20
El momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden
Al día siguiente, me desperté a las cinco de la mañana. Era domingo y aún no había amanecido. Después de tomar un desayuno sencillo en la cocina, me puse la ropa de trabajo y fui al estudio. Cuando el cielo empezó a clarear por el este, apagué la luz y abrí la ventana para ventilar la habitación con el aire fresco de la mañana. Saqué un lienzo nuevo y lo coloqué en el caballete. Fuera se oía el canto de los pájaros. No había dejado de llover en toda la noche y los árboles estaban empapados. Había escampado hacía solo un rato y las nubes se fragmentaban dejando entre sí huecos resplandecientes. Me senté en la banqueta y contemplé el lienzo en blanco mientras bebía un café solo bien caliente.
Siempre me había gustado contemplar, por la mañana temprano, un lienzo en blanco, donde aún no había nada pintado. A ese acto lo llamaba el momento zen del lienzo: no había nada, pero eso no quería decir que estuviera vacío. En la superficie completamente blanca se escondía algo por venir. Al aguzar la vista veía muchas posibilidades que en algún momento se concretarían en algo. Era un momento que siempre me había gustado: el momento en que lo que es real y lo que no lo es se confunden.
Aquel día, sin embargo, tenía claro desde el principio lo que iba a pintar: el retrato del hombre del Subaru Forester blanco. Aquel hombre de mediana edad había esperado paciente en mi interior a que yo le pintase. Así lo sentía al menos. Debía pintar el retrato por y para mí, para nadie más. No era un encargo, no era para ganarme la vida. Igual que con el retrato de Menshiki, debía empezar por pergeñar su figura a mi manera para aclarar así el sentido de su existencia o, al menos, el sentido que tenía para mí. No sabía por qué, pero era casi una necesidad.
Cerré los ojos. Imaginé la figura del hombre del Subaru Forester blanco. Me acordaba bien de él, de sus rasgos. Me miraba directamente a los ojos desde la mesa del restaurante donde desayunaba. Era la mañana siguiente a nuestro primer encuentro. Había un periódico doblado encima de la mesa y el café humeaba. Por el ventanal entraba una luz cegadora y se oía el entrechocar de la vajilla barata. Reconstruí mentalmente la escena en todos sus detalles y la cara del hombre adoptó una expresión determinada.
«Sé perfectamente dónde estabas y lo que estabas haciendo», me decían sus ojos.
Decidí empezar por un boceto. Me levanté, cogí el carboncillo y, con él en la mano, me puse frente al lienzo. Lo primero era crear un lugar para su cara sobre el espacio en blanco. Tracé una línea sin pensar en nada y sin tener ningún plan concreto. Era la línea central donde empezaría todo. Lo que iba a dibujar allí a partir de ese punto era la cara de un hombre moreno y delgado. Tenía en la frente unas arrugas profundas. Sus ojos eran pequeños y penetrantes. Eran unos ojos acostumbrados a otear el horizonte, en los que se mezclaban el color del cielo y del mar. Tenía el pelo corto, entrecano. Quizás era un hombre silencioso y paciente.
Añadí unas cuantas líneas alrededor de la línea central para poner de relieve el contorno de la cara. Di unos pasos atrás para ver el resultado y corregí aquí y allá. Lo más importante era creer en mí mismo, creer en el poder de las líneas y en el del espacio definido por ellas. En vez de hablar yo, debía dejar que las líneas y los espacios se comunicaran. Cuando esos dos elementos empezasen a hablar, los colores se añadirían enseguida a la conversación, y lo que era plano empezaría a transformarse en algo tridimensional. Mi función era ayudar y animar a todos esos elementos, pero, por encima de todo, no molestar, no interferir.
Estuve trabajando en ello hasta las diez y media. El sol alcanzó poco a poco su cénit, y las nubes grises se desgajaron en trozos pequeños que se dispersaban una tras otra al otro lado de la montaña. Las ramas de los árboles habían dejado de gotear. Me alejé del lienzo y observé el trabajo desde distintos ángulos. Allí estaba la cara del hombre según la había memorizado. Más bien, la estructura que debería contener la cara. Sin embargo, me pareció que sobraban algunas líneas. Debía eliminarlas, pero eso lo haría a la mañana siguiente. Por el momento era mejor dejarlo.
Dejé a un lado el carboncillo medio gastado y me lavé las ennegrecidas manos. Mientras me las secaba, me fijé en la antigua campanilla que estaba en la estantería delante de mí. La cogí. La agité para que sonase, y el sonido me resultó ligero, seco, viejo. No me parecía un instrumento misterioso usado en las prácticas budistas que hubiera estado enterrado durante muchísimos años. El tintineo sonaba muy distinto al que había oído en plena noche. Quizás en la oscuridad y en el profundo silencio tenía una resonancia distinta, más pesada, con más matices, llegaba más lejos.
Aún era un enigma quién la tocaba bajo tierra. Alguien debía de hacerlo todas las noches y, con toda seguridad, lo hacía para transmitir algún tipo de mensaje. Pero ese alguien había desaparecido. Cuando abrimos el agujero, lo único que encontramos dentro fue aquel instrumento y no entendimos muy bien la situación. Volví a dejarlo en su sitio.
Después de comer, salí a dar un paseo por el bosque detrás de la casa. Llevaba una gruesa cazadora gris y un pantalón de chándal que me ponía para trabajar y estaba manchado de pintura por todas partes. Caminé por el sendero mojado hasta el templete y fui a la parte de atrás. Encima de los gruesos tablones que cubrían el agujero se habían amontonado hojas de todas formas y colores completamente empapadas por la lluvia de la noche anterior. Dos días después de que hubiéramos estado allí Menshiki y yo, no parecía que nadie hubiera tocado nada. Había ido para comprobarlo. Me senté encima de una piedra mojada y contemplé el lugar mientras los pájaros trinaban por encima de mi cabeza.
En la quietud del bosque, me pareció oír hasta el sonido de cómo avanzaba el tiempo, del paso de la vida. Una persona se iba y llegaba otra, un sentimiento desaparecía para dar paso a otro, una forma se desvanecía para que apareciera una nueva. Incluso yo mismo me deshacía para renacer día tras día. Nada permanecía siempre en el mismo lugar y el tiempo se perdía. El tiempo se desgranaba como la arena y desaparecía a mi espalda. Sentado en el borde del agujero aguzaba el oído para escuchar cómo moría el tiempo.
¿Cómo se sentiría uno estando solo en el fondo de ese agujero?, me pregunté de repente. ¿Cómo sería permanecer en un lugar completamente a oscuras y pequeño? Por si fuera poco, Menshiki había renunciado voluntariamente a quedarse allí con la escalera y con la linterna. Sin escalera, era imposible salir sin la ayuda de alguien, en concreto, sin mi ayuda. ¿Qué le llevó a meterse en semejante aprieto? ¿Quería evocar su experiencia en la cárcel? No había forma de saberlo. Menshiki vivía en su propio mundo, lo hacía a su manera.
Solo tenía una cosa clara al respecto. Yo no podría haberlo hecho. Los espacios angostos y oscuros me producían terror. Si me metiese en un lugar así, tal vez ni siquiera podría respirar a causa del miedo. Sin embargo, aquel agujero me atraía. De hecho, me atraía muchísimo. Sentía como si me convocase.
Estuve allí sentado cerca de media hora. Después me levanté y regresé caminando bajo los rayos del sol que se colaban entre las ramas de los árboles.
Pasadas las dos de la tarde me llamó Masahiko Amada. Me dijo que estaba cerca de Odawara por un asunto y me preguntó si podía venir a mi casa. Por supuesto, le dije. Hacía tiempo que no le veía. Apareció en su coche un poco antes de las tres de la tarde y se presentó con una botella de whisky puro de malta. Le di las gracias y la cogí. «Muy oportuno», pensé, porque el mío se estaba acabando. Como era habitual en él, tenía un aspecto refinado, llevaba el pelo bien cortado y las gafas de concha que ya conocía. Hacía tiempo que su aspecto no cambiaba. Tan solo la línea de nacimiento del pelo se retiraba hacia atrás poco a poco.
Nos sentamos en el salón y nos pusimos al día. Le conté que habían venido unos hombres con una excavadora para retirar el montón de piedras del bosque, le hablé del agujero de apenas dos metros de diámetro que había aparecido debajo de ellas, de que la profundidad era de dos metros ochenta, de las paredes recubiertas de piedra, de que lo habían cerrado con una especie de reja muy pesada, y que después de retirarla solo habíamos encontrado una especie de instrumento antiguo usado en los rituales budistas. Me escuchó con mucho interés, pero no dijo en ningún momento que quisiera ver el agujero ni la campanilla.
—¿No has vuelto a oír el tintineo desde entonces? —me preguntó.
Le conté que desde aquel día no había vuelto a oírlo.
—Me alegro mucho —dijo aliviado—. No me gustan nada las historias tenebrosas. Prefiero mantenerme alejado lo máximo posible de cualquier cosa extraña.
—Quien se arriesga puede que al final se arrepienta —dije yo.
—Eso es. De todos modos, haz lo que quieras con ese asunto.
Después le hablé de que por fin había recuperado las ganas de pintar. Que justo dos días antes, nada más terminar el retrato de Menshiki, había experimentado una especie de transformación. Al convertir el retrato en un motivo, tal vez estaba a punto de encontrar un estilo nuevo y original. Había empezado según los cánones clásicos del retrato, pero enseguida la pintura se había convertido en algo completamente distinto, y, sin embargo, en esencia seguía siendo eso: un retrato.
Masahiko quería ver el cuadro de Menshiki y se lamentó cuando le dije que ya se lo había llevado.
—Pero si la pintura aún no se habrá secado —comentó.
—Dijo que él se encargaría de ponerlo a secar. Parecía tener mucha prisa por llevárselo. A lo mejor temía que cambiase de opinión y le dijese que prefería quedármelo.
—Mmm… —murmuró extrañado—. ¿Y no tienes nada nuevo?
—Esta mañana he empezado otro, pero de momento no es más que un boceto a carboncillo. No se aprecia nada especial.
—Me da igual. Enséñamelo de todos modos.
Fuimos al estudio y le mostré el boceto de El hombre del Subaru Forester blanco. No era más que un tosco esquema construido a base de líneas negras trazadas a carboncillo. Masahiko se quedó de pie con los brazos cruzados frente al caballete y lo contempló durante un buen rato con gesto serio.
—Qué interesante —dijo entre dientes.
Yo no dije nada.
—No imagino la forma que tomará a partir de ahora, pero es cierto que parece el retrato de alguien. Más bien, parece la raíz de un retrato. Una raíz enterrada en las profundidades de la tierra. —Volvió a quedarse en silencio durante un rato—. Se diría que se encuentra en un lugar muy oscuro y profundo —continuó—. ¿Quién es este hombre? Porque es un hombre, ¿verdad? ¿Está enfadado por algo? Da la impresión de estar haciendo un reproche.
—Parece que sepas más que yo —admití.
—Tú no lo sabes —continuó él con un tono de voz monótono—, pero aquí se aprecian un fuerte enfado y una profunda tristeza que el personaje no puede sacar fuera de sí. La rabia le corre por dentro como un remolino.
En la universidad, Masahiko se especializó en pintura al óleo, aunque, honestamente, no destacaba de manera especial. Era hábil, pero sus cuadros carecían de profundidad y él mismo lo admitía. Sin embargo, tenía un gran talento para discernir de un simple vistazo lo bueno de lo malo en los cuadros de los demás. Por eso, cuando tenía dudas le pedía su opinión. Sus consejos siempre eran acertados e imparciales y, de hecho, me fueron muy útiles. Por fortuna, nunca mostró celos ni rivalidad. Formaba parte de su carácter y por eso siempre confié en él. Daba su opinión con franqueza, sin dobleces, de manera que, aunque sus críticas fueran severas, no me molestaban.
—Me gustaría volver a verlo antes de que te desprendas de él —me dijo sin levantar los ojos de la pintura.
—Ningún problema. No es un encargo. Lo pinto para mí, porque me apetece. No tengo previsto desprenderme de él.
—Así que has empezado a pintar tus propios cuadros, ¿no es eso?
—Sí, eso parece.
—Es curioso. Es un retrato y al mismo tiempo no lo es.
—Sí, es más o menos eso —asentí.
—Tal vez… No sé. Quizás estés a punto de encontrar un nuevo rumbo.
—Ojalá.
—Hace poco vi a Yuzu —me dijo antes de irse—. Nos encontramos por casualidad y hablamos un rato.
No sabía qué decir y me limité a asentir.
—Parecía estar bien. Apenas te mencionó. Era como si los dos hubiéramos evitado tocar el tema. Entiendes lo que te quiero decir, ¿verdad? Pero antes de despedirnos me preguntó por ti. Quería saber qué hacías y le conté que trabajabas en un cuadro sin entrar en más detalles. Solo le dije que vivías recluido en una casa en la montaña.
—Recluido, pero vivito y coleando —apunté.
Me dio la impresión de que quería contarme algo más, pero se lo pensó dos veces y guardó silencio. Yuzu siempre había congeniado con él. Le consultaba a menudo todo tipo de cosas, quizá también sobre mi relación con ella. Le pedía su opinión como hacía yo con los cuadros que pintaba. Masahiko nunca me contó nada. Era su forma de ser. Le confiaban muchas cosas, pero de él nunca salía nada, como el agua de lluvia que corre por los canalones y se acumula en un depósito. Era un agua que nunca iba a ninguna otra parte y tampoco llegaba a desbordarse, como si su nivel se ajustase en función de las necesidades.
No parecía que hablase con nadie de sus preocupaciones. Imagino que debía de pesarle el hecho de ser hijo de un famoso pintor de pintura tradicional japonesa, de haber estudiado Bellas Artes, y no tener talento. Seguro que había cosas de las que le hubiera gustado hablar, pero a lo largo de todos los años que hacía que nos conocíamos, jamás le había oído quejarse de algo. Él era así.
—Yuzu tenía un amante —me atreví a confesarle—. Al final de nuestro matrimonio, ya no teníamos relaciones sexuales. Debería haberme dado cuenta mucho antes.
Era la primera vez que le hablaba de eso a alguien. Lo tenía bien guardado dentro de mí.
—Entiendo —se limitó a decir.
—Imagino que algo sabrías, ¿no?
No contestó.
—¿Me equivoco? —insistí.
—Hay cosas que es mejor no saber. Es lo único que te puedo decir.
—Lo sepas o no, el resultado es el mismo. La diferencia radica en si te enteras enseguida o no, si aporrean a la puerta o llaman suavemente.
—Puede que tengas razón —suspiró Masahiko—. Lo supiera o no, el resultado final sería más o menos el mismo. De todos modos, hay cosas que no puedo contar.
Me quedé callado mientras él continuó hablando.
—Sea cual sea el resultado, las cosas siempre tienen un lado bueno y uno malo. Entiendo que separarte de ella fue una experiencia muy dura para ti y lo siento de veras, pero el resultado de eso es que al fin has empezado a pintar para ti, tus propios cuadros. Estás descubriendo un estilo propio. Esa es la parte positiva, ¿no crees?
Quizá tuviera razón, pensé. De no haberme separado de Yuzu, mejor dicho, si Yuzu no me hubiera dejado, imagino que aún seguiría pintando los mismos retratos convencionales de siempre, solo por ganarme la vida. En cualquier caso, no era una opción que hubiera escogido yo, y no podía olvidarme de eso.
—Intenta ver el lado positivo —me dijo Masahiko antes de marcharse—. Tal vez sea un consejo estúpido, pero ya que debes ir por este camino, es mejor hacerlo por el lado donde da el sol. ¿No te parece?
—Y en el vaso queda aún una decimosexta parte de agua.
—Me gusta tu sentido del humor —dijo tras soltar una carcajada. No lo había dicho como un comentario jocoso, pero preferí no dar más explicaciones. Masahiko guardó silencio antes de preguntar—: Aún la quieres, ¿verdad?
—Debería olvidarme de ella, pero mi corazón no hace caso.
—¿No te acuestas con otras mujeres?
—Aunque me acueste con otras mujeres, entre ellas y yo siempre está Yuzu.
—¡Pues menudo problema! —exclamó, y se frotó la frente con los dedos como si de verdad estuviera preocupado.
Entonces se subió al coche para volver a su casa.
—Gracias por el whisky —le dije.
Aún no habían dado las cinco, pero el cielo ya estaba muy oscuro. Era la estación en que las noches se alargaban todos los días un poco más.
—Me hubiera gustado beber contigo, pero debo conducir —dijo sentado al volante de su coche—. Nos vemos dentro de poco y bebemos con calma. Hace tiempo que no lo hacemos.
Acepté encantado la propuesta.
Había dicho que ciertas cosas era mejor no saberlas, y tal vez tenía razón. Quizás había cosas que era mejor no oírlas siquiera, pero era imposible no oírlas nunca. Cuando llegaba el momento, aunque uno se tapase los oídos con todas sus fuerzas, el sonido de la verdad vibraba en el aire y alcanzaba el corazón mismo de la gente. Nadie puede aislarse por completo, y a quien no le guste no tendrá más remedio que huir a un mundo vacío.
Me desperté a media noche. Encendí la luz a tientas y miré el reloj. La una y treinta y cinco de la madrugada. Oí la campanilla. No había duda. Me incorporé y agucé el oído hacia donde venía el sonido. Volvió a sonar. Alguien la tocaba en plena noche y el sonido era más claro y nítido que nunca.