5

Ya no respira, tiene las extremidades frías

Desde el primer día de mi nueva vida en esa casa me extrañó que no hubiera ningún cuadro. No solo no colgaba ninguno de las paredes, tampoco había cuadros guardados en el almacén o en los armarios. Y no me refiero solo a los cuadros de Tomohiko Amada, es que tampoco los había de ningún otro pintor. Las paredes estaban desnudas, limpias. Ni siquiera se veía la marca de un clavo donde podía haber colgado alguno. La mayoría de los pintores suelen tener, en mayor o menor medida, cuadros a mano. Pueden ser propios o de otros artistas, pero lo cierto es que su vida está rodeada de pintura. Sucede algo parecido a cuando alguien se desvive por quitar la nieve a su alrededor y cada vez se va acumulando más y más.

Un día llamé a Masahiko Amada por cierto asunto y aproveché para preguntárselo. ¿Por qué no había un solo cuadro en la casa? ¿Acaso se los había llevado alguien o siempre había sido así?

—A mi padre no le gustaba conservar su obra en casa —me explicó Masahiko—. En cuanto terminaba un cuadro, llamaba al marchante para que se lo llevara lo antes posible, y si el resultado no le convencía, lo quemaba en el incinerador del jardín. No te extrañe que no haya ninguno.

—¿Tampoco tenía de otros pintores?

—Cuatro o cinco a lo sumo. Algún que otro Matisse, algún Braque. Obras pequeñas que había comprado antes de la guerra en Europa. Al parecer, los consiguió a través de un conocido y, cuando los compró, no se cotizaban tanto como hoy en día. Ahora cuestan una fortuna, por supuesto, y por eso se los confié al marchante cuando lo ingresaron en la residencia. No podía dejarlos abandonados en una casa vacía. Imagino que estarán en un almacén de seguridad acondicionado para obras de arte. Por eso no hay cuadros. No apreciaba mucho a sus compañeros de profesión, la verdad, y eso era un sentimiento recíproco. Si se quiere entender de forma positiva, se puede decir que siempre ha sido un lobo solitario. De forma negativa, ha sido como una oveja descarriada.

—Estuvo en Viena de 1936 a 1939, ¿verdad?

—Sí. Cerca de dos años, creo, pero nunca he sabido por qué precisamente Viena. Sus pintores favoritos eran franceses.

—Y luego regresó a Japón, cambió de estilo radicalmente y se dedicó a la pintura tradicional japonesa… ¿A qué se debió ese cambio? ¿Ocurrió algo en Viena?

—Pues mucho me temo que eso es un misterio. Mi padre apenas ha hablado de esa etapa de su vida. Como mucho, de cosas sin importancia, y solo de vez en cuando; del zoológico, por ejemplo, de la comida, del teatro. De su vida allí, prácticamente no contaba nada y tampoco yo le he preguntado nunca. Hemos vivido la mitad de nuestra vida separados y solo nos veíamos de forma ocasional. Para mí ha sido más un tío que venía a verme de vez en cuando que un verdadero padre. Desde que entré en la escuela secundaria, se convirtió en una molestia y evité el contacto con él. Luego decidí matricularme en la Facultad de Bellas Artes y ni siquiera se lo consulté. No quiero decir que el ambiente familiar fuera complicado, pero tampoco era normal. ¿Me entiendes?

—Más o menos.

—Da igual. De todos modos, ha perdido la memoria. Ha desaparecido. Se puede decir que se ha hundido en las cenagosas profundidades de algún lugar remoto. Le preguntes lo que le preguntes, no hay respuesta. No me reconoce e imagino que ni siquiera sabe quién es. Debería haber hablado con él antes de llegar a este estado. A veces me arrepiento de no haberlo hecho, pero ya es tarde.

Masahiko se quedó en silencio como si pensara en algo.

—¿Por qué quieres saber todas esas cosas? —me preguntó al fin—. ¿Ha ocurrido algo para que te intereses tanto por él?

—No, nada especial, pero ahora vivo en esta casa y noto su presencia en todos los rincones, su sombra. He leído sobre él en algunos libros de la biblioteca.

—¿Su sombra?

—Como el rastro de una presencia, digamos.

—¿Y eso te incomoda?

Sacudí la cabeza.

—No, no tiene nada de malo, pero su presencia flota en el ambiente.

Masahiko volvió a guardar silencio.

—Mi padre ha vivido mucho tiempo en esa casa —dijo—. Ha trabajado ahí, y tal vez aún habite ahí algo suyo. Si te soy sincero, por eso nunca he querido ir yo solo.

Le escuché sin decir nada.

—Ya te lo he contado antes —continuó—, pero, para mí, Tomohiko Amada solo era un hombre difícil, un hombre que se encerraba en su estudio y se ponía a pintar con gesto serio. Apenas hablaba y nunca llegué a saber qué pensaba. Mi madre siempre decía que no le molestase. No podía correr por la casa ni hablar en voz alta. Podía ser un hombre admirado y un pintor excelente, pero para un niño de mi edad solo era un estorbo, y desde que tomé la decisión de estudiar arte, peor aún. Cada vez que decía mi nombre, todos mis compañeros me preguntaban si tenía algo que ver con Tomohiko Amada. Llegué a plantearme cambiar de nombre, pero con el tiempo he comprendido que no fue tan malo conmigo. Me quería a su manera, solo que no demostraba su cariño abiertamente. Así eran las cosas. Para él lo primero era la pintura. Lo mismo que para todos los artistas, ¿no crees?

—Puede ser.

—Yo no tengo talento de artista —admitió Masahiko con un suspiro—. Tal vez sea eso lo único que aprendí de él.

—Me contaste que, cuando era joven, tu padre hacía lo que quería, vivía a lo grande, ¿verdad?

—Sí. Cuando yo nací, ya no quedaba rastro de aquella vida, pero de joven vivió a lo grande, sí. Era alto, guapo, hijo de una familia acomodada de provincias y, encima, con mucho talento para la pintura. Lo tenía todo de su parte para atraer a las chicas. Se ve que su padre también era muy aficionado a las mujeres. Tuvo líos de faldas y su familia se vio obligada a resolverlos a golpe de dinero, pero me contaron que, a su regreso del extranjero, había cambiado por completo.

—¿Y eso?

—Cuando regresó a Japón dejó de salir, se encerró en casa para dedicarse a la pintura y renunció por completo a las relaciones sociales. En Tokio vivió mucho tiempo solo, y cuando empezó a ganarse la vida con su trabajo, decidió casarse con una pariente lejana de su tierra natal. Era como si hubiera decidido recapitular. Se casó mayor y, al cabo de un tiempo, nací yo. No sé si veía a otras mujeres, pero, en cualquier caso, no llevaba una vida tan disipada como la de antes.

—Un cambio radical.

—Sí, pero para sus padres fue un motivo de alegría y satisfacción. Los líos de faldas se acabaron de repente. Con el tiempo, pregunté a varios miembros de la familia qué había pasado en Viena, por qué había decidido dejar la pintura occidental para dedicarse a la japonesa, pero nadie supo decirme nada. Siempre guardó silencio sobre todos esos asuntos, como una ostra cerrada a cal y canto en el fondo del mar.

Y en ese momento, tantos años después, si alguien tratara de abrir la ostra, se encontraría con que está vacía. Le di las gracias y colgué el teléfono.


Descubrí el cuadro de Tomohiko Amada con el extraño título de La muerte del comendador de forma totalmente inesperada.

Por la noche oía a menudo ruidos en el desván. Al principio pensé que se trataba de ratones o de ardillas, pero al escuchar con atención, me di cuenta de que el ruido no tenía nada que ver con las ligeras pisadas de un roedor. Tampoco se parecía al de un reptil arrastrándose. Me recordaba, más bien, al del papel vegetal cuando alguien lo estruja con las manos. No era tan molesto como para no dejarme dormir, pero me inquietaba que hubiera un ser vivo dentro de la casa. No quería que rompiese nada.

Después de buscar por todas partes, descubrí en el techo del armario de la habitación de invitados una trampilla que daba acceso al desván. Era una trampilla cuadrada de unos ochenta centímetros. Fui a buscar una escalera y levanté la trampilla con una mano mientras sujetaba una linterna con la otra. Metí la cabeza y miré a mi alrededor. Era un espacio con poca luz, mucho más amplio de lo que imaginaba. A derecha e izquierda había dos huecos para la ventilación y por las rendijas se colaba la luz del mediodía. Iluminé todos los rincones, pero no encontré rastro de nada. De nada, al menos, que se moviera. Subí.

Olía a polvo, pero no resultaba desagradable porque la ventilación era buena y no había mucho polvo acumulado en el suelo. Había varias vigas gruesas del tejado que iban de lado a lado, pero, aparte de los sitios por donde pasaban, se podía caminar erguido. Avancé con precaución y comprobé los dos huecos de ventilación. Estaban protegidos con una tela metálica para impedir que entrasen animales, pero en el que estaba orientado al norte había un agujero. Quizá se había roto al impactar contra ella algún objeto, quizás había sido un animal. En cualquier caso, por el agujero cabía sin dificultad un animal pequeño.

Me topé entonces con la causa del ruido que oía por la noche. Estaba escondido al fondo de una de las vigas, en silencio, era un pequeño búho de color gris. Tenía los ojos cerrados y parecía dormir plácidamente. Apagué la linterna y lo observé sin hacer ruido desde un rincón apartado para no asustarlo. Era la primera vez que veía uno tan de cerca. Más que un pájaro parecía un gato con alas. Era un animal precioso.

Deduje que se refugiaba allí durante el día y salía al ocaso por el agujero del hueco de ventilación para ir a cazar a la montaña. Quizás el trajín de entrar y salir era lo que me despertaba. Aparte de la malla metálica rota, no había ningún otro daño aparente. Con su presencia, no tenía que preocuparme por que hubiera ratones y serpientes. Por mí podía vivir allí si quería. Me cayó simpático al instante. Los dos vivíamos de prestado en esa casa, por así decirlo. Compartíamos el mismo techo. Podía quedarse cuanto quisiera. Lo observé un rato y volví sobre mis pasos sin hacer ruido. Fue entonces cuando descubrí un objeto grande envuelto cerca de la trampilla.

A primera vista supuse que se trataba de un cuadro. Debía de tener un metro de alto por un metro y medio de ancho. Estaba muy bien protegido con un papel de estraza sujeto con una cuerda. Era el único objeto que había allí, nada más, solo la luz tenue colándose por las rendijas de ventilación, un búho gris encima de una viga y un cuadro apoyado contra la pared. En conjunto, aquella escena del desván resultaba muy atractiva.

Levanté el cuadro con cuidado. No pesaba. Debía de ser el lienzo desnudo o tener un marco sencillo. Sobre el papel se veía polvo. Debía de estar allí escondido, oculto, desde hacía mucho tiempo. Sujeta a la cuerda con un delgado alambre había una pequeña tarjeta donde alguien había escrito con bolígrafo azul y una bella caligrafía: La muerte del comendador. Supuse que era el título del cuadro.

Obviamente, no tenía forma de saber por qué estaba allí escondido. No sabía qué hacer. La lógica me decía que lo dejara allí tal cual. Era la casa de Tomohiko Amada y, sin duda, un cuadro suyo (tal vez lo había pintado él mismo). Si lo había subido al desván, debía de tener una buena razón para ello. Lo mejor que podía hacer era dejarlo allí con el búho y olvidarme del asunto. No debía entrometerme en ese asunto. Se trataba casi de una cuestión de educación.

Pero, a pesar de que lo más lógico hubiera sido eso, no podía evitar la curiosidad, un interés que brotaba en mi interior. Esas cuatro palabras, La muerte del comendador, que supuestamente eran el título del cuadro, me sedujeron profundamente. ¿Qué representaba?, me pregunté. ¿Por qué lo había escondido allí? ¿Por qué solo había dejado allí ese cuadro?

Lo levanté para probar si pasaba por la trampilla del desván. Por lógica, sí. Si alguien lo había metido, debía poder sacarse. La trampilla era el único acceso. De todos modos, probé. Pasaba justo en diagonal, tal como había supuesto. Me imaginé a Tomohiko Amada cuando subió allí el cuadro. Lo veía solo, con un gran secreto en su corazón. Vi la escena con toda claridad, como si de verdad hubiera estado presente. Decidí que no se enfadaría conmigo por bajarlo de allí. Su conciencia estaba sumergida en un profundo caos y, en palabras de su propio hijo, ya no distinguía una ópera de una sartén. Era casi imposible que volviese a su casa, y, si lo dejaba allí, antes o después entraría un bicho por el hueco de ventilación y empezaría a mordisquearlo. Si realmente era un cuadro suyo, aquello hubiera significado una gran pérdida para la cultura.

Lo apoyé en una de las baldas del armario, me despedí del búho encogido aún sobre su viga y salí sin hacer ruido al cerrar la trampilla.


Sin embargo, no lo abrí enseguida. Lo dejé apoyado contra la pared del estudio durante unos días. Me sentaba en el suelo y lo contemplaba sin más. No me decidía a abrirlo. Me costaba mucho dar el paso sin permiso. Era propiedad de otra persona y, por muchas razones que me diese a mí mismo, lo cierto era que no tenía ningún derecho a abrirlo sin autorización. Lo más lógico, como mínimo, hubiera sido pedir permiso al hijo del dueño, es decir, a Masahiko, pero me resistía a comunicarle su existencia, y no sabía por qué. Tenía la impresión de que se trataba de un asunto personal entre Tomohiko Amada y yo. No sabría decir de dónde o cómo había surgido esa idea tan rara, pero así era exactamente como me sentía.

Después de contemplar el cuadro (o lo que yo suponía que era un cuadro) envuelto en papel de estraza y cerrado con una cuerda, después de darle vueltas y más vueltas al asunto, me decidí finalmente a abrirlo. La curiosidad era más fuerte e implacable que los reparos, incluso más fuerte que el sentido común o la cortesía. No sabía si era curiosidad profesional o puramente personal. En cualquier caso, fui incapaz de resistirme por más tiempo al impulso de mirar. Tal vez fuera algo desagradable, pero decidí que me daba igual. Corté la cuerda con unas tijeras. Estaba muy bien atada. Después quité el envoltorio. Me tomé mi tiempo para no romper nada, por si tenía que envolverlo luego como estaba y dejarlo en su sitio.

Bajo las sucesivas capas de papel marrón apareció un cuadro enmarcado con un sencillo marco protegido por una tela blanca de algodón. Retiré la tela con cuidado, como si quitase la venda de una persona con graves quemaduras.

Bajo la tela blanca apareció, como era de esperar, un cuadro de estilo tradicional japonés. Tenía forma rectangular. Lo apoyé contra la estantería y me alejé para contemplarlo a cierta distancia.

Era la mano de Tomohiko Amada, sin duda. Se notaba su estilo, su originalidad, su técnica. Tenía unos atrevidos espacios en blanco y una composición dinámica. En la escena aparecían personajes vestidos y peinados al estilo del periodo Asuka. Me sorprendió mucho por la impresionante violencia de la escena que representaba.

Por lo que sabía, Tomohiko Amada nunca había pintado escenas violentas. No sabía de un solo cuadro que representara algo así. La mayor parte de su obra eran escenas tranquilas y apacibles que transmitían cierta atmósfera de nostalgia. A veces elegía como tema algún hecho histórico, pero siempre se notaba su estilo. Los personajes vivían en armonía dentro de los límites de comunidades cohesionadas, rodeados de una naturaleza poderosa y exuberante propia de épocas pasadas Las individualidades parecían sacrificadas al valor superior que representaba la comunidad, el destino general. Era una vida tranquila, un ciclo armonioso cerrado en sí mismo como un anillo. Ese mundo antiguo quizá formaba parte de la utopía de Tomohiko Amada. Pintó ese mundo una y otra vez desde muchas perspectivas, con miradas muy diferentes. Algunos críticos consideraron que con ese estilo trataba de reflejar su rechazo del mundo moderno, de recrear una añoranza por épocas pasadas. Hubo quienes le criticaron por ello. Lo consideraban una huida de la realidad. Desde su regreso de Viena había abandonado la pintura al óleo de inspiración modernista y se había encerrado en ese mundo sereno, sin ofrecer ninguna explicación ni justificación.

Sin embargo, La muerte del comendador rebosaba sangre, resultaba muy realista y había sangre por todas partes. Había dos hombres luchando armados con espadas antiguas y pesadas. Parecía un duelo. Uno de ellos era joven, el otro mayor. El joven había hundido su espada en el pecho de su contrincante. Lucía un bigote fino, negro. Vestía ropa ceñida de color verde artemisa. El hombre mayor iba vestido de blanco y tenía una abundante barba. Llevaba colgado del cuello un collar de cuentas. Había soltado su espada, pero aún no había llegado a tocar el suelo. De su pecho brotaba la sangre a borbotones. Parecía como si la espada le hubiera seccionado la aorta. La sangre teñía de rojo su ropa blanca. Su boca retorcida denotaba dolor. Tenía los ojos abiertos como platos, miraba al vacío con una expresión de lamento. Había perdido el duelo y se daba cuenta de ello, pero el verdadero dolor parecía no haber llegado todavía.

El joven, por su parte, tenía una mirada fría. Observaba a su contrincante y en sus ojos no había arrepentimiento alguno, vacilación, miedo o excitación. Tan solo parecían aguardar tranquilos y expectantes a una muerte aún por llegar, su victoria definitiva. La sangre que brotaba a borbotones daba prueba de ello. No provocaba en él ningún sentimiento visible.

A decir verdad, siempre había entendido la pintura japonesa tradicional como una forma artística empeñada en retratar un mundo estilizado, sereno. Me parecía que ni sus técnicas ni los materiales se adecuaban a la expresión de sentimientos fuertes. Era un mundo completamente ajeno a mí, pero frente a ese cuadro fui consciente de mis prejuicios. En aquella violencia en la que dos hombres se jugaban la vida, algo sacudía el corazón del espectador. Un hombre victorioso, otro derrotado. Un hombre que hundía su espada en el pecho de otro, y este otro recibía el metal en su carne. Aquel contraste llamaba la atención, era algo especial, pensé.

Además de los dos personajes principales había otros que actuaban a modo de espectadores. Entre ellos, una mujer joven. Vestía un quimono completamente blanco muy elegante, llevaba el pelo recogido y con adornos, y se tapaba la boca ligeramente abierta con la mano, como si tomara aire justo antes de soltar un grito. Tenía sus hermosos ojos muy abiertos.

Entre los espectadores había también un hombre joven. No vestía con tanta elegancia. Llevaba ropa de color oscuro, sin ningún tipo de ornamento, que seguramente le permitía moverse sin dificultad. Calzaba unas sencillas sandalias. Parecía un criado o algo por el estilo. No llevaba espada, sino una especie de daga sujeta a la cintura. Era pequeño, rechoncho y lucía una perilla rala. En la mano izquierda sujetaba algo parecido a un cuaderno, como un asalariado de hoy con su cartera. Extendía la mano derecha en el vacío tratando de agarrar algo que se le escapaba irremisiblemente. Por la forma en la que estaba pintado, no se entendía bien si era el criado del hombre mayor, del joven o de la mujer. Lo único que se deducía era que el duelo se había desarrollado con rapidez y que ni la mujer ni el criado habían imaginado el desenlace. En sus caras se leía una inequívoca expresión de sorpresa.

El único que no parecía sorprendido en absoluto era el joven asesino. Puede que nada le sorprendiera. No era un asesino nato, no se divertía matando, pero no vacilaba en hacerlo si con ello alcanzaba su objetivo. Era un joven que parecía afanarse por sus ideales (aunque resultaba imposible saber qué ideales eran esos), henchido de energía. Parecía versado en el arte de la espada. No le sorprendía tener ante sí a un hombre mayor que ya había traspasado el cénit de su vida y se disponía a morir a manos de él. Más bien parecía como si para él fuera algo natural, algo lógico.

En la escena aparecía otro personaje misterioso. Estaba en la parte inferior izquierda del lienzo, como una nota a pie de página. Asomaba la cabeza tras una trampilla cuadrada de madera que había en el suelo. Me recordaba a la trampilla del armario por donde había subido al desván. Eran muy parecidas. El misterioso personaje observaba desde allí al resto de las personas que componían la escena del cuadro.

¿Un agujero en el suelo, una trampilla, un desagüe? No podía ser. En el periodo Asuka no existían canalizaciones ni nada por el estilo. Además, el escenario donde tenía lugar el duelo era un paisaje exterior, y allí no había nada. Al fondo tan solo se veía un pino solitario de ramas bajas. ¿Por qué había entonces un agujero en el suelo oculto tras una trampilla? No tenía ninguna lógica.

También el hombre que asomaba la cabeza por allí era muy extraño. Tenía la cara larga, como una berenjena retorcida. Lucía una barba negra, el pelo largo, enredado. Parecía un vagabundo, un eremita retirado del mundo, un viejo demente. Sin embargo, su mirada era sorprendentemente aguda, perspicaz, de una perspicacia que no parecía resultado de la inteligencia, sino de la casualidad, de una especie de aberración provocada, quizá, por la demencia. No se veía su ropa, tan solo asomaba la cabeza a partir del cuello. Como los demás, observaba el duelo, pero no se le veía sorprendido por lo que allí ocurría. Parecía un espectador imparcial que asistía a algo que debía ocurrir, como si estuviera allí para levantar acta. Ni la mujer ni el criado se daban cuenta de su existencia porque estaba a sus espaldas. Solo tenían ojos para el violento duelo. Nadie miraba hacia atrás.

¿Quién era ese personaje? ¿Por qué asomaba por allí? ¿Por qué se escondía bajo la tierra de ese mundo antiguo? ¿Por qué le había pintado Tomohiko Amada en un extremo del cuadro? ¿Cuál era su intención al poner allí a un hombre tan enigmático, tan extraño, que rompía el equilibrio de la composición?

¿Por qué había titulado el cuadro La muerte del comendador? En la escena se asistía al asesinato de una persona de clase alta, pero el hombre mayor ataviado con esos ropajes antiguos no se correspondía de ninguna manera con la idea que uno podía hacerse de un comendador. Ese título pertenecía a la tradición medieval europea, no a la japonesa. En toda la historia de Japón nunca había existido semejante título, y, a pesar de todo, Tomohiko Amada había decidido usarlo. Alguna razón debía de tener.

Para mí, esa palabra, «comendador», tenía alguna resonancia. La había oído en alguna ocasión. Busqué el rastro de ese vago recuerdo, como si tirase de un delgado hilo. La había leído en una novela, la había escuchado en una pieza teatral muy famosa, pero dónde.

Me acordé de repente. Se trataba de Don Giovanni, la ópera de Mozart. Justo al comienzo había una escena que se llamaba así: «La muerte del comendador». Fui a la estantería de los discos en el salón y busqué la ópera. Leí las explicaciones del libreto y confirmé que, en efecto, el personaje que moría asesinado en la escena inicial era un comendador. No tenía nombre, tan solo se le conocía como el comendador.

Originalmente, el libreto de la ópera estaba escrito en italiano y citaban al personaje como «Il commendatore». En la edición japonesa se había transcrito literalmente y así se había quedado. Por mi parte, no sabía bien qué rango o posición social ocupaba un comendador en el tiempo en que estaba ambientada la ópera. El texto no aclaraba nada al respecto y en la ópera solo era un comendador sin nombre, cuyo único papel era morir a manos de don Giovanni nada más empezar. Ya cerca del final reaparecía en forma de estatua, como un mal presagio que termina por arrastrar a don Giovanni hasta los infiernos. Al pensar en ello, me pareció que el asunto se aclaraba. El apuesto joven del cuadro era el libertino don Giovanni (el don Juan español) y el asesinado, un honorable comendador. La hermosa joven era su hija, doña Anna, y el criado, Leporello, quien servía a don Giovanni. Leporello tenía en la mano un extenso listado con los nombres anotados de las conquistas de su amo. Don Giovanni había tentado a doña Anna, y el padre de esta, el comendador, había respondido a la ofensa para terminar envuelto en un duelo en el que perdía la vida. Era una escena muy famosa. ¿Por qué no me había percatado antes?

Esa mezcla entre la trama de la ópera de Mozart y una escena ambientada en el periodo Asuka pintada al modo tradicional japonés me había despistado. En un principio, no había asociado ambas cosas, pero al hacerlo todo estaba claro. Tomohiko Amada había adaptado el mundo descrito en Don Giovanni al periodo Asuka. Un ejercicio audaz e interesante. Se reconocía a primera vista. Pero ¿qué necesidad tenía de hacerlo? Era un cuadro muy distinto al resto de su obra. Además, ¿por qué lo había escondido en el desván? ¿Por qué se había tomado la molestia de protegerlo tanto? ¿Qué significaba aquel personaje, de cara larga, asomando por una especie de trampilla como si saliera del interior de la tierra?

En la ópera de Mozart no había ningún personaje como ese. Si Tomohiko Amada lo había puesto allí, era porque tenía algún propósito. Además, en la ópera, doña Anna no asistía en primera persona a la muerte de su padre. Ella se marchaba a pedir ayuda a su prometido, don Ottavio, y cuando regresaban juntos lo encontraban ya muerto. En el cuadro, por el contrario, el orden de los acontecimientos, las circunstancias, cambiaban ligeramente. Quizá la intención del pintor era realzar el dramatismo, pero lo mirase como lo mirase, la cabeza que emergía de la tierra no era de ningún modo la de don Ottavio. Su fisonomía no coincidía con ningún patrón real, parecía un ser de otro mundo. De ningún modo podía ser un caballero dispuesto a ayudar a doña Anna.

¿Era acaso un demonio saliendo del infierno? ¿Estaba allí para llevarse a don Giovanni? Por mucho que me esforzase en interpretarlo así, no había nada en él que sugiriese que se trataba de un demonio. Un demonio no podía tener en los ojos un brillo tan extraño. Un demonio nunca asomaría la cabeza por una trampilla de madera en el suelo. La presencia de ese personaje parecía una especie de broma. De momento me limité a llamarle «cara larga».


Durante varias semanas no pude dejar de mirar el cuadro en silencio. Su sola presencia allí, frente a mis ojos, me impedía pintar nada. No sentía la necesidad y apenas tenía ganas de comer. Como mucho mordisqueaba algunas verduras que tenía en la nevera y las alegraba con un poco de mayonesa. Si no, tiraba de conservas. Me sentaba en el suelo del estudio y escuchaba una y otra vez Don Giovanni. Miraba el cuadro sin descanso y al atardecer me tomaba una copa de vino y seguía mirándolo. Era una obra perfecta, magnífica. No podía dejar de darle vueltas y, sin embargo, ni siquiera estaba catalogado en ningún libro sobre la obra de Tomohiko Amada. Su existencia, por tanto, era un secreto. De no ser así, se hubiera convertido de inmediato en una de las obras más famosas de su autor. En cualquier retrospectiva sobre su obra lo habrían utilizado como cartel para anunciarlo. Y no solo se trataba de que estuviera pintado con una técnica asombrosa, sino que la escena desprendía un magnetismo, una especie de poder fuera de lo normal. A nadie con una mínima noción de arte se le habría pasado por alto. Algo conmovía profundamente el corazón del espectador, como si fuera una sugestión, una puerta capaz de llevar la imaginación a otra parte.

No podía apartar la vista de ese «cara larga» situado en la parte inferior del lienzo. La trampilla que abría parecía incitar a seguirle a un mundo subterráneo. Pero no a cualquier persona, sino a mí en concreto. Ese mundo oculto tras la trampilla me llamaba poderosamente la atención. ¿De dónde venía cara larga? ¿Qué diablos hacía allí? ¿Iba a cerrar la trampilla en algún momento o la dejaría abierta para siempre?

Miraba el cuadro y escuchaba sin cesar Don Giovanni. En concreto, la tercera escena del primer acto tras la obertura. Casi me aprendí de memoria el texto, los papeles de los protagonistas:

Doña Anna: «¡Ay de mí! El asesino ha matado a mi padre. Esta sangre… Esta herida… En su rostro ya se ve el color de la muerte. Ya no respira, tiene las extremidades frías. ¡Padre! ¡Mi amado padre! Me desmayo. Me muero».