17

¿Cómo se me podía haber pasado por alto algo tan importante?

No podía olvidar las últimas palabras de mi mujer cuando me fui de casa: «Aunque nos separemos de este modo, ¿podemos seguir siendo amigos?». En aquel preciso instante (y aun bastante después) fui incapaz de entender qué quería decir, qué pretendía en realidad. Sus palabras me dejaron atónito. Me sentí como si hubiera comido algo totalmente insípido, y quizá por eso solo pude contestar que no lo sabía. Fue lo último que le dije. Como despedida, sin duda, resultó lamentable.

A pesar de habernos separado, yo sentía como si, en cierto modo, aún siguiéramos conectados por un tubo a través de cual, aunque no se viera, aún bombeaba algo de sangre caliente entre nuestros corazones. Al menos eso era lo que yo sentía, aunque daba por hecho que el tubo no tardaría en romperse. Por tanto, como esa delgada cuerda de salvamento que aún existía entre nosotros se iba a cortar, más valía quitarle la vida cuanto antes, porque, de esa manera, si el tubo se secaba antes como un cuerpo al momificarse, el dolor que le produciría la hoja afilada del cuchillo al cortarlo sería más soportable. Así que debía olvidarme de ella cuanto antes, y por eso intentaba no mantener ningún contacto real. Solo sucedió en una ocasión después de mi viaje, cuando quise pasar a recoger mis cosas. Fue la única conversación que mantuvimos después de separarnos. Algo muy breve.

No me cabía en la cabeza la idea de mantener una relación de amistad una vez roto nuestro matrimonio. Durante los seis años que había durado, habíamos compartido muchas cosas: nuestro tiempo, nuestros sentimientos, palabras, silencios, dudas y decisiones, compromisos y resignación, momentos de placer y de aburrimiento. Ambos teníamos nuestros propios secretos, sin duda, pero incluso eso, la sensación de ocultarnos algo, lo compartimos de algún modo. Habíamos encontrado el «peso de la rutina» que solo puede surgir con el tiempo. Gracias a esa especie de fuerza de la gravedad nuestros cuerpos se habían adaptado el uno al otro y habíamos vivido en equilibrio. Habíamos creado nuestras propias reglas, y anularlas de repente, eliminarlo todo, romper el equilibrio, solo para convertirnos en simples buenos amigos, me parecía sencillamente imposible.

Era muy consciente de ello. Mejor dicho, había llegado a esa conclusión después de pensarlo una y otra vez durante mi largo viaje por el norte de Japón. Le había dado muchas vueltas, y la conclusión era siempre la misma. Era mejor mantener la distancia, cortar todo contacto. Me parecía la forma más adecuada y razonable de enfrentarme a ello, y actué en consecuencia.

Yuzu, por su parte, no se puso en contacto conmigo. No me llamó ni una sola vez, no me envió ninguna carta, y eso a pesar de que había sido ella la que propuso seguir siendo amigos. Por extraño que pueda parecer, su actitud me dolía más de lo que me esperaba. No. A decir verdad, yo mismo me hacía daño. Mis sentimientos no dejaban de oscilar como un péndulo cortante que, de un extremo al otro, dibujaba un gran arco sumido en el silencio. Ese vaivén de mis sentimientos dejó muchas heridas en mi piel, y para ahuyentar el dolor solo tenía un recurso: pintar.


La luz del sol entraba por la ventana del estudio. Una suave brisa agitaba de vez en cuando las cortinas blancas, y en la habitación olía como las mañanas de otoño. Desde que vivía en aquella casa me había hecho muy sensible a los cambios de aroma de las estaciones. En la ciudad, ni siquiera era consciente de que existieran.

Estaba sentado en la banqueta y miraba fijamente el retrato de Menshiki en el caballete. Era mi forma de abordar el trabajo. Recapitular por la mañana con una mirada fresca el resultado del trabajo del día anterior. No tenía prisa por preparar los pinceles.

«No está mal», pensé al cabo de un rato. No estaba nada mal. El día anterior había rodeado el esqueleto de Menshiki con los diferentes colores que había creado. El esqueleto, esbozado en negro, había quedado escondido debajo de los colores, pero se veía claramente que estaba oculto al fondo de todo. Debía traerlo de vuelta a la superficie, transformar una sugerencia en toda una declaración.

No me había comprometido a terminar el retrato. De momento, la idea de acabarlo no era más que una posibilidad. Todavía faltaba algo. Faltaba algo que tenía que existir que reclamaba la legitimidad de su ausencia. Las cosas que no existían golpeaban por dentro el vidrio que separaba la existencia de la no existencia, y a mí me llegaba aquel grito sin palabras.

De pronto tuve sed. Quizás a causa de haberme concentrado tanto. Fui a la cocina y me bebí un vaso grande de zumo de naranja. Relajé los hombros, estiré los brazos e inspiré y espiré profundamente varias veces. Volví al estudio y me senté de nuevo en la banqueta para contemplar el cuadro. Me concentré en el retrato colocado en el caballete. Enseguida me di cuenta de que había cambiado algo. Lo veía desde otro ángulo.

Me levanté de la banqueta para comprobar que se hallaba en el mismo sitio. Se había movido ligeramente. Sí, era evidente que se había movido. ¿Cómo era posible? Yo no había sido, de eso estaba seguro. Volví a comprobarlo. Podía recordar ese tipo de detalles porque soy muy maniático en lo concerniente al ángulo y a la posición exacta desde la que contemplar un cuadro. Son puntos fijos, como les sucede a los bateadores de béisbol, que siempre ocupan una misma posición en la zona de bateo, y, si se mueven, por poco que sea, se desconcentran y se ponen nerviosos.

La banqueta se hallaba a unos cincuenta centímetros de donde solía estar y por eso el ángulo desde el que veía el cuadro era distinto. Alguien la había movido mientras me tomaba el zumo de naranja en la cocina. ¿Qué otra cosa cabía pensar? Alguien había entrado a hurtadillas en mi ausencia, se había sentado en la banqueta para contemplar el cuadro y, antes de que yo regresara, se había levantado y había salido de allí sin hacer ruido. Y en ese momento, no sé si a propósito o por la precipitación de la huida, había movido la banqueta. Sin embargo, no me había ausentado del estudio más de cinco o seis minutos. ¿Quién y para qué se había tomado tantas molestias? ¿Acaso se había movido la banqueta sola por voluntad propia?

También era posible que confundiera mis recuerdos. Quizá la había movido yo y lo había olvidado. No se me ocurrían más opciones. A lo mejor pasaba demasiado tiempo solo y eso provocaba cierto desorden en mis recuerdos.

Dejé la banqueta donde se encontraba, es decir, a unos cincuenta centímetros de su posición original y en un ángulo ligeramente distinto, y me senté para contemplar el retrato de Menshiki desde allí. Fue entonces cuando descubrí algo distinto a lo que había visto hasta ese momento. Era el mismo retrato, por supuesto, pero notaba una sutil diferencia. La luz incidía de otra manera y también la textura parecía otra. Había algo vivo en él y, al mismo tiempo, le faltaba algo. Sin embargo, me pareció que aquello que faltaba era distinto a lo que había notado que faltaba hasta hacía poco.

¿Cuál era la diferencia? Me concentré para tratar de descubrirla, pues, de algún modo, tenía la impresión de que quería transmitirme algo. Debía descubrir el significado que estaba latente en aquella diferencia. El cambio de sitio seguro que significaba algo. Alcancé una tiza blanca para marcar la posición de las tres patas de la banqueta en el suelo (posición A). Luego coloqué la banqueta en su posición original (a unos cincuenta centímetros de la otra) y la marqué también con la tiza (posición B). Contemplé el cuadro desde esos dos ángulos alternativamente.

Menshiki estaba allí, sin duda. No obstante, me di cuenta de que se veía distinto en función del ángulo. Era como si coexistiesen en el mismo plano dos personajes distintos y ambos carecieran de algo en común, un elemento que, paradójicamente, unía al Menshiki A y al Menshiki B a pesar de su ausencia. Debía descubrir entre las posiciones A, B y la mía propia qué era eso que los unía y que a su vez les faltaba a los dos. ¿Tendría una forma definida o no? Y en caso de no tenerla, ¿cómo podía plasmarla en el cuadro?


Mira que no es fácil, me pareció que decía alguien. ¿No te parece?

Lo oí claramente. No hablaba en voz alta, pero sí era una voz muy nítida. Nada vaga, y no sonaba ni grave ni aguda. Me daba la impresión de que me había hablado muy cerca del oído.

Se me cortó la respiración y, sin levantarme de la banqueta, miré a mi alrededor. No había nadie, por supuesto. La luz viva de la mañana se reflejaba en el suelo como si fuera un charco. La ventana estaba abierta y a lo lejos se oía apenas la musiquita que anunciaba la llegada del camión de la basura: Annie Laurie (no entendía por qué los camiones de basura de la ciudad de Odawara llevaban para anunciarse una canción de la música popular escocesa). Aparte de eso, no se oía nada.

Pensé que eran imaginaciones mías. Tal vez había oído mi propia voz, o tal vez había hablado mi subconsciente. Sin embargo, aquella frase sonaba muy extraña. Yo nunca hablaría de esa manera, por mucho que fuese mi inconsciente. Mira que no es fácil. ¿No te parece?

Respiré hondo, volví a contemplar el cuadro sin levantarme de la banqueta. Estaba convencido de que había sido una especie de alucinación auditiva.

Pero si es evidente, volvió a decir alguien muy cerca de mi oído.

¿Evidente?, me pregunté a mí mismo. ¿A qué se refería?

Debes encontrar algo que tiene Menshiki y que no está aquí. Era la misma voz nítida de antes. No reverberaba en absoluto, como si la hubieran grabado en una cámara anecoica. Se apreciaban con claridad cada uno de sus tonos. Y, como si fuera la representación de una idea, le faltaba naturalidad en la entonación.

Volví a mirar a mi alrededor. Me levanté y fui hasta el salón para echar un vistazo. Por si acaso, miré en todas las habitaciones, pero no había nadie por ninguna parte. Aparte de mí, allí solo estaba el búho, y, evidentemente, los búhos no hablan. La puerta de la casa estaba cerrada con llave.

Después de que la banqueta se moviera aparentemente sola, ahora oía una voz que no sabía de dónde venía. No sabía si provenía de las alturas, de mí mismo o de una tercera persona desconocida. A lo mejor me estaba volviendo loco, pensé. No había otra alternativa. Desde que empecé a oír la campanilla en mitad de la noche, ya no podía confiar en mis sentidos. Sin embargo, en cuanto a ese sonido, Menshiki también lo había oído con toda claridad. Al menos así había podido constatar de manera objetiva que no se trataba de imaginaciones mías. Mi oído funcionaba bien. En ese caso, ¿qué diablos era esa voz extraña?

Me senté en la banqueta y contemplé de nuevo el cuadro.

Debes encontrar algo que tiene Menshiki y que no está aquí. Parecía una adivinanza, como si un pájaro espabilado intentase enseñarle el camino a un niño perdido en el bosque. ¿Qué sería eso que tenía Menshiki que no había logrado plasmar en el retrato?

Transcurrió mucho tiempo. El reloj marcaba el paso de las horas en silencio y con regularidad. La luz que se colaba por la pequeña ventana orientada al este se desplazaba poco a poco sin hacer ruido. Unos pájaros de vivos colores se posaron en las ramas de un sauce, se afanaron en buscar algo y levantaron el vuelo piando al cabo de un rato. Varias nubes blancas con forma de platillo flotaban en el cielo. Un avión plateado se dirigía hacia el mar resplandeciente. Era un avión de cuatro hélices de las Fuerzas de Autodefensa de la patrulla antisubmarina, con la misión diaria de escuchar con atención y aguzar la vista, y hacer emerger aquello que solo estaba latente. Oí cómo se acercaba y cómo se alejaba el ruido de sus motores.

Y entonces caí en algo. Era una cosa literalmente clara. No me explicaba cómo podía habérseme olvidado. Un elemento característico de Menshiki, algo evidente, y que, sin embargo, no había plasmado en el retrato: su pelo blanco. Un pelo hermoso, como nieve virginal recién caída del cielo. Sin ese elemento no había forma de terminar su retrato. ¿Cómo podía habérseme pasado por alto algo tan importante?

Me levanté de nuevo. Cogí a toda prisa la pintura blanca y un pincel apropiado y empecé a aplicarla sobre el lienzo con energía, a trazos gruesos, audaces y libres. Usé incluso la espátula y los dedos, y, al cabo de quince minutos, me separé del lienzo y me senté de nuevo en la banqueta para ver el resultado.

Allí estaba Menshiki retratado, sin duda. Su personalidad, fuera como fuese, había acabado materializándose en el cuadro, emergía de él. Aún no había tenido la oportunidad de conocerle a fondo. De hecho, en cierto sentido, apenas le conocía de nada, pero, como retratista, sí era capaz de reconstruirlo sobre un lienzo. Era como si respirase dentro del cuadro, e incluso se apreciaba ese misterio que escondía en su interior.

No obstante, lo mirase como lo mirase, no era, por así decirlo, un retrato al uso. Había conseguido que emergiera la personalidad de Wataru Menshiki (al menos eso creía yo), pero mi objetivo no era, en absoluto, reflejar su apariencia tal cual. En eso había una gran diferencia con los retratos convencionales. En el fondo, había pintado el cuadro para mí.

No tenía forma de saber si Menshiki, en cuanto que cliente, aceptaría aquel cuadro como retrato suyo. Tal vez estaba a años luz de lo que esperaba en un primer momento. Me había dado libertad total, me dijo que no iba a inmiscuirse en cosas como el estilo; pero quizás había plasmado por pura casualidad algún elemento negativo del que prefería no conocer su existencia. En cualquier caso, le gustase o no, no podía hacer nada. Era algo que escapaba a mi voluntad.

Observé el retrato desde la banqueta al menos media hora más. Lo había pintado yo, pero superaba los límites de mi lógica, de mi comprensión. No entendía cómo había sido capaz de pintarlo. Lo observaba y lo sentía a un tiempo cerca y lejos de mí, pero no tenía ninguna duda de que, en cuanto a forma y color, era lo correcto.

Tal vez estuviera a punto de encontrar una salida, pensé. Quizás estaba empezando a atravesar, al fin, una gruesa pared que se había alzado delante de mí. En cualquier caso, las cosas no habían hecho más que empezar, acababa de encontrar algo parecido a una pista. Debía ser muy cauto. Mientras me decía todas esas cosas, aproveché para limpiar los pinceles y la espátula y después me lavé las manos con disolvente y jabón. Fui a la cocina a beber agua. Tenía mucha sed.

¿Quién demonios había movido la banqueta del estudio? (Pues se había movido, sin ningún género de duda). ¿Quién me había susurrado al oído con aquella extraña voz? (La había oído claramente). ¿Quién me había insinuado lo que le faltaba al cuadro? (Una insinuación certera).

Tal vez yo mismo. Quizás había movido la banqueta inconscientemente. Quizá mi propia voz me había dado la pista. Tal vez se habían juntado de una forma extraña e indirecta mi conciencia superficial con mi conciencia profunda… No se me ocurría ninguna explicación mejor, aunque, evidentemente, no había ocurrido así.


A las once de la mañana estaba sentado en una silla del comedor sin pensar en nada en concreto y tomando un té rojo cuando llegó el Jaguar plateado de Menshiki. Se me había olvidado por completo que el día anterior habíamos quedado. Había estado absorto mirando el retrato y me sentía confuso por culpa de aquella voz que me había hablado.

¿Menshiki? ¿Por qué venía a esas horas?

«A ser posible, me gustaría examinar de nuevo el agujero tranquilamente», me había dicho por teléfono. Mientras escuchaba el rugido familiar del motor V8 que aparcaba frente a la casa, recordé su llamada.