46
Toda la provincia conocía la historia de Xisca. No en vano, su madre y ella habían recorrido caserío tras caserío durante tres meses, en busca de noticias que nadie pudo darles. Cuando sucedieron los hechos, los rumores sobre aquel parto se habían extendido por toda Vizcaya, y las malas lenguas habían querido implicar a los caseros en la extraña desaparición de los bebés. Sin embargo, ellos no habían tenido nada que ver en el asunto. Acogieron a María Francisca y a su madre en el caserío como un favor a don Ramón, con quien el baserritarra había mantenido una amistad superficial de juventud antes de abandonar el seminario para casarse, pero su participación se reducía sólo a eso, a una hospitalidad que estuvo a punto de costarle al caserío la buena reputación de que gozaba. No obstante, hacía años que el asunto se había olvidado. Desde que la madre y la hija volvieran a su casa, convencidas al fin de que nada más podían hacer, sólo había vuelto a husmear otro señor, parece ser que de Valencia, al cabo de unos meses, pero se había marchado a su tierra igual de convencido que ellas de que allí no encontraría ni rastro de los niños. Y nadie más había vuelto a remover aquellos lodos desde entonces.
—Que yo sepa —continuó el doctor—, aquí sólo ha habido un parto gemelar. Fue unos meses después de mi llegada. Pero no debemos estar hablando del mismo, porque aquellos niños no sobrevivieron.
—No son esas mis noticias. ¿Está usted completamente seguro, doctor? —le preguntó Munda con un atisbo de esperanza que se afianzó al ver la reacción de los caseros, demasiado impertérritos ante una conversación que a cualquiera le hubiese interesado, aunque sólo fuese por pura curiosidad.
El médico, que había terminado de vendarle el tobillo, se incorporó y acercó una silla para sentarse frente a ella con una actitud desconfiada y desdeñosa.
—¿Y qué noticias son esas? Antes me ha dado a entender que los niños vivían con la madre. ¿Qué sentido tiene que me hable ahora de noticias? ¿No decía usted que quería saber cuál había nacido primero?
—Tiene razón. Lamento no haber sido clara desde el principio. Discúlpeme. Los niños desaparecieron nada más nacer, y mi sobrina me pidió en su lecho de muerte que los buscase. Ella no los vio ni vivos ni muertos.
La amona levantó la vista de las habas con berzas y buscó la mirada de su marido, quien le hizo un gesto apenas perceptible para que volviera a centrarse en el puchero.
El médico se inclinó hacia delante en su silla y adoptó un tono de confidencia, muy alejado del recelo de su intervención anterior.
—Sin embargo, tengo entendido que su sobrina los buscó por todas partes. ¿Qué le hace pensar que, después de tanto tiempo, usted tendrá más suerte que ella?
—Dicen que el tiempo pone las cosas en su sitio, y esta ha estado demasiados años fuera de donde le correspondía. Es hora de que se sepa la verdad.
Munda era consciente de que no hablaba sólo para el joven doctor. Los guardeses no conseguían disimular la tensión que les producían sus palabras. Seguían concentrados cada uno en lo suyo, pero su absoluto mutismo los delataba. Munda desconocía aún quiénes eran en realidad, pero era evidente que sabían algo que ella tenía que descubrir, y su conversación con el médico era una buena forma de amenazarlos para que hablasen, sin dirigirse a ellos directamente.
—Mi sobrina era demasiado joven para llegar hasta el fondo del asunto. Si su madre hubiera estado de su parte, habría buscado la ayuda de la Guardia Civil; pero no lo hizo, y eso demuestra que fue cómplice del robo de los pequeños.
A Munda le sobrevino un nuevo golpe de tos. Cuando terminó de toser, miró disimuladamente a los guardeses y añadió:
—Su madre… y todos los que sabían algo y no lo contaron. Mañana mismo pienso pasarme por el cuartelillo a primera hora para que se abra una investigación oficial.
El baserritarra y la amona volvieron a mirarse y a salir hacia las cuadras. Aquella vez se ocultaron de la vista de Munda detrás de una columna, pero ella pudo imaginarlos discutiendo y gesticulando como hacía unos momentos. El médico miró hacia la puerta por donde habían salido, hizo un gesto con la mano para señalarlos y bajó el timbre de voz.
—¿Sabía usted, cuando llegó aquí, que el parto tuvo lugar en este mismo caserío? Hubo muchas habladurías por entonces, pero estos pobres campesinos no tuvieron nada que ver. Son buena gente. Sencillos y honrados como nadie. No levante usted otra vez el polvo de la calumnia contra ellos. No se lo merecen.
A Munda le dio un vuelco el corazón. En momentos como aquellos, habría querido creer en la Providencia Divina. De entre las decenas de caseríos en los que habría podido alojarse, había caído en el único que le daba la primera noticia cierta sobre el nacimiento de los niños. La primera esperanza de encontrar el hilo de una madeja enmarañada a conciencia, que algunos se empeñaban en hacer desaparecer. Pero las casualidades son un misterio al que todos quisiéramos encontrar explicación, la magia de un tiempo y un espacio que coinciden —unas veces a favor y otras en contra— para invocar a la suerte, ese manto que a veces nos protege y otras nos lanza al vacío. En aquella ocasión, el azar se había puesto de su lado y Munda respiró profundamente para saborear aquel momento y que no se le escapase. Sacó su pipa del bolso, llenó un tercio de la cazoleta con la mezcla de tabaco que tanto le recordaba a Manuel y la apretó con el pulgar de la mano derecha tomándose su tiempo, sin presionar demasiado para que no se apelmazase la mezcla e impidiese la circulación del aire. Después llenó otro tercio y volvió a empujar con el dedo, ejerciendo aquella vez un poco más de presión. Luego, llenó el resto de la cazoleta y la prensó con el retacador para que la densidad del tabaco aumentase gradualmente hacia arriba y este no quedase demasiado suelto y se apagase enseguida.
Una vez cargada la pipa, comprobó la elasticidad de la mezcla presionándola ligeramente con el dedo índice y se llevó la boquilla a los labios. Por último, encendió una cerilla, dejó que se consumiera el primer fogonazo para no contaminar el aroma del tabaco con el olor de la pólvora, y acercó la llama a la boca de la cazoleta dibujando círculos sobre ella sin llegar a rozarla.
El médico contempló el rito sin decir una palabra —como si supiera que en él se concentraban los mejores momentos de una vida que no se había podido vivir—, ensimismado en las manos de Munda, que se movían lentas y metódicas, meticulosas, seguras, diestras, acostumbradas a sopesar la importancia del ritual para darle a cada paso el ritmo que precisaba y que le daba sentido.
Munda aspiró una bocanada de humo que liberó en el acto y que inundó la cocina con el olor de Manuel. Si él hubiera estado allí, habría movilizado a todos los hermanos de su logia para dar con el paradero de los niños. Ella, sin embargo, no se había atrevido a informar a los suyos. La logia de adopción en la que había iniciado a Xisca aún exigía que la mujer demostrase su virtud antes de entrar en la masonería, de modo que los hermanos habían investigado el pasado de su sobrina y, sólo cuando lo encontraron de acuerdo a la moral y a las buenas costumbres, la aceptaron.
No podía someter a Xisca a un juicio que podría terminar en su expulsión póstuma de la logia. De hecho, por aquel mismo motivo, Munda estaba pensando «ponerse a plomo con el tesorero» y había preparado su «plancha de quite». Hacía tiempo que le andaba dando vueltas a la idea de pasar al estado de «durmiente». Cada día le resultaba más deplorable que una institución que buscaba la libertad y la igualdad defendiese que la luz masónica no iluminaba a la mujer en todas sus facetas, como al varón, sino sólo en aquellas que le eran propias, las de madre y esposa. Podría haber luchado desde dentro de la hermandad contra aquellas contradicciones; no obstante, le horrorizaba la idea de tener que persuadir a sus hermanos de algo de lo que deberían estar convencidos por sí mismos, por el mero hecho de pertenecer a una sociedad cuyos puntales eran la libertad, la fraternidad y la igualdad. ¡No! Aquella lucha la dejaba para librarla en el mundo profano y, a decir verdad, últimamente la estaba agotando. Se sentía cansada de viajar de allá para acá dándose golpes contra los muros. Había cumplido cuarenta y siete años y, desde que tenía conciencia, había luchado por derechos tan fundamentales para la mujer como la educación, la derogación de la obediencia marital y la equiparación a los varones en la mayoría de edad, pero últimamente tenía la impresión de que todo lo que había conseguido era que la llamasen «marimacho» o «divorciadora», como a su admirada Carmen de Burgos. Quizá había llegado el momento de retirarse. Había mujeres más jóvenes y mejor preparadas que ella que despuntaban en la defensa de los derechos femeninos, como Clara Campoamor, Matilde Huici, María de Echarri, Matilde Landa, María de Maeztu, Mercedes Pinto, Victoria Kent y otras muchas, y que no pararían hasta conseguir sus reivindicaciones.
No se trataba de que quisiera tirar la toalla —si por ella fuese, continuaría hasta que la abandonasen las fuerzas—, pero lo cierto era que sentía que ya estaba sucediendo. Le pesaban tanto las piernas que a veces le costaba un esfuerzo tremendo levantarse de la cama y, cuando lo conseguía, debía permanecer sentada unos minutos para que la cabeza dejase de darle vueltas. Hacía meses que sentía una presión en el pecho que le impedía respirar sin que se le escapase una tos ronca y seca que parecía salir de una caverna. La mayoría de las noches tenía que levantarse de madrugada para cambiarse el camisón, empapado de sudor igual que si acabasen de sacarlo de un barreño lleno de agua. Su doctor le había aconsejado que dejase de fumar, pero no encontraba suficiente voluntad para deshacerse del único vestigio de Manuel que le quedaba, aquel olor afrutado que llevaba pegado a la piel desde el día en que se amaron junto al estanque bordeado de flores de nilad hacía más de un cuarto de siglo.
Munda aspiró de nuevo su pipa y volvió a concentrarse en sus pensamientos. El joven doctor la observaba sin atreverse a sacarla de aquel estado que podría haber calificado de gracia. El humo se iba extendiendo por la cocina y mezclándose con el del puchero de la amona en una sintonía de olores que parecían complementarse.
Permanecían tan absortos que ninguno de los dos advirtió que los guardeses habían vuelto a la cocina y los estaban mirando sorprendidos, de ver fumar a Munda, por un lado, y, por el otro, del recogimiento que parecía embargarlos a los dos.
Y así permanecieron hasta que el médico advirtió la presencia de los campesinos y se levantó de su silla para despedirse.
—¡Cuídese esa tos, amiga mía! Mañana me pasaré para ver cómo sigue su tobillo.
Munda se levantó con la intención de acompañarle a la puerta, pero la amona la cogió del brazo y la llevó escaleras arriba.
—Tiene usted que descansar, señora. Ahora mismo le subo un potaje caliente.
Y Munda se dejó conducir, sin saberlo, hasta la cama desde la que Xisca había contemplado la cara norte del Anboto e imaginado a la bruja Mari impartiendo justicia entre los que se acercaban a su cueva.
La guardesa la ayudó a acostarse y la tapó con un cobertor. Se la veía taciturna y preocupada, tratando de fingir normalidad sin conseguirlo. Antes de que se alejase de la cama, Munda la sujetó por un brazo y la miró sin decirle nada.
Las dos sabían qué quería preguntarle.
A la amona se le empañaron los ojos y se los secó con el delantal; después se volvió hacia la puerta para comprobar que su marido no las había seguido y se acercó a Munda bajando la voz hasta hacerla apenas audible.
—Yo no perdería la esperanza.
—¿Qué quiere decir? ¿Sabe usted algo?
—Mañana lo descubrirá.
Y salió de la habitación antes de que Munda pudiera añadir nada.