3
No es más que un reflejo físico
Me instalé en la nueva casa, en plena montaña, a las afueras de la ciudad de Odawara. Unos días más tarde llamé a mi mujer. Para hablar con ella tuve que intentarlo cinco veces. Al parecer, aún regresaba tarde a casa por culpa del trabajo y tal vez se veía con alguien. En cualquier caso, ya nada de eso tenía relación conmigo.
—¿Dónde estás ahora? —me preguntó.
—En la casa del padre de Masahiko, en Odawara. —Dije, y le expliqué brevemente la situación.
—Te he llamado varias veces al móvil —dijo Yuzu.
—Ya no tengo móvil. —Quizás ya había ido a parar al mar de Japón—. Me gustaría recoger mis cosas. ¿Te importa?
—Aún tienes la llave, ¿verdad?
—Sí. —Había pensado tirarla también al río, pero debía devolverla y aún la conservaba—. ¿Te importa que vaya cuando tú no estés?
—Esta también es tu casa. Por supuesto que no me importa. ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? ¿Dónde has estado?
Le conté que había viajado por las regiones más frías de Japón hasta que el coche murió.
—Pero tú estás bien, ¿verdad?
—Estoy vivo. El que murió fue el coche.
Yuzu se quedó callada un tiempo al otro lado del teléfono. Al final dijo:
—Hace poco soñé contigo.
No le pregunté por el sueño. No quería saber nada, tampoco cómo era ese yo que aparecía en él, y ella no dijo nada más.
—Cuando termine en el piso, dejaré la llave dentro.
—Haz lo que quieras. A mí me da igual.
La dejaría en el buzón. Se hizo de nuevo el silencio y al cabo de un rato fue ella quien habló:
—¿Te acuerdas del retrato que me hiciste la primera vez que salimos?
—Sí, me acuerdo.
—De vez en cuando lo miro. Está muy bien hecho. Al observarlo, me siento como si me enfrentase a mi verdadero yo.
—¿Tu verdadero yo?
—Sí.
—Ya te ves en el espejo todos los días, ¿no?
—No es lo mismo. Ese yo del espejo no es más que un reflejo físico.
Nada más colgar fui al baño a mirarme en el espejo. Allí estaba el reflejo de mi cara. Hacía tiempo que no me miraba de frente, con calma. Para ella, esa imagen solo era un reflejo físico, pero para mí la cara que tenía ante mis ojos solo era una parte de mi ser, que en algún momento se había escindido en dos. El ser que tenía enfrente no lo había elegido yo. Ni siquiera era un reflejo físico.
Dos días más tarde me subí al Toyota Corolla y conduje hasta el apartamento de Hiroo para recoger mis efectos personales. Llegué a mediodía. Llovía sin cesar desde por la mañana temprano. Aparqué en el garaje y al salir del coche me sorprendió un olor familiar característico de los días de lluvia.
Me metí en el ascensor y nada más entrar en el apartamento, que no pisaba desde hacía casi dos meses, me sentí un intruso. Había vivido allí seis años y conocía hasta el último rincón, pero al otro lado de la puerta se abría ahora un panorama del cual yo ya no formaba parte. En el fregadero de la cocina se amontonaban los platos. Platos que solo había usado ella. En el baño había ropa tendida, su ropa, nada más. Abrí el frigorífico y dentro solo había platos precocinados. La leche y el zumo de naranja eran de marcas distintas a las que solía comprar yo. El congelador estaba repleto. Yo nunca compraba nada congelado. Obviamente, en menos de dos meses habían cambiado muchas cosas.
Me dieron ganas de ponerme a fregar la vajilla, de recoger la ropa tendida, doblarla, planchar incluso si hacía falta, ordenar la nevera. Pero no hice nada, por supuesto. Esa casa ya no me pertenecía. Era de otra persona. Yo no tenía nada que hacer allí.
De mis pertenencias, lo que más abultaba eran los utensilios para pintar. Guardé el caballete en una caja grande de cartón. También los lienzos, las pinturas y los pinceles. Encima coloqué la ropa. No soy una persona que necesite mucha ropa, y aunque lleve siempre lo mismo, no me importa. No tenía ni trajes ni corbatas. A excepción del abrigo gordo de invierno, todo lo demás cabía en una maleta grande.
Recogí unos cuantos libros aún por leer, docenas de cedés, mi taza de café preferida, un bañador, el gorro y las gafas de natación. No necesitaba nada más, y si no lo hubiera tenido, tampoco me habría supuesto un problema. En el cuarto de baño seguían mi cepillo de dientes, la maquinilla de afeitar, la loción, una crema solar y el tónico para el pelo. También había una caja de preservativos sin abrir. No quería llevarme nada de eso. Quería causarle la molestia de tener que deshacerse de ello.
Lo metí todo en el maletero del coche y subí de nuevo para prepararme un té y tomármelo tranquilamente sentado a la mesa de la cocina. Tenía todo el derecho a hacerlo, pensé. El piso estaba en silencio y se respiraba una atmósfera de cierta gravedad. Me sentía como si estuviera solo en el fondo del mar.
Me quedé allí como mínimo media hora. Durante todo ese tiempo no apareció nadie. Tampoco sonó el teléfono. Tan solo se apagó y se encendió una vez el termostato de la nevera. Agucé el oído por si detectaba presencias en el apartamento, como si arrojase una sonda al mar para medir la profundidad. Lo mirase como lo mirase, era un espacio habitado por una mujer sola. La casa de una mujer sin apenas tiempo de hacerse cargo de las tareas domésticas, obligada a posponer los quehaceres hasta el fin de semana. Comprobé que todo lo que había en la casa era suyo. No había rastro de otra persona (tampoco quedaba apenas algo de mí). Por allí no iba ningún hombre, pensé. Debían de citarse en otro lugar.
No sabría explicar por qué, pero tuve la sensación de que alguien me observaba. Me sentía vigilado como si hubiera una cámara oculta, cosa que era, obviamente, imposible. A mi mujer se le daban fatal los aparatos electrónicos. Ni siquiera era capaz de cambiar las pilas del mando a distancia del televisor. Era impensable que hubiera instalado una cámara oculta y que encima supiera manejarla. Seguramente se debía a que yo estaba muy sensible.
Sin embargo, mientras estuve allí actué como si una cámara me vigilase. No hice nada que no debiera, nada inadecuado. No curioseé en sus cajones, y eso a pesar de que sabía que en el fondo de uno de los cajones de la cómoda, donde guardaba las medias, ocultaba un diario y cartas importantes. No lo toqué. Conocía también la contraseña de su ordenador portátil (si no la había cambiado), pero ni lo miré. Todo aquello no tenía nada que ver conmigo. Me limité a fregar la taza, la sequé con un trapo y volví a colocarla en el aparador. Apagué la luz. Contemplé la lluvia a través de la ventana. A lo lejos se distinguía la silueta naranja de la Torre de Tokio. Salí de allí, eché la llave en el buzón y conduje sin parar hasta Odawara. Era un trayecto de apenas una hora y media, pero me pareció que había ido y había vuelto al extranjero en un mismo día.
Al día siguiente llamé a mi agente para decirle que había regresado de mi viaje y para excusarme porque no tenía intención de seguir con los retratos.
—¿Quiere decir que lo deja para siempre? —me preguntó preocupado.
—Quizá.
Recibió la noticia con frialdad. No protestó especialmente, y tampoco me dio nada parecido a un consejo. Me conocía bien y sabía que, una vez que decidía algo, no cambiaba de opinión.
—Si en alguna ocasión cambia de parecer —dijo al fin—, no dude en contactar con nosotros. Estaremos encantados de volver a trabajar con usted.
—Se lo agradezco —le dije.
—Quizá no debería preguntárselo, pero ¿cómo se va a ganar la vida a partir de ahora?
—Aún no lo he decidido —contesté con toda sinceridad—. Viviré solo y no me hace falta mucho dinero para mantenerme. Además, tengo algo ahorrado.
—Seguirá pintando, ¿verdad?
—Quizá. No sé qué otra cosa podría hacer.
—Le deseo mucha suerte.
—Gracias —le dije una vez más.
De pronto, me vino a la cabeza una pregunta:
—¿Hay algo que debería tener en cuenta?
—¿Algo que tener en cuenta?
—No sé cómo explicarlo, pensaba en algún tipo de consejo profesional.
Se quedó un rato pensativo.
—Me parece que usted tarda más en entender las cosas que la gente normal, pero puede que, a la larga, el tiempo se convierta en su aliado.
Sus palabras me recordaron el título de una de las viejas canciones de los Rolling Stones.
—Una cosa más —siguió—. Creo que tiene usted un talento especial para los retratos. El talento de llegar al núcleo de la persona que retrata, de extraer intuitivamente lo que hay escondido. No es algo habitual, y me parece una lástima desperdiciarlo.
—En este momento no quiero seguir con los retratos.
—Lo entiendo. De todos modos, estoy convencido de que ese talento suyo le será muy útil en algún momento. Le deseo lo mejor.
Se lo agradecí de corazón. Ojalá el tiempo se convirtiera en mi aliado.
Masahiko Amada me llevó en su Volvo a casa de su padre en las montañas de Odawara. Podía instalarme ese mismo día si lo deseaba. Por él no había problema. Dejamos la autopista que va de Odawara a Atsugi cerca de la última salida y tomamos por una especie de pista forestal que se adentraba en las montañas. A ambos lados de la carretera se veía un paisaje rural salpicado de invernaderos, y de vez en cuando había bosquecillos de ciruelos. Apenas había casas, y no topamos con un solo semáforo. A partir de cierto momento, la carretera se empinaba, empezaba a serpentear y obligaba a usar las marchas cortas. Llegamos finalmente a la entrada de la casa. Dos pilares majestuosos sin puerta ni muro a su alrededor daban paso a la propiedad. Estaban allí como suspendidos a la espera de un remate que nunca llegó. Alguien debió de pensar que no hacía ninguna falta cerrar el terreno. En uno de los pilares había una placa lustrosa con el apellido del propietario: AMADA. Parecía un anuncio. La pequeña casa que había un poco más allá era como un chalet de diseño occidental, con una chimenea de ladrillos descoloridos sobresaliendo por encima del tejado de pizarra. Tenía una sola planta y el tejado resultaba sorprendentemente alto. Al ser la casa de un pintor famoso de estilo japonés, había imaginado que me encontraría una casa tradicional japonesa. Más bien, lo daba por hecho.
Aparcamos frente a un amplio porche junto a la entrada principal y, nada más abrir la puerta, unos arrendajos negros levantaron el vuelo desde las ramas de un árbol cercano soltando unos estridentes graznidos. Me dio la impresión de que les molestábamos, como si les incomodase que entrásemos en la casa. Estaba rodeada de bosque y solo por la parte que daba al oeste se abría al valle, desde donde se tenía una amplia panorámica.
—¿Qué te parece? No hay nada, solo naturaleza. Bonito, ¿verdad? —me preguntó Masahiko.
Observé a mi alrededor sin moverme. Tenía razón, allí no había nada. Me sorprendió que alguien se hubiera hecho construir una casa en un lugar tan solitario. Debía de ser un misántropo que huía de la gente.
—¿Creciste en esta casa? —le pregunté a Masahiko.
—No. Lo cierto es que nunca he pasado mucho tiempo aquí. Solo de vez en cuando, algunos días en verano para escapar del calor. Fui al colegio en Mejiro, vivía con mi madre en la casa que teníamos allí. Cuando mi padre no trabajaba, venía a Tokio y se quedaba con nosotros, pero regresaba enseguida. Luego me independicé y mi madre murió. Hace ya diez años de aquello. Él se encerró entonces en esta casa como si fuera un ermitaño.
Entonces vino una mujer de mediana edad que vivía cerca y que se encargaba de mantener la casa cuando no había nadie, y me explicó algunas cuestiones prácticas. Por ejemplo, a usar la cocina, dónde pedir el gas, el queroseno, dónde estaban todas las cosas, cómo clasificar la basura, cuándo y dónde tirarla, etcétera.
Al parecer, el padre de Masahiko llevaba una vida sencilla y solitaria, sin muchas máquinas ni aparatos, por lo que no había muchos trucos que aprender. Una vez instalado, la mujer me dijo que la llamase si la necesitaba, aunque nunca me hizo falta.
—Me alegro de que alguien viva en esta casa —me dijo la mujer—. Se deteriora muy rápido y es fácil que entre alguien a robar. Además, cuando no hay nadie, vienen los jabalíes e incluso los monos.
Masahiko ya me había advertido de que era una zona donde abundaban los jabalíes y los monos.
—Tenga cuidado con los jabalíes —me advirtió la mujer—. En primavera vienen a comer los brotes del bambú. Las hembras con crías son las más peligrosas, porque defienden a su prole. Tenga cuidado también con las avispas. Hay casos de gente que muere a causa de las picaduras. Suelen anidar en los ciruelos.
El salón era relativamente amplio y tenía una chimenea abierta. En la parte orientada al sudoeste había una amplia terraza cubierta; y al norte, una habitación cuadrada que servía de estudio y donde había trabajado siempre el dueño de la casa. Orientada al este, había una pequeña cocina con comedor, el cuarto de baño, el dormitorio principal y otro cuarto para invitados. En ese último había un pequeño escritorio. Al dueño le gustaba leer y las estanterías del cuarto estaban repletas de libros viejos. Parecía usar ese cuarto como despacho. A pesar de ser una casa antigua, estaba limpia y parecía cómoda. Extrañamente (quizá no fuera nada extraño), en las paredes no había un solo cuadro colgado. Estaban todas desnudas.
Como ya me había advertido Masahiko, tenía todo lo necesario para entrar a vivir: muebles, electrodomésticos, vajilla y ropa de cama. Ya me había comentado que no iba a necesitar nada y no le faltaba razón. Incluso había leña para la chimenea. No tenía televisión (el padre de Masahiko la detestaba), pero en el salón había un equipo de música estupendo, con unos altavoces enormes Tannoy Autograph, y un amplificador de válvulas de vacío de la marca Marantz. Tenía una considerable colección de vinilos, y de un simple vistazo comprobé que la mayoría eran de ópera.
—No hay reproductor de cedés —me advirtió Masahiko—. Mi padre siempre ha odiado lo nuevo. Solo confía en lo antiguo. Olvídate de internet. Si te hace falta, no te va a quedar más remedio que bajar al pueblo para ir a algún café con acceso gratis.
Yo no tenía una necesidad imperiosa de usar internet.
—Si quieres enterarte de lo que pasa en el mundo, no te quedará más remedio que escuchar la radio que hay en la cocina. Estamos en plena montaña y hasta aquí no llegan bien las ondas. A duras penas se sintoniza la emisora de la radio pública de Shizuoka. Aunque me imagino que eso es mejor que nada.
—No me interesa especialmente lo que pasa en el mundo.
—Pues entonces te llevarías muy bien con mi padre.
—¿Es fan de la ópera?
—Sí. Pintaba al estilo japonés, pero siempre ha trabajado escuchando ópera. Al parecer, cuando vivía en Viena, iba mucho a la ópera. ¿A ti te gusta?
—Un poco.
—A mí no me gusta nada. Me resulta demasiado larga y aburrida. Aquí hay montañas de discos antiguos, así que escucha lo que quieras. Mi padre ya no los escuchará más y seguro que estaría muy contento de que alguien lo haga.
—¿No los escuchará más?
—La demencia que tiene no para de avanzar. Ya ni siquiera distingue entre una ópera y una sartén.
—¿Vivió en Viena? ¿Fue allí donde estudió pintura japonesa?
—No, hombre, no. No hay nadie tan raro como para irse a Viena a estudiar pintura japonesa. Al principio se dedicó a la pintura de estilo occidental, y por eso se instaló allí. Se dedicaba a la pintura figurativa al óleo, pero poco después de regresar a Japón cambió por completo de estilo y empezó con la pintura tradicional japonesa. Ese tipo de cosas ocurren a menudo. Cuando alguien sale al extranjero, se despierta en él su propia identidad.
—Y le llegó el éxito.
Masahiko se encogió de hombros.
—Desde el punto de vista del reconocimiento social quizá, pero para mí, como hijo suyo, solo era un hombre difícil con mal carácter. En su cabeza solo había espacio para la pintura. Siempre ha vivido como quería, aunque ya no queda ni rastro de todo eso.
—¿Qué edad tiene?
—Noventa y dos. De joven llevó una vida a lo grande, pero desconozco los detalles.
—Muchas gracias por todo —le dije—. Valoro mucho tu ayuda.
—Entonces, ¿te gusta la casa?
—Sí. Te agradezco de todo corazón que me dejes quedarme aquí un tiempo.
—Por supuesto. Yo solo deseo que vuelvas con Yuzu.
No dije nada. Él no estaba casado. Había oído rumores sobre una posible bisexualidad, pero no sabía hasta qué punto eran ciertos. Nos conocíamos desde hacía tiempo y nunca habíamos tocado ese tema.
—¿Vas a seguir con los retratos? —me preguntó antes de marcharse.
Le conté la conversación con mi agente.
—¿Y cómo te vas a mantener a partir de ahora?
Era la misma pregunta que me había hecho mi agente. Reduciría al mínimo mis gastos, volví a explicar, y mientras tanto tiraría de mis ahorros. Tenía intención de dedicarme a pintar lo que yo quisiera, sin ningún tipo de restricción. Quería volver a sentir algo que no sentía desde hacía tiempo.
—Me parece muy bien —dijo él—. Dedícate a lo que de verdad te gusta hacer. ¿Por qué no das clases de pintura para ganarte un dinero extra? Delante de la estación de Odawara hay una especie de centro cultural donde se imparten clases. La mayor parte son para niños, pero también hay para adultos. Al parecer, solo ofrecen clases de dibujo y acuarela, nada de óleo. El encargado es un viejo conocido de mi padre. Trabaja por gusto, no por negocio, y siempre tiene dificultades para encontrar profesores. Si vas por allí, imagino que se pondrá muy contento. No te pagará demasiado, pero algo es algo. Como mucho, te ocupará dos días a la semana, poca cosa.
—Nunca he enseñado y casi no sé nada de acuarela.
—No te preocupes —insistió—. No tienes que formar a especialistas. Se trata solo de conceptos básicos. Aprenderás la mecánica de las clases en un día. Enseñar a niños es muy estimulante. Además, si vas a vivir en esta casa tan solitaria, deberías obligarte a salir al menos un par de veces por semana si no quieres volverte loco. No querrás acabar como el protagonista de El resplandor, ¿verdad?
Imitó el gesto de Jack Nicholson en la película. Siempre había tenido talento para imitar a la gente. Solté una carcajada.
—Lo intentaré, pero no sé qué tal se me dará.
—En ese caso, llamaré a la academia.
Después fuimos juntos a un concesionario de segunda mano de Toyota que había en la carretera nacional y pagué en efectivo el viejo Corolla Wagon. A partir de ese momento empezaría mi vida solitaria en aquella montaña a las afueras de Odawara. Me había pasado dos meses moviéndome de aquí para allá y, en ese instante, comencé una época sedentaria. El cambio fue radical.
A la semana de instalarme, empecé a dar clases de pintura en el centro cultural frente a la estación de Odawara los miércoles y los viernes. El director me hizo una sencilla entrevista y no dudó en contratarme. Quizá se debía a la recomendación de Masahiko. Me ofreció dos clases para adultos los miércoles, y otra los viernes para niños.
Con los niños me entendí enseguida. Era divertido verlos pintar. Como había dicho Masahiko, resultaba muy estimulante. Pronto entablé con ellos una relación de confianza. Examinaba sus trabajos, les daba algún sencillo consejo relacionado con la técnica y los elogiaba cuando hacían algo bien. Para las clases elegía un motivo y lo pintábamos varias veces. Les enseñé cómo, a pesar de usar los mismos materiales, solo con cambiar ligeramente de perspectiva las cosas podían ser muy diferentes. De igual modo que las personas tenemos muchas facetas, sucedía lo mismo con todo lo demás. Los niños lo captaron enseguida y eso despertó su interés.
Enseñar a los adultos me resultaba más difícil. A las clases venía gente mayor, jubilados y amas de casa que por fin disponían de tiempo libre porque sus hijos ya estaban crecidos. Como es lógico, ya no tenían un cerebro tan dúctil y maleable como los niños, y a veces les costaba entender las cosas. Alguno, sin embargo, demostraba cierta intuición y pintaba cosas interesantes. Les daba consejos si me lo pedían, pero en general los dejaba a su aire. Si descubría algún detalle que destacaba, lo elogiaba. Eso los estimulaba. Para mí bastaba con que fueran capaces de pintar dejándose llevar por la felicidad.
Gracias a aquellas clases, inicié una relación íntima con dos mujeres casadas. Las dos eran alumnas mías, y, de algún modo, yo las «orientaba». Por cierto, las dos pintaban bastante bien. Cualquiera, ya se tratase de un profesor circunstancial como yo, sin un título reconocido, se hubiera planteado el dilema de si lo que hice estuvo bien. En un principio, no me suponía ningún problema mantener relaciones sexuales adultas una vez obtenido el consentimiento de la otra parte, pero, a pesar de todo, no podía obviar el hecho de que era algo socialmente mal visto.
No pretendo excusarme, pero en aquel momento no me sentía con ánimo para juzgar si lo que hacía era correcto o no. Tan solo me aferraba a un tablón a la deriva y me dejaba arrastrar por la corriente. A mi alrededor todo estaba a oscuras, en el cielo no se atisbaba una sola estrella ni había rastro de la luna. Agarrarme a ese tablón impedía que me ahogase, pero no sabía dónde estaba, adónde me dirigía.
Cuando descubrí el cuadro de Tomohiko Amada titulado La muerte del comendador, ya llevaba varios meses viviendo en aquella casa. En ese momento no tenía forma de saberlo, pero el cuadro provocó un cambio radical en mi vida.