18
La curiosidad no solo mata a los gatos
Salí a recibirle. Era la primera vez que lo hacía, aunque no había ninguna razón para ello. Quería estirar un poco las piernas, respirar aire fresco.
En el cielo aún flotaban nubes con forma de platillo. Se formaban en alta mar y el viento del sudoeste las arrastraba poco a poco hasta las montañas. Cómo podían tener aquellas formas tan perfectas y bellas, sin que hubiese una intención concreta, era algo que me resultaba un verdadero enigma. Quizá para un meteorólogo no hubiera nada de misterioso en ellas, pero para mí sí. Desde que vivía solo en aquel lugar, me sentía cada vez más atraído y había crecido mi sensibilidad por las maravillas de la naturaleza.
Menshiki llevaba un jersey de cuello vuelto de color granate oscuro. Era elegante, ligero y conjuntaba bien con los pantalones que llevaba, unos vaqueros azul claro tan pálido que casi parecía desvaído, de corte recto y tela suave. A mis ojos (quizás era demasiado suspicaz), siempre se vestía de forma que destacase su pelo blanco. El color granate, obviamente, combinaba a la perfección con su pelo, que, como de costumbre, llevaba cortado a la medida justa. No sabía cómo lo lograba, pero nunca se veía un centímetro más largo o más corto.
—Me gustaría ir directamente a ese lugar y bajar, si no le importa —me dijo—. Quisiera comprobar que no ha cambiado nada.
Le dije que no me importaba en absoluto. Yo tampoco había vuelto a acercarme a aquel lugar y tenía ganas de verlo.
—Siento las molestias, pero ¿le importaría traer la campanilla? —me pidió.
Entré en casa y volví a salir con ella en la mano.
Menshiki sacó una linterna grande del maletero del coche y se la colgó al cuello. Empezó a caminar hacia el bosque y yo le seguí. El bosque parecía haber adquirido un color más intenso desde la última vez que nos adentramos en él. En aquella estación del año, la montaña cambiaba de color a diario. Algunos árboles se teñían de un rojo intenso, otros, de amarillo, y otros conservaban su verde perenne. Era una combinación muy hermosa, pero Menshiki no le prestaba la más mínima atención.
—He investigado un poco sobre este lugar —dijo mientras caminaba—. O sea, quién era el propietario, qué uso le daba. Ese tipo de cosas.
—¿Y ha averiguado algo?
—No, casi nada. —Negó con la cabeza—. Pensé que tal vez antiguamente hubo aquí algo relacionado con la religión, pero no he encontrado ninguna evidencia. Nadie sabe la razón de la existencia del templete y del túmulo de piedra. Al parecer, siempre ha sido una montaña virgen. Nadie la había explotado hasta que despejaron la zona para construir la casa. En 1955, Tomohiko Amada compró este terreno con la casa ya construida. Había sido la casa de veraneo de no sé qué político. Quizá no le diga nada el nombre, pero antes de la guerra llegó a ser primer ministro. Durante la posguerra vivió aquí prácticamente retirado. No he sido capaz de descubrir a quién perteneció este lugar antes de él.
—Me extraña que un político tuviese una casa en un lugar tan apartado.
—Por lo visto, antes había bastantes políticos que tenían una segunda residencia por esta zona. Creo recordar que un poco más allá estaba la casa de Fumimaro Konoe. Estamos a mitad de camino entre Hakone y Atami, e imagino que, en aquella época, resultaba un sitio ideal para mantener encuentros y conversaciones discretas. Si las personas importantes se hubiesen reunido en el centro de Tokio, todo el mundo se habría enterado.
Nada más llegar, quitamos los tablones que tapaban el agujero.
—Voy a bajar —dijo Menshiki—. ¿Me espera aquí arriba?
Le dije que sí. Menshiki bajó por la escalera metálica que habían dejado los trabajadores. Cada vez que pisaba un peldaño se oía un ligero chirrido. Yo lo miraba desde arriba. Cuando llegó al fondo, se quitó la linterna del cuello y se tomó su tiempo para estudiar en detalle lo que tenía alrededor. Tocaba las piedras de las paredes o las golpeaba con el puño en determinados puntos.
—Está muy bien construido —comentó mirando hacia arriba—. Se nota que trabajaron con esmero, pero no da la impresión de que fuera un pozo. En ese caso, no se habrían tomado tantas molestias en colocar las piedras como están.
—¿Quiere decir que se construyó con otro objetivo?
Menshiki movió la cabeza de un lado a otro y no dijo nada. No lo sabía.
—Sea como fuere —dedujo luego—, está construido de forma que no se pueda trepar por las paredes. No hay ni una simple ranura donde apoyar el pie. No llegará a los tres metros de profundidad, pero resulta imposible salir de él.
—¿Quiere decir que está hecho así a propósito?
Menshiki repitió el mismo gesto con la cabeza. Parecía entender cada vez menos.
—Tengo que pedirle un favor —dijo.
—¿De qué se trata?
—Siento las molestias, pero ¿podría subir la escalera y cerrar el hueco con los tablones para que entre la menor cantidad de luz posible?
Me quedé sin palabras durante unos instantes.
—No se preocupe —repuso él—. Solo quiero experimentar en mi propia piel qué se siente aquí encerrado completamente a oscuras. No tengo intención de convertirme en una momia.
—¿Y cuánto tiempo piensa permanecer ahí dentro?
—Cuando quiera salir, tocaré la campanilla. En cuanto la oiga, puede retirar los tablones y volver a colocar la escalera. Si no oye nada al cabo de una hora, abra sin más. No quiero estar aquí tanto tiempo. ¡Pero no se olvide de mí! En ese caso, sí que me convertiré en una momia.
—Un cazador de momias convertido en una.
—Eso es exactamente lo que pasaría —dijo Menshiki, y se rio.
—No me olvidaré, tranquilo. Pero ¿de verdad quiere hacerlo?
—Solo es curiosidad. Quiero sentarme un rato en el fondo del agujero completamente a oscuras. Le paso la linterna. Y usted deme la campanilla.
Subió hasta la mitad de la escalera y me dio la linterna. Yo le entregué la campanilla. Al tenerla en sus manos, la sacudió ligeramente y pude oír su sonido claro.
—Supongamos que, de regreso a casa, me pica una de esas avispas venenosas —le dije—, pierdo la conciencia y me muero, entonces usted no podría salir de aquí nunca más. En este mundo no hay forma de prever lo que puede ocurrir.
—La curiosidad siempre entraña un riesgo. No se puede satisfacer sin asumir ninguno. La curiosidad no solo mata a los gatos.
—Volveré en una hora —le dije.
—Tenga mucho cuidado con los avispones.
—Usted también con la oscuridad.
En vez de contestar se limitó a mirarme, como si quisiera leer algo oculto en mi rostro. Sin embargo, su mirada tenía algo impreciso, parecía querer centrarse en mi cara y no lograrlo. Era una mirada ambigua, que no parecía la suya. Bajó hasta el fondo, se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared cóncava. Enseguida levantó la mano hacia mí para indicarme que estaba listo. Subí la escalera, coloqué los tablones lo más pegados los unos a los otros que pude y después puse unas piedras encima. La luz aún debía de colarse por alguna rendija, pero allí abajo debía de estar muy oscuro a pesar de todo. Quise decirle algo antes de marcharme, pero no lo hice. Lo que buscaba allí era soledad y silencio.
Volví a casa, calenté agua para prepararme un té y me senté en el sofá a leer. Estaba muy atento, pendiente del sonido de la campanilla. Era incapaz de concentrarme en la lectura. Cada cinco minutos miraba el reloj. Me imaginaba a Menshiki allí solo, sentado en el fondo del agujero, completamente a oscuras. «Qué personaje más extraño», pensé. Se había tomado la molestia de llamar a una empresa para que retirasen todas las piedras y abriesen el agujero, se había hecho cargo del coste, y ahora se encontraba allí dentro. O, mejor dicho, había querido que yo lo encerrase.
«En fin, cada uno a lo suyo», pensé. Aunque no sabía qué necesidad tenía o cuál era su propósito (en el caso de que los tuviera), todo aquello era cosa suya y más valía que lo dejase en sus manos. Yo simplemente tenía que moverme sin pensar por el dibujo que había pintado otra persona. Renuncié a la lectura. Me tumbé en el sofá y cerré los ojos. No me dormí, por supuesto. Era incapaz de hacerlo en semejante situación.
Pasó una hora sin que sonase la campanilla. Tal vez no la había oído. En cualquier caso, era el momento de volver. Me levanté del sofá, me calcé los zapatos en la entrada y me dirigí al bosque. La posibilidad de que me atacase un avispón o un jabalí me inquietaba, pero no ocurrió.
Tan solo se me cruzó en el camino un pequeño pájaro a toda velocidad. Me pareció un mejiro. Me interné en el bosque y llegué a la parte de atrás del templete. Quité las piedras y retiré uno de los tablones.
—¡Señor Menshiki! —le llamé a través de la abertura.
No hubo respuesta. Lo que alcanzaba a ver a través de la abertura estaba completamente a oscuras y ni siquiera distinguía su silueta.
—¡Señor Menshiki! —volví a llamarle.
Tampoco hubo respuesta. Empecé a preocuparme. Quizás había desaparecido, como había desaparecido la momia que un día debió de estar allí. Era algo imposible para el sentido común, pero, por un instante, llegué a creerlo.
Retiré rápidamente otro tablón y luego uno más. La luz alcanzó por fin el fondo del agujero, y allí estaba Menshiki, sentado en el suelo.
—¿Se encuentra usted bien? —le pregunté aliviado.
Levantó la cara al fin, como si recuperase la conciencia en ese momento, y movió ligeramente la cabeza. Se tapó los ojos con las manos para que no le cegase la luz.
—Estoy bien —dijo en voz baja—, pero necesito un poco de tiempo hasta que mis ojos se acostumbren a la luz.
—Ha pasado una hora. Si quiere quedarse más tiempo, vuelvo a cerrar.
—No, no hace falta. Ya he tenido suficiente y quiero salir. Estar más tiempo me parece incluso peligroso.
—¿Peligroso?
—Luego se lo explico —dijo mientras se frotaba la cara con las manos como si se quitara algo que tuviese adherido a la piel.
Pasados cinco minutos, se puso en pie despacio y subió por la escalera metálica que yo había vuelto a colocar. Al salir se estiró, se sacudió el polvo del pantalón y miró al cielo entornando los ojos. Entre las ramas de los árboles se entreveía el cielo azul de otoño. Se quedó mirándolo durante un rato embelesado. Volvimos a colocar los tablones en su sitio y lo aseguramos todo con las piedras para que nadie se cayera dentro por accidente. Memoricé la forma exacta en la que las colocábamos para saber si alguien las movía. La escalera la dejamos dentro.
—No he oído la campanilla —dije mientras regresábamos.
—No la he tocado.
No dio más explicaciones, y yo tampoco quise preguntarle.
Dejamos atrás el bosque. Menshiki caminaba delante y yo le seguía. Cuando llegamos a la casa, guardó la linterna en el maletero del coche sin decir nada. Entramos y nos sentamos en el salón para tomar un café caliente. En todo ese tiempo no abrió la boca. Parecía absorto en sus pensamientos. La expresión de su cara no era seria, pero estaba claro que su mente se hallaba muy lejos de allí, en algún lugar en el que, quizá, solo podía entrar él. Intenté no molestarle. Le dejé a solas con sus pensamientos, como habría hecho el doctor Watson con Sherlock Holmes.
Mientras tanto, aproveché para pensar en mis cosas. Esa misma tarde tenía que ir a mis clases de pintura cerca de la estación de Odawara. Debía examinar los cuadros de mis alumnos mientras caminaba por el aula y ofrecerles algún consejo como profesor. Daba dos clases seguidas; primero la de los niños y después la de los adultos. Aquella era casi la única oportunidad que tenía de cruzarme con gente en mi día a día, de conversar con los demás. Si no impartiese esas clases, llevaría la vida de un ermitaño retirado del mundo en las montañas, y de continuar así durante mucho tiempo, como me había advertido Masahiko, tal vez terminase por perder el equilibrio mental (cosa que quizá ya me había ocurrido).
Por lo tanto, debía estar agradecido porque se me brindaba la oportunidad de mantener el contacto con el mundo, pero en realidad me costaba verlo como algo positivo. Mis alumnos, más que personas de carne y hueso, me parecían sombras intrascendentes que desfilaban por delante de mis ojos. Correspondía a sus sonrisas, les llamaba por su nombre y señalaba ciertos aspectos de sus trabajos. En realidad, no eran críticas. Alababa sus virtudes, y, en el caso de que no las encontrase, me las inventaba. Quizá por eso tenía fama de buen profesor. Según el director, muchos de mis alumnos le habían manifestado su simpatía por mí, algo que nunca me habría esperado, pues jamás había pensado que se me diese bien enseñar. Sin embargo, incluso eso me daba igual. No me importaba si la gente me apreciaba o no. Me bastaba con hacer mi trabajo y no tener que enfrentarme a grandes dificultades. De ese modo, cumplía con mi obligación para con Masahiko Amada.
No. Obviamente, no todos mis alumnos eran sombras. De entre todos ellos había escogido a dos mujeres con las que mantenía una relación personal, y desde que empezó la relación sexual entre nosotros, las dos habían dejado de acudir a clase. Tal vez se sentían incómodas. Por ello, pesaba sobre mí cierta responsabilidad.
La segunda de ellas (la mujer que era algo mayor que yo) iba a venir a mi casa al día siguiente por la tarde, y durante unas horas nos abrazaríamos desnudos en la cama. Ella no era una sombra intrascendente que pasaba por delante de mis ojos. Era una existencia real con un cuerpo perfectamente tridimensional. O tal vez era una sombra intrascendente con un cuerpo, eso sí, tridimensional. No sabía con cuál de las dos opciones quedarme.
Menshiki me llamó por mi nombre. Volví en mí. También yo me había quedado absorto en mis pensamientos.
—Estaba pensando en el retrato —dijo.
Le miré a la cara. Volvía a tener la misma expresión de frescura de siempre, con sus atractivos rasgos, su aire sereno y atento que tranquilizaba a quien tenía delante.
—Si le hace falta que vuelva a posar como modelo, puedo hacerlo ahora mismo. Si quiere continuar, estoy dispuesto.
Le miré un rato. ¿Posar? Claro, hablaba del retrato. Di un sorbo al café, que se había quedado frío, y, después de ordenar mis pensamientos, dejé la taza en el plato. Se oyó un golpecito seco. Levanté la cara.
—Lo siento —me disculpé—, pero hoy tengo que ir a mis clases de pintura.
—Es verdad —reconoció él mientras miraba qué hora era—. Se me habían olvidado por completo sus clases. ¿Tiene que marcharse ya?
—Aún tengo algo de tiempo. Hay una cosa de la que me gustaría hablarle —le dije.
—¿De qué se trata?
—A decir verdad, el retrato ya está terminado. Al menos en cierto sentido.
Menshiki frunció el ceño y me miró directamente a los ojos, como si quisiera descubrir algo en lo más profundo de ellos.
—¿Se refiere a mi retrato?
—Sí.
—Eso es estupendo —dijo él con una ligera sonrisa en la cara—. De verdad, es maravilloso, pero ¿a qué se refiere exactamente cuando dice «en cierto sentido»?
—No es fácil de explicar. No se me da bien explicar las cosas con palabras.
—Pues tómese su tiempo y diga lo que le parezca bien. Le escucho.
Entrelacé las manos sobre las rodillas mientras me esforzaba por elegir las palabras adecuadas.
Mientras tanto, se hizo el silencio a nuestro alrededor. Era un silencio tan profundo, que casi se oía cómo pasaba el tiempo. En aquellas montañas el tiempo transcurría muy despacio.
—Acepté su encargo —dije al fin—, y he pintado su retrato utilizándole de modelo, pero lo cierto es que no me ha salido algo que pueda considerarse un retrato al uso. Como mucho podría decir que es una obra en la que le he utilizado a usted de modelo. No sé qué valor puede tener. No sé si se puede considerar una obra de arte o un simple artículo comercial. Solo sé que es el cuadro que debía pintar. Aparte de eso, no sé nada más. Si le soy sincero, estoy perplejo. Hasta que tenga las cosas más claras, quizá debería quedarse en mi poder. Así lo siento, y por eso estoy dispuesto a devolverle íntegro el adelanto que me dio. Lamento de todo corazón haberle hecho perder el tiempo.
—Dice que no ha pintado un retrato, pero ¿en qué sentido no lo es?
Menshiki elegía muy bien sus palabras.
—Hasta ahora me he ganado la vida como retratista profesional. Un retrato consiste, fundamentalmente, en plasmar la imagen que otra persona tiene de sí misma. Si al cliente no le satisface el resultado, está en su derecho a decir que no quiere pagar por ello. Por eso siempre intento prescindir de ciertos detalles negativos. Enfatizo las partes positivas para que el resultado sea lo más vistoso posible. En ese sentido, es difícil considerar los retratos obras de arte, aunque hay excepciones notables como Rembrandt. En este caso, sin embargo, no he dejado de pensar en mí mismo en ningún momento y no he pensado en usted. En otras palabras, se puede decir que es un trabajo en el que predomina mi ego de autor sobre su ego como modelo.
—Para mí, todo eso no es ningún problema —dijo Menshiki con una sonrisa—. Más bien me alegra. Creo recordar que le dije desde el primer momento que pintase lo que quisiera. No le pedí nada en concreto.
—Es cierto. Lo recuerdo. Lo que me preocupa no es la obra en sí, sino lo que he pintado en ella. He dado prioridad a mis propios impulsos y quizás he terminado por pintar algo que no debía. Eso es lo que me preocupa.
Menshiki me observó un rato antes de volver a hablar.
—O sea, que teme haber pintado algo que tengo dentro y que no debería haber pintado. ¿Se refiere a eso?
—Sí. Al pensar solo en mí, tal vez he dejado al descubierto algo que no debería…
Y a lo mejor he sacado a la luz algo que usted no hubiera deseado, pero preferí guardármelo para mí.
Menshiki pensó un buen rato en lo que acababa de decirle.
—Interesante —comentó al fin con aire divertido—. Un punto de vista muy interesante.
Guardé silencio.
—Le voy a decir algo que tal vez le suene pretencioso. Soy una persona fuerte —continuó—. En otras palabras, se puede decir que tengo un gran autocontrol.
—Lo sé.
Menshiki se apretó ligeramente las sienes con las puntas de los dedos.
—Dice que ya ha terminado el cuadro, ¿verdad? Mi retrato.
—Eso creo. —Asentí.
—Estupendo. ¿Y por qué no me lo enseña? Después, si le parece bien, podemos pensar juntos qué hacemos.
—Por supuesto.
Lo llevé hasta el estudio. Se quedó de pie frente al caballete a unos dos metros de distancia y contempló el cuadro detenidamente con los brazos cruzados. Delante tenía un retrato para el que lo había utilizado a él de modelo. Más que un retrato, en realidad, solo era una imagen surgida de una amalgama de pintura sobre el lienzo. Su abundante pelo blanco se había convertido en un violento chorro de nieve agitada por el viento. A primera vista no se distinguía su cara. Donde debía haber un rostro había color, pero en el fondo, sin duda, en algún lugar, había una persona llamada Menshiki. Al menos eso me parecía a mí.
Mantuvo la misma postura durante mucho tiempo y contempló el cuadro sin moverse. Literalmente, no movió ni un solo músculo de su cuerpo. Ni siquiera estaba seguro de si respiraba o no. Le observaba un poco apartado, de pie junto a la ventana. No sé cuánto tiempo pasó, pero se me hizo eterno. Su rostro se mostraba inexpresivo, y sus ojos daban la impresión de haberse enturbiado, de haber perdido profundidad, como un charco que refleja el cielo nublado. Aquellos ojos rechazaban claramente el contacto con cualquier otra persona. No podía ni imaginarme qué estaría pensando en el fondo de su corazón.
De pronto se estremeció y estiró la espalda como si despertara de una hipnosis tras escuchar la palmada de su hipnotizador. Enseguida recuperó la expresión de su rostro y el brillo de sus ojos. Se me acercó despacio, alargó el brazo derecho y apoyó la mano en mi hombro.
—¡Maravilloso! —dijo—. Un trabajo admirable. No sé cómo decirlo, pero es justo el cuadro que esperaba.
Al mirarle a los ojos comprendí que era sincero. Estaba admirado y el retrato le había conmovido profundamente.
—Este retrato me muestra tal como soy —dijo—. Es un retrato en el sentido más auténtico de la palabra. No se ha equivocado usted en absoluto. Ha hecho lo que debía.
Su mano seguía encima de mi hombro. Tan solo la tenía allí apoyada, pero sentía como si a través de ella me transmitiera algún tipo de energía.
—¿Cómo ha sido capaz de descubrir este cuadro? —me preguntó.
—¿De descubrirlo?
—Me refiero a que lo ha pintado usted, por supuesto. Es su creación, pero, al mismo tiempo, es como si hubiera descubierto algo, como si hubiera sacado a la superficie una imagen enterrada dentro de mí. Como si la hubiera exhumado. ¿No le parece?
Quizá tenía razón, pensé. Lo había pintado dejando que las manos se movieran atendiendo al impulso de mi voluntad. Yo había elegido los colores, los había plasmado sobre el lienzo con los pinceles, con la espátula y con los dedos. Sin embargo, visto de otro modo, tal vez lo único que había hecho era utilizar a Menshiki como catalizador para encontrar algo en mi interior y lograr desenterrarlo. De la misma manera que, después de quitar con una excavadora las piedras detrás del templete en el bosque, y de retirar la reja que la cubría, había quedado al descubierto aquella cámara de piedra. Al ver que esos dos hechos sucedían de manera simultánea, era imposible no pensar que fuera algo del destino. Pensé que todo aquello había comenzado a raíz de la aparición de Menshiki y del tintineo de la campanilla a media noche.
—Digamos —continuó Menshiki— que sucede algo parecido a esos terremotos con el epicentro en las profundidades del océano. Se produce un enorme cambio en un mundo invisible, en un lugar adonde no llega la luz del sol, es decir, en el terreno de la inconsciencia. Sin embargo, todo ello termina por transmitirse a la superficie de la tierra y produce una reacción en cadena cuyo resultado sí tiene una forma visible. No soy artista, pero puedo entender más o menos el origen de esos procesos porque, en el caso de los negocios, las buenas ideas nacen de un modo parecido. La mayor parte de las veces se trata de ideas que brotan sin más de la oscuridad.
Menshiki volvió a ponerse delante del cuadro y se acercó para inspeccionarlo en detalle, como si examinase un mapa. Después se alejó unos tres metros y entornó los ojos para tener una visión de conjunto. En su cara había un gesto parecido al éxtasis que me recordó al de una rapaz a punto de dar caza a su presa. ¿Cuál sería su presa? No tenía forma de saber si era el retrato que había pintado, si era yo mismo u otra cosa. Sin embargo, ese extraño gesto parecido al éxtasis fue desvaneciéndose como la bruma sobre la superficie del agua de un río al amanecer. Después, regresó a su rostro el gesto reflexivo y simpático de siempre.
—En general —dijo—, intento no vanagloriarme, pero al comprobar que no me he equivocado al elegirle a usted, me siento muy orgulloso. Se lo digo con toda honestidad. No tengo talento artístico ni relación alguna con el trabajo creativo, pero sí tengo buen ojo para reconocer cuándo algo es de calidad. Al menos siempre lo he pensado.
A pesar de sus palabras, no podía alegrarme por lo que decía, no acababa de aceptarlo sin más. Quizá porque todavía tenía presente sus ojos de depredador al observar el cuadro.
—Entonces, le gusta el cuadro, ¿verdad? —dije para confirmarlo de nuevo.
—No hace falta que se lo repita. Es una obra magnífica. Para mí supone una alegría inesperada que haya pintado un retrato tan potente y fuera de lo común tomándome a mí como modelo o como motivo. Ni que decir tiene que lo acepto encantado. ¿Está de acuerdo?
—Sí, pero yo…
Menshiki levantó enseguida la mano para interrumpirme.
—Si no le importa, me gustaría invitarle a mi casa a celebrar el trabajo tan estupendo que ha hecho. ¿Le parece bien?
—Me parece bien, por supuesto, pero no es necesario que se tome tantas molestias. Ya ha hecho bastante para…
—No, no. Quiero hacerlo. Es algo casi personal. Me gustaría celebrar la existencia de este cuadro y quisiera que lo hiciéramos usted y yo. ¿Por qué no viene a cenar a mi casa? No le prometo gran cosa. Será una celebración sencilla entre nosotros dos. No habrá nadie más aparte del cocinero y del camarero.
—¿Cocinero y camarero?
—Cerca del puerto de Hayakawa hay un restaurante francés al que voy a menudo. Tengo buena relación con el dueño desde hace tiempo. Los días que cierra, a veces le pido al cocinero y a uno de sus camareros que vengan a mi casa. Es un chef estupendo. Prepara una comida deliciosa a base de pescado fresco. A decir verdad, pensaba invitarle y ya había empezado a prepararlo todo al margen del cuadro, pero al final ha coincidido una cosa con la otra.
Tuve que esforzarme para que no se me notara la sorpresa en la cara. No tenía ni idea de cuánto podía costar organizar una velada semejante, pero tal vez para él era algo dentro de lo normal. Al menos, no era nada excepcional.
—¿Qué le parece dentro de cuatro días? La noche del martes. Si no le va mal, lo prepararé todo para entonces.
—No tengo ningún plan para la noche del martes.
—En ese caso, quedamos para el martes. ¿Puedo llevarme el cuadro ahora? A ser posible, me gustaría enmarcarlo y colgarlo.
—¿De verdad se reconoce en ese cuadro? —le pregunté.
—Por supuesto —dijo él mirándome con extrañeza—. Por supuesto que me reconozco. Veo mi cara con toda claridad. ¿Qué otra cosa podría haber aquí dibujada?
—Está bien. Usted me encargó que lo pintara y puede hacer con el cuadro lo que quiera, pero tenga en cuenta que la pintura aún no está seca y debe andar con mucho cuidado. Es mejor que espere un poco antes de enmarcarlo. Le recomiendo que deje pasar al menos dos semanas.
—De acuerdo. Así lo haré.
Antes de marcharse me tendió la mano y nos la estrechamos como no hacíamos desde hacía tiempo. En su cara había una sonrisa de satisfacción.
—Nos vemos el martes entonces. Mandaré un coche a buscarle sobre las seis de la tarde.
—Por cierto, ¿no va a invitar usted a la momia?
En realidad, no sabía por qué hacía semejante pregunta, pero de repente me vino a la mente la imagen de la momia y no pude evitarlo. Menshiki me miró como si me sondease.
—¿Momia? No sé de qué me habla.
—La momia que deberíamos haber encontrado en el agujero del bosque, la que hacía sonar la campanilla todas las noches y desapareció dejándola allí. Quizá habría que invitarla a ella también. Como sucede con la estatua del comendador en Don Giovanni.
Menshiki esbozó una sonrisa alegre, como si al fin entendiera.
—Comprendo. Me sugiere que invite a cenar a la momia igual que hizo don Giovanni cuando invitó a la estatua del comendador, ¿no es así?
—Eso es. Puede que también haya allí una relación.
—De acuerdo. No hay ningún problema. Es una celebración, y si la momia quiere venir a cenar, la invitaré con mucho gusto. Será una velada interesante. ¿Qué podría ofrecerles de postre? —preguntó entre risas—. El problema es que no la veo por ninguna parte y, en ese caso, no puedo transmitirle la invitación personalmente.
—Claro, pero la realidad no se limita a las cosas que se pueden ver, ¿no le parece?
Menshiki levantó el lienzo con las dos manos con mucho cuidado y lo llevó hasta el coche. Sacó una manta vieja que llevaba en el maletero del coche y la colocó sobre el asiento del copiloto, después puso el cuadro encima con cuidado para no manchar nada, y lo aseguró con una cuerda fina y dos cartones. Actuaba de un modo muy eficiente. Daba la impresión de que llevaba todo tipo de cosas útiles en el maletero.
—Es cierto —murmuró justo antes de marcharse—. Puede que tenga razón en lo que dice.
Agarraba el volante de cuero con las dos manos y me miraba directamente a los ojos.
—¿Que tengo razón en qué?
—Me refiero a que muchas veces perdemos la noción de dónde está el límite entre la realidad y la irrealidad. Es como si ese límite no parara de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Si no, uno deja de saber dónde se encuentra. Hace un rato le he dicho que era peligroso permanecer más tiempo en aquel agujero. Hablaba en ese sentido.
Fui incapaz de encontrar las palabras adecuadas para responderle, y tampoco Menshiki añadió nada más. Sacó la mano por la ventanilla, se despidió y desapareció de mi vista junto al retrato con la pintura aún fresca, envuelto en el agradable rugido del motor V8.