22

La invitación aún sigue en pie

El día siguiente era lunes. Cuando me desperté, el reloj digital junto a la cama marcaba las seis y treinta y cinco de la mañana. Me incorporé y reconstruí mentalmente lo que había sucedido unas horas antes: el tintineo de la campanilla, la aparición del comendador en miniatura y la extraña conversación que habíamos mantenido. Quería pensar que solo había sido un sueño larguísimo y muy real. Nada más. Con la claridad de la mañana, me parecía que lo había soñado. Recordaba todo con mucha nitidez, pero cuanto más pensaba en los detalles, más lejos de la realidad me parecía, a años luz de distancia.

Pero por mucho que tratase de convencerme, sabía que no era así. Tal vez no había sido estrictamente la realidad, pero tampoco había sido un sueño. Se trataba de algo distinto.

Me levanté. Fui a buscar el cuadro de Tomohiko Amada para llevarlo al estudio. Lo desembalé, lo colgué en la pared, me senté en la banqueta y lo observé durante mucho tiempo. Como había dicho el comendador la noche anterior, no se había producido ningún cambio en él. El comendador no se había escapado de allí para aparecer en este mundo. En la pintura seguía estando al borde de la muerte, la sangre brotaba de su corazón después de que le hubieran asestado con una espada en el pecho. Miraba al vacío, tenía la boca abierta, torcida. Tal vez gemía de dolor. Su peinado, la ropa que llevaba puesta, la espada que sujetaba con la mano y esos extraños zapatos negros eran iguales a los del comendador que se había presentado ante mí. O mejor dicho, siguiendo el orden de la historia, o sea, el orden cronológico, el comendador de la noche anterior había copiado con todo detalle al del cuadro.

Era increíble que un personaje imaginario nacido del pincel de Tomohiko Amada se hiciera real (o lo que fuera), adoptase la misma forma y se moviese de manera tridimensional a voluntad. Sin embargo, al observar detenidamente el cuadro, empecé a pensar que nada era imposible. Tal vez porque los trazos de Tomohiko Amada resultaban muy vivos. Los estudiaba y los límites entre realidad y ficción se desdibujaban, entraban en el territorio de la ambigüedad, se volvían planos y al mismo tiempo tridimensionales, sustanciales y de igual modo simbólicos. Era como el cartero de Van Gogh, que, a pesar de no estar pintado en un estilo realista, parecía vivo, que fuera a respirar; como los cuervos que dibujaba en pleno vuelo a pesar de no ser más que bruscas líneas negras. Mientras contemplaba el cuadro, mi admiración por el talento pictórico de Tomohiko Amada crecía minuto a minuto. Tal vez el comendador, mejor dicho, la idea en forma de comendador, había tomado prestada la figura del cuadro al reconocer su fuerza, su excepcionalidad, como un cangrejo ermitaño cuando elige la concha más llamativa y resistente como vivienda.

Después de permanecer diez minutos observando el cuadro de Tomohiko Amada fui a la cocina a prepararme un café. Desayuné algo sencillo mientras escuchaba el boletín informativo en la radio. No había una sola noticia que tuviera sentido. O quizás en ese momento toda la actualidad había dejado de tener sentido para mí. En cualquier caso, el boletín de las siete de la mañana formaba parte de mi rutina diaria. Hubiera sido un verdadero problema, por ejemplo, no estar al tanto de que en ese mismo instante el mundo se encontraba al borde del colapso. Terminé de desayunar y, tras corroborar que el mundo giraba como siempre a pesar de todas las dificultades a las que se enfrentaba, volví al estudio con la taza de café en la mano. Descorrí las cortinas y abrí las ventanas de par en par para que entrara aire fresco. Me senté frente al lienzo con la intención de continuar aquel cuadro que pintaba para mí. Ya fuera real o no la aparición del comendador, o que viniese o no a la cena organizada por Menshiki, no me quedaba más remedio que avanzar con el cuadro. Me concentré para rememorar la imagen del hombre del Subaru Forester blanco. Sobre la mesa del restaurante a la que estaba sentado tenía la llave del coche, y en el plato había una tostada, huevos revueltos y salchichas. Justo al lado, un bote de kétchup (rojo) y otro de mostaza (amarillo). El cuchillo y el tenedor estaban colocados junto al plato. Aún no había tocado la comida y la escena estaba bañada por la luz de la mañana. Recordaba que, al pasar por su lado, levantó su cara morena y se fijó en mí.

«Sé perfectamente dónde estabas y lo que estabas haciendo», me pareció que decía. Me fijé en la luz fría y pesada que despedían sus ojos. Ya la había visto antes en algún otro lugar, pero no sabía dónde ni cuándo.

Intenté reproducir su figura en el lienzo, lo que expresaba con su silencio. Usé un trozo de pan para borrar una a una las líneas sobrantes del esbozo que había dibujado a carboncillo el día antes. Una vez borradas, añadí otras nuevas que me parecían necesarias. El proceso entero me llevó una hora y media, y como resultado apareció, digamos, la figura momificada de aquel hombre de mediana edad del Subaru Forester blanco. Le había descarnado, había resecado su piel y encogido su tamaño, y todo ello tan solo mediante las líneas bruscas del carboncillo. Aún no era más que un boceto, obviamente, pero en mi cabeza empezaba a formarse la imagen del cuadro una vez terminado.

—Es magnífico —dijo el comendador.

Me di la vuelta y allí estaba él, sentado en la estantería junto a la ventana, mirándome. La luz de la mañana entraba a raudales por la ventana, definía el contorno de su cuerpo. Llevaba la misma ropa de la noche anterior, la misma espada proporcionada a su tamaño sujeta en la cintura. «No, no es un sueño», pensé.

—No soy un sueño, por supuesto que no —dijo como si me leyese el pensamiento—. Más bien diría que soy una existencia cercana a la vigilia.

Me quedé callado. Me limité a observar el contorno de su cuerpo sin moverme de la banqueta.

—Como ya os dije, adoptar una forma concreta a estas horas tan luminosas me resulta muy cansado, pero quería veros pintar. Os vengo observando desde hace tiempo sin pedir permiso. No os importa, ¿verdad?

Tampoco tenía una respuesta para esa pregunta. ¿Cómo podía explicar una persona de carne y hueso como yo a una idea qué cosas le molestaban y qué cosas no?

El comendador volvió a hablar sin esperar mi respuesta, quizás interpretó el pensamiento que se me había pasado por la cabeza como una respuesta.

—Es un buen trabajo. Parece que la esencia de ese hombre esté brotando poco a poco.

—¿Sabe usted algo de él? —le pregunté sorprendido por su comentario.

—Por supuesto —dijo—. Por supuesto. Le conozco.

—Entonces me puede decir algo sobre él. Quién es, a qué se dedica, qué hace en este momento…

—Bueno… —El comendador torció la cabeza y adoptó un gesto serio. Al hacerlo, me pareció un diablillo, me recordó al actor Edward G. Robinson, que aparecía siempre en las películas antiguas de gánsteres. Tal vez lo había tomado prestado precisamente de él. Después de todo, no era algo imposible—. Hay cosas que es mejor no saber —dijo sin cambiar de gesto.

Eran las mismas palabras que había pronunciado Masahiko Amada hacía poco. «Hay cosas que es mejor no saber», me repetí a mí mismo.

—No me lo va a decir porque considera que para mí es mejor no saberlo, ¿verdad?

—En realidad, no os lo digo porque vos ya lo sabéis sin necesidad de que os lo repita.

Me quedé callado.

—Con ese cuadro quizá tratáis de dar forma a algo que ya sabéis. Fijaos en el ejemplo de Thelonious Monk. No inventó ese extraño acorde propio de su música desde la razón o desde la lógica. Tan solo mantenía los ojos bien abiertos, y lo sacó con la ayuda de sus dos manos desde las profundidades de su conciencia. Lo importante no es crear algo desde la nada, sino, más bien, encontrar algo distinto entre lo que ya existe.

¿Conocía a Thelonious Monk?

—Por cierto, también conozco a ese Edward no sé qué —dijo leyéndome una vez más el pensamiento—. Está bien. Por cierto, la cortesía me obliga a deciros una cosa de vuestra atractiva novia, vuestra amante o como prefiráis llamarla. Me refiero a esa mujer casada que viene aquí en un Mini rojo. Lo siento, pero veo todo cuanto ocurre aquí, sin excepción. Me refiero a lo que sucede en la cama, a todo ese movimiento sin ropa.

Le observé en completo silencio. Lo que sucedía en la cama, todo ese movimiento sin ropa… Si hablase con las palabras de ella, diría que son «cosas que a una mujer le da reparo decir en voz alta».

—Pero no os preocupéis, os lo ruego. Lo lamento, pero las ideas lo vemos todo sin importar de qué se trate. No puedo elegir entre lo que veo y lo que no veo, pero, en serio, no hay de qué preocuparse. A mí todo me resulta lo mismo, ya sea sexo, gimnasia por la mañana o la limpieza de una chimenea. No tengo especial interés en verlo. Tan solo miro, nada más.

—Entonces, en el mundo de las ideas no existe el concepto de intimidad, ¿me equivoco?

—Por supuesto que no —dijo con cierto orgullo—. En absoluto. Pero si a vos no os importa, la cosa termina ahí. No os importa, ¿verdad?

De nuevo moví ligeramente la cabeza a uno y otro lado. Me preguntaba si sería capaz. ¿Podría concentrarme de nuevo en el sexo a sabiendas de que alguien me observaba desde alguna parte? ¿Podía despertarse así un apetito sexual saludable?

—Me gustaría hacerle una pregunta —dije.

—Si puedo responderos, encantado.

—Mañana martes me ha invitado el señor Menshiki a cenar. También usted está invitado. Menshiki habló de invitar a la momia, pero se refería a usted, que hasta entonces no se había manifestado bajo la forma de comendador.

—Eso no me importa. Si tengo que convertirme en momia, puedo hacerlo en este mismo instante.

—¡No, no, quédese como está! —dije aturdido—. Le agradecería mucho que se quedase así.

—Iré a casa de Menshiki. Vos podréis verme, pero él no, así que da igual cómo me presente. Sí hay una cosa, no obstante, que me gustaría que hicierais.

—¿De qué se trata?

—Llamarle para confirmar si la invitación aún sigue en pie. Debéis advertirle que no os acompañará la momia sino el comendador, si tal cosa no es un inconveniente. Como ya os he explicado con anterioridad, no puedo entrar en ningún lugar sin una invitación previa. Debo ser invitado de algún modo y, a partir de ahí, puedo entrar en ese lugar siempre que quiera. En esta casa, la campanilla ha sido mi tarjeta de invitación.

—Entendido —me apresuré a decir para no tener que verlo convertido en una momia, que sería peor—. Llamaré a Menshiki, confirmaré la invitación y le diré que acudirá el comendador.

—Os quedaré muy agradecido. Nunca imaginé que alguien me invitaría a una cena.

—Tengo otra pregunta —dije—. Originalmente, ¿no era usted un monje momificado? Quiero decir, ¿no era un monje que se enterró en vida por voluntad propia y en ayuno, tocando la campanilla hasta llegar a la iluminación? ¿No murió usted dentro de ese agujero y siguió tocando la campanilla mientras se convertía en una momia?

—Mmm… —murmuró con una ligera inclinación de la cabeza—. Tampoco sabría qué deciros. En un momento dado me transformé en una pura idea, pero no recuerdo nada de mí antes de eso, qué hacía o dónde estaba. —El comendador se quedó un rato en silencio mirando al vacío—. De todos modos, ha llegado el momento de marcharme —dijo al fin con una voz tranquila y algo ronca—. Se acaba mi tiempo. Para mí la mañana no es un buen momento. La oscuridad es mi amiga y el vacío es mi aliento. Disculpadme, os lo ruego. Confío en que llamaréis a Menshiki.

Enseguida cerró los ojos como si entrase en trance, selló sus labios en una línea recta, entrelazó las manos y se desvaneció lentamente como había hecho la noche anterior. Su cuerpo desapareció en silencio, como el humo en el vacío, y, de pronto, volví a estar solo frente al lienzo bajo la luz de la mañana. El esbozo del hombre del Subaru Forester blanco me miraba fijamente desde el interior del lienzo, como si no dejara de repetir: «Sé perfectamente dónde estabas y lo que estabas haciendo».

Llamé a Menshiki pasado el mediodía. Era la primera vez que le llamaba yo a él. El teléfono sonó seis veces y entonces lo descolgó.

—¡Qué oportuno! —exclamó—. Me disponía a llamarle en este momento, pero esperaba a que fuera un poco más tarde para no interrumpir su trabajo. Recuerdo que me dijo que suele trabajar por la mañana.

Le dije que acababa de terminar.

—¿Avanza bien? —me preguntó.

—Sí, estoy con un cuadro nuevo. Acabo de empezar.

—Eso es estupendo. Por cierto, he colgado el retrato en la pared del estudio y aún no lo he enmarcado. Me parece un buen sitio para que acabe de secarse, e incluso así, sin marco, no está nada mal.

—Le llamaba por lo de mañana —le dije.

—Mañana a las seis de la tarde mandaré un coche a buscarle —dijo—. También le llevará de vuelta. Estaremos solos usted y yo, así que no se preocupe por la ropa o por traer algún regalo de cortesía. Venga como se sienta más cómodo y no se moleste en traer nada.

—Quisiera comentarle algo.

—¿De qué se trata?

—El otro día dijo que por usted también podía venir a cenar la momia, ¿verdad?

—Sí, lo dije. Lo recuerdo.

—¿La invitación sigue en pie?

Después de tomarse algo de tiempo para pensar, se rio divertido.

—Por supuesto. No he cambiado de opinión. La invitación sigue en pie.

—Por alguna razón, parece que la momia no puede acudir, pero en su lugar puede ir el comendador. ¿Le importa?

—En absoluto —dijo sin vacilar—. Igual que don Giovanni invitó a cenar a la estatua del comendador, yo invitaré a cenar a mi casa al comendador, y lo haré con mucho gusto. Pero a diferencia de don Giovanni, yo no he hecho nada que me haga merecedor de ir al infierno. Nunca he hecho nada malo. ¿No pretenderá arrastrarme al infierno después de la cena?

—No creo —contesté, aunque no estaba muy seguro, y no tenía ni idea de qué ocurriría después.

—En ese caso, de acuerdo. Aún no estoy listo para ir al infierno —dijo tomándoselo a broma—. Por cierto, yo también quiero preguntarle algo. El comendador de don Giovanni no podía comer nada porque ya no pertenecía a este mundo. ¿Qué pasa con el suyo? ¿Le preparo algo de cena o tampoco va a comer?

—No hace falta prepararle nada. No come ni bebe. Basta con disponer una silla para él.

—De manera que se trata de una existencia espiritual.

—Creo que sí.

En mi opinión, había una considerable diferencia entre una idea y un espíritu, pero no dije nada porque no quería extenderme más.

—De acuerdo —dijo Menshiki—. Le prepararé una silla. Para mí, invitar a mi casa a un comendador supone una agradable sorpresa. Es una lástima que no coma ni beba. Tengo un vino excelente.

Se lo agradecí, y después de confirmar la hora de nuestra cita al día siguiente colgamos el teléfono.


Por la noche no sonó la campanilla. Tal vez por haberse transformado a plena luz del día (también por contestar a más de dos preguntas), el comendador estaba agotado. Quizá no tenía la necesidad de llamarme para que fuera al estudio. Gracias a eso, dormí profundamente toda la noche y no soñé con nada. A la mañana siguiente, el comendador tampoco se presentó. Me concentré en el lienzo sin distraerme durante casi dos horas. Primero borré los trazos del boceto sin prestar atención, como si untara mantequilla en una tostada.

Usé un rojo intenso, un verde con matices muy vivos y un negro plomizo. Eran los colores que pedía aquel hombre, pero tardé mucho en dar con el tono adecuado. Mientras completaba esa parte del trabajo puse el Don Giovanni de Mozart, y todo el rato tuve la impresión de que el comendador iba a aparecer de un momento a otro a mi espalda. Sin embargo, no lo hizo. Desde la mañana de aquel día (martes), el comendador guardaba un silencio sepulcral, igual que el búho en el desván, aunque eso no me preocupaba especialmente. No tenía mucho sentido que una persona normal y corriente tuviera que preocuparse por una idea. Las ideas, al fin y al cabo, tenían su peculiar forma de hacer las cosas, y yo tenía mi propia vida. En lugar de eso seguí concentrado en el retrato de El hombre del Subaru Forester blanco, y la imagen que iba creando no se apartó de mí un solo momento.

Según la previsión meteorológica de la radio, iba a llover mucho de madrugada en las regiones de Kanto y Tokai. El tiempo empezó a empeorar lentamente por el oeste. Al sur de la isla de Kyushu se habían desbordado los ríos a causa de las lluvias torrenciales, y quienes vivían en terrenos bajos tuvieron que ser evacuados a lugares más seguros. Había alerta por posibles corrimientos de tierra en zonas montañosas.

«Una cena en una noche de lluvia torrencial», pensé.

Me acordé del agujero en el bosque, de la extraña cámara de piedra que habíamos descubierto después de retirar un montón de piedras pesadas. Me imaginé a mí mismo sentado en el fondo de aquel oscuro agujero, escuchando el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre los tablones de madera. En mi imaginación estaba allí encerrado y no podía salir. Se habían llevado la escalera y los pesados tablones estaban completamente sellados sobre mi cabeza. Parecía que el mundo entero se hubiera olvidado de mí. Tal vez, la gente pensaba que llevaba muerto mucho tiempo, pero seguía vivito y coleando. Estaba solo, pero aún respiraba. Oía la lluvia. No veía luz por ninguna parte. Hasta allí dentro no se colaba ni un solo rayo de luz. La pared de piedra donde tenía apoyada la espalda estaba húmeda, fría. Era medianoche. Quizá no tardarían en aparecer todo tipo de bichos.

Solo imaginarme esa escena empezó a costarme respirar. Salí a la terraza y me apoyé en la barandilla. Inspiré por la nariz el aire fresco y lo expulsé poco a poco por la boca. Lo repetí varias veces mientras iba contando. Gracias a eso recuperé el ritmo normal de la respiración. El cielo del atardecer estaba cubierto de nubes plomizas. La lluvia se acercaba.

Al otro lado del valle se intuía vagamente la casa blanca de Menshiki. Por la noche iríamos a cenar y nos sentaríamos a la mesa el comendador y yo.

Es sangre de verdad —me susurró el comendador al oído.