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Mariana la trataba como si estuviese enferma. Le llevaba ella misma el desayuno a la cama y la colmaba de atenciones.

—No te preocupes, todo se arreglará.

Y don Ramón le transmitía los recados de Jaime, repletos de remordimientos y de promesas. El joven se había alojado en un hotel a la espera de que el resto de la familia Sánchez Mas llegara desde Valencia para asistir a la boda de Alejandra, momento en que se trasladaría al palacio de Sotoñal, tal y como estaba acordado. Para entonces, Mariana y María Francisca se habrían marchado ya al cerro del Emperador para pasar allí la semana previa al enlace.

A veces, María Francisca le veía en la catedral rezando en la capilla de los Reyes Nuevos con la cabeza hundida entre las manos. Mariana le miraba siempre con disimulo y le susurraba a su hija:

—Está tan arrepentido que se está consumiendo. ¿No le ves mucho más delgado?

Y, al mirarlo, a Xisca se le escapaba un segundo de debilidad que iba alimentando sus dudas.

Una tarde, Mariana la llamó a su gabinete y le ofreció una taza de té. Sólo faltaban dos días para que se reunieran con Alejandra y Munda en el cigarral.

—¡Querida! Hace tiempo que me ronda una idea que quisiera comentarte. Verás, no quisiera que me interpretases mal, pero creo que tus tías no deberían saber nunca lo que ha sucedido. Imagínate a la pobre Alejandra. Jaime va a ser su cuñado, deberíamos evitarle esa tensión, ¿no crees? Y si, finalmente, decides casarte con él, con mucha más razón. Todo debería quedar entre vosotros. Por mi parte, desde luego, nadie sabrá nunca nada. ¡Y qué decir de la tía Munda! Es capaz de provocar un escándalo y ponerte en boca de todo Toledo sin necesidad. Al fin y al cabo, si hay boda, el niño nacerá sietemesino y fin del problema, ¿no te parece?

A María Francisca se le hizo un nudo en la garganta. Recordar aquella noche la hacía temblar y le revolvía el cuerpo hasta la náusea. Ni siquiera podía hablar de ello con Shishipao, con la que tenía más confianza que con cualquiera de sus tías, así que aquella conversación, que le devolvía los recuerdos que trataba de anular, resultaba totalmente inútil, y su madre lo sabía. Estaba claro que su propósito era otro, de manera que dejó hablar a la marquesa sin interrumpirla para averiguar hasta dónde quería llegar.

—También he pensado que, decidas casarte o no, podríamos informar a tus tías de que Jaime te pretende. Así no se sorprenderán de la rapidez de la boda, en caso de que se produzca. Estoy segura de que ellas estarán encantadas con la idea y podrán ayudarte a decidir. ¿Qué te parece?

Xisca suspiró. Estaba convencida de que su madre ya tenía pensada una estrategia para convencer a sus hermanas de la conveniencia de la boda. Daba igual lo que ella contestase. Le pareciese bien o mal, la marquesa no pararía hasta que sus hermanas la apoyasen, aunque fuese sin saberlo. Con Alejandra no tendría problemas: estaba tan enamorada de Jorge que pensaría que Jaime le iba a dar a su sobrina la misma felicidad que su hermano le daba a ella. Pero Munda sería más difícil de manipular, jamás trataría de influir en su decisión si sospechaba que tenía dudas. Y las dudas eran lo único que tenía claro en todo aquello. Un mar de dudas en el que parecía ahogarse.

—No te preocupes —continuó Mariana—, te prometo que no les hablaré de Jaime sin tu consentimiento.

Pero María Francisca sabía que a su madre le faltaría tiempo para romper aquella promesa.

Dos días más tarde, las cuatro se encontraban sentadas a la mesa del comedor del cerro del Emperador.

Habían pasado doce años desde la última vez que Mariana, sus hermanas y su hija compartieran mesa y mantel. El encuentro con Munda se había desarrollado tal y como era de esperar: frío pero cortés. A Mariana no le interesaba provocar ningún altercado no sólo porque deseara sinceramente la felicidad de Alejandra, sino porque tenía que poner sus cinco sentidos en conseguir que sus hermanas la ayudasen sin que se dieran cuenta de que lo estaban haciendo.

Acababan de servir los postres cuando una doncella se acercó a Mariana y le susurró algo al oído que le dibujó en la cara un gesto de asombro y en los labios una sonrisa enorme.

—Parece que alguien va a recibir una sorpresa —comentó mientras le señalaba a la doncella la puerta del comedor—. ¡Tráelo!

Al cabo de unos segundos, la doncella regresó con un ramo de rosas rojas que casi le tapaba medio cuerpo. Alejandra, al verlo, se levantó de la mesa y fue corriendo hacia él.

—¡Dios mío! ¡Es precioso! Debe de ser de Jorge.

Pero cuando cogió el sobre que estaba prendido con un alfiler en uno de los tallos, se volvió hacia la mesa y se lo extendió a su sobrina con una exclamación.

—¡Xisca!

María Francisca lo cogió sin alterarse y lo dejó encima de la mesa. No era el primer ramo espectacular que recibía en los dos últimos meses, cada cual más grande y ostentoso y todos acompañados por una tarjeta con idéntica frase: «Dime que sí, y cada mañana del resto de tu vida será una primavera llena de rosas». Su madre mantenía la sonrisa mientras Munda y Alejandra se miraban extrañadas ante la reacción de su sobrina. Durante un momento, se hizo un silencio que las tres esperaban que la destinataria del ramo rompiese, pero esta continuaba muda, hierática, como si aquellas flores no tuvieran nada que ver con ella.

—¿Qué os parece? —dijo por fin Mariana, confirmando las sospechas de su hija con respecto a la validez de sus promesas—. ¿No es maravilloso? ¡Nuestra pequeña María Francisca tiene un pretendiente!

Munda miró a Xisca buscando en sus ojos la razón por la que no abría el sobre, que continuaba encima del mantel, blanco y cerrado.

—Pero parece que el joven no es correspondido. ¿No es así, Xisca?

Durante un instante, el rostro de María Francisca se iluminó con un gesto en el que se mezclaban la esperanza y el alivio. Sabía que Munda no caería en las trampas de la marquesa por muchos ramos exagerados que Jaime le enviase. Pero aquella sensación sólo le duró un segundo, el tiempo que su madre tardó en contestar a Munda en un tono tranquilizador:

—¡Sólo está confundida! Es la primera vez que alguien se interesa por ella. A mí me parece que es demasiado joven para comprometerse, pero, por supuesto, es ella quien tiene que decidir.

—¿Demasiado joven? —preguntó Munda, sospechando que Mariana tenía más interés en aquel asunto del que pretendía aparentar—. Dentro de cuatro días cumple diecisiete años. ¿No es esa la edad a la que tú te comprometiste?

—¡No es lo mismo, querida! Los tiempos han cambiado. ¡Mira a Alejandra! ¡Va a casarse con veintisiete! En mi época, eso sería del todo impensable. Los hombres no se casaban con mujeres añosas.

—¡Y ahora también lo es! —repuso Munda alzando la voz—. Alejandra es una excepción; ella ha preferido formarse antes de casarse. ¿Cuántas mujeres conoces que hayan ido a la universidad como ella?

—¡A ninguna! Pero tampoco conozco a ninguna como tú, que con treinta y cinco siga esperando a su prometido.

El ambiente se estaba caldeando de tal forma que Alejandra decidió intervenir, puesto que temía que la idea de reunir a sus hermanas fuera un fracaso absoluto desde el primer día.

—¡Está bien! ¡Que esto no se convierta en una discusión! Está claro que ninguna somos ejemplo de nada. —Y miró a Xisca sonriendo—. ¿Nos dirás al menos quién es?

A María Francisca no le dio tiempo a contestar. Como tantas otras veces, su madre tomó la palabra por ella, exultante de entusiasmo.

—¡No te lo puedes imaginar! —Y se volvió hacia su hija tras ver la cara de Munda, que no podía ocultar su malestar ante los acosos a los que Mariana solía someter a la joven—. Pero no seré yo quien os lo diga. Le he prometido a María Francisca que no diré nada si ella no quiere.

Entonces, se levantó de su silla, se colocó detrás de su hija y la rodeó con los brazos para asombro de todas.

—Lo que sí puedo deciros es que la quiere de verdad. Y que se lo demuestra día tras día como un corderito asustado. —Y la besó en la mejilla—. ¿No es así, querida? No he visto nunca a un joven tan entregado.

A Xisca se le vino a la mente la imagen de Jaime ante la estatua de la reina Leonor, bañado en lágrimas, y las palabras de don Ramón: «Dios acaba de perdonarte todos sus pecados. ¿Acaso vas a ser tú más implacable que él? ¿No le llamarías a eso soberbia?»

Pero no era soberbia, era miedo y asco lo que Jaime le producía. Ella podría perdonarle y aceptar que se arrepentía de lo sucedido, pero ni el arrepentimiento ni el perdón conseguirían borrar el recuerdo de aquella noche. Tampoco las rosas que él se empeñaba en enviarle.

El beso de su madre le provocó escalofríos. Estaba claro que no era para ella —nunca se los daba—, sino para sus hermanas, quienes contemplaron atónitas aquella manifestación de cariño tan poco usual en Mariana. María Francisca se volvió hacia su madre obligándola a retirarse hacia atrás.

—Espero que cumplas tu promesa.

Y Mariana percibió tan nítidamente la amenaza que, si no hubiera pensado que aún le quedaban muchas piezas por mover, habría creído que todo estaba perdido.

María Francisca se levantó y le dio un beso en la mejilla igual de falso que el de ella. Después se excusó ante sus tías y salió del comedor sin haberse acercado a las rosas.

Las tres hermanas se quedaron de pie, unas frente a otras. Mariana parecía consternada —se restregaba las manos como cuando estaba a punto de perder los nervios—, y Alejandra y Munda se miraban sin saber qué pensar.

—¿Vas a explicarnos qué está pasando? —dijo Munda por fin, dirigiéndose a la marquesa—. Es evidente que ella no quiere a ese joven, sea quien sea, que a ti te gusta tanto.

En cualquier otra circunstancia, Mariana y Munda se habrían enfrascado en una discusión, pero, para sorpresa de Munda, su hermana bajó la cabeza y contestó:

—No es a mí a quien tiene que gustarle, aunque no puedo negarlo: me agrada mucho para ella. Pero mi hija es libre de decidir; si no le ha dicho todavía que no, será porque contempla la posibilidad de aceptarlo.

Munda miró a su hermana sin poder creerla. Tendría que haber cambiado demasiado para dejar que Xisca tomase por sí sola una decisión de la que dependía el futuro de su adorado marquesado.

—¿Y no será porque tú la estás presionando?

Mariana recobró la compostura para seguir con el juego que había iniciado nada más recibir la noticia de la llegada del ramo.

—Habla con ella y averígualo por ti misma. No voy a tratar de convencerte, pero ten por seguro que sólo se concertará el compromiso si ella acepta.

Hacía ocho años de la última conversación que habían mantenido las dos hermanas, cuando habían librado una batalla que ambas creían haber ganado —la una consiguiendo que María Francisca abandonase el Colegio de Doncellas Nobles, y la otra trasladándose al palacio que desde entonces le pertenecía por pleno derecho—. Eran ocho años en los que habían pasado muchas cosas, pero no el resentimiento recíproco que sentían ni su mutua desconfianza. Y aquella tarde, cuando volvieron a mirarse a los ojos después de tanto tiempo, Mariana contaba con que aquellas susceptibilidades jugarían a su favor en el tema de Jaime. Su hija no se había equivocado en sus predicciones: la marquesa sabía que Xisca nunca le confesaría a Munda el motivo de sus dudas; lo único que podría decirle era que se debatía en ellas y, precisamente por eso, Munda se mantendría al margen, porque jamás trataría de interferir en la decisión de su sobrina. Ella, que enarbolaba la bandera de la libertad, no podía perder la coherencia por la que había abandonado Toledo hacía ya doce años.

Con respecto a Alejandra, apenas tendría que hacer nada. En cuanto conociera la identidad del pretendiente de Xisca, se entusiasmaría con la idea y le transmitiría a ella su entusiasmo.

El problema seguía siendo María Francisca, que apenas si se había movido un milímetro de su postura inicial. La única baza que Mariana podía jugar consistía en seguir alimentando sus dudas. No podía obligarla a casarse porque, tal y como había reaccionado, era capaz de llevar su negativa hasta sus últimas consecuencias.