21
Cuando el tren se paró, Alejandra vio en el andén a una campesina que trataba de subir al vagón cubierta con una toquilla negra que le llegaba a la cintura. La mujer aparentaba ser muy joven, miraba a su alrededor como si temiese que la estuvieran siguiendo y se tapaba la cara sujetando la toquilla con las dos manos.
Antes de subir al tren, el revisor la detuvo y le pidió el billete y el permiso de su marido para viajar.
La joven le enseñó el billete, pero no la autorización marital que toda mujer casada necesitaba para desplazarse. Las solteras debían llevar el permiso de su tutor legal.
—¿Y el permiso de su marido? —insistió el revisor.
—Verá, señor, es que… él no sabe firmar y…
—¿Y qué? Tiene que llevar el permiso de todos modos.
Alejandra miró dentro de su bolso para comprobar que llevaba la autorización de Munda para viajar sola y, mientras lo hacía, vio como el revisor empujaba a la campesina hacia la cabecera del tren y se la entregaba a una pareja de la Guardia Civil.
Los civiles la cogieron por los brazos y la empujaron hacia la salida y, en ese momento, la pañoleta negra cayó sobre sus hombros dejando al descubierto sus pómulos amoratados.
—¡Por lo que más quieran, dejen que me vaya, por favor! ¡Se lo suplico!
Su mirada se cruzó con la de Alejandra como si estuviera pidiéndole ayuda. Ella se levantó y quiso salir para dársela, pero antes de que pudiese intervenir, sintió que la agarraban del brazo por detrás y la obligaban a regresar a su asiento diciéndole:
—¡Me alegro mucho de volver a verla, señorita Alejandra!
El desconocido se colocó a su espalda y le dio disimuladamente una carta mientras le suplicaba bajando el tono de voz:
—Le ruego que no llame usted la atención. Traigo noticias del emperador de China. Si quiere volver a verle, no atraiga las miradas de la autoridad sobre usted. De todos modos, sería inútil; no puede hacer nada por esa mujer. —Y esperó unos segundos para añadir—: No abra la carta hasta que yo me haya apeado.
Alejandra pudo ver como los guardias civiles entregaban a la campesina al que debía de ser su marido, que acababa de llegar a la estación con una escopeta de caza en la mano.
La rabia se apoderó de Alejandra y la golpeó con tanta fuerza como el silbido de la locomotora, que anunciaba la marcha del tren. Nunca podría olvidar el miedo en los ojos de aquella mujer.
Cuando el convoy salió del apeadero, el desconocido se dio media vuelta y se dirigió hacia los vagones de cola. Ni siquiera le había dado tiempo de verle la cara. Sólo pudo vislumbrar su traje oscuro y su bombín, raídos y pasados de moda, alejándose por el pasillo. Todo pasó en cuestión de segundos. Sin embargo, el resto del viaje transcurrió como si hubiera pasado una vida entera. Estaba tan confundida que no sabía a qué sentimiento darle más importancia: al que le habían arrancado el desconocido y su carta; al miedo de aquella mujer; al abrazo de Mariana; al baile de disfraces de hacía nueve meses.
Hacía demasiado tiempo que el falso emperador de China había pasado por su vida, y su relación con él había sido extremadamente fugaz. Sin embargo, no había conseguido olvidarle. Y a él parecía haberle sucedido lo mismo. Pero ¿por qué no había dado señales de vida en nueve meses? ¿Por qué reaparecía en aquel momento? ¿Por qué la había seguido desde Toledo aquel desconocido? ¿Cuál era el contenido de aquella carta que no podía abrir?
Durante el resto del camino, no dejó de hacerse preguntas y de mirar por la ventanilla en cada estación en que paraba el convoy, para comprobar si el desconocido bajaba del tren con su traje raído y su bombín. Cosa que no ocurrió hasta que llegaron a la estación de Atocha. Una vez allí, el joven la saludó rozándose el sombrero con la mano y desapareció. Sus rasgos eran orientales, ojos achinados y piel oscura, mucho más oscura que la del falso emperador de China, pero parecía igual de tersa y suave.
Munda había regresado a Madrid la semana anterior para asistir a una de sus tenidas y la esperaba en el apeadero con el chófer. Alejandra aguardó hasta encontrarse con ella para abrir el sobre y, cuando rasgó la solapa, comprobó que únicamente contenía una cuartilla en blanco.
No sabía qué pensar. El falso emperador de China había vuelto a reírse de ella. Es más, probablemente lo estuviera haciendo desde hacía nueve meses con cada carta que le enviaba y ella tiraba sin abrir. Cada primero de mes, una cuartilla en blanco. ¡Eso se habría encontrado si hubiera caído en la tentación de abrirlas! ¿Se podía ser más cruel?
Y las preguntas volvieron a martillearla hasta que se fundió con su hermana en un abrazo y se echó a llorar. Los sucesos de aquel verano y la reaparición del emperador chino, siempre rodeado de enigmas y desconcierto, la habían trastornado.
Munda la dejó desahogarse al tiempo que se hacía las mismas preguntas que Alejandra. ¡Otra vez el joven chino se escondía detrás de una mascarada! ¡Otra vez el llanto de su hermana pequeña como toda compensación! ¡Otra vez la tensión de esperar sin saber qué ni cuándo llegará!
Sin embargo, para sorpresa de ambas, las respuestas les esperaban en el palacete del paseo de la Castellana.
Sobre una mesa del recibidor, había un ramo de nueve rosas rojas acompañado por una tarjeta. En aquella ocasión, con remite. De no haber sido así, Alejandra lo habría tirado, igual que las cartas.
La tarjeta venía firmada con el mismo nombre del remitente.
30 de septiembre de 1900
Estimada Alejandra:
Si la distancia me lo hubiera permitido, usted habría recibido una docena de rosas como estas cada mes, al igual que espero que haya recibido mis cartas. Sería una forma más de pedirle perdón. Ojalá hubiera podido hacerlo personalmente cuando herí sus sentimientos.
Si no hubiera tenido que marcharme, me habría gustado decirle lo mucho que usted me había impresionado. No fue mi intención engañarla, aunque comprendo que, tal y como se desarrolló nuestro encuentro, no pueda pensar de otro modo. Créame que lo lamento desde lo más profundo de mi alma y que entendería que no pudiera perdonarme, de la misma manera que no puedo hacerlo yo.
Reciba estas nueve rosas por los nueve ramos que no he podido enviarle y tenga la seguridad de que, si usted me lo permite, trataré de merecer su perdón si me da una segunda oportunidad. De no ser así, seguiré intentándolo a través de mis cartas.
Sé que regresa hoy a Madrid. Yo tengo que marcharme dentro de una semana. Hasta entonces, la esperaré todas las mañanas en el Salón del Prado a las doce en punto.
Suyo afectísimo,
ZHUANG SHANGSHENG
P. D. Por favor, dígale a su hermana que las flores de nilad continúan junto al estanque y que, si quiere comprarlas, lea a partir de ahora todos los días los anuncios telegráficos de El Imparcial.
Alejandra acarició las rosas sin entusiasmo, casi podría decirse que con cierta tristeza, y le entregó a Munda la tarjeta para que la leyese.
Nueve meses atrás, aquel ramo la habría hecho la mujer más feliz de la Tierra. Pero llegaba demasiado tarde. La sensación de que aquello era absurdo superaba a la excitación que podrían haberle producido las palabras de la carta firmada si hubieran llegado a tiempo. El falso emperador de China se llamaba Zhuang Shangsheng; por fin se había identificado, pero se ponía en contacto con ella para decirle que se marchaba otra vez. Alejandra había visto sufrir a Munda la ausencia de su prometido desde que se conocieron en el barco que los llevó de Alejandría a Manila hasta que él desapareció para siempre confiando en que el amor de Munda soportaría todas las pruebas a las que lo sometería.
Pero ella no estaba dispuesta a reproducir una relación basada en el abandono y el secretismo, por muy loable que fuera la causa que los provocase.
—¿Por qué me habrán seguido desde Toledo? ¿Cómo habrán sabido que venía hoy? Ni yo misma sé nunca cuando voy a volver.
—No lo sé, corazón, pero la carta parece sincera.
—La sinceridad no me basta. A veces es demasiado atrevida, y en este caso lo es.
—Pero sin atrevimiento, hay muchas cosas que no ocurrirían.
—¿No eras tú la que decía que no me fiase de él? ¿Qué ha cambiado ahora? ¿Sólo porque haya firmado la carta ya se ha ganado tu confianza? Puede ser un nombre falso.
—Es posible, pero su recado de Manuel es verdadero. Él nunca nos enviaría a un impostor. Deberías escuchar lo que tiene que decirte, ¿no crees? Después, podrás decidir.
—Es que no quiero decidir nada, Munda. No te ofendas, pero con una en la familia que espere toda la vida, ya tenemos suficiente. ¡Dime la verdad! ¿Te merece a ti la pena seguir esperando a un fantasma?
A Munda se le nublaron los ojos. Se pasó la mano por la cabeza, en un gesto que había heredado de su padre, y tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
—Mereció la pena el tiempo que pasé con él. Aunque no volviese a verle ni a rozarle nunca, seguiría sintiendo su presencia cada vez que le recordase. Y eso me bastaría para seguir amándole.
—Pero no es justo, Munda. Sólo tienes veinticinco años. ¿Sabes cuántos hombres estarían encantados de cortejarte?
—¡Muchos! Pero ninguno sería Manuel.
—¿Te das cuenta? Manuel es una prisión que no se abrirá nunca. Yo no quiero vivir así.
Aquella noche, Alejandra no pudo dormir. El sí y el no le bailaban en la mente en una pura contradicción que se iba alimentando a sí misma a medida que buscaba razones con que justificar su decisión. No quería vivir encadenada siempre a una esperanza, como Munda. Si acudía a la cita, no podría resistirse al magnetismo de la mirada achinada del joven ni al deseo de que sus manos volvieran a rodearle la cintura.
No debería haberle enviado las flores. Resultaba demasiado fácil esconderse detrás de nueve rosas y una tarjeta, por mucho que viniera firmada. ¡Así no se hacían las cosas! Lo valiente habría sido presentarse ante ella y arriesgarse a que lo rechazase. Pero había preferido dejar la iniciativa en sus manos, porque así, si ella acudía a la cita, él sabría que tenía la primera batalla ganada de antemano. Aquel ramo no era el primer paso de Zhuang para iniciar un camino que podría cambiarles la vida, era una invitación para que fuese ella la que se atreviese a darlo. Y no era eso lo que ella esperaba del hombre con el que compartiría sus sueños. El valor se demuestra dando la cara, aunque el viento sople en contra y cueste avanzar.
Ella no habría tenido reparos en mirarle a los ojos, en caso de que el ofendido hubiera sido él. Si sus sentimientos eran sinceros, tal y como le parecía a Munda, debería ir a buscarla al palacete para no arriesgarse a renunciar a ellos. Sólo así le demostraría que aquellas rosas eran algo más que un ramo de flores.
A primera hora de la mañana siguiente, Munda entró en su habitación con El Imparcial abierto por la sección de «Anuncios telegráficos».
Entre los avisos —que destacaban las primeras palabras utilizando mayúsculas y la primera letra en negrita y varios cuerpos mayor que las otras—, se encontraba el mensaje de Manuel:
FLORES DE NILAD EN BUEN ESTADO, perfectas para la recolección. Se ofrece para invernadero y cultivo de semillas. Fecha y lugar de entrega a convenir. Urge respuesta.
A Munda se la veía eufórica. Todo su cuerpo desprendía entusiasmo. Sus ojos, su risa, su forma de moverse de un lado a otro de la habitación con el diario en las manos y su manera de acariciar el anuncio, como si las letras pudieran sentir las yemas de sus dedos.
—¡Dice que las flores están en buen estado! Eso significa que él está bien. ¡Está vivo y sano! ¡Mira! —le decía mostrándole el anuncio a Alejandra—. ¡Se ofrece para invernadero! ¡Fecha y lugar de entrega a convenir! ¡Vendrá pronto, Dios mío —continuaba gritando—, vendrá pronto! ¡Para cultivo de semillas! ¡Me está pidiendo que tengamos hijos! Le he contestado a todo que sí. Vengo de la redacción del periódico de ponerle un anuncio. ¡No puedo creerlo! ¡Ni siquiera puedo recordar qué le he dicho!
Y se abrazó a su hermana sin soltar su preciado ejemplar del periódico.
—¡Ay, Alejandra!, ¿se puede ser más feliz?
Alejandra lloró de alegría con ella.
Las dos hermanas permanecieron abrazadas durante un rato, Munda sin dejar de repetir una y otra vez el contenido del anuncio, y Alejandra, dejándola derramarse como el agua de un cántaro en el que ya no cabe una gota más.
Hasta que, de repente, Munda se dirigió a su hermana como si acabase de caer en la cuenta de que aquella mañana también podría ser importante para ella.
—¿Y tú? ¿Irás a tu cita?
Alejandra le contestó todavía con lágrimas en los ojos.
—Creo que no debo ir. Prefiero forzarle a que sea él el que venga a mí. Conoce perfectamente el camino.
—¿Estás segura?
—¡Completamente!
Aquella mañana, Alejandra la pasó encerrada en su dormitorio esperando a que pasaran las horas mientras ella trataba de controlar el deseo de correr hacia el Salón del Prado y soñando con que Munda tocara su puerta con los nudillos para anunciarle una visita. Pero nada de esto pasó. El resto de la semana, cada vez que el reloj marcaba las doce en punto, Alejandra se asomaba a la ventana de su dormitorio conteniendo la respiración, mientras vigilaba la acera del paseo de la Castellana que el falso emperador chino no llegó a recorrer nunca.
Tres meses después, poco antes de que se cumpliera el primer aniversario de la fiesta en que le había conocido, se dirigió al convento de las Madres Reparadoras, rescató a la doncella y regresó a Toledo para sufrir una nueva decepción.
Alejandra le había rogado a Mariana que leyese los telegramas de Munda y accediera a algunas de sus peticiones y ella se lo había prometido; incluso le había pedido a Munda que flexibilizase sus exigencias para que Mariana no se sintiese más presionada de lo que ya debía de estar, y esta también había accedido. Sin embargo, al llegar a Toledo, comprobó que la marquesa no había cumplido su parte del trato.
—Lo siento, querida, lo intenté, pero los capataces se me echaron encima. En algunas fábricas del ramo, los obreros están protestando porque las mujeres les están quitando el trabajo. No es momento para encolerizar a nuestros competidores.
—¡Pero me lo prometiste!
—No recuerdo haberte prometido nada. No creo haber traicionado mi palabra si resulta imposible subirles el sueldo.
—¿Imposible? ¡Hay leyes que amparan a esas mujeres!
Mariana la miró, cargada de razón, casi con dulzura.
—No seas ingenua, querida. Algunas leyes sólo son subterfugios que hay que saber sortear. —Sus ojos azules recuperaron de inmediato la dureza que los caracterizaba—. ¿No irás a amenazarme otra vez con que no quieres volver?
Y no la amenazó, no merecía la pena. Continuó pasando con ella la Nochebuena y el día de Navidad, las fiestas del Corpus y los veranos, intentando encontrar la forma de que Mariana se moviese, aunque fuese sólo un milímetro, de sus rígidas posiciones.
El resto del año, asistía a la Institución Libre de Enseñanza con el único objetivo de preparar su ingreso en la facultad de Derecho siguiendo el ejemplo de Concepción Arenal, una de las mujeres a las que más admiraba, la primera española en conseguir el título de abogado, vestida de hombre para poder asistir a las clases.
Poco después de que Alejandra ingresara en la Institución Libre de Enseñanza, apareció el llamado «Manifiesto de los tres», en el que se defendían el divorcio y la transformación de España para igualarse en derechos a los países europeos.
Carmen de Burgos, una periodista que firmaba con el seudónimo de Colombine —y a quien los sectores más reaccionarios bautizarían con el despectivo «la divorciadora»— se sumó a aquel manifiesto y se convirtió en referente de la lucha de la mujer por los derechos civiles.
Alejandra la admiraba también.
Colombine trataba de remover las conciencias de hombres y mujeres sobre la «cuestión femenina» promoviendo, entre otras cosas, un referéndum sobre la necesidad de una ley de divorcio que liberase del yugo de su esposo a las mujeres que vivían en el infierno de un matrimonio mal avenido.
Alejandra había visto con sus propios ojos las consecuencias del dogmático «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre». No había podido olvidar a la campesina que la Guardia Civil devolvió a su marido, cargado con una escopeta. Nunca supo lo que había ocurrido con aquella pobre desgraciada, pero cuando contempló sus pómulos amoratados se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para que llegase el momento en que la ley amparase a cualquier mujer que tuviera que taparse la cara y huir, como aquella pobre con su pañoleta.
Cuando consiguió ingresar en la Universidad Central de Madrid, gracias a cinco años de estudios y de esfuerzos y al apoyo de Munda —que continuaba comunicándose con Manuel a través de los anuncios telegráficos de El Imparcial—, todavía se les exigía a las mujeres una autorización especial del gobierno para optar a una matrícula oficial, así que Alejandra no tuvo más remedio que solicitarla. Corría el año 1905 y la joven había cumplido ya los veintidós.
El día en que asistió a su primera clase en la facultad de Derecho, junto con otras dos jóvenes, tuvo que ser escoltada por dos policías hasta la antesala de los profesores con el fin de evitar las protestas del resto de los estudiantes. Allí esperaron las tres al catedrático que las debía conducir hasta el aula donde escucharían sus clases sentadas en sillas cercanas a él y junto al que regresarían a la antesala para no coincidir en los pasillos con sus compañeros varones.
En aquella época, la sensación de que alguien la seguía volvió a acompañarla con frecuencia. No podía decir con seguridad que fuese cierto, pero en muchas ocasiones, cuando caminaba por la calle, e incluso por los pasillos de la Universidad Central, sentía un cosquilleo en la nuca que le bajaba hacia la espalda.
Habían pasado casi tres años desde que Xisca saliera del Colegio de Doncellas Nobles, gracias al codicilo testamentario de su abuelo, y más de cuatro desde que Alejandra renunciara a dejarse enamorar por el falso emperador de China, quien continuaba escribiéndole cartas que ella tiraba sin abrir.
Y en aquellos días, en aquel aula donde los estudiantes la miraban con una mezcla de expectación, recelo y desconcierto, conocería al hombre que cambiaría su vida y la de su sobrina María Francisca.