13
De momento, solo es una suposición
Nos sentamos en el salón y tomamos un café. Hablamos de cualquier cosa mientras esperábamos a que llegase la hora. Al principio tocamos algunos temas generales, pero, al cabo de un rato, Menshiki me preguntó con una mezcla de reserva y decisión:
—¿Tiene usted hijos?
La pregunta me sorprendió. No me había parecido la típica persona interesada por ese tipo de cuestiones, sobre todo teniendo en cuenta que apenas nos conocíamos. Más bien era del tipo «yo no me meto en tu vida, tampoco te metas tú en la mía». Al menos eso me había parecido. Al levantar la mirada y encontrarme con su expresión seria, comprendí que no era una cuestión caprichosa surgida sin más. Tuve la impresión de que quería preguntármelo desde hacía tiempo.
—He estado casado cerca de seis años —le contesté—, pero no, no tengo hijos.
—¿No quería tenerlos?
—A mí no me hubiera importado. Era mi mujer quien no quería.
No entré en detalles sobre la razón concreta de su negativa. En ese momento, ya no tenía claro si había sido honesta al decírmelo.
Menshiki vaciló un poco.
—Quizá preguntar este tipo de cosas sea de mala educación —dijo al fin—, pero ¿ha pensado en la posibilidad de que otra mujer distinta a su esposa haya tenido un hijo suyo sin que usted lo sepa?
Volví a mirarlo directamente a la cara, era una pregunta extraña. Por si acaso, rebusqué en los vericuetos de mi memoria, pero no se me ocurrió ninguna posibilidad de que aquello pudiera haber ocurrido. Además, no había tenido tantas relaciones íntimas con mujeres, de manera que, de haber sucedido algo así, me habría enterado de un modo u otro.
—Ocurrir podría haber ocurrido, pero estoy convencido de que es prácticamente imposible.
—Entiendo —dijo Menshiki.
Sorbió su café en silencio mientras meditaba algo.
—¿Por qué me lo pregunta? —me atreví a decirle.
Se quedó un rato en silencio sin dejar de mirar por la ventana. En el cielo brillaba la luna, pero sin la claridad casi sobrenatural de las otras noches. Nubes dispersas avanzaban lentamente desde el mar a la montaña.
—Como ya le conté en otra ocasión —dijo al fin—, nunca me he casado. Siempre he estado soltero. En parte, porque durante mucho tiempo el trabajo me absorbió por completo, pero, más importante que eso, porque vivir con alguien no va ni con mi carácter, ni con mi forma de vida. Puede que, al decirlo así, dé la impresión de que me enorgullezco de ello, pero, para bien o para mal, soy un hombre que únicamente puede vivir solo. No me interesa dejar descendencia. Nunca he querido tener hijos. Es por razones personales, y la mayor parte de ellas se debe al ambiente familiar de cuando era pequeño. —Dejó de hablar un momento para recuperar el aliento—. Sin embargo —continuó—, desde hace algunos años me ha dado por pensar que quizá tenga hijos. Más bien, las circunstancias han hecho que piense en ello.
Me quedé callado a la espera de lo que fuera a decir a continuación.
—Me siento raro hablando de esto con alguien a quien apenas conozco —dijo con una ligera sonrisa dibujada en los labios.
—A mí no me importa que lo haga. Depende de usted.
Entonces caí en la cuenta de que personas con las que no tenía ninguna relación especial solían hacerme confesiones de carácter íntimo. Me sucedía desde niño, y nunca había llegado a entender bien por qué. Tal vez tenía el don de sacar a la superficie los secretos de los demás. Puede que pareciera que sabía escuchar. En cualquier caso, no recordaba que me hubiera aportado nunca beneficio alguno. Después de sincerarse, todo el mundo se arrepentía enseguida de haberlo hecho.
—Es la primera vez que le hablo a alguien de esto —confesó Menshiki.
Asentí en silencio. Normalmente, todos decían lo mismo.
—Sucedió hace unos quince años. Mantenía una relación íntima con una mujer. Por entonces tendría unos cuarenta años y ella alrededor de treinta. Era una mujer muy guapa, muy atractiva. También era inteligente. Siempre me tomé muy en serio nuestra relación, pero desde el primer momento le advertí que no me casaría con ella. Le dejé claro que no tenía intención de hacerlo con nadie. No quería que abrigase vanas esperanzas, y por ese motivo le ofrecí retirarme sin rechistar en el caso de que encontrase a alguien mejor que yo dispuesto a casarse con ella. Al principio me comprendió. Durante todo el tiempo que duró nuestra relación (unos dos años y medio) nos fue muy bien. No discutimos ni una sola vez. Viajamos juntos a muchos sitios y a menudo se quedaba a dormir en mi casa, donde siempre tenía algo de ropa. —Me pareció que pensaba en algo, y guardó silencio durante unos minutos antes de continuar—. Si yo fuera una persona normal, o, mejor dicho, si estuviera más cerca de la normalidad, me habría casado con ella sin pensármelo dos veces. Ya entonces me lo planteaba a menudo, y sin embargo… —Se tomó un tiempo y suspiró—. Al final me decidí por una vida tranquila y solitaria, y ella por una mucho más sana de la que le ofrecía yo. Es decir, terminó casándose con un hombre normal.
Hasta el último momento, ella no le dijo que iba a casarse. La última vez que se vieron, fue una semana después de que ella cumpliese veintinueve años. Un día después de su cumpleaños habían cenado juntos en un restaurante de Ginza y él se había percatado de que estaba más callada de lo normal, algo bastante raro en ella. A los pocos días, ella le llamó para decirle que quería ir a verle a su oficina de Akasaka. Le preguntó si podía, y él no puso ninguna objeción. Nunca había estado allí, pero, en ese instante, a él no le extrañó. Era una oficina pequeña donde solo trabajaba él con una secretaria, una mujer de mediana edad, así que no molestaría. Se trataba de una empresa grande, y había épocas en que tenía muchos empleados, pero justo en ese momento estaba empezando un proyecto nuevo y prefería trabajar solo, y cuando llegase el momento de desarrollarlo, emplearía a muchas personas para que lo ejecutaran. Era su forma de actuar.
Su novia llegó un poco antes de las cinco de la tarde. Se sentaron en el sofá de la oficina y hablaron. En cuanto dieron las cinco, le dijo a la secretaria que estaba en la habitación contigua que se marchara a casa. Él solía quedarse trabajando en la oficina. A menudo se enfrascaba tanto en lo que tenía entre manos que no se movía de allí hasta el día siguiente. Había pensado invitarla a cenar en algún restaurante cercano, pero ella rechazó la invitación. No tenía tiempo, se excusó. Se había citado con alguien en Ginza.
—Me dijiste por teléfono que querías hablarme de algo —le dijo él.
—No, nada especial —repuso ella con una sonrisa—. Solo quería verte un rato. Me alegro de haber venido.
Le extrañó que fuese tan franca. Ella prefería aproximarse a las cosas de una manera indirecta. Sin embargo, él no llegó a entender a qué se debía ese cambio de actitud.
Sin decir nada, poco después se sentó en las rodillas de Menshiki. Se abrazó a él y le dio un profundo beso enredando su lengua con la de él. Alargó la mano para aflojar su cinturón y buscar su pene. Ya estaba duro cuando lo sacó. Lo tuvo un buen rato agarrado con la mano y después se agachó para metérselo en la boca. Lo chupó despacio con su lengua larga, suave y caliente.
Todo lo que hacía le dejaba perplejo. En el sexo, ella siempre se había mostrado más bien pasiva. En especial en lo relacionado con el sexo oral. Tanto para practicarlo como para que se lo hicieran. Siempre parecía cautelosa. Ese día, sin embargo, y sin saber por qué, se entregó por completo por voluntad propia. Él no podía dejar de preguntarse qué estaba pasando.
Ella se levantó de repente, se quitó sus elegantes zapatos negros de tacón, los tiró de cualquier manera, se metió las manos debajo del vestido para quitarse las medias y la ropa interior y volvió a sentarse encima de Menshiki usando su mano para ayudarse a introducir el pene de él en su vagina. Estaba muy lubricada, de manera que se movía solo, como si tuviera vida propia. Todo sucedía con una rapidez sorprendente (algo infrecuente en ella, que solía moverse despacio). Cuando quiso darse cuenta, estaba dentro de ella, atrapado entre unas cálidas paredes que le apretaban con firmeza.
Aquel sexo era algo completamente distinto del que habían disfrutado hasta entonces. Contenía a la vez calidez y frialdad, dureza y ternura, aceptación y rechazo. Menshiki experimentó esa extraña mezcla de contrarios, pero fue incapaz de entender el profundo significado de aquello. Ella agitaba su cuerpo encima del suyo, como un bote mecido por olas inmensas en mitad del mar. Perdió el control, y sus gemidos no tardaron en convertirse en gritos. De pronto, él dudó si había cerrado la oficina con llave. Por momentos pensaba que sí y por momentos que no, pero no podía ir a comprobarlo.
—¿No quieres que me ponga un preservativo? —preguntó precavido.
Ella siempre se había cuidado mucho de no tener un descuido y quedarse embarazada.
—Hoy no hace falta —le susurró al oído—. No te preocupes por nada.
Se comportaba de forma totalmente diferente a la habitual, como si hubiera despertado en ella otra mujer dormida hasta entonces, como si se hubiera apoderado de su cuerpo, de su espíritu. Tal vez era un día especial para ella, pensó. Los hombres son incapaces de comprender muchas cosas relacionadas con las mujeres, con sus cuerpos.
El ritmo de sus movimientos se aceleraba poco a poco. Cada vez se mostraba más atrevida. A él no le quedaba otra opción que dejarla hacer. La última fase no tardó en llegar. No pudo controlarse más y eyaculó justo en el momento en que ella lanzó un grito como de pájaro exótico. Como si lo hubiera estado esperando, su útero absorbió todo su semen con codicia, se podría decir. Le vino a la mente la turbia imagen de un extraño animal devorándole en plena oscuridad.
Poco después, ella se levantó, casi como si le expulsara de su interior. Se arregló el vestido sin decir una palabra, guardó sus medias y su ropa interior en el bolso y se encerró en el baño. Se quedó allí un buen rato, tanto que él empezó a inquietarse con la idea de que quizá le había ocurrido algo. Al fin salió. Al aparecer ante él, ya no tenía una sola prenda de su ropa ni un solo pelo fuera de su sitio. Se había retocado el maquillaje. En sus labios lucía la sonrisa sutil y tranquila de siempre.
Lo besó en la boca y le dijo que debía darse prisa. Llegaba tarde. Sin más, salió de la oficina, y ni siquiera se dio media vuelta. Menshiki me explicó que aún oía el sonido de sus tacones alejándose como si fuera ayer.
Fue la última vez que la vio. A partir de aquel día se cortó toda comunicación entre ellos. Nunca contestó a sus llamadas ni a sus cartas. Dos meses más tarde, ella se casó. Se enteró a través de un conocido a quien le extrañó mucho que no le hubiera invitado a su boda, que ni siquiera le hubiera dicho que iba a casarse. Pensaba que Menshiki y ella eran buenos amigos (siempre se cuidaron mucho de que nadie supiera que se trataba de algo más que amistad). Menshiki no conocía al hombre con quien se casó. Jamás había oído su nombre. Ella nunca le había dicho que tuviera intención de casarse, ni siquiera lo había insinuado. Se limitó a desaparecer. Sin más.
Menshiki asumió que aquel violento encuentro sexual en el sofá de su oficina había sido una despedida en toda regla. Muchas veces se acordaba de ese día. A pesar del tiempo transcurrido, aún guardaba un recuerdo sorprendentemente vivo de aquello. Oía los chirridos del sofá, veía cómo se movía su pelo, notaba su cálido aliento junto al oído.
¿Se arrepentía de haberla perdido? Por supuesto que no. Era de ese tipo de personas que nunca se arrepienten. Sabía bien que la vida familiar no era lo suyo. Aunque quisiera a una persona, no podía convivir con ella. Necesitaba sumergirse a diario en la soledad, no toleraba la existencia de alguien que le hiciese perder la concentración. Para él, vivir con alguien equivalía a acabar odiando a esa persona, ya fueran sus padres, su mujer o sus hijos, y eso era lo que temía por encima de cualquier otra cosa. No se trataba de miedo a amar a alguien, sino más bien de miedo a llegar a odiar.
Todo ello no significaba, sin embargo, que no la amase profundamente. De hecho, nunca había amado a otra mujer como la había amado a ella, y era muy probable que no le volviese a suceder. «Aún guardo dentro de mí un lugar especial para ella, —me dijo—. Un lugar muy concreto, algo parecido a un santuario».
¿Un santuario? La elección de esa palabra concreta me extrañó, aunque quizá fuera para él la más apropiada.
Menshiki terminó de contarme su historia. Me había hablado con todo lujo de detalles de un episodio íntimo de su vida personal, pero yo no acababa de encontrar la dimensión sexual. Es decir, tenía la impresión de que alguien me había leído un informe médico. Quizá para él fue algo así.
—Siete meses después de la boda —continuó con el siguiente episodio—, dio a luz a una niña en una clínica de Tokio. Ya hace trece años de aquello. A decir verdad, me enteré mucho tiempo después a través de una tercera persona. —Menshiki clavó la vista durante un rato en el fondo de la taza de café vacía, como si añorase el líquido caliente que había tenido antes—. Esa niña quizás es hija mía.
Lo dijo como si tuviera que estrujarse a sí mismo para sacar de dentro las palabras.
Me miró. Tuve la impresión de que esperaba de mí una opinión, un comentario, pero tardé un rato en descifrar el sentido de su mirada.
—¿Quiere decir que las fechas coinciden? —le pregunté al fin.
—Sí. Las fechas coinciden exactamente. La niña nació nueves meses después de nuestro último encuentro en la oficina. Había venido a verme justo antes de casarse y el día más propicio para quedarse embarazada. No sé cómo explicarlo, pero siento como si me hubiera querido robar el esperma intencionadamente. Esa es mi hipótesis. No esperaba casarse conmigo, pero sí tener un hijo mío. Creo que fue eso.
—¿Y tiene alguna prueba?
—Obviamente no. De momento, solo es una suposición, pero albergo algo parecido a un fundamento.
—¿Y no era demasiado arriesgado para ella? ¿Y si los grupos sanguíneos no coincidían? ¿Y si el presunto padre se da cuenta finalmente? ¿Le parece probable que quisiera asumir semejante riesgo?
—Mi grupo sanguíneo es A, como el de la mayor parte de los japoneses. Creo recordar que el de ella también lo era. Si no se analiza correctamente el ADN, la posibilidad de que se descubra semejante secreto es muy baja. Sí, la imagino perfectamente capaz de calcular ese tipo de riesgos.
—En ese caso, si no es mediante un análisis del ADN, nunca podrá saber si es el padre biológico de esa niña. ¿No es así? Otra posibilidad es preguntárselo directamente a la madre.
Menshiki sacudió la cabeza.
—Eso es imposible. Murió hace siete años.
—¡Vaya! Lo siento de veras. Aún debía de ser muy joven.
—Murió por culpa de la picadura de varias avispas gigantes asiáticas mientras paseaba por la montaña. Era alérgica y no soportó el veneno inoculado por las avispas. Cuando ingresó en el hospital, ya no respiraba. Nadie sabía que tuviera alergia, probablemente ni ella misma. Dejó solos a su marido y a su hija. La niña tiene ahora trece años.
Casi la misma edad de mi hermana cuando murió, pensé.
—Acaba de decirme que tiene razones de peso para pensar que es hija suya, ¿verdad?
—Poco después de morir recibí una carta suya —dijo en un tono de voz sosegado.
Un buen día recibió en su oficina un sobre grande certificado, remitido por un despacho de abogados del que nunca había oído hablar. Contenía otros dos sobres más pequeños mecanografiados. Uno, con el membrete del despacho de abogados, y otro era de color rosa pálido. La carta de los abogados estaba firmada por uno de ellos y rezaba: «Adjunta le remitimos una carta que nos confió en vida la señora (seguido del nombre de su exnovia), quien nos indicó que en caso de fallecimiento se la enviásemos enseguida. De igual modo, nos advirtió que nunca la leyese nadie que no fuera usted».
La carta del abogado continuaba con una descripción objetiva de las circunstancias de la muerte. Menshiki se quedó sin palabras, sin saber cómo reaccionar durante un buen rato. Finalmente, alcanzó unas tijeras y abrió el sobre de color rosa. La carta estaba escrita a mano con tinta azul. Tenía una extensión de cuatro cuartillas y una letra muy hermosa.
Querido Wataru:
Desconozco la fecha exacta en la que esta carta llegará a tus manos, pero cuando eso suceda, yo ya no estaré en este mundo. No sé por qué, pero desde hace mucho tiempo he intuido que moriría joven. Precisamente por eso dispongo con antelación las cosas para después de mi muerte. Si no sirven de nada, mejor para todos, pero si estás leyendo esta carta, eso significará que estoy muerta. Lo pienso y me entristezco profundamente.
En primer lugar me gustaría pedirte disculpas (tal vez no haga falta) porque mi vida no ha tenido nada de extraordinario. Lo sé mejor que nadie. Por eso, marcharme de este mundo tranquilamente, evitando las exageraciones y sin decir nada que no sea imprescindible, es quizá la manera más adecuada de marcharse para una mujer como yo. No obstante, querido Wataru, creo que debería decirte una sola cosa, y que solo debería decírtela a ti. De otro modo, creo que perdería para siempre la oportunidad de ser justa contigo. Por eso he decidido pedir a un abogado conocido mío que te haga llegar esta carta.
Lamento en lo más profundo de mi corazón haber desaparecido tan repentinamente de tu vida para convertirme, como bien sabes, en la mujer de otro hombre, y no haberte dicho una sola palabra al respecto. Supongo que te sorprendería mucho, que te desagradaría. O quizás una persona como tú, que siempre mantiene la serenidad, no se haya extrañado tanto ni sufrido especialmente. De todos modos, en aquel momento no me quedaba otra opción. Espero que me comprendas. Apenas tenía margen para elegir.
Pero, a pesar de todo, sí tuve una opción y eso se resume en un solo hecho, en un solo acto. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos? Fue una tarde de principios de otoño en la que me presenté de improviso en tu oficina. Tal vez no lo pareciera, pero en aquel momento estaba muy apurada, me sentía arrinconada, como si hubiera dejado de ser yo misma; y sin embargo, y a pesar de toda mi confusión, hice lo que hice con una clara intención. Nunca me he arrepentido de aquello. Fue algo que tuvo una importancia enorme para mi vida, incluso mucha más que mi propia existencia.
Espero que, después de todo, me comprendas y me perdones. De igual manera, deseo que no te molestes por ello. Te conozco bien y sé que detestas este tipo de cosas.
Querido Wataru, te deseo una vida larga y feliz. Y también deseo que una existencia maravillosa como la tuya se prolongue de algún modo de una forma duradera y fecunda.
Menshiki leyó la carta hasta aprendérsela de memoria (de hecho, me la recitó de principio a fin sin vacilar en ningún momento). A través de aquellas líneas, los sentimientos e insinuaciones terminaron por convertirse en luces y sombras, en el yin y en el yang. Estaba redactada a la manera de las imágenes dobles, y él, como si fuera un lingüista especializado en una lengua muerta, investigó a lo largo de varios años las distintas posibilidades que parecía sugerir. Extrajo cada una de sus palabras, aisló las frases, las combinó, las entremezcló y las reordenó de múltiples formas, para llegar finalmente a la conclusión de que la niña que dio a luz siete meses después de casarse era, sin duda, el fruto de aquel día en el sofá de cuero de su oficina.
—Encargué a un despacho de abogados con el que tenía buena relación —siguió explicándome— que investigaran sobre la niña. El marido de mi exnovia era quince años mayor que ella y tiene un negocio inmobiliario. Es hijo de un terrateniente y se dedica a administrar sus tierras y sus edificios. También se ocupa de algunas propiedades que no son suyas, pero digamos que no les dedicaba tanta atención. Tiene dinero suficiente para permitirse vivir sin trabajar. La niña se llama Marie. Tras la muerte de su mujer, no ha vuelto a casarse. Tiene una hermana pequeña soltera que vive con ellos para ayudarles. Marie cursa primero de secundaria en un colegio cerca de su casa.
—¿Ha llegado a verla alguna vez?
Se quedó callado un rato como si eligiese con sumo cuidado las palabras que iba a decir.
—Varias veces. De lejos. Nunca he hablado con ella.
—¿Y cómo es?
—¿Quiere decir si se parece a mí? No sabría decirle. No soy capaz de sacar una conclusión. A veces pienso que sí e incluso me da la impresión de que somos como dos gotas de agua. Pero otras veces pienso que no y me doy cuenta de que somos completamente distintos.
—¿Tiene una foto de ella?
Sacudió la cabeza en silencio y dijo:
—No. No porque sea difícil conseguirla, pero no quiero tenerla. ¿De qué serviría llevar una foto suya en mi cartera? Lo que quiero es…
En ese momento se quedó callado. Al dejar de hablar, el alboroto de los insectos llenó el silencio entre nosotros.
—Hace poco me dijo que no tenía ningún interés en dejar descendencia.
—Cierto. Nunca me ha interesado. Más bien, he tratado de vivir lo más alejado posible de lo que significa todo eso, y en ese sentido no ha cambiado nada. Sin embargo, lo cierto es que no soy capaz de apartar los ojos de esa niña. No puedo dejar de pensar en ella, así de sencillo. Sin ninguna razón en concreto…
No encontraba las palabras adecuadas para responderle.
—Es la primera vez que me pasa algo así —continuó—. Siempre había podido controlarme y me enorgullecía de ello, pero ahora muchas veces soy consciente de lo duro que es estar solo.
—Solo es una intuición —me atreví a decir—, pero tengo la impresión de que me reserva un papel en relación con esa niña. ¿No es así?
Tras una pausa, Menshiki asintió con la cabeza.
—No sé cómo decírselo…
En ese mismo instante caí en la cuenta de que el coro de insectos se había callado. Miré el reloj de pared. Marcaba las dos menos veinte pasadas de la madrugada. Me llevé el dedo índice a los labios y Menshiki se calló. Y aguzamos el oído en ese silencio nocturno repentino.