Prólogo

Hoy, al despertarme de una breve siesta, «el hombre sin rostro» estaba frente a mí. Se había sentado en una silla delante del sofá donde yo dormía y me miraba fijamente con sus ojos imaginarios en un rostro inexistente.

Era alto e iba vestido como cuando le vi la última vez: sombrero de ala ancha que ocultaba la mitad de su no-rostro y un abrigo largo, de color oscuro, a juego con el sombrero.


—He venido para que me hagas un retrato —dijo en cuanto vio que me había despertado. Hablaba en un tono de voz bajo, seco, sin entonación—. Me lo prometiste, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo, sí, pero en aquel momento no podía hacerlo, ni siquiera tenía papel. —Mi voz también sonó seca, sin entonación. Como la suya—. Para compensarle, le di la figurita de un pingüino —añadí—, ¿se acuerda?

—Sí, aquí está.

Extendió su mano derecha para mostrármela. Era una mano grande y en ella sostenía la figurita de un pingüino de plástico, uno de esos amuletos que suelen colgarse en los teléfonos móviles. Lo dejó caer, e hizo un ruidito al tocar el cristal de la mesita de café.

—Te lo devuelvo. Tal vez lo necesites. Será tu amuleto y protegerá a las personas que son importantes para ti, pero para compensarme me gustaría que me hicieses un retrato.

No sabía qué decirle. Estaba perplejo.

—Lo dice como si fuera fácil, pero nunca he pintado el retrato de una persona sin rostro. —Tenía la garganta seca.

—He oído que eres un retratista excelente, y siempre hay una primera vez para todo.

Entonces se rio, o al menos eso me pareció. Y esa especie de risa sonaba como el viento que se oye a lo lejos desde lo más profundo de una cueva.

Se quitó el sombrero y descubrió la mitad oculta de su no-rostro. Donde debía aparecer algo no había nada, tan solo un remolino de niebla de color lechoso.

Pese a todo, me levanté para ir a buscar al estudio un lápiz de mina blanda y un cuaderno de bocetos. Regresé al sofá e intenté bosquejar su cara. No sabía por dónde empezar, ni cómo seguir luego. Allí no había más que vacío. ¿Cómo dar forma a algo inexistente? La niebla de color lechoso que envolvía el vacío cambiaba constantemente de forma.

—Deberías darte prisa —me apremió—. No puedo quedarme mucho rato.

El corazón me golpeaba en el pecho con un ruido sordo. No tenía tiempo. Debía apresurarme, pero los dedos con los que sostenía el lápiz se me habían quedado paralizados en el aire; tenía la sensación de que se me había dormido la mano desde la muñeca. Como bien decía el hombre sin rostro, había personas cercanas a mí a las que debía proteger, y yo lo único que sabía hacer era pintar. Y sin embargo era incapaz de dibujar su no-rostro. Impotente, me quedé mirando cómo se movía la niebla sin poder hacer nada.

—Lo siento, pero el tiempo se ha terminado —dijo al fin, y de donde debería haber estado su boca salió una gran vaharada blanca.

—Espere un momento. Si me da un poco de…

El hombre se puso de nuevo el sombrero y la mitad de su no-rostro volvió a quedar oculta.

—Volveré. Tal vez entonces seas capaz de pintar mi retrato. Mientras tanto, yo guardaré la figurita del pingüino.


Tras decir eso, desapareció. Se desvaneció en el aire en una fracción de segundo, como si un fuerte viento hubiera disipado la niebla. La silla se quedó vacía. El amuleto del pingüino ya no estaba allí.

Me pareció que todo aquello no había sido más que un sueño fugaz, pero sabía bien que no era así. Si en verdad era un sueño, entonces el mundo en que yo habitaba solo sería eso, un sueño.

En algún momento seré capaz de dibujar un retrato a partir de la nada, de igual manera que cierto pintor fue capaz de pintar un cuadro que tituló La muerte del comendador. No obstante, hasta entonces necesitaré tiempo. Debo convertir el tiempo en mi aliado.