele la cara y se quedaba muda ante los cumplidos que le hacían sobre su aspecto. En más de una ocasión, su madre la había disculpado ante sus amigas sin que a ella le hubiera dado tiempo a reponerse. Siempre utilizaba la misma expresión, que no hacía sino aumentar su bochorno:
—¡Discúlpala! Es muy retraída.
Y la miraba como si quisiera taladrarla. María Francisca bajaba entonces la cabeza y se odiaba a sí misma por su falta de carácter, así que su madre volvía a disculparla.
—¡No sé de quién habrá heredado tanta timidez!
Mariana tampoco soportaba su incapacidad para tratar a los criados como le correspondía a la dueña de la casa, y se lo hacía notar constantemente, ya fuera a solas o incluso delante de ellos.
—¡Por Dios santo! ¡Parece que les estés pidiendo un favor! —solía decirle—. ¡Tienes que mostrar más autoridad! ¿O es que acaso no sabes lo que es eso?
Sin embargo, desde que Alejandra le había comunicado su decisión de casarse con Jorge, su actitud hacia ella había cambiado.
La casa parecía haberse vuelto loca. Su madre iba y venía de allá para acá atendiendo un sinfín de encargos: las telas de los vestidos que llevarían en la fiesta de pedida y en la boda, las pruebas de la modista, los tocados, los zapatos, la porcelana de Limoges en la que se serviría el banquete, la cristalería de Bohemia, la cubertería de plata terminada en oro, las invitaciones, el lugar de la mesa que ocuparía cada invitado, los regalos que no paraban de llegar y se enviaban al cerro del Emperador, y decenas de detalles más que Mariana preparaba como si en ello fuera la honra de la casa de Sotoñal. Xisca nunca la había visto tan abstraída en una actividad. Parecía diferente, más capacitada para expresar sus emociones, más sensible, más humana. Era como si la boda de Alejandra la hubiera rescatado del glaciar en el que vivía atrapada desde hacía siglos, como si aquella boda la devolviera a la vida y en ella culminaran todos los esfuerzos que había hecho por merecer el título centenario que había heredado. Tal era su concentración en los preparativos que María Francisca sintió que, por primera vez, aflojaba la cuerda con la que la amarraba desde que su hermano muriera hacía quince años.
Cualquiera diría que se trataba de una madre que casaba a su hija. Una madre como todas las madres, nerviosa y entusiasmada, preocupada por organizar una boda perfecta.
Los días se convirtieron en un ir y venir de criados que limpiaban sobre limpio las alfombras, las lámparas, los suelos, la plata, los dorados y cualquier rincón que ordenara la marquesa. Todo tenía que estar reluciente y en su sitio para recibir a la familia Sánchez Mas.
A finales de julio, dos meses antes de la boda, tuvo lugar la fiesta de pedida. Los padres y el hermano de Jorge llegaron de Valencia poco antes de la hora de cenar. Tras las presentaciones de rigor, los invitados se instalaron en sus habitaciones, descansaron y se cambiaron para participar en el primer acto oficial que compartirían con la familia de la novia.
Alejandra había llegado de Madrid el día anterior. Munda le había pedido que la liberase de aquel compromiso, por lo que no participaría en la cena.
La primera impresión que le produjo a Mariana la familia del novio fue muy satisfactoria. Desde el principio, Alejandra se dio cuenta de que enseguida habían tomado confianza, como si se conocieran de antes. Es más, en el instante en que su futuro cuñado inició el besamanos para saludar a la marquesa, Alejandra tuvo la extraña sensación de que había vivido aquel momento con anterioridad, como si el recuerdo se adelantase una fracción de segundo al acto que lo provocaba. Le había ocurrido lo mismo con Jorge hacía un mes, cuando este se había inclinado y acercado sus labios a la mano de Mariana. Alejandra se estremeció a causa de la sensación de vivir aquel encuentro por segunda vez; sin embargo, aunque le resultó desagradable, no le dio la menor importancia: aquellas cosas pasaban con frecuencia y su felicidad era demasiado grande como para distraerse pensando en ellas.
Mariana había ordenado que se sirviera la mesa en el comedor principal del palacio —que sólo se usaba para ocasiones especiales— con todo el boato y la pompa que la casa de Sotoñal debía ofrecer a sus invitados.
Todos vestían de gala. Ellas, con sus joyas más selectas y sus trajes —bordados de azabache, perlas diminutas o cristales— rectos por delante y con algo de volumen por detrás, acabados en una pequeña cola. Y ellos de esmoquin, elegantes y sobrios.
Por su tamaño, a la mesa podrían haberse sentado veinte personas. Mariana ocupó una de las cabeceras y el padre del novio la otra. A la derecha de Mariana, la madre del novio, y este, a su izquierda; a la derecha del padre del novio, la novia; a su izquierda, Xisca, y a la izquierda de Xisca, entre ella y la madre del novio, el joven más atractivo que había visto jamás, el primer hombre que la haría sentirse diferente, única, hermosa y afortunada.
Atendía por el sobrenombre de Jaque, equivalente al Jaime que le habían dado en la pila bautismal, aunque, después de las primeras palabras de cortesía que se dirigieron unos a otros, manifestó que el apelativo le desagradaba.
—Parece nombre de perro.
—No le gusta que le llamemos Jaque fuera de casa —dijo su madre sonriendo—, pero ahora estamos en familia, ¿no es así, querido?
Él también sonrió y se mostró condescendiente.
—Tampoco me gusta que me lo llamen en familia, pero es una batalla perdida. Ustedes pueden llamarme como les plazca —dijo mirando a sus anfitrionas y levantado su copa de vino—, de todos modos les responderé encantado.
Mariana miró a María Francisca como si la estuviera invitando a participar en la conversación, pero al verla dudar tomó ella la palabra sin dejar de mirar a su hija.
—También mis hermanas llaman por un mote a María Francisca, ¿verdad, Xisca?
A Xisca se le subieron los colores. La palabra mote para referirse a su nombre le pareció ofensiva. Se lo había puesto Munda en honor a una de sus amigas mallorquinas y a ella siempre le había parecido un regalo, al contrario que a su madre, quien, tal vez porque provenía de Munda, lo encontraba vulgar y estrafalario. Ella nunca la había llamado así, pero, desde que la familia política de Alejandra se había sentado a la mesa, todos sus actos parecían encaminados a provocar la simpatía de Jaime hacia ella.
Mariana volvió a mirarla para forzarla a dar su opinión y, a pesar de que resultaba evidente que Xisca no se sentía a gusto con el tema, continuó hablando sin importarle que la estuviera incomodando.
—A Xisca, sin embargo, le encanta su mote. Se lo puso mi hermana Munda, que nació en Palma de Mallorca; allí es muy común. Ya la conocerán en otro momento. Hoy no ha podido venir. Es una persona muy especial, por decirlo de alguna manera. Alejandra, como imagino que les habrá contado Jorge, nació en Alejandría, por eso lleva ese nombre, en honor a la ciudad. Y yo en Toledo. Mi hija nació en Manila, cuando las Filipinas aún formaban parte de la Corona. Pero tenía tres años cuando nos trasladamos aquí, y de eso hace catorce. Se puede decir que Xisca ya es tan toledana como yo, ¿verdad, querida?
María Francisca bajó la cabeza avergonzada. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención de la mesa, y mucho menos de su madre, quien insistía en abochornarla ante los recién llegados.
—¡Perdónenla! Es tan tímida que a lo mejor se levantan ustedes de la mesa sin conocer su tono de voz —comentó mirando a los hermanos Sánchez Mas para buscar su complicidad.
De no haber sido porque Alejandra intervino para sacarla del aprieto en que la había colocado su madre, Xisca habría terminado por esconder la cabeza dentro de su caparazón y habría continuado en silencio durante toda la velada. Pero el quite de Alejandra, que se dirigió a sus invitados sonriendo como si Mariana estuviera de broma, le dio la oportunidad de desmentir a la marquesa.
—No le hagan caso a mi hermana. A ella le encanta hablar por Xisca, pero sería incapaz de seguirle una conversación si su hija se lo propusiera.
Xisca sintió como todas las miradas se dirigían hacia ella. En ese momento, le habría gustado desaparecer, hacerse invisible y abandonar el comedor. La pierna derecha le temblaba como una hoja. No sabía si a su voz le ocurriría lo mismo si lograba sacarla de la garganta y, aunque lo consiguiese, se sentía tan humillada por su madre que no estaba segura de llegar a hilar una frase. Sin embargo, no podía quedarse callada; si lo hiciera, no encontraría fuerzas en toda la noche para levantar los ojos del plato.
—Gracias, Nana, pero nunca me propondría que mi madre no pudiese seguir mi conversación.
Mariana se echó a reír y continuó con el tema de los apodos, como si decir Nana en lugar de Alejandra hubiera sido lo único importante que había apuntado su hija.
—¿Se dan ustedes cuenta? Aquí nadie se llama por su nombre. Como habrán podido comprender, Nana es Alejandra. Pero hay más, Munda se llama Esclaramunda, como la primera reina de Mallorca; y a la niñera, que se llama Shishipao, la apodan Pao-Pao. A la única que llaman por su nombre es a mí. No sé si tomármelo como un agravio.
Y miró a sus invitados levantando su copa para dar la conversación por terminada.
—¡Pero dejemos de hablar de naderías! ¡Creo que deberíamos brindar por los novios! ¿No les parece?
La cena continuó con un brindis detrás de otro. Las doncellas entraban y salían con los platos que los mozos de comedor, vestidos con uniforme de gala, servían y retiraban de la mesa.
De vez en cuando, Jaime se dirigía directamente a María Francisca para que le hablase sobre las maravillas de Toledo y acompañaba cada frase con una galantería; ella le contestaba disimulando su nerviosismo, ante la mirada satisfecha de su madre, que no desaprovechó la oportunidad para ponerla en un nuevo compromiso.
—¿Por qué no le enseñas tú la ciudad, querida?
A Xisca le horrorizó la idea, no se imaginaba una mañana entera tratando de controlar su timidez; pero antes de que pudiera negarse, Jaime se mostró entusiasmado.
—¡Se lo ruego, señorita Xisca, me haría usted un gran honor! Si le parece, podríamos ir juntos a misa. Así me enseña primero la catedral.
A la cena también había sido invitado don Ramón, quien se excusó para poder incorporarse a los postres, debido a que tenía que sustituir al obispo auxiliar en unas diligencias.
Desde que había llegado el confesor, Xisca había observado que Mariana no dejaba de hacerle señas a este para que se fijase en el hermano del novio. Don Ramón no había necesitado mucho más para comprender que Mariana le veía con buenos ojos para su hija y le devolvía la mirada como si estuviera diciendo que no podía estar más de acuerdo. Aquel joven parecía un buen partido. Rico, educado y fervoroso de Dios.
Y, como si todos se hubieran confabulado para que ella no abriera la boca, a pesar de los esfuerzos que estaba haciendo por todo lo contrario, don Ramón se adelantó también a su respuesta.
—¡Me parece una idea excelente!
A María Francisca se le hizo un nudo en el estómago.
—Lo siento, perdónenme, pero no conozco Toledo como para hacer de guía.
Mariana hizo un gesto de desagrado, como si su hija acabase de cometer una incorrección, y se mostró impaciente con ella.
—Pero ¡qué tonterías se te ocurren! ¡Cómo no lo vas a conocer! Si llevas aquí toda la vida…
—¡No hay problema! —exclamó don Ramón—. Yo podría acompañarlos.
Don Ramón era una prolongación de los ojos de su madre. Desde que María Francisca saliera del Colegio de Doncellas Nobles, él se había ocupado de su educación, pero, sobre todo, se había preocupado por conocer al detalle cada uno de sus pensamientos. Era como si su mente fuese transparente para él. Sabía cuándo estaba intranquila, triste o alegre sólo con mirarla de lejos. No era algo que a Xisca le molestase; al contrario, el sacerdote había sido siempre para ella un refugio, un confidente que no podía desvelar sus secretos. Por supuesto, informaba a su madre de todos sus pasos, pero aquello que le confiaba a través de la confesión permanecía intacto, guardado exclusivamente para ellos dos. Ni siquiera Shishipao la conocía mejor que él. Su niñera gozaba de toda su confianza, pero había cosas que no podía contarle, porque la harían sufrir igual que sufría ella.
María Francisca conocía la animadversión que Munda sentía por el sacerdote y viceversa, pero con ella había sido siempre un hombre delicado y afectuoso, con la distancia que le imponía su condición de clérigo, pero con la cercanía que le permitía su amistad con la casa. Nadie mejor que él conocía su dolor por no sentirse querida por su madre, su soledad, su necesidad de encontrar el afecto —al margen del que le prodigaban Alejandra, Munda y Shishipao— y su sueño de que algún día encontraría al hombre que la quisiera como era: introvertida y solitaria, mediocre, ensombrecida por la fuerte personalidad del resto de las mujeres de la familia.
Don Ramón la miró desde el otro lado de la mesa en busca de su consentimiento. María Francisca estaba segura de que su confesor ya había notado cómo le temblaba el alma tratando de parecer indiferente a las atenciones que Jaime no dejaba de dedicarle, a sus miradas y a su galantería.
Alejandra y Jorge habían comenzado una conversación al margen con los padres de este, a la que enseguida se unió Mariana para cederle a don Ramón la cuestión de la visita a Toledo. Los novios hablaban de la boda, los más de trescientos invitados, las obras que Mariana se encargaría de supervisar en el palacio del Madrid de los Austrias para que los recién casados pudieran ocuparlo a la vuelta de la luna de miel y de otros detalles menores.
Mientras tanto, Jaime y don Ramón no dejaban de apremiar a María Francisca para que aceptara acompañarlos en la visita a Toledo y, finalmente, a ella no lo quedó otro remedio que claudicar.
—¡De acuerdo! ¡Si insisten…!
En aquel momento, Mariana, que había estado atenta a las dos conversaciones de la mesa, la interrumpió levantando su copa y dirigiéndose a todos los comensales.
—¡Tengo una idea mejor! Supongo que a los padres de Jorge también les gustaría conocer Toledo. ¿Por qué no vamos todos?
Y pidió un brindis por la visita turística.
El novio le entregó a la novia una pulsera de brillantes y zafiros engastados en oro blanco, que todos admiraron mientras se la colocaba en la muñeca; ella le regaló a él unos gemelos de ágata que Mariana se había encargado de elegir en la mejor joyería de Toledo.
La velada terminó con un recital de piano a cargo de María Francisca.
En el salón de música, que guardaba una colección de instrumentos digna de un museo, la joven se sentó delante de un piano de cola y comenzó a transformarse en otra persona. No fue su mejor interpretación de la sonata número dos de Chopin, pero le sirvió para concentrarse en sus notas y evadirse del resto.
El piano siempre había sido para ella su mejor aliado, como la pintura y las novelas románticas. Su abuela le enseñó los primeros acordes, pero, al comprobar las dotes que demostraba la niña, enseguida contrató a un profesor para que desarrollara el don que Dios le había puesto en las manos.
María Francisca encontró en sus cuerdas el instrumento con el que expresar todo lo que no se atrevía a transmitir más que con sus dibujos.
Con el piano gritaba, lloraba, reía, protestaba por la vida monótona que le había tocado en suerte y soñaba con que huía de ella.
Jaime Sánchez Mas miraba extasiado la transformación de la joven. Se entregaba a la música con la misma candidez con la que había soportado las impertinencias de su madre, pero con tal pasión, con tal recogimiento, que si el propio Chopin pudiera escucharla, se sentiría orgulloso de sonar en sus dedos.
En un aparte, al final de la sala de música, Mariana y don Ramón contemplaban la escena entre miradas cómplices, rodeados de estanterías donde se exponían los laúdes, ocarinas, armonios, pífanos, guitarras, flautas, violines y demás instrumentos que la familia había ido acumulando a lo largo de varios siglos, una arpa barroca del siglo XVII incluida. La pieza estrella de la colección era un órgano portátil del siglo XV cuyo fuelle se accionaba con una mano mientras con la otra se tocaba el teclado. Se lo había comprado un antepasado de Mariana a unos saltimbanquis que solían utilizarlo en sus pasacalles y en algunas procesiones. Aquel órgano había sido el causante de la afición de don Francisco a aquel tipo de instrumentos.
En un lateral de la sala había un armario biblioteca en el que se guardaba una colección de partituras antiguas, desordenadas y sin catalogar, entre las que se encontraban ejemplares de un valor incalculable.
Cuando María Francisca terminó su recital, mientras recibía el aplauso entusiasmado de los Sánchez Mas y de Alejandra, la marquesa se dirigió al sacerdote bajando el tono de voz.
—¿Alguna novedad con el obispo, don Ramón?
—Todo va según lo previsto.
—Entonces ¿le veremos pronto tocado por el solideo violeta?
—Paciencia, Mariana, el tiempo es nuestro mejor aliado. Hay que dejarle que haga su trabajo.
—¿Quizá para la próxima boda? —añadió Mariana guiñándole un ojo y mirando a su hija.
—Es usted terrible, señora marquesa. ¡Ay de la diana a la que dirige sus flechas!
—¿No irá a decirme que no está de acuerdo en la elección?
—¡Al contrario! Me complace tanto como a usted.